Pasaron ocho meses desde el feliz día en que José llegó a Nazaret con la familia, sanos y salvos los humanos, pese a los muchos peligros, menos bien el burro que cojeaba un poco de la mano derecha, cuando llegaron noticias de que el rey Herodes había muerto en Jericó, en uno de sus palacios, donde se retiró agonizante, caídas las primeras lluvias, para huir de las crueldades del invierno, que en Jerusalén no ahorra rigores a la gente de salud delicada. Decían también los avisos que el reino, huérfano de tan gran señor, se había dividido entre tres de los hijos que le quedaron después de las razias familiares, a saber, Herodes Filipo, que gobernará los territorios que están al este de Galilea, Herodes Antipas, que tendrá vara de mando en Galilea y Perea, y Arquelao, a quien correspondieron Judea, Samaria e Idumea. Un día de estos, un arriero de paso, de esos con gracia para contar historias, tanto reales como inventadas, hará, a la gente de Nazaret, el relato del funeral de Herodes, del que fue, juraba, testigo presencial, Iba metido en un sarcófago de oro, cuajado de pedrerías, la carroza de la que tiraban dos bueyes blancos era también dorada, cubierta de paños de púrpura, y de Herodes, también envuelto en púrpura, no se distinguía más que el bulto y una corona en el lugar de la cabeza, los músicos iban detrás, tocando pífanos, y las plañideras detrás de los músicos, todos tenían que respirar el hedor que les daba de lleno en las narices, a orilla del camino estaba yo, a punto de salírseme el estómago por la boca, y luego venía la guardia real, a caballo, al frente de la tropa, armada de lanzas, espadas y puñales, como si fuesen a la guerra, pasaban y no acababan de pasar, como una serpiente a la que no le vemos ni la cabeza ni la cola y que al moverse es como si no tuviera fin, y el corazón se nos llena de miedo, así era aquella tropa que marchaba tras un muerto, pero también hacia su propia muerte, la de cada uno, que hasta cuando parece retrasarse siempre acaba llamando a nuestra puerta, Es la hora, dice ella, puntual, sin diferencia, igual con el rey que con el esclavo, uno que iba allá delante, carne muerta y corrompida, en la cabeza del cortejo, otros en la cola de la procesión, comiéndose el polvo de un ejército entero, vivos aún, pero ya en busca, todos ellos, del lugar donde quedarse para siempre. Este arriero, por lo visto, bien podría estar, peripatético, paseando bajo los capiteles corintios de una academia que arreando burros por los caminos de Israel, durmiendo en caravasares hediondos o contando historias a los rústicos de las aldeas como ésta de Nazaret.

Entre los asistentes, en la plaza enfrente de la sinagoga, estaba José, que pasaba por casualidad y se quedó escuchando, no fue mucha la atención que prestó en principio a los pormenores descriptivos del cortejo fúnebre, o sí, alguna había prestado, pero pronto se barrió toda cuando el aedo pasó abiertamente al estilo elegíaco, realmente el carpintero tenía fundadas y cotidianas razones para ser más sensible a esa cuerda del arpa que a cualquier otra.

Bastaba mirarlo, que esta cara no engaña, una cosa era su antigua compostura, gravedad y ponderación, con las que intentaba compensar sus pocos años, y otra cosa, muy distinta, peor, es esta expresión de amargura que prematuramente le está cavando arrugas a un lado y otro de la boca, profundas como tajos no cicatrizados. Pero lo que hay de realmente inquietante en el rostro de José es la expresión de su mirada, o mejor sería decir la falta de expresión, pues sus ojos dan idea de estar muertos, cubiertos por una polvareda de ceniza, bajo la cual, como una brasa inextinguible, brillase un fulgor inflamado de insomnio.

Es verdad, José casi no duerme. El sueño es su enemigo de todas las noches, con él tiene que luchar como por la propia vida y es una guerra que siempre pierde, aunque en algunos combates venza, pues, infaliblemente, llega un momento en que el cuerpo agotado se entrega y adormece para, de inmediato, ver surgir en el camino un destacamento de soldados, en medio de los cuales va cabalgando José, algunas veces haciendo molinetes con la espada por encima de la cabeza, y es entonces, en el momento en que el horror empieza a enrollarse en las defensas conscientes del desgraciado, cuando el comandante de la expedición le pregunta, Tú adónde vas, carpintero, el pobre no quiere responder, resiste con las pocas fuerzas que le quedan, las del espíritu, que el cuerpo ha sucumbido, pero el sueño es más fuerte, abre con manos de hierro su boca cerrada y él, sollozando ya y a punto de despertarse, tiene que dar la horrible respuesta, la misma, Voy a Belén a matar a mi hijo. No preguntemos a José si recuerda cuántos bueyes tiraban de la carroza de Herodes muerto, si eran blancos o pintados, ahora, al volver a casa, sólo tiene pensamientos para las últimas palabras del arriero, cuando dijo que aquel mar de gente que iba en el funeral, esclavos, soldados, guardias reales, plañideras, tocadores de pífano, gobernadores, príncipes, futuros reyes, y todos nosotros, dondequiera que estemos y quienquiera que seamos, no hacemos más en la vida que ir buscando el lugar donde quedarnos para siempre.

No siempre es así, pensaba José, con una amargura tan honda que en ella no entraba la resignación que dulcifica los mayores dolores y sólo podía revestirse del espíritu de renuncia de quien dejó de contar con remedio, no siempre es así, repetía, muchos hubo que nunca salieron del lugar donde nacieron y la muerte fue a buscarlos allá, con lo que queda probado que la única cosa realmente firme, cierta y garantizada es el destino, es tan fácil, santo Dios, basta con quedarse a la espera de que todo lo de la visa se cumpla y ya podremos decir, Era el destino, fue el destino de Herodes morir en Jericó y ser llevado en carroza a su palacio y fortaleza de Herodium, pero a los niños de Belén les ahorró la muerte todos los viajes. Y aquél de José, que al principio, viendo los hechos por el lado optimista, parecía formar parte de un designio trascendente para salvar a las inocentes criaturas, al fin no sirvió de nada, pues nuestro carpintero oyó y calló, fue corriendo a salvar a su hijo y dejó a los de los otros entregados al fatal destino, nunca vino palabra tan a propósito. Por eso José no duerme, o sí, duerme y en ansias despierta, atraído hacia una realidad que no le hace olvidar el sueño, hasta el punto de que puede decirse que despierto sueña el sueño de cuando duerme y, dormido, al mismo tiempo que intenta desesperadamente huir de él, sabe que es para volver a encontrarlo, otra vez y siempre, este sueño es una presencia sentada en el umbral de la puerta que está entre el sueño y la vigilia, al salir y al entrar tiene José que enfrentarse con ella.

Entendido queda que la palabra que define exactamente este complicado ovillo es remordimiento, pero la experiencia y la práctica de la comunicación, a lo largo de las edades, ha venido a demostrar que la síntesis no pasa de ser una ilusión, es así, con perdón, como una invalidez del lenguaje, no es querer decir amor y que la lengua no llegue, es tener lengua y no llegar al amor.

María está de nuevo encinta.

Ningún ángel en figura de mendigo andrajoso ha venido a llamar a su puerta anunciando la venida de este hijo, ningún súbito viento barrió las alturas de Nazaret, ninguna tierra luminosa acabó enterrada al lado de la otra, María sólo informó a José con las palabras más sencillas, Estoy embarazada, no le dijo, por ejemplo, Mira aquí mis ojos y ve cómo brilla en ellos nuestro segundo hijo, y él no le respondió, No creas que no me había dado cuenta, pero esperaba a que me lo dijeses tú, oyó y calló, sólo dijo, Ah, y continuó dándole a la garlopa, con una fuerza eficaz pero indiferente, que el pensamiento ya sabemos nosotros dónde está. También María lo sabe desde que una noche más atormentada el marido dejó que su secreto, hasta entonces bien guardado, saltase fuera, y ella no se sorprendió, algo así era inevitable, recordemos lo que le dijo el ángel en la cueva, Oirás gritar mil veces a tu lado. Una buena mujer le diría al marido, No te preocupes, lo que has hecho, hecho está, y además tu primer deber era salvar a tu hijo, no tenías otra obligación, pero la verdad es que, en este sentido común, María dejó de ser la buena mujer que antes había demostrado ser, quizá porque oyó del ángel aquellas otras y severas palabras que, por el tono, a nadie parecieron querer excluir, No soy ángel de perdones. Si María estuviese autorizada a hablar con José acerca de estas secretísimas cosas, quizá él, siendo tan versado en las escrituras, pudiera meditar sobre la naturaleza de un ángel que, llegado de no se sabe dónde, viene a decirnos que no es de perdones, declaración al parecer irrelevante, pues sabido es que no tienen las criaturas angélicas poder de perdonar, que éste sólo a Dios pertenece. Que un ángel diga que no es ángel de perdones, o nada significa, o significa demasiado, supongamos que es el ángel de la condenación, es como si exclamase, Perdonar, yo, qué idea tan estúpida, yo no perdono, castigo. Pero los ángeles, por definición, salvo aquellos querubines de espada flameante que fueron puestos por el Señor para guardar el camino del árbol de la vida, a fin de que no volviesen por sus frutos nuestros primeros padres, o sus descendientes, que somos nosotros, los ángeles, decíamos, no son policías, no se encargan de las sucias pero socialmente necesarias tareas de represión, los ángeles existen para hacernos la vida fácil, nos amparan cuando vamos a caer al pozo, nos guían en el peligroso paso del puente sobre el precipicio, nos cogen del brazo cuando estamos a punto de ser atropellados por una cuadriga desfrenada o por un automóvil. Un ángel realmente merecedor de ese nombre podría haberle ahorrado al pobre José esta agonía, bastaba con que se les apareciera en sueños a los padres de los niños de Belén, diciéndoles uno a uno, Levántate, coge al chiquillo y a su madre, escapa a Egipto y quédate allí hasta que te avise, pues Herodes buscará al niño para matarlo, y de esta manera se salvaban los chiquillos todos, Jesús escondido en la cueva con sus papás y los otros camino de Egipto, de donde no regresarían hasta que el mismo ángel, volviendo a aparecerse a los padres, les dijese, Levántate, coge al niño y a su madre y vuelve a la tierra de Israel, porque han muerto ya los que atentaban contra la vida de tu hijo. Claro que, por medio de este aviso, en apariencia benevolente y protector, el ángel estaría devolviendo a las criaturas a lugares, cualesquiera que ellos fuesen, donde, en el tiempo propio, se encontrarían con la muerte final, pero los ángeles, hasta pudiendo mucho, como se ha visto, llevan consigo ciertas limitaciones de origen, en eso son como Dios, no pueden evitar la muerte. Pensando, pensando, José llegaría a concluir que el ángel de la cueva era, en definitiva, un enviado de los poderes infernales, demonio esta vez en figura de pastor, con lo que quedaría demostrada de nuevo la flaqueza natural de las mujeres y sus viciosas y adquiridas facilidades para caer bajo el asalto de cualquier ángel caído. Si María hablase, si María no fuese un arca cerrada, si María no guardase para sí las peripecias más extraordinarias de su anunciación, otro gallo le cantaría a José, otros argumentos vendrían a reforzar su tesis, siendo sin duda el más importante de todos el hecho de que el supuesto ángel no hubiera proclamado, Soy un ángel del Señor, o Vengo en nombre del Señor, sólo dijo, Soy un ángel, y luego, prudentemente, Pero no se lo digas a nadie, como si tuviese miedo de que se supiera. No faltará ya quien esté proclamando que estas menudencias exegéticas en nada contribuyen a la inteligencia de una historia en definitiva archiconocida, pero al narrador de este evangelio no le parece lo mismo, tanto en lo que toca al pasado como en lo que al futuro ha de tocar, ser anunciado por ángel del cielo o por ángel del infierno, las diferencias no son sólo de forma, son de esencia, sustancia y contenido, verdad es que quien hizo a unos ángeles hizo a los otros, pero después corrigió lo hecho.

María, como su marido, pero ya se sabe que no por las mismas razones, muestra a veces cierto aire absorto, una expresión de ausencia, se le paran las manos en medio de un trabajo, interrumpido el gesto, distante la mirada, realmente nada tiene esto de extraño en una mujer en este estado, de no ser porque los pensamientos que la ocupan se resumen, todos ellos, aunque con infinitas variaciones, en esta pregunta, Por qué se me apareció el ángel anunciándome el nacimiento de Jesús, y ahora de este hijo no. María mira a su primogénito, que por allí anda gateando como hacen todos los hijos de los humanos a su edad, lo mira y busca en él un signo distintivo, una marca, una estrella en la frente, un sexto dedo en la mano, y no ve más que a un niño igual a los otros, se baba, se ensucia y llora como ellos, la única diferencia es que es su hijo, el pelo es negro como el del padre y el de la madre, los iris van perdiendo aquel tono blanquecino al que llamamos color de leche sin serlo, y toman el suyo propio y natural, el de la herencia genética directa, un castaño que se va alejando de la pupila, una tonalidad como de sombra verde, si así podemos definir una cualidad cromática, pero estas características no son únicas, sólo tienen verdadera importancia cuando el hijo es nuestro o, dado que de ella estamos hablando, de María.

Dentro de unas semanas, este niño hará sus primeras tentativas de ponerse en pie y caminar, caerá de bruces al suelo incontables veces y se quedará con la mirada clavada en él, la cabeza difícilmente levantada, mientras oye la voz de su madre que le dice, Ven aquí, ven aquí, hijo mío, y no mucho tiempo después sentirá la primera necesidad de hablar, cuando algunos sonidos nuevos empiecen a formarse en su garganta, al principio no sabrá qué hacer con ellos, confundiéndolos con otros que ya conocía y venía practicando, los del grito y los del llanto, pero no tardará en entender que debe articularlos de un modo muy distinto, más compenetrado, imitando y ayudándose con los movimientos de los labios del padre y de la madre, hasta que consiga pronunciar la primera palabra, cuál habrá sido, no lo sabemos, quizá papá, quizá mamá, lo que sí sabemos es que a partir de ahora nunca más el niño Jesús tendrá que hacer aquel gesto con el índice de la mano derecha en la palma de la mano izquierda si la madre y las vecinas vuelven a preguntarle, Dónde pone el huevo la gallina, que es una indignidad a la que se somete al ser humano, tratarlo así, como a un cachorrillo amaestrado que reacciona ante un estímulo sonoro, voz, silbido o restallar de látigo.

Ahora Jesús está capacitado para responder que la gallina puede ir a poner el huevo donde le dé la gana, con tal de que no lo haga en la palma de su mano. María mira a su hijo y suspira, siente que el ángel no vuelva, No me verás tan pronto, dijo, si él estuviese aquí ahora no se dejaría intimidar como las otras veces, lo acosaría a preguntas hasta rendirlo, una mujer con un hijo fuera y otro dentro no tiene nada de cordero inocente, ha aprendido, a su propia costa, lo que son dolores, peligros y aflicciones y, con tales pesos colocados en el platillo de su lado, puede hacer que se incline a su favor cualquier fiel de balanza. Al ángel no le bastaría con decirle, El Señor permita que no veas a tu hijo como a mí me ves ahora, que no tengo donde descansar la cabeza, en primer lugar tendría que explicarle quién era el Señor en cuyo nombre parecía hablar, luego, si era realmente verdad que no tenía dónde descansar la cabeza, cosa difícil de entender tratándose de un ángel, o si sólo lo decía porque representaba su papel de mendigo, en cuarto lugar qué futuro anunciaban para su hijo las sombrías y amenazadoras palabras que había pronunciado, y, finalmente, qué misterio era aquél de la tierra luminosa, enterrada al lado de la puerta, donde nació, tras el regreso de Belén, una extraña planta, sólo tronco y hojas, que ya desistieron de cortar, tras haber intentado inútilmente arrancarla de raíz, porque cada vez volvía a nacer y con más fuerza. Dos de los ancianos de la sinagoga, Zaquías y Dotaín, vinieron a observar el caso y, aunque poco entendidos en ciencias botánicas, acordaron que aquello debía de ser simiente que viniera con la tierra y que, llegado su tiempo, germinó, Como es ley del Señor de la vida, sentenció Zaquías.

María se acostumbró a ver aquella obstinada planta, y encontraba que hasta daba alegría a la entrada de la puerta, mientras que José, no contento con las nuevas y palpables razones para alimento de las sospechas antiguas, trasladó su banco de carpintero a otro lugar del patio fingiendo no hacer caso de la detestada presencia.

Luego de usar el hacha y el serrucho, experimentó el agua hirviendo e incluso llegó a poner alrededor del tallo un collar de carbones ardientes, pero no se había atrevido, por una especie de respeto supersticioso, a meter la azada en la tierra y cavar hasta donde debía de hallarse el origen del mal, la escudilla con la tierra luminosa. Y en esto estaban cuando nació el segundo hijo, al que dieron el nombre de Tiago.

Durante unos pocos años no hubo más mudanzas en la familia que la de los varios hijos que fueron naciendo, aparte de dos hijas, y de haber perdido los padres la última lozanía que les quedaba de su juventud, no era extraño en María, pues ya se sabe cómo son los embarazos, y más siendo tantos, acaban por agotar a una mujer, poco a poco se le van la belleza y el frescor, si los tenía, se marchitan tristemente la cara y el cuerpo, basta ver que después de Tiago nació Lisia, después de Lisia nació José, después de José nació Judas, después de Judas nació Simón, después Lidia, después Justo, después Samuel, y si alguno más vino, murió pronto, sin entrar en registro. Los hijos son la alegría de los padres, se dice, y María hacía lo posible para parecer contenta, pero, teniendo que cargar durante meses y meses en su cansado cuerpo con tantos frutos golosos de sus fuerzas, a veces anidaba en su alma una impaciencia, una indignación en busca de su causa, pero, siendo los tiempos así, no pensó siquiera en echarle las culpas a José, y menos aún a aquel Dios supremo que decide la vida y la muerte de sus creaturas, la prueba es que ni siquiera un pelo de nuestra cabeza cae sin que sea su voluntad que ocurra. José entendía poco de los cómos y porqués de que se hagan hijos, es decir, tenía los rudimentos del práctico, empírico, por así decir, pero era la propia lección social, el espectáculo del mundo, que reducía todos los enigmas a una sola evidencia, la de que uniéndose macho y hembra, conociéndola él a ella, resultaban bastante altas las probabilidades de generar dentro de la mujer un hijo, que al cabo de nueve meses, raramente siete, nacía completo. La simiente del varón, lanzada en el vientre de la mujer, llevaba consigo, en miniatura e invisible, a un nuevo ser elegido por Dios para proseguir el poblamiento del mundo que había creado, pero esto no ocurría siempre, la impenetrabilidad de los designios de Dios, si precisase demostración, la encontraría en el hecho de que no fuera condición suficiente aunque sí necesaria, para generar un hijo, el que la simiente del varón se derramara en el interior natural de la mujer. Dejándola caer al suelo, como hizo el infeliz Onán, castigado a muerte por el Señor por no querer tener hijos en la viuda de su hermano, era seguro que la mujer no quedaba embarazada, pero tantas y tantas veces, como decía el otro, va la fuente al cántaro, y el resultado tres por nueve, veintisiete. Está probado, pues, que fue Dios quien puso a Isaac en la escasa linfa que Abraham era aún capaz de producir y lo empujó dentro del vientre de Sara, que ya ni reglas tenía. Vista la cuestión desde este ángulo, digamos teogenético, puede concluirse, sin abusar de la lógica, que todo lo debe presidir en este mundo y en los otros, que el mismo Dios era quien con tanta asiduidad incitaba y estimulaba a José para frecuentar a María, convirtiéndolo de este modo en instrumento para borrar, por compensación numérica, los remordimientos que andaba sintiendo desde que permitió, o quiso, sin preocuparse de las consecuencias, la muerte de los inocentes pequeños de Belén. Pero lo más curioso, y que muestra hasta qué punto los designios del Señor, aparte de obviamente inescrutables, son también desconcertantes, es que José, aunque de manera difusa, que apenas rozaba el nivel de la conciencia, suponía obrar por cuenta propia y, créalo quien pudiere, con la misma intención de Dios, es decir, restituir al mundo, por un insistente esfuerzo de procreación, si no, en sentido literal, los niños muertos, tal cual habían sido, sí al menos la cuenta cierta, de modo que no se hallaría diferencia en el próximo censo que se estableciera. El remordimiento de Dios y el remordimiento de José eran un solo remordimiento, y si en aquellos antiguos tiempos ya se decía, Dios no duerme, hoy estamos en condiciones de saber por qué, No duerme porque cometió una falta que ni a hombre sería perdonable.

Con cada hijo que José iba haciendo, Dios levantaba un poco más la cabeza, pero nunca acabará de levantarla por completo, porque los niños que murieron en Belén fueron veinticinco y José no vivirá años suficientes para generar tan gran cantidad de hijos en una sola mujer, ni María, ya tan cansada, de alma y de cuerpo tan dolorida, podría soportar tanto. El patio y la casa del carpintero estaban llenos de niños, y era como si estuvieran vacíos.

Cuando llegó a los cinco años, el hijo de José empezó a ir a la escuela. Todas las mañanas, en cuanto nacía el día, la madre lo llevaba al encargado de la sinagoga, que siendo de nivel elemental los estudios, bastaba y sobraba con él, y era allí, en la misma sinagoga convertida en aula, donde Jesús y los otros chiquillos de Nazaret realizaban, hasta los diez años, la sentencia del sabio, El niño debe criarse en la Tora como el buey se cría en el corral. La clase acababa a la hora sexta, que es nuestro mediodía, María estaba ya esperando al hijo y, pobrecilla, no podía preguntarle si avanzaba en las clases, ni ese simple derecho tiene, pues ya lo dice terminantemente la máxima del sabio, Mejor sería que la Ley pereciera en las llamas que entregarla a las mujeres, tampoco debe olvidarse la probabilidad de que el hijo, ya razonablemente informado sobre el verdadero lugar de las mujeres en el mundo, incluidas las madres, le diera una respuesta áspera, de esas capaces de reducir a la insignificancia a cualquiera, que cada cual tiene la suya, véase el caso de Herodes, tanto poder, tanto poder, y si fuéramos a verlo ahora ni siquiera podríamos recitar, Yace muerto y pudriéndose, ahora todo es hedor, polvo, huesos sin concierto y trapos sucios. Cuando Jesús entraba en casa, su padre le preguntaba, A ver, qué has aprendido hoy, y el niño, que había tenido la suerte de nacer con una excelente memoria, repetía letra por letra, sin fallo, la lección del maestro, primero los nombres de las letras del alfabeto, luego las palabras principales, y, más adelante, frases completas de la Tora, pasajes completos, que José acompañaba con movimientos ritmicos de la mano derecha, al tiempo que asentía lentamente con la cabeza.

Marginada, María se iba dando cuenta de que había cosas que no podía preguntar, se trata de un método antiguo de las mujeres, perfeccionado a lo largo de los siglos y milenios de práctica, cuando no las autorizan a preguntar, escuchan y al poco tiempo lo saben todo, llegando incluso a lo que es el súmmum de la sabiduría, a distinguir lo falso de lo verdadero. Pese a todo, lo que María no conocía, o no conocía bastante, era el extraño lazo que unía al marido con aquel hijo, aunque ni a un extraño pasase inadvertida la expresión, mezcla de dulzura y pena, que pasaba por el rostro de José cuando hablaba con su primogénito, como si estuviese pensando, este hijo a quien tanto amo es mi dolor. María sabía sólo que las pesadillas de José, como una sarna del alma, no lo dejaban, pero esas aflicciones nocturnas de tan repetidas, se habían convertido en un hábito, como el de dormir vuelto a la derecha o despertar con sed en medio de la noche. Y si María, como buena y digna esposa, no dejaba de preocuparse con su marido, lo más importante de todo era ver al hijo vivo y sano, señal de que la culpa no fue tan grande, o el Señor ya habría castigado, sin palo ni piedra, como es costumbre en él, véase el caso de Job, arruinado, leproso, pese a que siempre había sido varón íntegro y recto, temeroso de Dios, su mala suerte fue convertirse en involuntario objeto de una disputa entre Satanás y el mismo Dios, agarrado cada uno a sus ideas y prerrogativas. Y luego se admiran de que un hombre se desespere y grite, Mueran el día en que nací y la noche en que fui concebido, conviértase él en tinieblas, no sea mencionado entre los días del año ni se cuente entre los meses, y que la noche sea estéril y no se oiga en ella ningún grito de alegría, verdad es que a Job lo compensó Dios restituyéndole en doble lo que simple le había quitado, pero a los otros hombres, aquellos en nombre de quienes nunca se escribió un libro, todo es quitar y no dar, prometer y no cumplir. En esta casa del carpintero, la vida, pese a todo, era tranquila y en la mesa, aunque sin harturas, no faltó nunca el pan de cada día y lo demás que ayuda al alma a mantenerse agarrada al cuerpo.

Entre los bienes de José y los bienes de Job, la única semejanza que puede encontrarse es el número de hijos, siete hijos y tres hijas tuvo Job, siete hijos y dos hijas tenía José, con la ventaja de que el carpintero puso una mujer menos en el mundo. Pero Job, antes de que Dios duplicase sus bienes, ya era propietario de siete mil ovejas, tres mil camellos, quinientas yuntas de bueyes y quinientas yeguas, sin contar los esclavos, en cantidad, y José tiene sólo aquel burro que conocemos. En verdad, una cosa es trabajar para sustentar sólo a dos personas, después a una tercera, pero esa, en el primer año, por vía indirecta, otra es verse rodeado de niños que, creciendo el cuerpo y las necesidades, reclaman alimentos sólidos y a tiempo.

Y como las ganancias de José no daban para admitir personal a su servicio, el recurso natural estaba en los hijos, a mano, por así decir, además también por una simple obligación de padre, pues ya lo dice el Talmud, Del mismo modo que es obligatorio alimentar a los hijos, también es obligatorio enseñarles una profesión manual, porque no hacerlo será lo mismo que convertir al hijo en un bandido. Y si recordamos lo que enseñaban los rabinos, el artesano, en su trabajo, no debe levantarse ante el mayor doctor, podemos imaginar con qué orgullo profesional empezaba José a instruir a sus hijos mayores, uno tras otro, a medida que iban llegando a la edad, primero Jesús, luego Tiago, después José, después Judas, en los secretos y tradiciones del arte de la carpintería, atento él, también, a la antigua sentencia popular que así reza, El trabajo del niño es poco, pero quien lo desdeña es loco, es lo que luego se llamaría trabajo infantil. A José padre, cuando regresaba al trabajo después de la comida de la tarde, le ayudaban sus propios hijos, ejemplo verdadero de una economía familiar que podría haber seguido dando excelentes frutos hasta los días de hoy, incluso una dinastía de carpinteros, si Dios, que sabe lo que quiere, no hubiera querido otra cosa.