Cuando acabe esta guerra, y no tardará, que la estamos viendo en sus últimos y fatales estertores, se hará el recuento final de los que en ella perdieron la vida, tantos aquí, tantos allá, unos más cerca, otros más lejos y, si es cierto que con el correr del tiempo, el número de los que fueron muertos en emboscadas o batallas campales acabó perdiendo importancia u olvidándose del todo, los crucificados, unos dos mil según las estadísticas más fiables, permanecerán en la memoria de las gentes de Judea y de Galilea, hasta el punto de que se hablará de ellos bastantes años después, cuando nueva sangre sea derramada en una nueva guerra. Dos mil crucificados es mucho hombre muerto, pero más serían si los imaginamos plantados a intervalos de un kilómetro a lo largo de un camino, o rodeando, es un ejemplo, el país que ha de llamarse Portugal, cuya dimensión, en su periferia, anda más o menos por ahí. Entre el río Jordán y el mar lloran las viudas y los huérfanos, es una antigua costumbre suya, para eso son viudas y huérfanos, para llorar, después todo se reduce a esperar el tiempo de que los niños crezcan y vayan a una guerra nueva, otras viudas y otros huérfanos vendrán a relevarlos, y si mientras tanto han cambiado las modas, si el luto, de blanco, pasó a ser negro, o viceversa, si sobre el pelo, que se arrancaba a manojos, se pone ahora una mantilla bordada, las lágrimas son las mismas, cuando se sienten.
María aún no llora, pero en su alma lleva ya un presentimiento de muerte, pues su marido no ha vuelto a casa y en Nazaret se dice que Séforis fue quemada y que hay hombres crucificados.
Acompañada de su hijo primogénito, María repite el camino que José hizo ayer, con toda probabilidad, en un punto o en otro, posa los pies en la huella de las sandalias del marido, no es tiempo de lluvias, el viento es sólo una brisa suave que apenas roza el suelo, pero ya las huellas de José son como vestigios de un antiguo animal que hubiera habitado estos parajes en una extinta era, decimos, Fue ayer, y es lo mismo que si dijéramos, Fue hace mil años, el tiempo no es una cuerda que se pueda medir nudo a nudo, el tiempo es una superficie oblicua y ondulante que sólo la memoria es capaz de hacer que se mueva y aproxime. Con María y Jesús van moradores de Nazaret, algunos impulsados por la caridad, otros son curiosos, van también algunos vagos parientes de Ananías, pero esos volverán a sus casas con las dudas con que de ellas salieron, como no lo han encontrado muerto, bien puede ser que esté vivo, no se les ocurrió buscar entre los escombros del almacén, aunque de habérseles ocurrido, quién sabe si habrían reconocido a su muerto entre los muertos, todos el mismo carbón. Cuando, en medio del camino, estos nazarenos se cruzaron con una compañía de soldados enviada a su aldea para buscar huidos, algunos se volvieron atrás preocupados por la suerte de sus haberes, que nunca se puede prever lo que harán los soldados una vez que, habiendo llamado a la puerta de una casa, nadie les responde desde dentro. Quiso saber el comandante de la fuerza para qué iba a Séforis aquel tropel de rústicos, le respondieron, A ver el fuego, explicación que satisfizo al militar, pues desde la aurora del mundo siempre los incendios atrajeron a los hombres, hay incluso quien diga que se trata de una especie de llamada interior, inconsciente, una reminiscencia del fuego original, como si las cenizas pudieran tener memoria de lo que quemaron, justificándose así, según la tesis, la expresión fascinada con que contemplamos hasta la simple hoguera que nos calienta o la luz de una vela en la oscuridad del cuarto. Si fuéramos tan imprudentes, o tan osados, como las mariposas, polillas y otros animalillos alados y nos lanzásemos al fuego, todos nosotros, la especie humana en peso, quizá una combustión así de inmensa, una claridad tal, atravesando los párpados cerrados de Dios, lo despertara de su letárgico sueño, demasiado tarde para conocernos, es cierto, pero a tiempo de ver el principio de la nada, ahora que habíamos desaparecido. María, aunque con una casa llena de hijos dejados sin protección, no volvió atrás, va relativamente tranquila, pues no todos los días entran adrede soldados en una aldea para matar niños, sin contar con que estos romanos, por lo general, no sólo les permiten vivir sino que incluso les animan a crecer todo lo que puedan, luego ya veremos, depende de tener dócil el corazón y al día los impuestos. Se quedaron solos en el camino la madre y el hijo, los de la familia de Ananías, por ser media docena y venir de conversación, se fueron rezagando, y como María y Jesús no tendrían para decirse más que palabras de inquietud, el resultado es que cada uno de ellos va callado por no afligir al otro, es extraño el silencio que parece cubrirlo todo, no se oye cantar aves, el viento se detuvo, sólo el rumor de los pasos, y hasta éste se retrae, intimidado, como un intruso de buena fe que entra en una casa desierta. Séforis apareció de repente en el último recodo del camino, todavía están ardiendo algunas casas, tenues columnas de humo aquí y allá, paredes ennegrecidas, árboles quemados de arriba abajo, pero conservando las hojas, ahora con un color de herrumbre. De este lado, a nuestra mano derecha, las cruces.
María echó a correr, pero la distancia es excesiva para que pueda vencerla de una carrera, así que pronto suaviza el paso, con tantos y tan seguidos partos el corazón de esta mujer desfallece fácilmente. Jesús, como hijo respetuoso, querría acompañar a su madre, estar a su lado, ahora y en adelante, para gozar juntos la misma alegría o juntos sufrir la misma pena, pero ella avanza tan lentamente, le cuesta tanto mover las piernas, así no vamos a llegar nunca, madre, ella hace un gesto que significa, Corre tú, si quieres, y él, atajando campo a través, se lanza a una loca carrera, Padre, padre, lo dice con la esperanza de que él no esté allí, lo dice con el dolor de quien lo ha encontrado ya. Llegó a las primeras filas, algunos crucificados están colgados aún, a otros los han retirado, están en el suelo, a la espera, son pocos los que tienen familia rodeándolos, es que estos rebeldes, en su mayor parte, han venido de lejos, pertenecen a una tropa diversa que en este lugar trabó la última y unida batalla, en este momento están definitivamente dispersos, cada uno por sí, en la inexpresable soledad de la muerte. Jesús no ve a su padre, el corazón quiere llenársele de alegría, pero la razón dice, Espera, aún no hemos llegado al final, y realmente el final es ahora, tumbado en el suelo está el padre que yo buscaba, apenas sangró, sólo las grandes bocas de las llagas en las muñecas y en los pies, parece que duermas, padre, pero no, no duermes, no podrías hacerlo con las piernas así torcidas, ya fue caridad el que te bajaran de la cruz, pero los muertos son tantos que las buenas almas que de ti cuidaron no tuvieron tiempo para enderezarte los huesos partidos. Aquel muchachito llamado Jesús está arrodillado al lado del cadáver, llorando, quiere tocarlo, pero no se atreve, mas siempre llega un momento en que el dolor es más fuerte que el temor a la muerte, entonces se abraza al cuerpo inerme, Padre, padre, dice, y otro grito se une al suyo, Ay José, ay mi marido, es María que ha llegado al fin, agotada, venía llorando ya desde lejos, porque ya desde lejos, viendo detenerse al hijo, sabía lo que la esperaba. El llanto de María redobla cuando repara en la cruel torsión de las piernas del marido, es verdad que no se sabe, después de morir, qué ocurre con los dolores sentidos en vida, en especial con los últimos, es posible que en la muerte se acabe realmente todo, pero tampoco nada nos garantiza que, al menos durante unas horas, no se mantenga una memoria del sufrimiento en un cuerpo que decimos muerto, sin que sea de excluir el que la putrefacción sea el último recurso que le queda a la materia viva para, definitivamente, liberarse del dolor. Con una dulzura, con una suavidad que en vida del marido no se atrevería a usar, María intentó reducir los lastimosos ángulos de las piernas de José, que, al quedarle la túnica, cuando lo bajaron de la cruz, un poco arremangada, le daban el aspecto grotesco de una marioneta partida en los goznes. Jesús no tocó a su padre, sólo ayudó a la madre a bajarle el borde de la túnica, e incluso así quedaban a la vista los magros tobillos del hombre, quizá, en el cuerpo humano, la parte que da una impresión más pungente de fragilidad. Los pies, porque las tibias estaban rotas, caían lateralmente, mostrando las heridas de los calcañares, de donde había que ahuyentar continuamente a las moscas que venían al olor de la sangre.
Las sandalias de José se cayeron al lado del grueso tronco del que él fuera el fruto final. Gastadas, cubiertas de polvo, podrían haberse quedado allí abandonadas si Jesús no las hubiese recogido, lo hizo sin pensar, como si hubiera recibido una orden alargó el brazo, María ni reparó en el movimiento, y se las prendió al cinto, quizá debiera ser ésta la herencia simbólica más perfecta de los primogénitos, hay cosas que empiezan de una manera tan sencilla como ésta, por eso se dice todavía hoy, Con las botas de mi padre también yo soy hombre, o, según versión más radical, Con las botas de mi padre es cuando soy hombre.
Un poco alejados estaban los soldados romanos de vigilancia, dispuestos a intervenir en el caso de que hubiera actitudes o gritos sediciosos por parte de aquellos que, llorando y lamentándose, cuidaban de los ajusticiados, pero esta gente no era de fiebre guerrera, o no lo demostraba ahora, lo que hacían era rezar sus oraciones fúnebres, iban de crucificado en crucificado, y en esto tardaron más de dos horas de las nuestras, ninguno de estos muertos quedó sin el bendito viático de las oraciones y de la rasgadura de vestidos, del lado izquierdo siendo parientes, del lado derecho no siéndolo, en la tranquilidad de la tarde se oían voces entonando los versículos, Señor, qué es el hombre para que te intereses por él, qué es el hijo del hombre para que de él te preocupes, el hombre es como un soplo, sus días pasan como la sombra, cuál es el hombre que vive y que no ve la muerte, o que consigue que su alma escape de la sepultura, el hombre nacido de mujer es escaso de días y rico en inquietud, aparece como una flor y como ella es cortado, va como la sombra y no permanece, qué es el hombre para que te acuerdes de él y el hijo del hombre para que lo visites. Con todo, después de este reconocimiento de la irremediable insignificancia del hombre ante Dios, expresado en un tono profundo que más parecía venir de la propia conciencia que de la voz que sirve a las palabras, el coro ascendía y alcanzaba una especie de exultación, para proclamar a la faz del mismo Dios una inesperada grandeza, Pero recuerda que poco menor hiciste al hombre que a los ángeles, de gloria y honra lo coronaste. Cuando llegaron a José, a quien no conocían, como era el último de los cuarenta, no se detuvieron tanto, a pesar de eso el carpintero se llevó para el otro mundo todo cuanto necesitaba, y la prisa se justificaba porque la ley no permite que los crucificados se queden hasta el día siguiente sin sepultura y el sol ya va bajando, no tardará el crepúsculo. Siendo aún tan joven, Jesús no tenía que rasgarse la túnica, estaba dispensado de esa demostración de luto, pero su voz, fina, vibrante, se oyó por encima de las otras cuando entonó, Bendito seas tú, Señor, Dios nuestro, rey del universo, que con justicia te creó, y con justicia te mantuvo en vida, y con justicia te alimentó, y con justicia te hizo conocer el mundo, y con justicia te hará resucitar, bendito seas tú, Señor, que a los muertos resucitas. Tumbado en el suelo, José, si todavía siente los dolores de los clavos, tal vez pueda también oír estas palabras y sabrá qué lugar ocupó realmente la justicia de Dios en su vida, ahora que ni de una ni de otra puede esperar nada más. Terminadas las preces, era necesario sepultar a los muertos, pero, siendo tantos y viniendo ya tan próxima la noche, no es preciso procurar a cada uno su propio lugar, tumbas verdaderas, que se pudieran tapar con una piedra rodada, en cuanto a envolver los cuerpos con fajas mortuorias, e incluso con simples mortajas, ni pensarlo.
Decidieron pues excavar una fosa amplia donde cupiesen todos, no fue ésta la primera vez ni será la última en que los cuerpos bajarán a la tierra vestidos como se encuentran, a Jesús le dieron también un azadón y trabajó valientemente al lado de los adultos, hasta quiso el destino, que en todo es más sabio, que en el terreno por él cavado fuese sepultado su padre, cumpliéndose así la profecía, El hijo del hombre enterrará al hombre, pero él mismo quedará insepulto. Que estas palabras, a primera vista enigmáticas, no os lleven a pensamientos superiores, lo que ahí se dice pertenece a la escala de lo obvio, quise sólo recordar que el último hombre, por ser el último, no tendrá quien le dé sepultura. Pero no será el caso de este muchacho que acaba de enterrar a su padre, con él no se va a acabar el mundo, todavía permaneceremos aquí durante milenios y milenios en constante nacer y morir, y si el hombre ha sido, con igual constancia, lobo y verdugo del hombre, con más razones aún seguirá siendo su enterrador.
Pasó ya el sol al otro lado de la montaña. Hay grandes nubes oscuras alzadas sobre el valle del Jordán, moviéndose lentamente hacia poniente, como atraídas por esa última luz que tiñe de rojo el nítido borde superior. El aire se ha enfriado de repente, es muy posible que esta noche llueva, aunque no es propio de la estación. Los soldados se han retirado ya, aprovechan la última luz del día para regresar al campamento que está cerca, adonde probablemente han regresado ya los compañeros que fueron a Nazaret de investigación, una guerra moderna se hace así, con mucha coordinación, no como la hacía el Galileo, el resultado está a la vista, treinta y nueve guerrilleros crucificados, el cuadragésimo era un pobre inocente que venía por bien y le salió mal.
La gente de Séforis todavía buscará por la ciudad quemada un lugar donde pasar la noche y mañana temprano cada familia pasará revista a lo que quede de su casa, si es que algunos bienes escaparon al incendio, y luego, a seguir buscándose la vida, que Séforis no fue sólo quemada y Roma no permitirá que sea reconstruida tan pronto. María y Jesús son dos sombras en medio de un bosque de troncos, la madre atrae al hijo hacia sí, dos miedos en busca de un valor, el cielo negro no ayuda y los muertos bajo el suelo parecen querer retener los pies de los vivos. Jesús le dice a su madre, Dormiremos en la ciudad, y María respondió, No podemos, tus hermanos están solos y tienen hambre. Apenas veían el suelo que pisaban. Al fin, tras mucho tropezar y una vez caer, llegaron al camino, que era como el lecho seco de un río abriendo un pálido rastro en la noche. Cuando ya habían dejado Séforis atrás, empezó a llover, primero unos goterones que hacían en el polvo espeso del camino un ruido blando, si emparejadas tales palabras tienen sentido.
Después arreció la lluvia, continua, insistente, en poco tiempo el polvo se convirtió en barro, María y el hijo tuvieron que descalzarse para no perder las sandalias en esta jornada. Van callados, la madre cubriendo la cabeza del hijo con su manto, no tienen nada que decirse uno al otro, quizá piensen incluso, confusamente, que no es cierto que José esté muerto, que al llegar a casa lo encontrarán atendiendo a los hijos lo mejor que puede, le preguntará a la mujer, Cómo se os ha ocurrido ir a la ciudad sin advertirme y sin pedir licencia, pero ya han vuelto a los ojos de María las lágrimas, no es sólo por el dolor del luto, es también este infinito cansancio, el castigo de esta lluvia, implacable, esta noche sin remedio, todo demasiado triste y negro para que José pueda estar vivo. Un día, alguien le dirá a la viuda que ocurrió un prodigio a las puertas de Séforis, que los troncos que sirvieron para el suplicio han echado hojas y que han brotado de ellos raíces nuevas, y decir prodigio no es abusar de la palabra, en primer lugar porque, contra lo que es costumbre, los romanos no se llevaron los troncos consigo cuando se fueron, en segundo lugar porque era imposible que troncos así cortados, en el pie y en la cabeza, tuvieran aún dentro savia y renuevos capaces de convertir palos desbastados y ensangrentados en árboles vivos. Fue la sangre de los mártires, decían los crédulos, fue la lluvia, rebatían los escépticos, pero ni la sangre derramada ni el agua caída del cielo hicieron verdear, antes, tantas cruces abandonadas en los cerros de las montañas o en las llanuras del desierto. Lo que nadie se atrevió a decir fue que era voluntad de Dios, no sólo por ser esa voluntad, cualquiera que sea, inescrutable, sino también por no reconocerles razones y méritos particulares a los crucificados de Séforis para ser beneficiarios de tan singular manifestación de la gracia divina, mucho más propia de dioses paganos.
Durante mucho tiempo estarán aquí estos árboles, pero un día llegará en el que se habrá perdido la memoria de lo que ocurrió, entonces, dado que los hombres para todo quieren explicación, falsa o verdadera, se inventarán unas cuantas historias y leyendas, al principio conservando cierta relación con los hechos, después más tenuemente, hasta que todo se transforme en pura fábula. Y otro día llegará en que los árboles morirán de vejez y serán cortados, y otro en el que, a causa de una autopista, o de una escuela, o de un grupo de viviendas, o de un centro comercial, o de un fortín de guerra, las excavadoras revolverán el terreno y harán salir a luz del día, así otra vez nacidos, los esqueletos que allí descansaron durante dos mil años. Vendrán entonces los antropólogos y un profesor de anatomía examinará los restos, para anunciar más tarde al mundo escandalizado que, en aquel tiempo, los hombres eran crucificados con las piernas encogidas. Y como el mundo no podía desautorizarlo en nombre de la ciencia, lo execró en nombre de la estética.
Cuando María y Jesús llegaron a casa, sin un hilo de ropa seca encima del cuerpo, cubiertos de barro y tiritando de frío, los chiquillos estaban más sosegados de lo que se podía imaginar, gracias a la soltura y a la iniciativa de los mayores, Tiago y Lisia, que, viendo que enfriaba la noche, decidieron encender el horno y a él se pegaron todos, intentando compensar las apreturas del hambre de dentro por el bienestar del calor de fuera. Al oír la cancela del patio, Tiago abrió la puerta, la lluvia se había convertido en un diluvio del que venían huyendo la madre y el hermano, y cuando entraron fue como si la casa se inundara de repente. Los niños miraron, comprendieron, cuando volvió a cerrarse la puerta, que su padre ya no vendría, pero se callaron, fue Tiago quien hizo la pregunta, Y el padre. El barro del suelo absorbía lentamente el agua que goteaba de las túnicas empapadas, se oía en el silencio el restallido de la leña húmeda que ardía en la entrada del horno, los niños miraban a su madre. Tiago volvió a preguntar, Y el padre. María abrió la boca para responder, pero la palabra fatal, como un nudo corredizo de la horca, le apretó la garganta, así fue Jesús quien tuvo que decir, Padre murió, y, sin saber bien por qué lo hacía, o porque era esa una prueba indiscutible de la definitiva ausencia, se quitó del cinto las sandalias mojadas y se las mostró a sus hermanos, Aquí están. Ya las primeras lágrimas habían saltado de los ojos de los más crecidos, pero fue la vista de las sandalias vacías lo que desencadenó el llanto, ahora lloraban todos, la viuda y los nueve hijos, y ella no sabía a cuál acudir, se arrodilló al fin en el suelo, agotada, y los niños se aproximaron y se arrodillaron, un racimo vivo que no necesitaba ser pisado para verter esa blanca sangre que son las lágrimas. Jesús se había mantenido en pie, apretando las sandalias contra el pecho, pensando vagamente que un día las calzará, en este mismo instante lo haría si se atreviera. Poco a poco, los niños fueron dejando a la madre, los mayores, por esa especie de pudor que nos exige sufrir solos, los más pequeños, porque sus hermanos se apartaban y porque ellos mismos no podían alcanzar un sentimiento real de tristeza, sólo lloraban, en esto los niños son como los viejos, que lloran por nada, hasta cuando dejan de sentir, o porque han dejado de sentir. Durante algún tiempo permaneció allí María, de rodillas en medio de la casa, como si esperase alguna decisión o una sentencia, le dio la señal un prolongado estremecimiento, la ropa mojada en el cuerpo, entonces se levantó, abrió el arca y sacó una túnica vieja y remendada que había sido del marido, se la entregó a Jesús, diciendo, Quítate lo que llevas, ponte esto, y siéntate junto al fuego. Después llamó a las dos hijas, Lisia y Lidia, las hizo levantar y sostener una estera haciendo de biombo, y tras ella se cambió también de ropa. Luego, con lo poco de comer que se guardaba en casa, empezó a preparar la cena. Jesús, junto al horno, se calentaba con la túnica del padre, que le quedaba sobrada de mangas y de falda, ya se sabe que en otra ocasión los hermanos se habrían reído de él, un espantajo debía de parecer, pero hoy no se atrevían, no sólo por la tristeza, sino también por aquel aire de adulta majestad que se desprendía del muchacho, como si de una hora a otra hubiera crecido hasta su máxima altura, y esta impresión se hizo aún más fuerte cuando él, con movimientos lentos y medidos, colocó las húmedas sandalias del padre de manera que recibieran el calor de la boca del horno, gesto que no servía a ningún fin práctico, si ya no era de este mundo el dueño de ellas. Tiago, el hermano que venía detrás de él, se sentó a su lado y preguntó en voz baja, Qué le ha ocurrido a nuestro padre, Lo crucificaron con los guerrilleros, respondió Jesús también susurrando, Por qué, No lo sé, había allí cuarenta y él era uno de ellos, Tal vez fuera un guerrillero, Quién, Nuestro padre, No lo era, siempre estaba aquí, trabajando, Y el burro, lo encontrasteis, Ni vivo ni muerto. La madre acababa de preparar la cena, se sentaron todos alrededor del caldero común y comieron de lo que había. Terminaban cuando los más pequeños empezaban a dar cabezadas de sueño, cierto es que el espíritu aún estaba agitado, pero el cuerpo cansado reclamaba descanso.
Tendieron las esteras de los niños a lo largo de la pared del fondo, María les había dicho a las niñas, Acostaos aquí conmigo, y lo hicieron, una a cada lado de ella, para que no hubiera celos. Por la rendija de la puerta entraba un aire frío, pero la casa se mantenía caliente, estaba el calor remanente del horno, el de los cuerpos próximos, la familia, poco a poco, pese a la tristeza y a los suspiros, fue cayendo en el sueño, María daba ejemplo, aguantaba las lágrimas, quería que los hijos se quedaran dormidos pronto, por ellos, pero también para quedarse sola con su tristeza, con los ojos muy abiertos a su futura vida sin marido y con nueve hijos que criar. Pero también a ella, en medio de un pensamiento, se le fue el dolor del alma, el cuerpo indiferente recibió el sueño sin resistirse, y ahora todos duermen.
Mediada la noche, un gemido hizo que María se despertase.
Pensó que había sido ella misma, soñando, pero no estaba soñando y el gemido se repetía ahora, más fuerte. Se incorporó con cuidado, para no despertar a las hijas, miró alrededor pero la luz del candil no alcanzaba hasta el fondo de la casa, Cuál de ellos será, pensó, pero en su corazón sabía que era Jesús quien gemía. Se levantó sin ruido, tomó el candil del clavo de la puerta y, alzándolo por encima de la cabeza para alumbrarse mejor, pasó revista a los hijos dormidos, Jesús, es él quien se agita y murmura, como si estuviese luchando en una pesadilla, seguro que está soñando con su padre, un niño de esta edad que ha visto lo que vio, muerte, sangre y tortura. Pensó María que debía despertarlo, interrumpir esta otra forma de agonía, pero no lo hizo, no quería que el hijo le contara su sueño, pero esta misma razón se le olvidó cuando vio que Jesús tenía calzadas las sandalias del padre. Lo insólito del caso desconcertó a María, qué estúpida idea, sin justificación, y también, qué falta de respeto, usar las sandalias del padre el mismo día de su muerte. Regresó a la estera, sin saber ya qué pensar, tal vez el hijo estuviera repitiendo en sueños, por obra de las sandalias y de la túnica, la mortal aventura del padre desde que salió de casa y, siendo así, había pasado al mundo de los hombres, al que ya pertenecía por la ley de Dios, pero en el que se instalaba ahora por un nuevo derecho, el de suceder al padre en los bienes, aunque sólo fuesen estos una túnica vieja y unas sandalias zambas, y en los sueños, aunque sólo fuera para revivir los últimos pasos de él en la tierra. No pensó María que el sueño pudiera ser otro.
El día amaneció límpido, sin nubes, el sol vino caliente y luminoso, no había que temer un retorno de la lluvia. María salió de casa temprano, con todos sus hijos varones en edad de ir a la escuela, y también Jesús, que, como fue dicho en su momento, tenía acabada ya su instrucción. Iba a la sinagoga a informar de la muerte de José y de las presumibles circunstancias que en ella habrían concurrido, añadiendo que, pese a todo, a él como a los otros infelices, punto nada despreciable, se le habían oficiado las honras fúnebres que la prisa y el lugar permitían, en todo caso suficientes, en tenor y número, para poder afirmar que, en general, el rito se había cumplido. De vuelta a casa, al fin a solas con el hijo mayor, pensó María que la ocasión era buena para preguntarle por qué calzaba las sandalias del padre, pero en el último momento la contuvo un escrúpulo, lo más probable es que Jesús no supiera qué explicación darle y, así humillado, ver, ante los ojos de la madre, confundido su acto, sin duda excesivo, con la falta trivialísima que es que un niño se levante de noche para ir, a escondidas, a comer un pastelillo, pudiendo siempre, si lo atrapan, alegar como disculpa el hambre, lo que de este episodio de las sandalias no puede decirse, salvo que se trate de otra especie de hambre que no sabríamos, nosotros, explicar. En la cabeza de María surgió después otra idea, la de que el hijo era ahora el jefe de familia, y, siendo así, estaba bien que ella, su madre y subordinada, pusiese todo su empeño en mostrarle el respeto y la atención convenientes, como sería, por ejemplo, interesarse por aquel mal de espíritu que lo atribuló en el sueño, Has soñado con tu padre, preguntó, y Jesús hizo como si no la hubiera oído, volvió la cara para el otro lado, pero la madre, firme en su propósito, insistió, Has soñado, no esperaba que el hijo le respondiera primero, Sí, y luego No, y que se le cargara la expresión de aquel modo, que parecía como si tuviera otra vez ante sus ojos al padre muerto. Prosiguieron callados el camino y al llegar a casa María se puso a cardar lana, pensando ya que, por necesidad del sustento de la familia, tendría que empezar a hacerlo para la calle, aprovechando la buena mano que tenía para aquel menester. A su vez, Jesús, que mirara al cielo confirmando las buenas disposiciones del tiempo, se acercó al banco de carpintero que fuera de su padre y que estaba en el cobertizo, empezando a verificar, uno por uno, los trabajos interrumpidos y luego el estado de las herramientas, con lo que María se alegró mucho en su corazón, al ver que el hijo se tomaba tan en serio, desde este primer día, sus nuevas responsabilidades.
Cuando los más pequeños volvieron de la sinagoga y se juntaron todos para comer, sólo un observador atentísimo se daría cuenta de que esta familia sufrió hace pocas horas la pérdida de su jefe natural, marido y padre, pues salvo Jesús, cuyas negras cejas, fruncidas, siguen un pensamiento escondido, los demás, incluida María, parecen tranquilos, con una serenidad compuesta, porque está escrito, Llora amargamente y rompe en gritos de dolor, observa el luto según la dignidad del muerto, un día o dos por causa de la opinión pública, después consuélate de tu tristeza, y escrito está también, No debes entregar tu corazón a la tristeza, sino que debes apartarla de ti, recuerda tu fin, no te olvides de él, porque no habrá retorno, en nada beneficiarás al muerto y sólo te causarás daño a ti mismo. Aún es pronto para risas, que a su tiempo vendrán, como los días vienen tras los días y las estaciones tras las estaciones, pero la mejor lección es la del Eclesiastés, que dice, Por eso alabé la alegría, porque para el hombre no hay nada mejor bajo el sol que comer, beber y divertirse, esto es lo que lo acompaña en sus trabajos durante los días que Dios le conceda bajo el sol. Por la tarde, Jesús y Tiago subieron a la azotea de la casa para tapar con paja amasada en barro las hendiduras del tejado, por las que, durante toda la noche, estuvo goteando el agua, a nadie le sorprenderá que entonces no se hablara de tan humildes pormenores de nuestra vida cotidiana, la muerte de un hombre, inocente o no, siempre deberá prevalecer sobre todas cosas.
Otra noche llegó, otro día comenzaba, cenó la familia como pudo y se acostó en las esteras. De madrugada María despertó despavorida, no era ella quien soñaba, no, sino el hijo, y ahora con llanto y con gemidos que cortaban el corazón, de tal modo que despertaron también a los hermanos mayores, a los otros sería preciso mucho más para arrancarlos del sueño profundo que es el de la inocencia a estas edades. María corrió en auxilio del hijo que se debatía, con los brazos alzados, como si intentara defenderse de golpes de espada o de lanza, poco a poco se fue calmando, o porque se retiraron los salteadores o porque se le estaba acabando la vida. Jesús abrió los ojos, se agarró con fuerza a la madre como si no fuera el hombrecito que es, cabeza de familia, que hasta un hombre adulto, si llora, se transforma en criatura, no lo quieren confesar, pobres tontos, pero el dolorido corazón se mece en las lágrimas. Qué tienes, hijo mío, qué tienes, le preguntó María, inquieta, y Jesús no podía responder, o no quería, una crispación, en la que nada había de niño, sellaba sus labios, Dime qué has soñado, insistió María, y, como intentando abrirle un camino, Has visto a tu padre, el muchacho hizo un brusco gesto negativo, luego se soltó de sus brazos y se dejó caer en la estera, Vete a dormir, dijo, y dirigiéndose a los hermanos, No es nada, dormid, estoy bien. María regresó junto a las hijas, pero se quedó, casi hasta el amanecer, con los ojos abiertos, atenta, esperando a cada momento que el sueño de Jesús se repitiese, qué sueño habría sido ese para tan gran abatimiento, pero no ocurrió nada. No pensó María que su hijo podría estar despierto sólo para no volver a soñar, en lo que sí pensó fue en la coincidencia, en verdad singular, de que Jesús, que siempre había tenido el sueño tranquilo, hubiera empezado con las pesadillas al morir el padre, Señor, Dios mío, que no sea el mismo sueño, imploró, el sentido común le decía, para su tranquilidad, que los sueños no se legan ni se heredan, muy engañada está, que no ha sido necesario que los hombres se comunicaran unos a otros los sueños que sueñan para que los anden soñando iguales de padres a hijos y a las mismas horas. Al fin amaneció, se iluminó la rendija de la puerta. Cuando despertó, María vio que el lugar del hijo mayor estaba vacío, Adónde habrá ido, pensó, se levantó, rápidamente, abrió la puerta y miró afuera, Jesús estaba sentado debajo del alpendre, en la paja del suelo, con la cabeza en los brazos y los brazos sobre las rodillas, inmóvil. Estremecida por el aire frío de la mañana y también, aunque de esto apenas se diera cuenta, por la visión de la soledad del hijo, la madre se aproximó a él, Estás enfermo, preguntó, y el muchacho levantó la cabeza, No, no estoy enfermo, Entonces, qué te pasa, Son mis sueños, Sueños, dices, Un sueño solo, el mismo esta noche y la otra, Has soñado con tu padre en la cruz, Ya te dije que no, sueño con mi padre, pero no lo veo, Me habías dicho que no soñaste con él, Porque no lo veo, pero estoy seguro de que está en el sueño, Y qué sueño es ese que te atormenta. Jesús no respondió de inmediato, miró a la madre con una expresión desamparada y María sintió como si un dedo le tocase el corazón, allí estaba su hijo, con aquella cara aún de niño, la mirada mortecina de no haber dormido y el primer bozo de hombre, tiernamente ridículo, era su hijo primogénito, a él se confiaba y entregaba para el resto de sus días, Cuéntamelo todo, le pidió, y Jesús dijo al fin, Sueño que estoy en una aldea que no es Nazaret y que tú estás conmigo, pero no eres tú porque la mujer que en el sueño es mi madre tiene una cara diferente, hay otros niños de mi edad, no sé cuántos, y mujeres que son las madres, pero no sé si las verdaderas, alguien nos reunió a todos en la plaza, estamos esperando a unos soldados que vienen a matarnos, los oímos en el camino, se acercan pero no los vemos, en ese momento aún no tengo miedo, sé que es un sueño malo, nada más, pero de repente tengo la seguridad de que mi padre viene con los soldados, me vuelvo hacia ti para que me defiendas, aunque no estoy tan seguro de que seas tú, pero tú te has ido, todas las madres se han ido, sólo quedamos nosotros, que ya no somos muchachos, sino niños muy pequeños, yo estoy tumbado en el suelo y empiezo a llorar, y los otros lloran todos, pero yo soy el único que tiene un padre que viene con los soldados, miramos a la entrada de la plaza, sabemos que vendrán por allí, y no entran, estamos a la espera de que entren, pero no entran, y es todavía peor, los pasos se aproximan, es ahora y no es, no llega a ser, entonces me veo a mí mismo como soy ahora, dentro del niño pequeño que también soy, y empiezo a hacer un gran esfuerzo para salir de él, es como si estuviese atado de pies y manos, te llamo pero te has ido, llamo a mi padre, que viene a matarme, y en ese momento me desperté, esta noche y la otra. María estaba horrorizada, tras las primeras palabras, apenas percibió el sentido del sueño, bajó los ojos doloridos, estaba ocurriendo lo que tanto temiera, contra toda lógica y razón Jesús había heredado el sueño del padre, no exactamente de la misma manera, sino como si padre e hijo, cada uno en su lugar, lo estuviesen soñando al mismo tiempo. Y tembló de auténtico pavor cuando oyó que el hijo le preguntaba, Qué sueño era aquel que mi padre tenía todas las noches, Bueno, una pesadilla, como tanta gente, Pero esa pesadilla, qué era, no lo sé, nunca me lo dijo, Madre, no debes ocultar la verdad a tu hijo, No sería bueno para ti saberlo, Qué puedes tú saber de lo que es bueno o malo para mí, Respeta a tu madre, Soy tu hijo, tienes mi respeto, pero ahora estás ocultándome algo que es de mi vida, No me obligues a hablar, Un día le pregunté a mi padre cuál era su sueño y me dijo que ni yo podía hacerle todas las preguntas, ni él darme todas las respuestas, Ya ves, acepta las palabras de tu padre, Las acepté mientras vivió, pero ahora soy el jefe de la familia, he heredado de él una túnica, unas sandalias y un sueño, con esto podría irme ya por el mundo, pero tengo que saber qué sueño llevaría conmigo, Hijo mío, tal vez no vuelvas a soñarlo. Jesús miró a los ojos de su madre, la forzó a mirarlo también, y dijo, Renunciaré a saberlo si la próxima noche no vuelve, si no vuelve nunca más, pero, si se repite, júrame que me lo dirás todo, Lo juro, respondió María, que ya no sabía cómo defenderse de la insistencia y la autoridad del hijo. En el silencio de su angustiado corazón, ascendió una llamada a Dios, sin palabras, o, si las tuviera, podrían ser, Pásame, Señor, a mí, este sueño, que hasta el día de mi muerte tenga que sufrirlo yo en todos los instantes, pero mi hijo, no, mi hijo, no. Dijo Jesús, Recordarás lo que prometiste, Lo recordaré, respondió María, pero se iba repitiendo para sí, Mi hijo, no, mi hijo, no.
Mi hijo, sí. Vino la noche, de madrugada cantó un gallo negro y el sueño se repitió, el morro del primer caballo apareció en la esquina. María oyó los gemidos de su hijo, pero no fue a consolarlo. Y Jesús, temblando, bañado en el sudor del miedo, no necesitó preguntar para saber que también su madre se había despertado, Qué me dirá ahora, pensó, mientras María, por su parte, pensaba, Cómo voy a contárselo, y buscaba maneras de no decírselo todo. Por la mañana, cuando se levantaron, Jesús le dijo a su madre, Voy contigo a llevar a mis hermanos a la sinagoga, después vendrás tú conmigo al desierto, pues tenemos que hablar. A la pobre María, mientras preparaba la comida de los hijos, se le caían las cosas de las manos, pero el vino de la agonía estaba servido y ahora había que beberlo. Los más pequeños estaban ya en la escuela, madre e hijo salieron de la aldea y allí, en el descampado, se sentaron debajo de un olivo, nadie, a no ser Dios, si anda por estos sitios, podrá oír lo que dijeron, las piedras no hablan, lo sabemos, ni siquiera batiéndolas unas contra otras, y en cuanto a la tierra profunda, ella es el lugar donde todas las palabras se convierten en silencio.
Jesús dijo, Cumple lo que juraste, y María respondió sin rodeos, Tu padre soñaba que iba de soldado, con otros soldados, a matarte, A matarme, Sí, Ese es mi sueño, Sí, confirmó ella aliviada, no ha sido tan complicado, pensó, y en voz alta, Ahora ya lo sabes, volvámonos a casa, los sueños son como las nubes, vienen y van, por querer tanto a tu padre heredaste su sueño, pero él no te mató, ni te mataría nunca, aunque recibiera una orden del Señor, en el último momento el ángel le detendría la mano, como hizo con Abraham cuando iba a sacrificar a su hijo Isaac, No hables de lo que no sabes, cortó secamente Jesús, y María vio que el vino amargo tendría que ser bebido hasta el fin, Consiente que al menos yo sepa que nada se puede oponer a la voluntad del Señor, cualquiera que ella sea, y que si la voluntad del Señor es ahora una, y luego es otra, contraria, ni tú ni yo somos parte en la contradicción, respondió María, y, cruzando las manos en el regazo, se quedó a la espera. Jesús dijo, Responderás a todas las preguntas que yo te haga, Responderé, dijo María, desde cuándo empezó mi padre a tener ese sueño, Hace muchos años, Cuántos, Desde que naciste, Todas las noches lo soñó, Sí, creo que todas las noches, en los últimos tiempos ya ni me despertaba, una se acostumbra, Nací en Belén de Judea, Así es, Qué ocurrió en mi nacimiento para que mi padre soñase que me iba a matar, No fue en tu nacimiento, Pero tú has dicho, El sueño apareció unas semanas después, y qué pasó entonces, Herodes mandó matar a los niños de Belén que tuvieran menos de tres años, Por qué, No lo sé, Mi padre lo sabía, No, Pero a mí no me mataron, Vivíamos en una cueva fuera de la aldea, Quieres decir que los soldados no me mataron porque no llegaron a verme, Sí, Mi padre era soldado, Nunca fue soldado, Qué hacía entonces, Trabajaba en las obras del Templo, No lo entiendo, Estoy respondiendo a tus preguntas, Si los soldados no llegaron a verme, si vivíamos fuera de la aldea, si mi padre no era soldado, si no tenía responsabilidad alguna, si ni siquiera sabía por qué mandó Herodes matar a los niños, Sí, tu padre no sabía por qué mandó matar Herodes a los niños, Entonces, Nada, si no tienes otras preguntas que hacerme, yo no tengo más respuestas que darte, Me ocultas algo, O tú no eres capaz de ver. Jesús se quedó callado, sentía que se sumía, como agua en suelo seco, la autoridad con que había hablado a su madre, mientras que en un rincón cualquiera de su alma, le parecía ver desenroscarse una idea innoble, de líneas que se movían aún, pero monstruosa desde el mismo momento de nacer. Por la ladera de una colina cercana pasaba un rebaño de ovejas, tanto ellas como el pastor tenían color de tierra, eran tierra moviéndose sobre la tierra. El rostro tenso de María se abrió en una expresión de sorpresa, aquel pastor alto, aquella manera de andar, tantos años después y en este justo momento, qué señal será, clavó en él los ojos y dudó, ahora era un vulgar vecino de Nazaret que llevaba unas pocas ovejas a los pastos, tan sucias ellas como él. En el espíritu de Jesús acabó de formarse la idea, quería salir fuera del cuerpo, pero la lengua se le trababa, por fin, con una voz temerosa de sí misma dijo, Mi padre sabía que los niños iban a ser muertos, No era una pregunta y por eso María no tuvo que responder, Cómo lo supo, ahora sí era una pregunta, Estaba trabajando en las obras del Templo, en Jerusalén, cuando oyó que unos soldados hablaban de lo que iban a hacer, Y después, Vino corriendo para salvarte, Y después, Pensó que sería mejor que no huyéramos y nos quedamos en la cueva, Y después, Nada más, los soldados hicieron lo que les habían mandado y se marcharon, Y después, Después nos volvimos a Nazaret, Y empezó el sueño, La primera vez fue en la cueva. Las manos de Jesús se alzaron de repente hasta el rostro como si quisieran desgarrarlo, su voz se soltó en un grito irremediable, Mi padre mató a los niños de Belén, Qué locura estás diciendo, los mataron los soldados de Herodes, No, los mató mi padre, los mató José, hijo de Heli, que sabiendo que los niños iban a ser muertos no avisó a los padres, y cuando estas palabras fueron dichas, quedó también perdida toda esperanza de consuelo. Jesús se tiró al suelo, llorando, Los inocentes, los inocentes, decía, parece mentira que un simple muchacho de trece años, edad en la que el egoísmo fácilmente se explica y se disculpa, pueda haber sufrido tan fuerte conmoción a causa de una noticia que, si tenemos en cuenta lo que sabemos de nuestro mundo contemporáneo, dejaría indiferente a la mayor parte de la gente. Pero las personas no son todas iguales, hay excepciones para el bien y para el mal y ésta es sin duda de las mejores, un muchachito llorando por un antiguo error cometido por su padre, tal vez esté llorando también por sí mismo, si, como parece, amaba a ese padre dos veces culpado.
María tendió la mano al hijo, quiso tocarle, pero él esquivó el cuerpo, No me toques, mi alma tiene una herida, Jesús, hijo mío, No me llames hijo tuyo, tú también tienes la culpa. Son así los juicios de la adolescencia, radicales, verdaderamente María era tan inocente como los niños asesinados, los hombres, hermana mía, son quienes lo deciden todo, llegó mi marido y dijo, Vámonos de aquí en seguida, luego enmendó, No nos vamos, sin más explicaciones, fue necesario que le preguntase, Qué gritos son esos, María no respondió al hijo, sería tan fácil demostrarle que no era culpable, pero pensó en su marido crucificado, también él muerto inocente, y sintió, con lágrimas y vergüenza, que lo amaba ahora mucho más que de vivo, y por eso se calló, la culpa que llevó uno puede llevarla el otro. Dijo María, Vámonos a casa, ya no tenemos nada que decirnos aquí, y el hijo le respondió, Vete tú, yo me quedo. Parecía que se había perdido el rastro de las ovejas y el pastor, el desierto era realmente un desierto y hasta las casas lejanas, dispersas como al azar por la ladera abajo, parecían grandes piedras talladas de una cantera abandonada que poco a poco se fueran enterrando en el suelo.
Cuando María desapareció en la hondura cenicienta de una vaguada, Jesús, de rodillas, gritó, y todo el cuerpo le ardía como si estuviese sudando sangre, Padre, padre mío, por qué me has abandonado, porque eso era lo que el pobre muchacho sentía, abandono, desesperación, la soledad infinita de otro desierto, ni padre, ni madre, ni hermanos, un camino de muertos iniciado. De lejos, sentado en medio de las ovejas y confundido con ellas, el pastor lo miraba.
Pasados dos días, Jesús se fue de casa. Durante este tiempo, se podrían contar las palabras que pronunció y las noches las pasó en claro, porque no podía dormir. Imaginaba la horrible matanza, los soldados entrando en las casas y rebuscando en las cunas, las espadas golpeando o clavándose en los tiernos cuerpos descubiertos, las madres en locos gritos, los padres bramando como toros encadenados, se imaginaba a sí mismo también, en una cueva que nunca había visto, y en esos momentos, como densas y lentas olas que lo sumergieran, sentía el deseo inexplicable de estar muerto, al menos de no estar vivo. Le obsesionaba una pregunta que no hizo a su madre, cuántos fueron los niños muertos, él imaginaba que habrían sido muchos, unos sobre otros amontonados, como corderos degollados y arrojados al monte, a la espera de la gran hoguera que los iría consumiendo y llevando al cielo convertidos en humo.
Pero, no habiendo hecho la pregunta en su momento, le parecía ahora de mal gusto, si entonces esta expresión se usaba, ir a su madre y decirle, Madre, el otro día me olvidé de preguntarte cuántos habían sido los niños que pasaron de ésta a mejor vida en Belén, y ella respondería, Ay, hijo, no pienses en eso, que ni a treinta llegaron, y si murieron fue porque el Señor así lo quiso, que en su poder estaba evitarlo si conviniese. Jesús se preguntaba a sí mismo, incesantemente, Cuántos, miraba a sus hermanos y preguntaba, Cuántos, quería saber qué cantidad de cuerpos muertos fue necesario poner en el otro platillo para que el fiel de la balanza declarase equilibrada su vida salvada.
En la mañana del segundo día, Jesús le dijo a su madre, No tengo paz ni descanso en esta casa, quédate tú con mis hermanos, yo me voy. María alzó las manos al cielo, llorosa y escandalizada, Qué es esto, qué es esto, abandonar un hijo primogénito a su madre viuda, dónde se ha visto, adiós mundo, cada vez peor, por qué, por qué si ésta es tu casa y tu familia, cómo vamos a vivir nosotros si tú no estás, y dijo Jesús, Tiago sólo tiene un año menos que yo, él se encargará de todo, como lo habría hecho yo al faltar tu marido, Mi marido era tu padre, No quiero hablar de él, no quiero hablar de nada más, dame tu bendición para el viaje si quieres, de todas formas me voy, Y adónde irás, hijo mío, No lo sé, tal vez a Jerusalén, tal vez a Belén, a ver la tierra donde nací, Pero allí nadie te conoce, Mejor para mí, dime, madre, qué crees que me harían si supieran quién soy, Cállate, que te oyen tus hermanos, Un día también ellos sabrán la verdad, Y ahora, por esos caminos, con los romanos que andan buscando guerrilleros de Judas, vas al encuentro del peligro, Los romanos no son peores que los soldados del otro Herodes, seguro que no caerán sobre mí espada en mano para matarme ni me clavarán en una cruz, no he hecho nada, soy inocente, También lo era tu padre y ya ves lo que le ocurrió, Tu marido murió inocente, pero no vivió inocente, Jesús, el demonio está hablando por tu boca, Cómo puedes tú saber que no es Dios quien habla por mi boca, No pronunciarás el nombre de Dios en vano, Nadie puede saber cuándo es pronunciado en vano el nombre del Señor, no lo sabes tú, no lo sé yo, sólo el Señor hará la distinción y nosotros no comprendemos sus razones, Hijo mío, Di, No sé adónde has ido a buscar esas ideas, esa ciencia, tan joven, Y yo no sabría decírtelo, tal vez los hombres nazcan con la verdad dentro de sí y si no la dicen es porque no creen que sea la verdad, Realmente te quieres ir, Sí, quiero irme, Y volverás, No lo sé, Si quieres, si esto te atormenta, vete a Belén, a Jerusalén, al Templo, habla con los doctores, pregúntales, ellos te iluminarán y tú volverás con tu madre y tus hermanos que te necesitan, No prometo volver, Y de qué vivirás, tu padre no duró lo bastante para enseñarte el oficio todo, Trabajaré en el campo, seré pastor, pediré a los pescadores que me dejen ir con ellos al mar, No quieras ser pastor, Por qué, No lo sé, es un sentir mío, Seré lo que tenga que ser y ahora, madre, No puedes irte así, tengo que prepararte comida para el camino, dinero hay poco, pero algo habrá, llévate la alforja de tu padre, suerte que él la dejó aquí, Me llevaré la comida, pero la alforja no, Es la única que tenemos en casa, tu padre no tenía lepra ni sarna que se te peguen, No puedo, Un día llorarás por tu padre y no lo tendrás, Ya he llorado, Llorarás más y entonces no querrás saber qué culpas tuvo, a estas palabras de su madre ya no respondió Jesús. Los hermanos mayores se le acercaron preguntando, te vas de verdad, nada sabían de las razones secretas de la conversación entre la madre y él, Tiago dijo, Me gustaría ir contigo, a éste le gustaba la aventura, el riesgo, los viajes, un horizonte diferente, Tienes que quedarte, respondió Jesús, alguien tendrá que cuidar de nuestra madre viuda, le salió la palabra sin querer, incluso se mordió el labio como para retenerla, pero lo que no pudo retener fueron las lágrimas, el recuerdo vivo de su padre, inesperado, lo alcanzó como un chorro de luz insoportable.
Jesús partió después de haber comido con toda la familia reunida. Se despidió de los hermanos, uno por uno, se despidió de la madre que lloraba, le dijo, sin entender por qué, De un modo u otro, siempre volveré, y echándose la alforja al hombro, atravesó el patio y abrió la cancela que daba al camino. Allí se detuvo, como si reflexionase sobre lo que estaba a punto de hacer, dejar la casa, la madre, los hermanos, cuántas y cuántas veces, en el umbral de una puerta o de una decisión, un súbito y nuevo argumento, o que como tal ha sido configurado por la ansiedad del momento, nos hace enmendar la mano, dar lo dicho por no dicho. Así lo pensó también María, ya una jubilosa sorpresa empezaba a reflejarse en su cara, pero fue sol de poca duración, porque el hijo, antes de volverse atrás, posó la alforja en el suelo, al cabo de una larga pausa durante la cual pareció debatir en su intimidad un problema de solución difícil.
Jesús pasó entre los suyos sin mirarlos y entró en la casa.
Cuando volvió a salir, instantes después, llevaba en la mano las sandalias del padre. Callado, manteniendo los ojos bajos, como si el pudor o una oculta vergüenza no le dejasen enfrentarse con otra mirada, metió las sandalias, en la alforja y, sin más palabras o gestos, salió. María corrió hacia la puerta, fueron con ella todos los hijos, los mayores haciendo como que no le daban mucha importancia al caso, pero no hubo gestos de despedida, porque Jesús no se volvió ni una vez. Una vecina que pasaba y presenció la escena, preguntó, Adónde va tu hijo, María, y María respondió, Ha encontrado trabajo en Jerusalén, va a quedarse allí durante un tiempo, es una descarada mentira, como sabemos, pero en esto de mentir y decir la verdad hay mucho que opinar, lo mejor es no arriesgar juicios morales perentorios porque, si damos tiempo al tiempo, siempre llega un día en el que la verdad se vuelve mentira y la mentira verdad.
Aquella noche, cuando todos en la casa estaban durmiendo, menos María, que pensaba en cómo y dónde estaría a aquella hora su hijo, si a salvo en un caravasar, si a cubierto de un árbol, si entre las piedras de un berrocal tenebroso, si en poder de los romanos, que no lo permita el Señor, oyó ella que rechinaba la cancela del camino y el corazón le dio un salto, Es Jesús que vuelve, pensó, y la alegría la dejó, en el primer momento, paralizada y confusa, Qué debo hacer, no quería ir a abrirle la puerta así, con modos de triunfadora, Al fin, ya ves, tanta crudeza contra tu madre y ni una noche has aguantado fuera, sería una humillación para él, lo más apropiado sería quedarse quieta y callada, fingir que estaba durmiendo, dejarlo entrar, si él quería acostarse silencioso en la estera sin decir, Aquí estoy, mañana fingiré asombro ante el regreso del hijo pródigo, que no será menor la alegría por ser breve la ausencia, la ausencia es también una muerte, la única e importante diferencia es la esperanza. Pero él tarda tanto en llegar a la puerta, quién sabe si en los últimos pasos se detuvo y vaciló, este pensamiento no puede María soportarlo, allí está la grieta de la puerta desde donde podrá mirar sin ser vista, tendrá tiempo de volver a la estera si el hijo se decide a entrar, estará a tiempo de correr a detenerlo si se arrepiente y vuelve atrás. De puntillas, descalza, María se aproximó y miró.
Estaba de luna la noche, el suelo del patio refulgía como agua. Una silueta alta y negra se movía lentamente, avanzando en dirección a la puerta, y María, apenas la vio, se llevó las manos a la boca para no gritar. No era su hijo, era, enorme, gigantesco, inmenso, el mendigo cubierto de andrajos como la primera vez y también como la primera vez, ahora quizá por efecto de la luna, súbitamente vestido de trajes suntuosos que un soplo poderoso agitaba. María, temerosa, permanecía agarrada a la puerta, Qué quiere, qué quiere, murmuraban sus labios trémulos, y de pronto no supo qué pensar, el hombre que dijo ser un ángel se desvió hacia un lado, estaba junto a la puerta, pero no entraba, lo que sí se oía era su respiración y luego un ruido como de algo que se desgarrara, como si una herida inicial de la tierra estuviera abriéndose cruelmente hasta convertirse en boca abisal.
María no necesitó abrir ni preguntar para saber lo que ocurría tras de la puerta. La silueta maciza del ángel volvió a aparecer, durante un instante tapó con su gran cuerpo el campo de visión de María y luego, sin mirar a la casa, se alejó hacia la cancela, llevándose consigo, entera, de la raíz a la hoja más extrema, la planta enigmática nacida, trece años antes, en el mismo lugar donde enterraron la escudilla. La cancela se abrió y se cerró, entre un movimiento y otro el ángel se transformó y apareció el mendigo, desapareció quienquiera que fuese al otro lado del muro, arrastrando las largas hojas como una serpiente emplumada, ahora sin sombra de ruido, como si lo que sucedió no hubiese sido más que sueño e imaginación.
María abrió la puerta lentamente y, temerosa, se asomó. El mundo, desde el alto e inaccesible cielo, era todo claridad. Allí cerca, junto a la pared de la casa, estaba el negro agujero de donde la planta fue arrancada y, a partir del borde hasta la cancela, un rastro de luz mayor centelleaba como una vía láctea, si ese nombre tenía entonces, que el de Camino de Santiago no puede ser, pues quien ha de darle el nombre es por ahora un muchachito de Galilea, más o menos de la edad de Jesús, sabe Dios dónde estarán, uno y otro, a estas horas. María pensó en su hijo, pero sin que esta vez sintiera el corazón oprimido por el miedo, nada malo podría ocurrirle bajo un cielo así, bello, sereno, insondable, y esta luna, como un pan hecho de luz, alimentando las fuentes y las savias de la tierra. Con el alma tranquila, María atravesó el patio, pisando sin temor las estrellas del suelo, y abrió la cancela. Miró fuera, vio que el rastro acababa poco más allá, como si la potencia iridiscente de las hojas se hubiera extinguido o, delirio nuevo de la fantasía de esta mujer que ya no podrá invocar la disculpa de estar grávida, como si el mendigo hubiera recobrado su figura de ángel, usando al fin, por tratarse de ocasión muy especial, sus alas. María ponderó íntimamente estos raros sucesos y los encontró sencillos, naturales y justificados, tanto como estar viendo sus propias manos a la luz de la luna. Regresó entonces a casa, tomó del gancho de la pared el candil y fue a iluminar la amplia boca que en la tierra había dejado la planta arrancada. En el fondo estaba la escudilla vacía. Metió la mano en el agujero y la sacó fuera, era la escudilla común que recordaba, sólo con un poquito de tierra dentro, pero apagadas sus lumbres, un prosaico utensilio doméstico que regresaba a sus originales funciones, de ahora en adelante volverá a servir la leche, el agua y el vino, de acuerdo con el apetito y lo que haya para echarle, muy cierto es lo que se ha dicho, que cada persona tiene su hora y cada cosa su tiempo.
Jesús gozó del abrigo de un techo en ésta su primera noche de viajero. El crepúsculo le salió al camino a la vista de una aldehuela que se alza poco antes de la ciudad de Jenin, y su suerte, que tan malos anuncios le viene prometiendo y cumpliendo desde que nació, quiso, por esta vez, que los moradores de la casa, donde, sin mucha esperanza, se presentó pidiendo posada, fuesen gente compasiva, de la que pasaría el resto de su vida presa de remordimientos si dejara a un muchacho como éste a la intemperie toda la noche, más en una época tan perturbada de guerras y asaltos, cuando por nada se crucifican almas y se acuchilla a niños inocentes.
Jesús declaró a sus bondadosos alojadores que venía de Nazaret y que iba a Jerusalén, pero no repitió la mentira avergonzada que alcanzó a oír en boca de su madre, que iba a trabajar en un oficio, sólo dijo que llevaba recado de interrogar a los doctores del Templo sobre un punto de la Ley que mucho importaba a su familia. Se sorprendió el dueño de la casa de que misión de tanta importancia hubiera sido encomendada a mancebo tan joven, aunque, como claramente se veía, ya entrado en la madurez religiosa, y Jesús explicó que tuvo que ser así, dado que él era el varón mayor de la familia, pero sobre el padre no dijo una palabra.
Cenó con los de la casa y luego durmió en el cobertizo del patio, porque no había allí mejor acomodo para huéspedes de paso. Mediada la noche, el sueño volvió a acometerlo, pero con una diferencia del que venía soñando, y era que el padre y los soldados no se aproximaban tanto, ni siquiera el morro del caballo apareció tras la esquina, pero no se engañe quien juzgue que por esto fueron menores la agonía y el pavor, pongámonos en el lugar de Jesús, soñar que nuestro propio padre, aquel que nos dio el ser, viene ahí con la espada desenvainada para matarnos. Nadie en la casa se enteró de la pasión que a pocos pasos se representaba, Jesús, incluso durmiendo, había aprendido ya a dominar el miedo, la conciencia acosada le ponía, como último recurso, la mano en la boca y los gritos vibraban terriblemente, pero en silencio, sólo en el interior de su cabeza. A la mañana siguiente, Jesús compartió la primera comida del día, agradeciendo y alabando luego a sus bienhechores con una compostura tan seria y palabras tan apropiadas que toda la familia, sin excepción, se sintió por unos momentos como participando de la inefable paz del Señor, aunque no pasaban ellos de ser unos desconsiderados samaritanos. Se despidió Jesús y partió, llevando en sus oídos la última oración pronunciada por el dueño de la casa, fue ésta, Bendito seas tú, Señor nuestro Dios, rey del universo, que diriges los pasos del hombre, a lo que respondió él rezando a aquel mismo Señor, Dios y Rey que provee todas las necesidades, demostración que la experiencia de la vida viene haciendo todos los días persuasivamente, conforme a la justísima regla de la proporción directa, que manda dar más a quien más tiene.
Lo que faltaba del camino para llegar a Jerusalén no fue tan fácil. En primer lugar, hay samaritanos y samaritanos, lo que quiere decir que ya en este tiempo no bastaba una golondrina para hacer primavera y que, cuando menos, se precisan dos, de las golondrinas hablamos, no de las primaveras, con la condición de que sean macho y hembra fértiles y que tengan descendencia. Las puertas a las que Jesús fue llamando no volvieron a abrirse, y el remedio del viajero fue dormir por ahí, solo, una vez bajo una higuera, de esas de ancha copa y un poco rastreras como una saya rodada, otra vez protegido por una caravana a la que se unió y que, estando lleno el caravasar próximo, tuvo, felizmente para Jesús, que armar campamento en campo abierto. Dijimos felizmente porque, cuando solo y sin compañía viajaba Jesús por los desiertos montes, el pobre joven fue asaltado por dos maleantes, cobardes y sin perdón, que le robaron el poco dinero que tenía, siendo ésta la causa de que no pudiera acogerse Jesús a albergues y hospedajes que, según las leyes de un sano comercio, no dan techo sin pago ni albergue sin dinero. Lástima fue que allí no hubiera alguien para apiadarse, para mirar el desamparo del pobrecillo cuando los ladrones se fueron, para colmo riéndose de él, con todo aquel cielo encima y las montañas rodeándolo, el infinito universo desprovisto de significación moral, poblado de estrellas, ladrones y crucificadores. Y no nos contraponga, por favor, el argumento de que un chiquillo de trece años nunca tendría la sapiencia científica o el prurito filosófico, ni siquiera la mera experiencia de la vida que tales reflexiones presupondrían, y que éste, en especial, pese a venir informado por sus estudios en la sinagoga y una declarada agilidad mental, sobre todo en los diálogos en que tomó parte, no habrá justificado, en dichos y en hechos, la particular atención de que le hacemos objeto.
Hijos de carpinteros no faltan en estas tierras, tampoco faltan hijos de crucificados, pero, suponiendo que otro de ellos hubiera sido elegido, no dudemos que, quienquiera que fuese, tanta abundancia de materias aprovechables nos hubiera dado ese como éste nos está dando. En primer lugar porque, como ya no es secreto para nadie, todo hombre es un mundo, bien por las vías de lo trascendente, bien por las vías de lo inmanente, y en segundo lugar porque esta tierra siempre fue distinta de las otras, basta ver la cantidad de gente de alta, media o baja condición que por aquí anduvo predicando o profetizando, empezando por Isaías y acabando por Malaquías, nobles, sacerdotes, pastores, de todo ha habido un poco, por eso conviene que seamos prudentes en nuestras opiniones, los humildes comienzos del hijo de un carpintero no nos dan derecho a pronunciar juicios prematuros que, al parecer definitivos, pueden comprometer una carrera. Este muchacho que va camino de Jerusalén, cuando la mayoría de los de su edad aún no arriesgan un pie fuera de la puerta, quizá no sea exactamente un águila de perspicacia, un portento de inteligencia, pero es merecedor de nuestro respeto, tiene, como él mismo declaró, una herida en el alma y, no permitiéndole su naturaleza esperar que la sane el simple hábito de vivir con ella, hasta llegar a cerrarse esa cicatriz benévola que es el no pensar, se fue a buscar por el mundo, quién sabe si para multiplicar sus heridas y hacer con todas ellas juntas un único y definitivo dolor.
Es posible que estas suposiciones parezcan inadecuadas, no sólo a la persona sino también al tiempo y al lugar, osando imaginar sentimientos modernos y complejos en la cabeza de un aldeano palestino nacido tantos años antes de que Freud, Jung, Groddeck y Lacan vinieran al mundo, pero nuestro error, permítasenos la presunción, no es ni craso ni escandaloso, si tenemos en cuenta el hecho de que abundan, en los escritos que a estos judíos sirven de alimento espiritual, ejemplos tales y tantos que nos autorizan a pensar que un hombre, sea cual sea la época en que viva o haya vivido, es mentalmente contemporáneo de otro hombre de otra época cualquiera. Las únicas e indudables excepciones conocidas fueron Adán y Eva, y no por haber sido el primer hombre y la primera mujer, sino porque no tuvieron infancia. Y que no vengan la biología y la psicología a protestar de que en la mentalidad de un hombre de Cromagnon, para nosotros inimaginable, ya estaban iniciados los caminos que habían de llevar a la cabeza que hoy cargamos sobre los hombros. Es un debate que nunca podría caber aquí, porque de aquel hombre de Cromagnon no se habla en el libro del Génesis, que es la única lección sobre los inicios del mundo por donde Jesús aprendió.
Distraídos por estas reflexiones, no del todo desdeñables en relación a las esencialidades del evangelio que venimos explicando, nos olvidamos de acompañar, como sería nuestro deber, lo que aún faltaba del viaje del hijo de José a Jerusalén, a cuya vista ahora mismo acaba de llegar, sin dinero, pero a salvo, con los pies castigados por la larga jornada, pero tan firme de corazón como cuando salió por la puerta de su casa, hace tres días. No es ésta la primera vez que viene, por eso no se le exalta el corazón más de lo que es de esperar de un devoto para quien su dios ya se le ha hecho familiar, o de eso va en camino. Desde este monte, llamado Getsemaní, que es lo mismo que decir de los Olivos, se ve, desdoblado magníficamente, el discurso arquitectónico de Jerusalén, templo, torres, palacios, casas de vivir, y tan próxima parece estar la ciudad de nosotros que tenemos la impresión de poder alcanzarla con los dedos, a condición de haber subido la fiebre mística tan alto que el creyente y padeciente de ella acabe por confundir las flacas fuerzas de su cuerpo con la potencia inagotable del espíritu universal. La tarde va a su fin, el sol cae por el lado del mar distante. Jesús comenzó a descender hacia el valle, preguntándose a sí mismo dónde dormirá esta noche, si dentro, si fuera de la ciudad, las otras veces que vino con el padre y la madre, en tiempo de Pascua, se quedó con la familia en tiendas fuera de los muros, mandadas armar benévolamente por las autoridades civiles y militares para acogida de peregrinos, separados todos, no sería preciso decirlo, los hombres con los hombres, las mujeres con las mujeres, los menores igualmente separados por sexos. Cuando Jesús llegó a las murallas, ya con el primer aire de la noche, estaban las puertas a punto de cerrarse pero los guardianes le permitieron entrar, tras él retumbaron las trancas de los grandes maderos, si Jesús tuviera alguna afligida culpa en la conciencia, de esas que en todo van encontrando indirectas alusiones a los errores cometidos, tal vez le viniera la idea de una trampa en el momento de cerrarse, unos dientes de hierro clavándose en la pierna de la presa, un capullo de baba envolviendo la mosca. Pero, a los trece años, los pecados no pueden ser ni muchos ni terribles, todavía no es el momento de matar ni robar, de levantar falso testimonio, de desear a la mujer del prójimo, ni su casa, ni sus campos, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su jumento, ni nada que le pertenezca, y siendo así, este muchacho va puro y sin mancha de error propio, aunque lleve ya perdida la inocencia, que no es posible ver la muerte y continuar como antes. Las calles se van quedando desiertas, es la hora de la cena en las familias, sólo quedan fuera los mendigos y los vagabundos, pero incluso esos ya se van recogiendo a los cobijos de sus gremios respectivos, a sus refugios corporativos, pronto empezarán a recorrer la ciudad las patrullas de soldados romanos en busca de los autores de desórdenes que hasta en la propia capital del reino de Herodes Antipas vienen a cometer sus protervias e iniquidades, pese a los suplicios que les esperan si son sorprendidos, como en Séforis se vio. En el fondo de la calle aparece una de esas rondas de noche iluminándose con hachones, desfilando entre un tintineo de escudos y de espadas, al compás de los pies calzados con sandalias de guerra. Oculto en un tabuco, el muchacho esperó a que la tropa desapareciera, luego buscó un sitio para dormir. Lo encontró, como calculaba, en las sempiternas obras del templo, un espacio entre dos grandes piedras ya aparejadas, sobre las cuales había una losa que hacía las veces de techo. Allí comió el último bocado de pan duro y mohoso que le quedaba, acompañándolo con unos pocos higos que sacó del fondo de la alforja. Tenía sed, pero se resignó a pasar sin beber. Al fin, tendió la estera, se tapó con el pequeño cobertor que formaba parte de su equipaje de viajero y, enroscado para protegerse del frío que entraba por un lado y otro del precario abrigo, pudo quedarse dormido. Estar en Jerusalén no le impidió soñar, pero no fue ganancia de poca monta el que, tal vez por la tan próxima presencia de Dios, el sueño se limitase a la repetición de las conocidas escenas, confundidas con el desfile de la ronda que había encontrado. Despertó cuando el sol acababa de nacer. Se arrastró fuera de su agujero, frío como una tumba, y, enrollado en la manta, miró ante él el caserío de Jerusalén, casas bajas, de piedra, tocadas por la luz rosada. Entonces, con una solemnidad mayor, por ser pronunciadas por boca del chiquillo que todavía es, dijo su oración, Gracias te doy, Señor, nuestro Dios, rey del universo, que, por el poder de tu misericordia, así me has restituido, viva y constante, mi alma. Ciertos momentos hay en la vida que deberían quedar fijados, protegidos del tiempo, no sólo consignados, por ejemplo, en este evangelio, o en pintura, o modernamente en foto, cine y video, lo que realmente interesaba era que el propio que los vivió o hizo vivir pudiese permanecer para siempre jamás a la vista de sus venideros, como sería, en este día de hoy, que fuéramos hasta Jerusalén para ver, con nuestros ojos visto, a este muchachito, Jesús hijo de José, enrollado en la corta manta de pobre, mirando las casas de Jerusalén y dando gracias al Señor por no haber perdido el alma aún esta vez.
Estando su vida en el principio, qué son trece años, es de prever que el futuro le haya reservado horas más alegres o tristes que ésta, más felices o desgraciadas, más amenas o trágicas, pero éste es el instante que recogeríamos para nosotros, la ciudad dormida, el sol parado, la luz intangible, un muchachito mirando las casas, enrollado en una manta, con una alforja a sus pies y el mundo todo, el de cerca y el de lejos, suspenso, a la espera. No es posible, se ha movido ya, el instante vino y pasó, el tiempo nos lleva hasta donde una memoria se inventa, fue así, no fue así, todo es lo que digamos que fue. Jesús camina ahora por las estrechas calles que se van llenando de gente, porque todavía es temprano para ir al Templo, los doctores, como en todas las épocas y lugares, no aparecen hasta más tarde. Ya no nota el frío, pero el estómago da señales, dos higos que le quedaban sirvieron sólo para abrir el flujo de saliva, el hijo de José tienen hambre.
Ahora sí le hace falta el dinero que le robaron aquellos malvados, pues la vida en la ciudad no es como la holganza de andar silbando por los campos a ver lo que dejaron los labradores que cumplen las leyes del Señor, verbi gratia, Cuando procedas a la siega de tu campo y te olvides algún haz, no vuelvas atrás para llevártelo, cuando varees tus olivos, no vuelvas para recoger lo que quedó en las ramas, cuando vendimies tu viña, no la repases para llevarte los racimos que quedaron, todo esto lo deberás dejar para que lo recojan los extranjeros, el huérfano y la viuda, recuerda que has sido esclavo en tierras de Egipto.
Pues bien, a esta gran ciudad, a pesar de que en ella Dios mandó edificar su morada terrestre, a Jerusalén no llegaron estos humanitarios reglamentos, razón por la que, para quien no traiga dineros en la bolsa, ni treinta ni tres, el remedio será siempre pedir, con el riesgo probable de verse rechazado por importuno, o robar, con el ciertísimo peligro de acabar sufriendo castigo de flagelación y cárcel, si no punición peor. Robar, este muchacho no puede, pedir, este muchacho no quiere, va posando los ojos aguados en las pilas de panes, en las pirámides de frutas, en los alimentos cocinados expuestos en tenderetes a lo largo de las calles y a punto está de desmayarse, como si todas las insuficiencias nutritivas de estos tres días, descontando la mesa del samaritano, se hubieran reunido en esta hora dolorosa, verdad es que su destino está en el Templo, pero el cuerpo, aunque defiendan lo contrario los partidarios del ayuno místico, recibirá mejor la palabra de Dios si el alimento ha fortalecido en él las facultades del entendimiento.
Tuvo suerte, un fariseo que venía de paso dio con el desfallecido mozo y de él se apiadó, el injusto futuro se encargará de difundir la pésima reputación de esta gente, pero en el fondo eran buenas personas, como se probó en este caso, Quién eres, le preguntó, y Jesús respondió, Soy de Nazaret de Galilea, Tienes hambre, el muchacho bajó los ojos, no necesitaba hablar, se le leía en la cara, No tienes familia, Sí, pero he venido solo, Te has escapado de casa, No, y realmente no se había escapado, recordemos que la madre y los hermanos le despidieron, con mucho amor, a la puerta de la casa, el que no se hubiera vuelto ni una sola vez no era señal de que huyera, así son nuestras palabras, decir un Sí o un No es, de todo, lo más simple y, en principio, lo más convincente, pero la pura verdad mandaría que se empezase dando una respuesta así medio dubitativa, Bueno, huir, huir, lo que se llama huir, no he huido, pero, y en este punto tendríamos que volver a oír toda la historia, lo que, tranquilicémonos, no sucederá, en primer lugar porque el fariseo, no teniendo que volver a aparecer, no necesita conocerla, en segundo lugar porque nosotros la conocemos mejor que nadie, basta pensar en lo poco que saben unas de otras las personas más importantes de este evangelio, véase que Jesús no lo sabe todo de su madre y de su padre, María no lo sabe todo del marido y del hijo y José, estando muerto, no sabe nada de nada.
Nosotros, al contrario, conocemos todo cuanto hasta hoy fue hecho, dicho y pensado, bien por ellos bien por otros, aunque tengamos que proceder como si lo ignorásemos, en cierto modo somos el fariseo que preguntó, Tienes hambre, cuando la pálida y enflaquecida cara de Jesús, por sí sola, significaba, No me preguntes, dame de comer. Fue lo que hizo el compasivo hombre, compró dos panes, que todavía venían calientes del horno, un cuenco de leche y sin decir palabra se los entregó a Jesús, mas ocurrió que al pasar de uno al otro, se les derramó un poco de líquido sobre las manos, entonces, en un gesto igual y simultáneo, que venía sin duda de la distancia de los tiempos naturales, ambos se llevaron la mano mojada a la boca para sorber la leche, gesto como el de besar el pan cuando cae al suelo, qué pena que no vuelvan a encontrarse más estos dos, que tan hermoso y simbólico pacto parecían haber firmado.
Volvió el fariseo a sus quehaceres, pero antes sacó de la bolsa dos monedas diciendo, Toma este dinero y vuelve a tu casa, el mundo es aún demasiado grande para ti. El hijo del carpintero sostenía en las manos el cuenco y el pan, de pronto había dejado de tener hambre, o la tenía, pero no la sentía, miraba al fariseo que se alejaba y sólo entonces dio las gracias, pero en voz tan baja que el otro no podría haberle oído, si fuera hombre que esperase gratitud pensaría que hizo el bien a un muchacho ingrato y sin educación. Allí mismo, en medio de la calle, Jesús, cuyo apetito regresó de un salto, comió su pan y bebió su leche y luego fue a entregar el cuenco vacío al vendedor, que le dijo, Está pagado, quédate con él, Es costumbre en Jerusalén comprar la leche con el cuenco, No, pero este fariseo lo ha querido así, nunca se sabe lo que un fariseo tiene en la cabeza, entonces puedo llevármelo, Te lo he dicho ya, está pagado.
Jesús envolvió el cuenco en la manta y lo metió en la alforja mientras pensaba que tenía que tener cuidado en adelante, que estos barros son frágiles, quebradizos, no pasan de ser un poco de tierra a la que la suerte ha dado precaria consistencia, como al hombre en definitiva. Alimentado el cuerpo, despierto el espíritu, Jesús orientó sus pasos hacia el Templo.