Así fueron pasando los meses, las noticias de la guerra seguían llegando, unas veces buenas, otras malas, pero mientras que las noticias buenas nunca iban más allá de unas vagas alusiones a victorias que siempre resultaban pequeñas, las malas noticias, esas, ya empezaban a hablar de pesadas y sangrientas derrotas del ejército guerrillero de Judas el Galileo. Un día trajeron la noticia de que había muerto Baldad en una emboscada de guerrilla, con que los romanos le sorprendieron, volviéndose así el hechizo contra el hechicero, hubo muchos muertos, pero de Nazaret sólo aquél. Y otro día, alguien vino diciendo que había oído decir a alguien que había oído decir que Varo, el gobernador romano de Siria, se acercaba con dos legiones para acabar de una vez con aquella intolerable insurrección que llevaba ya en pie más de tres años. Esta misma manera vaga de anunciar, Ahí viene, por su imprecisión, difundía entre la gente un sentimiento insidioso de temor, como si en cualquier momento fuesen a aparecer en el recodo del camino, alzadas a la cabeza de la columna punitiva, las temibles insignias de la guerra y las siglas con que aquí se homologan y sellan todas las acciones, SPQR, el senado y el pueblo de Roma, en nombre de cosas tales, letras, libros y banderas, andan las personas matándose unas a otras, como será también el caso de otra conocida sigla, INRI, Jesús de Nazaret Rey de los Judíos, y sus secuelas, pero no nos anticipemos, dejemos que el tiempo preciso pase, por ahora, aunque causa una impresión de extrañeza saberlo y poder decirlo, como si de otro mundo estuviésemos hablando, que todavía no ha muerto nadie por su culpa. En todas partes se anuncian grandes batallas, prometiendo los de más robusta fe que no pasará este año sin que sean expulsados los romanos de la sagrada tierra de Israel, aunque tampoco faltan los que oyendo estas abundancias mueven tristemente la cabeza y empiezan a echar cuentas del desastre que se aproxima. Y así fue. Durante algunas semanas después de haber corrido la noticia del avance de las legiones de Varo, nada ocurrió, cosa que aprovecharon los guerrilleros para redoblar las acciones de flagelación de la dispersa tropa con que venían luchando, pero la razón estratégica de esa aparente inactividad no tardó en ser conocida, cuando los espías del Galileo informaron que una de las legiones se dirigía hacia el sur, en maniobra envolvente, a lo largo del río Jordán, girando después a la derecha a la altura de Jericó, para, igual que una red lanzada al agua y recogida por mano sabia, reanudar el movimiento en dirección norte, como una especie de lanzadera atrapando aquí y allá, mientras la otra legión, siguiendo un método semejante, se movía hacia el sur.
Podríamos llamarlo táctica de tenaza si no fuera más bien el movimiento concertado de dos paredes que se van aproximando y arrollando a aquellos que no pueden escapar, y que guardan para el momento final su mayor efecto, el aplastamiento. En los caminos, valles y cabezos de Judea y de Galilea, el avance de las legiones iba quedando marcado por las cruces donde morían, clavados de pies y manos, los combatientes de Judas, a los que, para rematarlos más rápidamente, les partían las tibias a golpes de maza. Los soldados entraban en las aldeas, revisaban casa por casa buscando sospechosos, que para llevar a estos hombres a la cruz no eran precisas más certezas de las que puede ofrecer, queriendo, la simple sospecha. Estos infelices, con perdón de la triste ironía, todavía tenían suerte, porque siendo crucificados por así decir a la puerta de sus casas, acudían inmediatamente los parientes a retirarlos apenas habían expirado, y entonces era un espectáculo lastimoso ver y oír los llantos de las madres, de las esposas y de las novias, los gritos de los pobres niños que se quedaban sin padre, mientras el pobre martirizado era bajado de la cruz con mil cautelas, pues nada hay más horripilante que la caída desamparada de un cuerpo muerto, tanto que hasta a los propios vivos parece dolerles el choque. Después, el crucificado era transportado a la tumba, donde quedaba a la espera del día de su resurrección. Pero otros había que, capturados en combate en las montañas o en otros sitios deshabitados, eran abandonados todavía vivos por los soldados y, ahora sí, en el más absoluto de los desiertos, el de la muerte solitaria, allí se quedaban, cocidos lentamente por el sol, expuestos a las aves carroñeras, y, pasado el tiempo, se les desgarraban las carnes y los huesos, reducidos a un mísero despojo sin forma que la propia alma rechazaba.
Gentes curiosas, si no escépticas, ya en otras ocasiones convocadas a contrariar el sentimiento de resignación con que en general son recibidas las informaciones constantes de evangelios como éste, celebrarían saber cómo era posible que los romanos crucificaran a tantos judíos, sobre todo en las extensas áreas desarboladas y desérticas que por aquí abundan, donde, a lo sumo, se encuentran unos matorrales ralos y raquíticos que, decididamente, no aguantarían ni la crucifixión de un espíritu. Olvidan estas personas que el ejército romano es un ejército moderno, para el que logística e intendencia no son palabras vanas, el abastecimiento de cruces, a lo largo de toda la campaña, lo tuvieron ampliamente asegurado, véase la larguísima recua de burros y mulas que sigue a la cola de la legión, transportando las piezas sueltas, la cruz y el patibulum, el palo vertical y la viga traviesa, que, llegando al sitio conveniente, es sólo clavar los dos brazos abiertos del condenado a la traviesa, izarlo a lo alto del palo clavado en el suelo, y luego, habiéndole obligado primero a doblar las piernas hacia un lado, fijar, con un único clavo de a palmo, a la cruz, los dos calcáneos sobrepuestos. Cualquier verdugo de la legión dirá que este trabajo, aparentemente complejo, es en definitiva más difícil de explicar que de ejecutar.
Es hora de desastres, tenían razón los pesimistas. Del norte al sur y del sur al norte, hay gente aterrorizada que huye de las legiones, unos porque sobre ellos podrían recaer sospechas de haber ayudado a los guerrilleros, otros movidos por el puro miedo, ya que, como sabemos, no es preciso tener culpa para ser culpable. Uno de estos fugitivos, deteniendo unos instantes la retirada, viene a llamar a la puerta del carpintero José para decirle que su vecino Ananías se hallaba en Séforis, cosido a lanzazos, y que, éste era el recado, La guerra está perdida, y yo no me libro, ya puedes mandar aviso a mi mujer para que venga a recoger lo que le pertenece, Nada más, preguntó José, Otra palabra no dijo, respondió el mensajero, Y tú, por qué no lo has traído contigo, si tenías que pasar por aquí, En el estado en que está, me retrasaría la marcha y yo también tengo familia, a la que debo proteger en primer lugar, En primer lugar, sí, pero no sólo, Qué quieres decir, te veo aquí rodeado de hijos, si no escapas con ellos es porque no estás en peligro, No te entretengas, vete y que el Señor te acompañe, el peligro está donde no esté el Señor, Hombre sin fe, el Señor está en todas partes, Sí, pero a veces no nos mira, y tú no hables de fe, que a ella faltaste al abandonar a mi vecino, Por qué no vas tú a buscarlo, entonces, Iré.
Ocurría esto por la tarde, el día era claro, de sol, por el cielo, como barcas que no precisasen gobierno, bogaban unas nubes muy blancas, dispersas. José enjaezó el burro, llamó a la mujer y le dijo, sin más explicaciones, Voy a Séforis, a buscar al vecino Ananías, que no puede andar por su pie. María sólo hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, pero Jesús se acercó a su padre, Puedo ir contigo, preguntó. José miró a su hijo, le puso la mano derecha en la cabeza y dijo, Quédate en casa, no tardaré, yendo un poco rápido tal vez llegue incluso con luz del día, y bien pudiera ser, pues, como sabemos, la distancia de Nazaret a Séforis no va más allá de ocho kilómetros, lo mismo que de Jerusalén a Belén, en verdad, digámoslo una vez más, el mundo está lleno de coincidencias. José no montó en el burro, quería que el animal estuviese fresco para la vuelta, recio de patas y firme de manos, suave de lomo, como conviene a quien tendrá que transportar un enfermo, o, mejor dicho, un herido de guerra, que es patología diferente. Al pasar junto a la falda de la colina donde, hace casi un año, Ananías le comunicó su decisión de unirse a los rebeldes de Judas de Galilea, el carpintero alzó los ojos hacia las tres grandes piedras que, desde arriba, juntas como gajos de un fruto, parecían estar esperando a que del cielo o de la tierra les llegase respuesta a las preguntas que hacen todos los seres y cosas, sólo por el hecho de existir, aunque no las pronuncien. Por qué estoy aquí, Qué razón conocida o ignorada me explica, Cómo será el mundo en que yo ya no esté, siendo éste lo que es. A Ananías, si lo preguntase, le podríamos responder que las piedras, al menos, continúan como antes, si el viento, la lluvia y el calor las desgastaron, apenas fue nada, y que pasados veinte siglos probablemente aún estarán allí, y otros veinte siglos después de esos veinte, el mundo se habrá ido transformando a su alrededor, pero para esas dos preguntas primeras sigue sin haber respuesta. Por el camino venían grupos de gente huida, con el mismo aire de miedo que tenía el mensajero de Ananías, miraban a José con sorpresa, uno de los hombres lo retuvo por un brazo y dijo, Adónde vas, y el carpintero respondió, A Séforis, a buscar a un amigo, Si eres amigo de ti mismo, no vayas, Por qué, Los romanos están acercándose, la ciudad no tiene salvación, Tengo que ir, mi vecino es mi hermano, no hay nadie que lo recoja, Pues piénsalo bien, y el prudente consejero siguió su rumbo, dejando a José parado en medio del camino, a vueltas con sus pensamientos, si de hecho sería amigo de sí mismo o si, habiendo razones para que así fuera, se detestaba o despreciaba y, tras pensarlo un poco, concluyó que ni una cosa ni la otra, se miraba a sí mismo con un sentimiento de indiferencia, como se mira el vacío, en el vacío no hay cerca ni lejos donde posar los ojos, verdaderamente no es posible fijar una ausencia.
Después pensó que su obligación de padre era volver atrás, al fin y al cabo, tenía que proteger a sus propios hijos, por qué iba a buscar a alguien que sólo era un vecino, ahora ni eso, pues había dejado la casa y enviado a la mujer a otras tierras.
Pero los hijos estaban seguros, los romanos no les harían mal, lo que ellos buscaban eran rebeldes. Cuando el hilo del pensamiento lo llevó a esta conclusión, José se encontró diciéndose en voz alta, como si respondiese a una preocupación escondida, Y yo tampoco soy rebelde. Acto continuo dio una palmada en el lomo del animal, exclamó, Arre, burro, y continuó su camino.
Cuando entró en Séforis, caía la tarde. Las anchas sombras de las casas y de los árboles, extendidas primero en el suelo y aún reconocibles, se iban perdiendo poco a poco, como si hubieran llegado al horizonte y desaparecieran allí, igual que el agua oscura cayendo en cascada. Había poca gente en las calles de la ciudad, ninguna mujer, ningún niño, sólo hombres cansados que posaban las frágiles armas y se dejaban caer, jadeantes, no se sabía si por el combate del que venían o por haber huido de él. A uno de esos hombres le preguntó José, Están cerca los romanos. El hombre cerró los ojos, luego lentamente los abrió y dijo, Mañana estarán aquí, y desviando la mirada, Vete, agarra el burro y vete, He venido a buscar a un amigo que fue herido, Si tus amigos son todos los que se encuentran heridos, entonces eres el hombre más rico del mundo, Dónde están, Por ahí, en todas partes, aquí mismo, Pero hay algún lugar en la ciudad, Lo hay, sí, detrás de esas casas, un almacén, ahí hay muchos heridos, quizá encuentres a tu amigo, pero rápido, que ya son más los que son arrojados a la fosa que los que quedan vivos.
José conocía la ciudad, estuvo aquí no pocas veces, tanto por razones de oficio, cuando trabajó en obras de considerable amplitud, muy comunes en la rica y próspera Séforis, como en ciertas fiestas religiosas menos importantes, que verdaderamente no tendría sentido andar siempre el camino de Jerusalén, con lo lejos que está y lo que cuesta llegar. Descubrir el almacén fue fácil, bastaba con seguir un olor a sangre y cuerpos sufridores que flotaba en el aire, podía uno imaginar que era hasta un juego como ese de Caliente, caliente, Frío, frío, conforme se acercara o se apartase el buscador, Duele, No duele, pero los dolores eran ya insoportables.
José ató el burro a una argolla y entró en la cámara tenebrosa en que transformaron el almacén. En el suelo, entre las esteras, había unas lamparillas encendidas que apenas iluminaban nada, eran como pequeñas estrellas en el cielo negro, sin más luz que la suficiente para señalar su lugar, si de tan lejos las vemos. José recorrió lentamente las filas de hombres tumbados, en busca de Ananías, en el aire había otros hedores fuertes, el del aceite y el del vino con que curaban las heridas, el de sudor, el de las heces y los orines, que algunos de estos desgraciados ni moverse podían, y allí mismo donde estaban dejaban salir lo que el cuerpo, más fuerte que la voluntad, ya no quería guardar. No está aquí, se dijo José cuando llegó al final de la fila. Volvió a recorrer la sala en sentido contrario, más lentamente, escrutando, buscando señales de semejanza, y realmente todos se parecían entre sí, las barbas, los rostros hundidos, las órbitas profundas, el brillo deslucido y pegajoso del sudor. Algunos de los heridos lo seguían con una mirada ansiosa, hubieran querido creer que este hombre sano venía por ellos, pero luego se apagaba la breve lucecilla que animara sus ojos y la espera, de quién, para qué, continuaba. Ante un hombre de edad avanzada, de barba y cabellos blancos, se detuvo José, Es él, dijo, y sin embargo, no estaba así cuando lo vio por última vez, canas, sí, tenía muchas, pero no esta especie de nieve sucia entre la que las cejas, como tizones, conservaban el negro de antes. El hombre tenía los ojos cerrados y respiraba pesadamente. En voz baja, José llamó, Ananías, después más alto y más cerca, Ananías, y, poco a poco, como si se alzase ya de las profundidades de la tierra, el hombre levantó los párpados, y cuando los abrió del todo se vio que era el mismo Ananías, el vecino que dejó casa y mujer para luchar contra los romanos, y ahora aquí está, con heridas abiertas en el vientre y un olor de carne que empieza a pudrirse. Ananías, primero, no reconoció a José, la luz de la enfermería no ayuda, la de sus ojos menos aún, pero sabe definitivamente que es él cuando el carpintero repite, ahora con un tono diferente, casi de amor, Ananías, los ojos del viejo se inundan de lágrimas, dice una vez, dice dos veces, Eres tú, eres tú, qué haces aquí, y quiere levantarse sobre un codo, tender el brazo, pero le fallan las fuerzas, cae el cuerpo, toda la cara se le contrae de dolor. He venido a buscarte, dijo el carpintero, tengo el burro ahí fuera, estaremos en Nazaret en un abrir y cerrar de ojos, No tendrías que haber venido, los romanos no tardarán y yo no puedo salir de aquí, ésta es mi última cama de vivo, y con manos trémulas abrió la túnica desgarrada. Bajo unos paños empapados en vino y en aceite se percibían los feroces labios de dos heridas largas y profundas, en el mismo instante un olor dulzón y nauseabundo de podredumbre hizo que se estremecieran las narices de José, que desvió los ojos. El viejo se tapó, dejó caer los brazos al lado como si el esfuerzo lo hubiera agotado, Ya ves, no me puedes llevar, se me saldrían las tripas de la barriga si me levantaras, Con una faja alrededor del cuerpo y yendo despacio, insistió José, pero ya sin ninguna convicción, era evidente que el viejo, suponiendo que fuera capaz de subir al burro, se quedaría por el camino. Ananías cerró otra vez los ojos y sin abrirlos dijo, Vete, José, vete a tu casa, los romanos no van a tardar, Los romanos no atacarán de noche, descansa, Vete a tu casa, vete a tu casa, suspiró Ananías, y José dijo, Duerme.
Durante toda la noche veló José. Alguna vez, con el espíritu fluctuando en las primeras nieblas de un sueño al que temía y que por esta misma razón resistía ahora, José se preguntó por qué había venido a este lugar, si nunca hubo entre él y el vecino verdadera amistad, por la diferencia de edades, en primer lugar, aunque también por una cierta manera de ser de Ananías y de su mujer, curiosos, fisgones, por un lado serviciales, pero siempre dando la impresión de que todo lo habían hecho a la espera de una compensación cuyo valor sólo a ellos convenía fijar.
Es mi vecino, pensó José, y no encontraba mejor respuesta para sus dudas, es mi prójimo, un hombre que se está muriendo, cerró los ojos, no es que no quiera verme, lo que no quiere es perder ningún movimiento de la muerte que se acerca, y yo no puedo dejarlo solo. Estaba sentado en el estrecho espacio entre la estera donde yacía Ananías y otra que ocupaba un muchacho, poco mayor que su hijo Jesús, el pobre muchacho gemía en voz baja, murmuraba palabras incomprensibles, la fiebre le reventó los labios. José le sostuvo la mano para calmarlo, en el mismo momento en que también la mano de Ananías, tanteando a ciegas, parecía buscar algo, un arma para defenderse, otra mano para estrecharla, y fue así como se quedaron los tres, un vivo entre dos moribundos, una vida entre dos muertes, mientras el tranquilo cielo nocturno iba haciendo girar las estrellas y los planetas hacia delante, trayendo del otro lado del mundo una luna blanca, refulgente, que flotaba en el espacio y cubría de inocencia toda la tierra de Galilea. Muy tarde, José salió del sopor en que, sin querer, cayera, despertó con una sensación de alivio porque esta vez no había soñado con el camino de Belén, abrió los ojos y vio, Ananías estaba muerto, con los ojos abiertos también, en el último instante no soportó la visión de la muerte, le apretaba la mano con tanta fuerza que le comprimía los huesos, entonces, para liberarse de aquella angustiosa sensación, soltó la mano que sostenía la del muchacho y, aún en un estado de media conciencia, se dio cuenta de que la fiebre le había bajado, José miró hacia fuera, a la puerta abierta, ya se había puesto la luna, ahora la luz era la de la madrugada, imprecisa y pardusca. En el almacén se movían vagas siluetas, eran los heridos que podían levantarse, iban a contemplar el primer anuncio del día, podrían preguntarse unos a otros o directamente al cielo, Qué verá este sol que va a nacer, alguna vez aprenderemos a no hacer preguntas inútiles, pero mientras llega ese tiempo aprovechemos para preguntarnos, Qué verá este sol que va a nacer. José pensó, Tengo que irme, aquí ya no puedo hacer nada, había también en sus palabras un tono interrogativo, tanto así que prosiguió, Puedo llevarlo a Nazaret, y el recuerdo le pareció tan obvio que creyó que para eso mismo había venido a la ciudad, para encontrar a Ananías vivo y llevárselo muerto. El muchacho pidió agua. José le acercó un cantarillo a la boca, Cómo te encuentras, preguntó, Menos mal, Al menos, parece que te ha bajado la fiebre, Voy a ver si consigo levantarme, dijo el muchacho, Ten cuidado, y José lo retuvo, se le había ocurrido de pronto otra idea, a Ananías no podía hacerle más que el entierro en Nazaret, pero a este muchacho, de dondequiera que fuese, podría salvarle la vida, sacarlo de aquel depósito de cadáveres, un vecino, por así decir, ocupaba el lugar de otro vecino. Ya no sentía pena por Ananías, sólo un cuerpo vacío, el alma cada vez que lo miraba estaba más distante. El muchacho parecía darse cuenta de que algo bueno le podría ocurrir, le brillaron los ojos, pero no llegó a hacer ninguna pregunta, porque José ya había salido, iba a buscar el burro, llevarlo hasta la puerta, bendito sea el Señor que sabe poner en las cabezas de los hombres tan excelentes ideas. El burro no estaba allí. De su presencia no quedaba más que el cabo de una cuerda atada a la argolla, el ladrón no perdió tiempo desatando el nudo, un cuchillo afilado hizo más rápidamente el trabajo.
Las fuerzas de José cedieron de golpe ante el desastre.
Como un ternero fulminado, de aquellos que vio sacrificar en el Templo, cayó de rodillas y, con las manos contra el rostro, se le soltaron de una vez todas las lágrimas que desde hacía trece años venía acumulando, a la espera del día en que pudiera perdonarse a sí mismo o tuviera que enfrentarse con su definitiva condena. Dios no perdona los pecados que manda cometer.
José no regresó al almacén, había comprendido que el sentido de sus acciones estaba perdido para siempre, ni el mundo, el propio mundo, tenía ya sentido, el sol iba naciendo y para qué, Señor, en el cielo había mil pequeñas nubes, dispersas en todas las direcciones como las piedras del desierto, Viéndolo allí, secándose las lágrimas con la manga de la túnica, cualquiera pensaría que se le había muerto un pariente entre los heridos recogidos en el almacén, y lo cierto es que José estaba llorando sus últimas lágrimas naturales, las del dolor de la vida.
Cuando, tras vagar por la ciudad durante más de una hora, aún con una última esperanza de encontrar el animal robado, se disponía a regresar a Nazaret, lo detuvieron los soldados romanos que habían rodeado Séforis. Le preguntaron quién era, Soy José, hijo de Heli, de dónde venía, De Nazaret, para dónde iba, Para Nazaret, qué hacía en Séforis, Alguien me dijo que un vecino mío estaba aquí, quién era ese vecino, Ananías, si lo había encontrado, Sí, dónde lo había encontrado, En un almacén, con otros, otros qué, Heridos, en qué parte de la ciudad, Por ahí. Lo llevaron a una plaza grande donde había ya unos cuantos hombres, doce, quince, sentados en el suelo, algunos de ellos con heridas visibles, y le dijeron, Siéntate con esos. José, dándose cuenta de que los hombres que estaban allí eran rebeldes, protestó, Soy carpintero y hombre de paz, y uno de los que estaban sentados dijo, No conocemos a este hombre, pero el sargento que mandaba la guardia de los prisioneros, no quiso saber nada, de un empujón hizo caer a José en medio de los otros, De aquí sólo saldrás para morir. En el primer momento, el doble choque, el de la caída y el de la sentencia, dejó a José sin pensamientos.
Después, cuando se recuperó, notó dentro de sí una gran tranquilidad, como si todo aquello fuese una pesadilla de la que iba a despertar y por tanto no valía la pena atormentarse con las amenazas, pues se disiparían en cuanto abriera los ojos. Entonces recordó que cuando soñaba con el camino de Belén también tenía la seguridad de despertarse y, sin embargo, empezó a temblar, se había hecho al fin clara la brutal evidencia de su destino, Voy a morir, y voy a morir inocente.
Notó que una mano se posaba en su hombro, era el vecino, Cuando venga el comandante de la cohorte, le diremos que nada tienes que ver con nosotros y él te soltará en paz, Y vosotros, Los romanos nos crucifican a todos cuando nos detienen, seguro que esta vez no va a ser diferente, Dios os salvará, Dios salva las almas, no los cuerpos.
Trajeron más hombres, dos tres, luego un grupo numeroso, unos veinte. En torno de la plaza se habían reunido algunos habitantes de Séforis, mujeres y niños mezclados con varones, se les oía el murmullo inquieto, pero de allí no podían salir mientras no lo autorizasen los romanos, ya tenían suerte de no ser sospechosos de colaborar con los rebeldes. Al cabo de algún tiempo, trajeron a otro hombre, los soldados que lo traían dijeron, No hay más por ahora, y el sargento gritó, En pie, todos. Creyeron los presos que se aproximaba el comandante de la cohorte, y el vecino de José le dijo, Prepárate, y quería decir, Prepárate para quedar libre, como si para la libertad fuera necesaria preparación, pero si alguien venía no era el comandante de la cohorte, ni llegó a saberse quién era, pues el sargento, sin pausa, dio en latín una orden a los soldados, nos faltaba decir que todo cuanto hasta ahora han dicho los romanos lo decían en latín, que no se rebajan los hijos de la Loba a aprender lenguas bárbaras, para eso están los intérpretes, pero, en este caso, siendo la conversación de los militares unos con otros, no se necesitaba traducción, rápidamente los soldados rodearon a los prisioneros, De frente, y el cortejo, delante los condenados, seguidos por la población, se encaminó hacia fuera de la ciudad. Al verse conducido así, sin tener a quien pedir merced, José alzó los brazos y dio un grito, Salvadme, que yo no soy de estos, salvadme, que soy inocente, pero vino un soldado y con el extremo de la lanza le dio un varazo que casi lo dejó tendido. Estaba perdido.
Desesperado, odió a Ananías, por cuya culpa iba a morir, pero este mismo sentimiento, después de haberlo quemado por dentro, desapareció como vino, dejando su ser como un desierto, ahora era como si pensase, No hay salida, se equivoca, la hay y falta poco para llegar. Aunque cueste creerlo, la certeza de la muerte próxima lo calmó. Miró a su alrededor a los compañeros de martirio, caminaban serenos, algunos, sí, hundidos, pero los otros con la cabeza alta. Eran, la mayoría, fariseos. Entonces, por primera vez, recordó José a sus hijos, también tuvo un pensamiento fugaz para su mujer, pero eran tantos aquellos rostros y nombres que su desvanecida cabeza, sin dormir, sin comer, los fue dejando por el camino uno tras otro, hasta que no le quedó más que Jesús, su hijo primogénito, el primero en nacer, su último castigo.
Recordó la conversación sobre el sueño, de cómo le dijo, Ni tú puedes hacerme todas las preguntas, ni yo puedo darte todas las respuestas, ahora llegaba el final del tiempo de responder y preguntar.
Fuera de la ciudad, en una pequeña loma que la dominaba, estaban clavados verticalmente, en filas de ocho, cuarenta grandes palos, suficientemente gruesos como para aguantar a un hombre.
Bajo cada uno de ellos, en el suelo, una traviesa larga, lo bastante para recibir a un hombre con los brazos abiertos. A la vista de los instrumentos de suplicio, algunos de los condenados intentaron escaparse, pero los soldados sabían su oficio, espada en mano les cortaron el paso, uno de los rebeldes intentó clavarse en la espada, pero sin resultado, que luego fue arrastrado a la primera cruz. Comenzó entonces el minucioso trabajo de clavar a los condenados cada uno en su travesero, e izarlos a la gran estaca vertical. Se oían por todo el campo gritos y gemidos, la gente de Séforis lloraba ante el triste espectáculo al que, para escarmiento, la obligaban a asistir. poco a poco se fueron formando las cruces, cada una con su hombre colgado, con las piernas encogidas, como fue dicho ya, nos preguntamos por qué, tal vez por una orden de Roma con vistas a racionalizar el trabajo y economizar material, cualquiera puede observar, hasta sin experiencia de crucifixiones, que la cruz, siendo para hombre completo, no reducido, tendría que ser alta, luego mayor gasto de madera, mayor peso que transportar, mayores dificultades de manejo, añadiéndose además la circunstancia, provechosa para los condenados, de que, quedándoles los pies al ras del suelo, fácilmente podían ser desenclavados, sin necesidad de escaleras de mano, pasando directamente, por así decirlo, de los brazos de la cruz a los de la familia, si la tenían, o de los enterradores de oficio, que no los dejarían allí abandonados. José fue el último en ser crucificado, le tocó así, y tuvo que asistir, uno tras otro, al tormento de sus treinta y nueve desconocidos compañeros y, cuando le llegó la vez, abandonada ya toda esperanza, no tuvo fuerza ni para repetir sus protestas de inocencia, quizá perdió la oportunidad de salvarse cuando el soldado que manejaba el martillo le dijo al sargento, Éste es el que decía que era inocente, el sargento dudó un momento, exactamente el instante en que José podría haber gritado, Soy inocente, pero no, se calló, desistió, entonces el sargento miró, pensaría quizá que la precisión simétrica sufriría si no se usaba la última cruz, que cuarenta es número redondo y perfecto hizo un gesto, fueron hincados los clavos, José gritó y continuó gritando, luego lo levantaron en peso, colgado de las muñecas atravesadas por los hierros, y luego más gritos, el clavo largo que perforaba sus calcáneos, oh Dios mío, éste es el hombre que creaste, alabado seas, ya que no es lícito maldecirte. De repente, como si alguien hubiera dado la señal, los habitantes de Séforis rompieron en un clamor afligido, pero no era de duelo por los condenados, en toda la ciudad estallaban incendios, las llamas, rugiendo, como un rastro de fuego griego, devoraban las casas de los habitantes, los edificios públicos, los árboles de los patios interiores.
Indiferentes al fuego, que otros soldados andaban atizando por la ciudad, cuatro soldados del pelotón de ejecución recorrían las filas de los supliciados, partiéndoles metódicamente las tibias con unas barras de hierro. Séforis ardió por completo, de punta a punta, mientras, uno tras otro, los crucificados iban muriendo. El carpintero llamado José, hijo de Heli, era un hombre joven, en la flor de la vida, acababa de cumplir treinta y tres años.