Como siempre desde que el mundo es mundo, por cada uno que nace hay otro que agoniza.

El de ahora, hablamos del que está para morir, es el rey Herodes, que sufre, aparte de lo más y peor que se dirá, de una horrible comezón que lo lleva a las puertas de la locura, como si las mandíbulas menudísimas y feroces de cien mil hormigas le estuviesen royendo el cuerpo infatigables. Tras haber experimentado, sin ninguna mejora, cuantos bálsamos se usaron hasta hoy en todo el orbe conocido, sin exclusión de Egipto y la India, los médicos reales, perdida ya la cabeza o, para ser más exacto, con miedo a perderla, se lanzaron a componer baños y pócimas al azar, mezclando en agua o en aceite cualquier hierba o polvo del que alguna vez se hubiera hablado bien, incluso siendo contrarias a las indicaciones de la farmacopea. El rey, poseso de dolor y furia, echando espumarajos por la boca como si le hubiera mordido un can rabioso, amenaza con crucificarlos a todos si no descubren rápidamente remedio eficaz para sus males, que, como quedó anticipado, no se limitan al ardor insufrible de la piel y a las convulsiones que frecuentemente lo derriban y acaban con él en el suelo, convertido en un ovillo retorcido agónico, con los ojos saliéndole de las órbitas, las manos rasgando sus vestiduras, bajo las cuales las hormigas, multiplicándose, prosiguen el devastador trabajo. Lo peor, lo peor verdaderamente, es la gangrena que se ha manifestado en los últimos días y ese horror sin explicación ni nombre del que se habla en secreto por palacio, es decir, los gusanos que infestan los órganos genitales de la real persona y que, esos sí, le están devorando la vida. Los gritos de Herodes atruenan los salones y las galerías de palacio, los eunucos que le sirven directamente no duermen ni descansan, los esclavos de nivel inferior procuran no encontrarlo en su camino.

Arrastrando un cuerpo que apesta a putrefacción, pese a los perfumes en que lleva empapadas las ropas y ungida su teñida cabellera, a Herodes sólo lo mantiene vivo la furia. Trasnportado en una litera, rodeado de médicos y de guardias armados, recorre el palacio de un extremo a otro en busca de traidores, que desde hace mucho los ve o adivina en todas partes, y su dedo de súbito apunta, puede ser que a un jefe de eunucos que estaba conquistando demasiada influencia, o a un fariseo recalcitrante que anda protestando contra los que desobedecen la ley debiendo ser los primeros en respetarla, en este caso ni es preciso pronunciar el nombre para saber de quién se trata, o pueden ser incluso sus propios hijos Alejandro y Aristóbulo, presos y condenados en seguida a muerte por un tribunal de nobles reunido aprisa y corriendo para esa sentencia y no otra, qué otra cosa podría hacer este pobre rey si en alucinados sueños veía a aquellos malos hijos avanzando hacia él con las espadas desnudas y si, en la más abominable de las pesadillas, veía, como en un espejo, su propia cabeza cortada. de aquel fin terrible consiguió librarse y ahora puede contemplar tranquilamente los cadáveres de aquellos que un minuto antes eran aún herederos de un trono, sus propios hijos, culpables de conspiración, abuso y arrogancia, muertos por estrangulamiento.

Mas, he aquí que tiene ahora otra pesadilla que viene de las sombras más profundas del cerebro y lo arranca, a gritos, de los breves e inquietos sueños en que de puro agotamiento cae, cuando su perturbado espíritu hace aparecer ante él al profeta Miqueas, el que vivió en tiempos de Isaías, testigo de aquellas terribles guerras que los asirios trajeron a Samaria y Judea, y viene clamando contra los ricos y poderosos, como a un profeta corresponde y al caso conviene. Cubierto por el polvo de las batallas, con la túnica chorreando sangre, Miqueas entra en el sueño de repente, en medio de un estruendo que no puede ser de este mundo, como si empujase con manos relampagueantes unas enormes puertas de bronce, y anuncia con estentórea voz, El Señor va a salir de su morada, va a descender y pisar las alturas de la tierra, y luego amenaza, Ay de quienes planean la iniquidad, de quienes maquinan el mal en sus lechos y lo ejecutan luego al amanecer del día, porque tienen el poder en su mano, y denuncia, Ansían las tierras y se apoderan de ellas, ansían las casas y las roban, hacen violencia contra los hombres y sus familias, contra los dueños y su herencia. Después, todas las noches, tras haber dicho esto, como respondiendo a una señal que sólo él pudiese oír, Miqueas desaparece disuelto en humo. Con todo, lo que hace despertar a Herodes en ansias y sudores no es tanto el espanto ante los proféticos gritos como la impresión angustiosa de que su visitante nocturno se retira en el preciso momento en que, pareciendo que iba a decir algo más, alza el gesto, abre la boca pero calla lo que iba a decir como si lo guardase para la próxima vez. Ahora bien, todo el mundo sabe que este rey Herodes no es hombre a quien asusten las amenazas, cuando ni remordimientos guarda de tantas y tantas muertes como carga en su memoria. Recordemos que mandó ahogar al hermano de la mujer a quien más amó en su vida, Mariame, que hizo estrangular al abuelo de ella y por fin, a Mariame misma, tras haberla acusado de adulterio. Verdad es que cayó luego en una especie de delirio en el que clamaba por Mariame como si la mujer estuviese aún viva, pero se curó de aquella insanía a tiempo de descubrir que la suegra, alma de otros manejos anteriores, tramaba una conspiración para derribarlo del poder. En un decir amén, la peligrosa intrigante fue a unirse en el panteón familiar con aquellos a quienes Herodes en mala hora se había vinculado. Le quedaron entonces al rey, como herederos del trono, tres hijos, Alejandro y Aristóbulo, de cuyo desgraciado fin ya tenemos noticia, y Antipatro, que no tardará en seguir por el mismo camino. Y ya ahora, pues no todo en la vida son tragedias y horrores, recordemos que, para refocilo y consuelo de su cuerpo, llegó a tener Herodes diez esposas magníficas en dotes físicas, aunque, la verdad, a estas alturas de poco le sirven, y él a ellas nada. Pues viene ahora el airado fantasma de un profeta a entenebrecer las noches del poderoso rey de Judea y Samaria, de Perea e Idumea, de Galilea y Gaulanítide, de Traconítida, Auranítida y Batanea, el magnífico monarca que de todo eso es señor y todo aquello hizo, y no importaría esta aparición si no fuese por la indefinible amenaza con que el sueño se suspende una y otra vez, aquel instante en que habiendo prometido no da, y que, por no haber dado, mantiene intacta la promesa de una nueva amenaza, cuál, cómo, cuándo.

Entre tanto, allá en Belén, casi diríamos pared con pared con el palacio de Herodes, José y su familia siguen viviendo en una cueva, pues siendo tan breve la estancia prevista, no valía la pena ponerse a buscar casa, teniendo en cuenta que el problema de la vivienda ya daba entonces dolores de cabeza, con el agravante de no haberse inventado aún las viviendas protegidas y los realquilados. Ocho días después del nacimiento, llevó José a su primogénito a la sinagoga para que lo circuncidasen, y allí el sacerdote cortó diestramente, con cuchillo de piedra y la habilidad de un experto, el prepucio del lloroso chiquillo, cuyo destino, del prepucio hablamos que no del niño, daría de por sí para una novela, contando a partir de este momento, en que no pasa de un pálido anillo de piel que apenas sangra, y el de su santificación gloriosa, cuando fue papa Pascual I, en el octavo siglo de nuestra era.

Quien quiera verlo hoy no tiene nada más que ir a la parroquia de Calcata, que está cerca de Viterbo, ciudad italiana donde relicariamente se muestra para edificación de creyentes empedernidos y disfrute de incrédulos curiosos. Dijo José que su hijo se llamaría Jesús y así quedó censado en el catastro de Dios, después de haberlo sido ya en el de César. No se conformaba el niño con la disminución que acababa de sufrir su cuerpo, sin la contrapartida de cualquier añadido sensible del espíritu, y lloró durante todo aquel santo camino hasta la cueva donde lo esperaba su madre ansiosa, y no es de extrañar siendo el primero, Pobrecillo, pobrecillo, dijo ella, y acto continuo, abriéndose la túnica, le dio de mamar, primero del seno izquierdo, se supone que por estar más cerca del corazón. Jesús, pero él no puede saber aún que éste es su nombre, porque no pasa de ser un pequeño ser natural, como el pollito de una gallina, el cachorro de una perra, el cordero de una oveja, Jesús, decíamos, suspiró con dulce satisfacción, sintiendo en el rostro el suave peso del seno, la humedad de la piel al contacto de otra piel. La boca se le llenó del sabor dulce de la leche materna y la ofensa entre las piernas, insoportable antes, se fue haciendo más distante, disipándose en una especie de placer que nacía y no acababa de nacer, como si lo detuviera un umbral, una puerta cerrada o una prohibición. Al crecer, irá olvidando estas sensaciones primitivas, hasta el punto de no poder ni imaginar que las hubiera experimentado, así ocurre con todos nosotros, dondequiera que hayamos nacido, de mujer siempre y sea cual sea el destino que nos espera. Si nos atreviéramos a hacerle tal pregunta a José, indiscreción de la que Dios nos libre, respondería él que otras son, y más serias, las preocupaciones de un padre de familia, enfrentado, desde ahora en adelante, con el problema de alimentar dos bocas, facilidad de expresión a la que la evidencia del hijo mamando directamente de la madre no quita, pese a todo, fuerza y propiedad, pero es verdad que tiene José serias razones para preocuparse, y son ellas cómo vivirá la familia hasta que pueda regresar a Nazaret, pues María ha quedado debilitada tras el parto y no estará en condiciones de hacer el largo viaje, sin olvidar que todavía tendrá que esperar a que pase el tiempo de su impureza, treinta y tres son los días que deberá quedar en la sangre de su purificación, contados a partir de éste en el que estamos, el de la circuncisión. El dinero traído de Nazaret, que era poco, se está acabando, y a José le es imposible ejercer aquí su oficio de carpintero, pues le faltan las herramientas y no tiene liquidez para comprar maderas. La vida de los pobres ya en aquellos tiempos era difícil y Dios no podía atenderlo todo. De dentro de la cueva llegó una breve e inarticulada queja, pronto interrumpida, señal de que María había cambiado al hijo del seno izquierdo al derecho y el pequeño, frustrado por un momento, sintió reavivarse el dolor en la parte ofendida.

Poco después, hartísimo, se quedó dormido en el regazo de la madre, y no despertará cuando ella, con mil precauciones, lo entregue al regazo del comedero como a la guarda de un ama cariñosa y fiel. Sentado a la entrada de la cueva, José continúa dándole vueltas a sus pensamientos, echando cuentas, qué va a hacer con su vida, sabe ya que en Belén no tiene ninguna posibilidad, ni siquiera como asalariado, pues lo ha intentado antes, sin resultado, a no ser las palabras de siempre, Cuando necesite un ayudante, te llamo, son promesas que no llenan la barriga, aunque este pueblo esté viviendo de promesas desde que nació.

Mil veces la experiencia ha demostrado, incluso en personas no particularmente dadas a la reflexión, que la mejor manera de llegar a una buena idea es ir dejando que fluya el pensamiento al sabor de sus propios azares e inclinaciones, pero vigilándolo con una atención que conviene que parezca distraída, como si se estuviera pensando en otra cosa y de repente salta uno sobre el inadvertido hallazgo como un tigre sobre la presa.

Fue así como las falsas promesas de los maestros carpinteros de Belén condujeron a José a pensar en Dios y en sus, de él, promesas verdaderas, de ahí al templo de Jerusalén y a las obras que aún se están haciendo, en fin, blanco es, gallina lo puso, ya se sabe que donde hay obras se necesitan obreros en general, canteros y picapedreros en primer lugar, pero también carpinteros, aunque sólo sea para escuadrar barrotes y aplanar planchas, primarias operaciones que están al alcance del arte de José. El único defecto que la solución presenta, suponiendo que le den el empleo, es la distancia que hay desde aquí al lugar del trabajo, una buena hora y media de camino, o más, a buen paso, que de aquí para allá todo son subidas, sin un santo alpinista para ayudarlo, salvo si lleva el burro, pero entonces tendrá José que resolver dónde deja seguro al animal, que no por ser esta tierra entre todas la preferida del Señor, se han acabado en ella los ladrones, basta ver lo que todas las noches viene diciendo el profeta Miqueas. Cavilando estaba José sobre estas complejas cuestiones cuando María salió de la cueva, acababa de dar de mamar al hijo y de abrigarlo en el comedero, Cómo está Jesús, preguntó el padre, consciente de la expresión un tanto ridícula de una pregunta formulada así, pero incapaz de resistirse al orgullo de tener un hijo y poder darle un nombre. El niño está bien, respondió María, para quien lo menos importante del mundo era el nombre, podría incluso llamarle niño toda su vida si no estuviera segura de que, fatalmente, otros hijos nacerían, llamar niños a todos sería una confusión como la de Babel. Dejando salir las palabras como si sólo estuviese pensando en voz alta, manera de no dar demasiada confianza, José dijo, Tengo que ver cómo me las arreglo mientras estemos aquí, en Belén no hay trabajo.

María no respondió ni tenía que responder, estaba allí sólo para oír y ya era mucho favor el que el marido le hacía. Miró José al sol, calculando el tiempo de que dispondría para ir y volver, entró en la cueva a recoger el manto y la alforja y al volver anunció, Con Dios me voy y a Dios me confío para que me dé trabajo en su casa, si para tan gran merced halla merecimientos en quien en él pone toda su esperanza y es honrado artesano. Cruzó el vuelo derecho del manto sobre el hombro izquierdo, acomodó en él la alforja, y sin más palabras se lanzó al camino.

En verdad, hay horas felices. Aunque las obras del Templo iban adelantadas, aún sobraba trabajo para nuevos contratados, sobre todo si no eran exigentes a la hora de discutir la soldada. José pasó sin dificultades las pruebas de aptitud a las que le sometió un capataz de carpinteros, resultado inesperado que nos debería hacer pensar si no hemos sido algo injustos en los comentarios peyorativos que, desde el principio de este evangelio, hemos hecho acerca de la aptitud profesional del padre de Jesús. Se fue de allí el novel obrero del Templo dando múltiples gracias a Dios, algunas veces detuvo en el camino a viandantes que con él se cruzaban y les pidió que lo acompañasen en sus alabanzas al Señor y ellos, benévolos, lo satisfacían con grandes sonrisas, que en este pueblo la alegría de uno fue casi siempre la alegría de todos, hablamos, claro está, de gentes del común, como eran éstas. Cuando llegó a la altura de la tumba de Raquel, se le ocurrió a José una idea que más parece subida de las entrañas que salida del cerebro, fue que esta mujer que tanto había deseado otro hijo, acabó muriendo, permítase la expresión, a manos de él y ni tiempo tuvo de conocerlo, ni una palabra, ni una mirada, un cuerpo que se separa del otro cuerpo, tan indiferente a él como un fruto que se desprende del árbol.

Después tuvo un pensamiento aún más triste, el de que los hijos mueren siempre por culpa de los padres que los generan y de las madres que los ponen en el mundo, y entonces sintió pena de su propio hijo, condenado a muerte sin culpa.

Angustiado, confuso, postrado ante la tumba de la esposa más amada de Jacob, el carpintero José dejó caer los brazos e inclinó la cabeza, todo su cuerpo se inundaba de un frío sudor y por el camino, ahora, no pasaba nadie a quien pudiera pedir auxilio.

Comprendió que por primera vez en su vida dudaba del sentido del mundo y, como quien renuncia a una última esperanza, dijo en voz alta, Voy a morir aquí, tal vez estas palabras, en otros casos, si fuésemos capaces de pronunciarlas con toda fuerza y convicción, como se les supone a los suicidas, estas palabras, digo, podrían, sin dolor ni lágrimas, abrirnos, por sí solas, la puerta por donde se sale del mundo de los vivos, pero el común de los hombres padece de inestabilidad emocional, una alta nube lo distrae, una araña tejiendo su tela, un perro que persigue a una mariposa, una gallina que araña la tierra y cacarea llamando a sus hijos, o algo aún más simple, del propio cuerpo, como sentir un picor en la cara y rascarla y luego preguntarse, En qué estaba pensando. De este modo, de un instante a otro, la tumba de Raquel volvió a ser lo que era, una pequeña construcción encalada, sin ventanas, como un dado partido, olvidado porque no hacía falta para el juego, manchada la piedra que cierra la entrada por el sudor y por la suciedad de las manos de los peregrinos que vienen aquí desde los tiempos antiguos, rodeada de olivos que quizá eran ya viejos cuando Jacob eligió este lugar para última morada de la pobre madre, sacrificando los que fue preciso para despejar el terreno, al fin bien puede afirmarse que el destino existe, el destino de cada uno en manos de los otros está.

Luego, José se marchó, pero antes dejó una oración, la que le pareció más apropiada al caso y al lugar, dijo, Bendito seas tú, Señor, nuestro Dios y Dios de nuestros padres, Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob, grande, poderoso y admirable Dios, bendito seas. Cuando entró en la cueva, antes incluso de informar a su mujer de que ya tenía trabajo, José fue al comedero a ver al hijo, que dormía. Y se dijo luego, Morirá, tendrá que morir, y el corazón le dolió, pero después pensó que, según el orden natural de las cosas, tendrá que ser él quien primero muera y esa muerte suya, al retirarlo de entre los vivos, al hacer de él ausencia, dará al hijo una especie de, cómo decirlo, de eternidad limitada, valga la contradicción, la eternidad que es continua todavía durante algún tiempo más cuando los que conocemos y amamos ya no existen.

No había advertido José al capataz de su grupo de que sólo iba a permanecer allí unas semanas, sin duda no más de cinco, el tiempo de llevar el hijo al Templo, purificarse la madre y hacer el equipaje.

Se lo calló por miedo a que no lo admitieran, detalle que demuestra que no estaba el carpintero nazareno muy al día de las condiciones laborales de su país, probablemente por considerarse y realmente ser trabajador por cuenta propia y distraído, por tanto, de las realidades del mundo obrero, en aquel tiempo compuesto, casi exlusivamente, por jornaleros. Se mantenía atento a la cuenta de los días que faltaban, veinticuatro, veintitrés, veintidós y, para no equivocarse, improvisó un calendario en una de las paredes de la cueva, diecinueve, con unas rayas que iba sucesivamente cortando, dieciséis, ante el pasmo respetuoso de María, catorce, trece, que daba gracias al Señor por haberle dado, nueve, ocho, siete, seis, marido en todo tan mañoso. José le había dicho, Nos iremos inmediatamente después de la presentación en el Templo, que ya echo de menos Nazaret y los clientes que allí dejé, y ella, suavemente, para que no pareciera que lo enmendaba, Pero no podemos irnos de aquí sin darles las gracias a la dueña de la cueva y a la esclava que me atendió, que casi todos los días viene a saber cómo va el niño. José no respondió, nunca confesaría que no se le había ocurrido una cortesía tan elemental, la prueba está en que su primera intención era llevar el burro ya cargado, dejarlo en custodia mientras durase el ritual y, hala, para Nazaret, sin perder tiempo con agradecimientos y adioses.

María tenía razón, sería una grosería que se fueran de allí sin decir palabra, pero la verdad, si en todas las cosas la pobrecilla prevaleciese, lo obligaría a confesar que en materia de buena educación estaba bastante falto. Durante una hora, por culpa de su propio yerro, anduvo irritado con su mujer, sentimiento que habitualmente le servía para sofocar recriminaciones de la conciencia. Se quedarían, pues, dos o tres días más, se despedirían en buena y debida forma, con tales reverencias que no quedarán dudas ni deudas, y entonces, sí, podrían partir, dejando en los moradores de Belén el recuerdo feliz de una familia de galileos piadosos, bien educados y cumplidores del deber, excepción notable, si tenemos en cuenta la mala opinión que de las gentes de Galilea tienen en general los habitantes de Jerusalén y sus alrededores.

Llegó, por fin, el memorable día en que el niño Jesús fue llevado al Templo en brazos de su madre, cabalgando ella el paciente asno que desde el principio acompaña y ayuda a esta familia. José lleva el burro del ronzal, tiene prisa por llegar, pues no quiere perder todo un día de trabajo, pese a estar en vísperas de la partida. También por esta razón salieron de mañana, cuando la fresca madrugada está aún empujando con sus manos aurorales la última sombra de la noche. La tumba de Raquel quedó ya atrás.

Cuando ellos pasaron, la fachada tenía un color ardiente de granada, no parecía la misma pared que la noche opaca hace lívida y a la que la luna alta da una amenazadora blancura de huesos o cubre de sangre en el amanecer. Poco después, el infante Jesús despertó, pero ahora de verdad, porque antes apenas abrió los ojos cuando su madre lo enfajó para el viaje, y pidió alimento con su voz de llanto, única que hoy tiene. Un día, como cualquiera de nosotros, aprenderá otras voces y gracias a ellas sabrá expresar otras hambres y experimentar otras lágrimas.

Ya cerca de Jerusalén, en la empinada ladera, la familia se confundió con la multitud de peregrinos y vendedores que afluían a la ciudad, parecían todos empeñados en llegar antes que los demás, pero, por cautela, moderaban las prisas y refrenaban su excitación a la vista de los soldados romanos que, a pares, vigilaban las aglomeraciones y, de vez en cuando, también algún pelotón de la tropa mercenaria de Herodes, donde se podía encontrar de todo, reclutas judíos, desde luego, pero también idumeos, gálatas, tracios, germanos y galos y hasta babilonios, con su fama de habilísimos arqueros. José, carpintero y hombre de paz, combatiente con esas pacíficas armas que se llaman garlopa y azuela, mazo y martillo, o clavos y clavijas, tiene, ante estos bravucones, un sentimiento mixto, mucho de temor, algo de desprecio, que no deja de ser natural, aunque sólo sea por su manera de mirar. Por eso va con la cabeza baja y es María, esa mujer que siempre está metida en casa, y en estas semanas más resguardada aún, oculta en una cueva donde sólo es visitada por una esclava, es María quien va mirándolo todo a su alrededor, curiosa, con la barbilla un poco alzada con orgullo comprensible pues lleva ahí a su primogénito, ella, una débil mujer, pero muy capaz, como se ve, de dar hijos a Dios y a su marido.

Tan irradiante va en felicidad que unos toscos y cerriles mercenarios galos, rubios, de grandes bigotes colgantes, armas al cinto, pero quizá de blando corazón, se supone, ante este renuevo del mundo que es una joven madre con su primer hijo, estos guerreros endurecidos sonríen al paso de la familia, con podridos dientes sonrieron, es cierto, pero lo que cuenta es la intención.

Ahí está el Templo. Visto así, de cerca, desde el plano inferior en que estamos, es una construcción que da vértigo, una montaña de piedras sobre piedras, algunas que ningún poder del mundo parecería capaz de aparejar, levantar, asentar y ajustar, y con todo están allí, unidas por su propio peso, sin argamasa, tan simplemente como si el mundo fuese, todo él, una construcción de armar, hasta los altísimos cimacios que, vistos desde abajo, parecen rozar el cielo, como otra diferente torre de Babel que la protección de Dios, pese atodo, no logrará salvar, pues un igual destino la espera, ruina, confusión, sangre derramada, voces que mil veces preguntarán, Por qué, imaginando que hay una respuesta, y que más tarde o más temprano acaban callándose, porque sólo el silencio es cierto. José dejó el asno en un caravasar donde las bestias en tiempo de Pascua y otras fiestas no tendrían ni espacio para que un camello se sacudiera las moscas con el rabo, pero que en estos días, pasado el plazo del censo y regresados los viajeros a sus tierras, no tenía más que su ocupación normal, en este momento bastante disminuida en virtud de la hora matutina. Sin embargo, en el Atrio de los Gentiles, que rodeaba, entre el gran cuadrilátero de las arcadas, el recinto del Templo propiamente dicho, había ya una multitud de gente, cambistas, pajareros, tratantes que vendían borregos y cabritos, peregrinos que siempre venían por un motivo u otro y también muchos extranjeros atraídos por la curiosidad de conocer el templo que mandó construir Herodes y del que en todo el mundo se hablaba. Verdad es que siendo el patio lo que era, aquella inmensidad, alguien que se encontrase en el lado opuesto parecería un minúsculo insecto, como si los arquitectos de Herodes, tomando para sí la mirada de Dios, hubieran querido subrayar la insignificancia del hombre ante el Todopoderoso, mayormente tratándose de gentiles. Porque los judíos, si no vienen sólo a pasear como ociosos, tienen en el centro del atrio su objetivo, el centro del mundo, el ombligo de los ombligos, el santo de los santos. Hacia allí van caminando el carpintero y su mujer, hacia allí llevan a Jesús, después de haber comprado el padre dos tórtolas a un comisario del templo, si la designación es apropiada para quien sirve al monopolio de este religioso negocio. Las pobres tortolillas no saben a qué van, aunque el olor de carne y de plumas quemadas que planea por el patio no debería engañar a nadie, sin hablar de olores mucho más fuertes, como el de la sangre, o el de la bosta de los bueyes arrastrados al sacrificio y que de premonitorio miedo se ensucian lastimosamente. José es el que lleva las tórtolas, apretadas en el cuenco de sus gruesas manos de obrero, y ellas, ilusas, le dan, de pura satisfacción, unos picotazos suaves en los dedos, curvados en forma de jaula, como si quisieran decirle al nuevo dueño, Menos mal que nos has comprado, contigo nos queremos quedar. María no repara en nada, ahora sólo tiene ojos para el hijo y la piel de José es demasiado dura para sentir y descifrar el morse amoroso de la pareja de tortolillas.

Van a entrar por la Puerta de la Leña, una de las trece por donde se llega al Templo y que, como todas las otras, tiene en proclama una lápida esculpida en griego y en latín, que así reza, A ningún gentil le está permitido cruzar este umbral y la barrera que rodea el Templo, aquel que se atreva a hacerlo lo pagará con su vida. José y María entran, entra Jesús llevado por ellos y a su tiempo saldrán a salvo, pero las tórtolas, ya lo sabíamos, van a morir, es lo que quiere la ley para reconocer y confirmar la purificación de María. A un espíritu volteriano, irónico e irrespetuoso, aunque nada original, no le escaparía la ocasión de observar que, vistas las cosas, parece que es condición para el mantenimiento de la pureza en el mundo que existan en él animales inocentes, sean tórtolas o corderos. Suben José y María los catorce peldaños por los que se accede, al fin, a la plataforma sobre la que está alzado el Templo. Aquí está el Patio de las Mujeres, a la izquierda está el almacén del aceite y del vino usados en las liturgias, a la derecha la cámara de los Nazireos, que son unos sacerdotes que no pertenecen a la tribu de Levi y a quienes se les prohíbe cortarse el pelo, beber vino o acercarse a un cadáver.

Enfrente, del otro lado ladeando la puerta frontera a ésta, y también a la izquierda y a la derecha, respectivamente, la cámara donde los leprosos que se creen curados esperan a que los sacerdotes vayan a observarlos y el almacén donde se guarda la leña, todos los días inspeccionada, porque al fuego del altar no pueden llevarse maderas podres o comidas de bichos. María ya no tiene muchos más pasos que dar. Subirá todavía los quince peldaños semicirculares que llevan a la Puerta de Nicanor, también llamada Preciosa, pero se detendrá allí, porque no les es permitido a las mujeres entrar en el Patio de los Israelitas, al que da la puerta. A la entrada están los levitas a la espera de los que llegan a ofrecer sacrificios, pero en este lugar la atmósfera será cualquier cosa menos piadosa, a no ser que la piedad fuera entonces entendida de otra manera, no es sólo el olor y el humo de las grasas quemadas, de la sangre fresca, del incienso, es también el vocerío de los hombres, los gritos, los balidos, los mugidos de los animales que esperan su turno en el matadero, el último y áspero graznido de un ave que antes supo cantar. María le dice al levita que los atendió que viene para purificarse y José entrega las tórtolas.

Durante un momento, María posa las manos en las avecillas, será el único gesto, y luego el levita y el marido se alejan y desaparecen detrás de la puerta. No se moverá María de allí hasta que José regrese, sólo se aparta a un lado para no obstruir el paso y, con el hijo en brazos, espera.

Dentro, aquello es un degolladero, un macelo, una carnicería. Sobre dos grandes mesas de piedra se preparan las víctimas de mayores dimensiones, los bueyes y los terneros sobre todo, pero también carneros y ovejas, cabras y bodes. Junto a las mesas hay unos altos pilares donde cuelgan, de ganchos emplomados en la piedra, las osamentas de las reses y se ve la frenética actividad del arsenal de los mataderos, los cuchillos, los ganchos, las hachas, los serruchos, la atmósfera está cargada de humos de leña y de los cueros quemados, de vapor de sangre y de sudor, un alma cualquiera, que ni santa tendría que ser, simplemente de las vulgares, tendrá dificultades para entender que Dios se sienta feliz en esta carnicería, siendo, como dicen que es, padre común de los hombres y de las bestias. José tiene que quedarse en la parte de fuera de la balaustrada que separa el Patio de los Israelitas del Patio de los Sacerdotes, pero puede ver a gusto, desde donde está, el Gran Altar, cuatro veces más que un hombre, y, allá al fondo, el Templo, por fin hablamos del auténtico, porque esto es como esas cajas abisales que en estos tiempos ya se fabrican en China, unas dentro de otras, miramos a lo lejos y decimos, el Templo, cuando entramos en el Atrio de los Gentiles volvemos a decir, el Templo, y ahora el carpintero José, apoyado en la balaustrada, mira y dice, el Templo, y es él quien tiene razón, allí está la ancha fachada con sus cuatro columnas adosadas al muro, con sus capiteles festoneados de acanto, a la moda griega, y el altísimo vano de la puerta, aunque sin puerta material para llegar adentro, donde Dios habita, Templo de los Templos, sería preciso contrariar todas las prohibiciones, pasar al Lugar Santo, llamado Hereal, y, al fin, entrar en el Debir, que es, final y última caja, el Santo de los Santos, esa terrible cámara de piedra, vacía como el universo, sin ventanas, donde la luz del día no ha entrado nunca ni entrará, salvo cuando suene la hora de la destrucción y de la ruina y todas las piedras se parezcan unas a otras. Dios es tanto más Dios cuanto más inaccesible resulte y José no pasa de ser padre de un niño judío entre los niños judíos, que va a ver morir a dos tórtolas inocentes, el padre, no el hijo, que ese, inocente también, se quedó en el regazo de la madre, imaginando si tanto puede, que el mundo será siempre así.

Junto al altar, hecho de grandes piedras toscas, que ninguna herramienta metálica tocó desde que fueron arrancadas de la cantera hasta ocupar su lugar en la gigantesca construcción, un sacerdote, descalzo, vestido con una túnica de lino, espera a que el levita le entregue las tórtolas. Recibe la primera, la lleva hasta una esquina del altar y allí, de un solo golpe, le separa la cabeza del tronco, brota la sangre. El sacerdote salpica con ella la parte inferior del altar y después coloca al ave degollada en un escurridero donde acabará de desangrarse y donde, terminado su turno de servicio, irá a buscarla, pues le pertenece. La otra tórtola gozará de la dignidad de sacrificio completo, lo que significa que será quemada. El sacerdote sube la rampa que lleva a lo alto del altar, donde arde el fuego sagrado y, sobre la cornisa, en la segunda esquina del mismo lado, sudeste ésta, sudoeste la primera, descabeza al ave, riega con la sangre el suelo de la plataforma, en cuyos cantos se yerguen ornamentos como cuernos de carnero, y le arranca las vísceras. Nadie presta atención a lo que pasa, es sólo una pequeña muerte.

José, con la cabeza levantada, querría percibir, identificar, entre el humo general y los olores generales, el humo y el olor de su sacrificio, cuando el sacerdote, después de salar la cabeza y el cuerpo del ave, los tira a la hoguera. No puede tener la seguridad de que aquélla sea la suya.

Ardiendo entre revueltas llamaradas, atizadas por la grasa de las víctimas, el cuerpecillo desventrado y fláccido de la tórtola no llena la carie de un diente de Dios. Y abajo, donde la rampa empieza, ya están tres sacerdotes a la espera. Un becerro cae fulminado por el hierro de la lanza, Dios mío, Dios mío, qué frágiles nos has hecho y qué fácil es morir.

José ya no tiene nada que hacer allí, tiene que retirarse, llevarse a su mujer y a su hijo. María está de nuevo limpia, de verdadera pureza no se habla, evidentemente, que a tanto no podrán aspirar los seres humanos en general y las mujeres en particular, fue el caso que con el tiempo y el recogimiento se le normalizaron los flujos y los humores, todo volvió a lo que era antes, la diferencia es que hay dos tórtolas menos en el mundo y un niño más que las hizo morir. Salieron del Templo por la puerta por la que entraron, José recogió el burro y mientras María, ayudándose en una piedra, se acomodaba sobre el animal, el padre sostuvo al hijo, ya algunas veces había ocurrido, pero ahora, quizá debido a la tórtola a la que le arrancaron las entrañas, tardó en devolverlo a la madre, como si pensase que no habría brazos que lo defendieran mejor que los suyos. Acompañó a la familia hasta la puerta de la ciudad y luego volvió al Templo, a su trabajo. Aún vendrá mañana para completar la semana, pero luego, alabado sea el poder de Dios por toda la eternidad, sin perder un instante más, volverá a Nazaret.

Aquella misma noche el profeta Miqueas dijo lo que hasta entonces había callado.

Cuando el rey Herodes, en sus agónicos pero ya resignados sueños, esperaba que la aparición se fuera de una vez, después de sus acostumbrados clamores, inocuos ya por la repetición, dejando en el último instante a flor de labios, una vez más, la amenaza suspensa, creció de súbito la masa formidable y se oyeron palabras nuevas. Pero tú, Belén, tan pequeña entre las familias de Judá, es de ti de quien ha salido ya aquél que gobernará Israel. En este preciso instante despertó el rey. Como el sonido de la cuerda más extensa del arpa, las palabras del profeta continuaban resonando en la sala. Herodes permaneció con los ojos abiertos intentando descubrir el sentido último de la revelación, si es que lo tenía, tan absorto en el pensamiento que apenas sentía las hormigas que lo roían bajo la piel y los gusanos que bababan sobre sus fibras íntimas y las iban pudriendo.

La profecía no era novedad. La conocía como cualquier judío, pero nunca perdió el tiempo con anuncios de profetas, a él le bastaban las conspiraciones de puertas adentro. Lo que lo perturbaba ahora era una inquietud indefinida, una sensación de extrañeza angustiadora, como si las palabras oídas fueran, al mismo tiempo, ellas mismas y otras, y escondieran en una breve sílaba, en una simple partícula, en un rápido son, cualquier urgente y temible amenaza. Intentó alejar la obsesión, volver a dormir, pero el cuerpo se negaba y se abría al dolor, herido hasta las entrañas, pensar era una protección. Con los ojos clavados en las vigas del techo, cuyos ornamentos parecían agitar la claridad de dos antorchas odoríferas amortecida por el guardafuegos, el rey Herodes buscaba respuesta y no la hallaba. Llamó entonces a gritos al jefe de los eunucos que velaba su sueño y su vigilia y ordenó que viniese a su presencia, Sin tardar, dijo, un sacerdote del Templo, y que trajese con él el libro de Miqueas.

Entre ir y volver, del palacio al Templo, del Templo al palacio, pasó casi una hora. Empezaba a clarear la mañana cuando entró el sacerdote en la cámara. Lee, dijo el rey, y él comenzó, Palabra del Señor, que fue dirigida a Miqueas de Morasti, en los días Jotam, Ajaz y Ezequías, reyes de Judá.

Continuó leyendo hasta que Herodes dijo, Adelante, y el sacerdote, confundido, sin comprender por qué lo habían llamado, saltó a otro pasaje, Ay de los que en sus lechos maquinan la iniquidad, pero en este punto se interrumpió, aterrado con la involuntaria imprudencia y, atropellando las palabras, como si pretendiese hacer que olvidaran lo que había dicho, prosiguió, Al fin de los tiempos el monte de la casa del Señor se alzará a la cabeza de los montes, se elevará sobre los collados, y los pueblos correrán a él, Adelante, gritó Herodes con voz ronca, impaciente por la tardanza en llegar al pasaje que le interesaba, y el sacerdote, al fin, Pero tú, Belén de Efrata, pequeña entre las familias de Judá, de ti saldrá quien señoreará en Israel. Herodes levantó la mano, repítelo, dijo, y el sacerdote obedeció, Otra vez, y el sacerdote volvió a leer, Basta, dijo el rey después de un largo silencio, retírate.

Todo se explicaba ahora, el libro anunciaba un nacimiento futuro, sólo eso, mientras que la aparición de Miqueas le decía que ese nacimiento había ocurrido ya, De ti salió, palabras muy claras como son todas las de los profetas, hasta cuando las interpretamos mal. Herodes pensó, volvió a pensar, se le fue cargando el semblante cada vez más, era aterrador, mandó llamar al comandante de la guardia y le dio una orden para que la ejecutase inmediatamente.

Cuando el comandante regresó, Misión cumplida, le dio otra orden, pero ésta para el día siguiente dentro de pocas horas. No será preciso, sin embargo, esperar mucho más tiempo para saber de qué se trata, siendo cierto que el sacerdote no llegó a vivir ni este poco, porque lo mataron unos brutos soldados antes de que llegase al Templo. Sobran razones para creer que haya sido esa, precisamente, la primera de las dos órdenes, tan próximas se encontraron la causa probable y el efecto necesario. En cuanto al Libro de Miqueas, desapareció, imagínense, qué pérdida si se tratase de un ejemplar único.

Carpintero entre carpinteros, José acababa de comer de su zurrón, todavía les quedaba tiempo, a él y a sus compañeros, antes de que el capataz diera la señal de reanudar el trabajo, podía continuar sentado, e incluso tumbarse, cerrar los ojos y entregarse a la complacida contemplación de pensamientos gratos, imaginar que iba camino adelante, por el interior profundo de los montes de Samaria, o mejor aún, ver desde un altozano su aldea de Nazaret, por la que tanto suspiraba. Sentía la alegría en el alma, y a sí mismo se decía que era llegado, al fin, el último día de la larga separación, que mañana, a primera hora, cuando se apagaran los últimos centelleos de los astros y quedara brillando sola en el cielo la estrella boreal, se echarían al camino cantando las alabanzas al Señor que nos guarda la casa y guía nuestros pasos. Abrió de pronto los ojos, sobresaltado, creyendo que se había quedado dormido y no oyó la señal, pero fue sólo una breve somnolencia, los compañeros estaban allí todos, unos conversando, dormitando los más, y el capataz tranquilo, como si hubiera decidido dar fiesta a sus obreros y no pensara en arrepentirse de su generosidad. El sol está en el cenit, un viento fuerte, de ráfagas cortas, empuja hacia el otro lado la humareda de los sacrificios, y a este lugar, un terraplén que da a las obras del hipódromo, ni siquiera llega el vocerío de los mercaderes del Templo, es como si la máquina del tiempo se hubiera parado y quedase, también ella, a la espera de las órdenes del gran capataz de las eras y los espacios universales. De pronto, José se sintió inquieto, él que tan feliz estaba unos momentos antes. Paseó los ojos a su alrededor y era la misma y conocida vista del tajo al que se fue habituando durante estas últimas semanas, las piedras y las maderas, la molienda blanca y áspera de las canterías, el serrín que ni al sol llegaba nunca a secarse por completo e, inmerso en la confusión de una repentina y opresiva angustia, queriendo encontrar una explicación para tan decaído estado de ánimo, pensó que podía tratarse del natural sentimiento de quien se verá obligado a dejar mediada la obra, aunque no sea suya y teniendo para partir tan buenos motivos. Se levantó, echando cuentas del tiempo de que podría disponer, el capataz ni siquiera volvió la cabeza hacia él, y decidió dar una vuelta rápida por la parte de la construcción en la que había trabajado, despidiéndose, por así decir, de los tablones que alisó, de las vigas que midió y cortó, si tal identificación era posible, cuál es la abeja que puede decir, Ésta miel la he hecho yo.

Al final del breve paseo, cuando estaba ya volviendo al tajo, se detuvo un momento a contemplar la ciudad que se alzaba en la ladera de enfrente, construida toda en escalones, con su color de piedra tostada que era como el color del pan, seguro que el capataz ha llamado ya, pero José ahora no tiene prisa, miraba la ciudad y esperaba no sabía qué. Pasó el tiempo y nada aconteció, José murmuró, en el tono de quien se dice algo, Bien, tengo que irme, y en ese momento oyó voces que venían de un camino que pasaba por debajo del lugar donde se hallaba e, inclinándose sobre el muro de piedra que lo separaba de él, vio que eran tres soldados. Seguro que vinieron andando por aquel camino, pero ahora estaban parados, dos de ellos, con el asta de la lanza apoyada en el suelo, escuchaban al tercero, que era más viejo y probablemente superior jerárquico de los otros, aunque no sea fácil notar la diferencia a quien no tenga información sobre el dibujo, número y disposición de las insignias, en su forma habitual de estrellas, barras y charreteras. Las palabras cuyo sonido llegó a oídos de José de manera confusa podían haber sido una pregunta, por ejemplo, Y a qué hora va a ser eso, y el otro decía, ahora muy claramente, en tono de quien responde, Al inicio de la hora tercia, cuando ya todo el mundo esté recogido, y uno de los dos preguntó, Cuántos vamos a ir, No lo sé todavía, pero seremos los suficientes para rodear la aldea, Y la orden es matarlos a todos, A todos, no, sólo a los que tengan menos de tres años, Entre dos y cuatro años va a ser difícil saber exactamente cuántos años tienen, Y cuántos van a ser, quiso saber el segundo soldado, Por el censo, dijo el jefe, serán unos veinticinco. José escuchaba con los ojos muy abiertos, como si la total comprensión de lo que oía pudiera entrarle por ellos más que por los oídos, el cuerpo se estremecía de horror, estaba claro que aquellos soldados hablaban de ir a matar a alguien, a personas, Personas, qué personas, se interrogaba José, desorientado, afligido, no, no eran personas, o sí, eran personas, pero niños, Los que tengan menos de tres años, había dicho el cabo, o quizá fuera sargento, o brigada, y dónde va a ser eso, José no podía asomarse al muro y preguntar, Dónde es la guerra, oíd, chicos, dónde es esa guerra, ahora está José bañado en sudor, le tiemblan las piernas, entonces volvió a oír la voz del cabo, o lo que fuera, y su tono era al mismo tiempo serio y aliviado, Tenemos suerte, nosotros y nuestros hijos, de no vivir en Belén. Y se sabe ya por qué nos mandan matar a todos los niños de Belén, preguntó un soldado, El jefe no me lo ha dicho, creo que ni él mismo lo sabe, es orden del rey, y basta. El otro soldado, haciendo una raya en el suelo con el hierro de la lanza, como el destino que parte y reparte, dijo, Mira que somos desgraciados los de nuestro oficio, como si no nos bastara con practicar lo malo que la naturaleza nos dio, tenemos encima que ser brazo de la maldad de otros y de su poder.

Estas palabras ya no fueron oídas por José, que se había alejado de su providencial palco, primero lentamente, como de puntillas, luego en una loca carrera, saltando las piedras como un cabrito, ansioso, razón por la que, faltando su testimonio, sea lícito dudar de la autenticidad de la filosófica reflexión, tanto en el fondo como en la forma, teniendo en cuenta la más que obvia contradicción entre la notable propiedad de los conceptos y la ínfima condición social de quien los había producido.

Enloquecido, atropellando a quien apareciese ante él, derribando tenderetes de pajareros y hasta la mesa de un cambista, casi sin oír los gritos furiosos de los tratantes del Templo, José no tiene otro pensamiento que el de que van a matarle al hijo, y no sabe por qué, dramática situación, este hombre ha dado vida a un niño, otro se la quiere quitar, y tanto vale una voluntad como otra, hacer y deshacer, atar y desatar, crear y suprimir. Se detiene de pronto, se da cuenta del peligro que corre si sigue esta carrera enloquecida, pueden aparecer por ahí los guardias del Templo y detenerlo, gran suerte, inexplicable, es que aún no hayan acudido atraídos por el tumulto. Entonces, disimulando como puede, como piojo que se acoge a la protección de la costura, se fue metiendo entre la multitud, y en un instante volvió a ser anónimo, la diferencia era que caminaba un poco más deprisa, pero eso, en medio de aquel laberinto de gente, apenas se notaba. Sabe que no debe correr hasta que llegue a la puerta de la ciudad, pero le angustia la idea de que los soldados puedan estar ya en camino, armados terriblemente de lanza, puñal y odio sin causa, y si por desgracia van a caballo, trotando camino abajo, quién los alcanzará, cuando yo llegue estará mi hijo muerto, infeliz pequeño, Jesús de mi alma, ahora, en este momento de la más sentida aflicción, entra en la cabeza de José un pensamiento estúpido que es como un insulto, el salario, el salario de la semana, que va a perderlo, y es tanto el poder de estas viles cosas materiales que el acelerado paso, sin llegar al punto de detenerse, se le retarda un tanto, como dando tiempo al espíritu para ponderar las probabilidades de reunir ambos beneficios, por así decir la bolsa y la vida. Fue tan sutil y mezquina la idea, como una luz velocísima que surgiera y desapareciese sin dejar memoria imperativa de una imagen definida, que José ni vergüenza llegó a sentir, ese sentimiento que es, cuántas veces, pero no las suficientes, nuestro más eficaz ángel de la guarda.

José sale al fin de la ciudad, el camino, ante él, está libre de soldados en todo lo que la vista alcanza, y no se notan señales de agitación popular en esta salida, como sin duda ocurriría si hubiera habido allí parada militar, pero el indicio más seguro es el que le dan los chiquillos, jugando a sus juegos inocentes, sin muestra de la excitación bélica que de ellos se apodera cuando bandera, tambor y clarín desfilan, y aquella ancestral costumbre de ir tras la tropa, si los soldados hubieran pasado no se vería un solo niño, por lo menos escoltarían al destacamento hasta la primera curva, acaso uno de ellos, de más fuerte vocación castrense, decidiría acompañarlos hasta el objetivo de su misión y así se enteraría de lo que le espera en el futuro, matar y ser muerto. Ahora, ya puede correr José y corre, corre, aprovecha el declive todo lo que los faldones de la túnica le permiten, la lleva levantada hasta las rodillas, pero, como en un sueño, tiene la sensación angustiosa de que las piernas no son capaces de acompañar el impulso de la parte superior del cuerpo, corazón, cabeza y ojos, manos que quieren proteger y tanto tardan. Hay quien se para en el camino para mirar, escandalizado, la alucinante carrera, chocante en verdad, pues este pueblo cultiva, en general, la dignidad de la expresión y la compostura del porte, la única justificación que José tiene no es la de que va a salvar al hijo, sino la de que es galileo, gente grosera, sin educación, como ha sido dicho más de una vez.

Pasa ya ante la tumba de Raquel, nunca esta mujer pensó que pudiera llegar a tener tantas razones para llorar a los hijos, cubrir de gritos y clamores las pardas colinas circundantes, arañarse la cara, o los huesos de ella, arrancarse los cabellos, o herir la desnuda calavera.

Ahora, José, antes incluso de llegar a las primeras casas de Belén, deja el camino y ataja campo a través, entre los matojos, Voy por el camino más corto, eso es lo que responderá si quisiéramos saber el motivo de esta novedad, y realmente tal vez lo sea, pero seguro que no es el más cómodo. Evitando encuentros con gente que anda trabajando en los campos, pegándose a las cercas para que no le vean los pastores, José tuvo que dar un rodeo para llegar a la cueva donde la mujer no lo espera a estas horas y el hijo ni a éstas ni a otras, porque está durmiendo. Mediada la cuesta de la última colina, teniendo ante sí la negra hendidura de la gruta, José se ve asaltado por un terrible pensamiento, el de que la mujer pueda estar en la aldea con el hijo, es lo más natural, siendo las mujeres como son, aprovecharía que estaba sola para ir a despedirse tranquilamente de la esclava Zelomi y de algunas de las madres de familia con quienes se había tratado durante esas semanas, a José le correspondería agradecer formalmente a los dueños de la cueva. Durante un instante se vio corriendo por las calles de la aldea, llamando a las puertas, Está aquí mi mujer, sería ridículo decir, Está aquí mi hijo, y ante su aflicción alguien le preguntaría, por ejemplo, una mujer con el hijo en brazos, Hay alguna novedad, y él, No, novedad ninguna, es que salimos mañana temprano y tenemos que hacer las maletas.

Vista desde aquí, la aldea, con sus casas iguales, las azoteas rasas, recuerda el tajo del Templo, piedras dispersas a la espera de que vengan los obreros a colocarlas unas sobre otras y alzar con ellas una torre para la vigilancia, un obelisco para el triunfo, un muro para las lamentaciones. Un perro ladró lejos, otros le respondieron, pero el cálido silencio de la última hora de la tarde flota aún sobre la aldea como una bendición olvidada, casi perdida su virtud, como un lienzo de nube que se desvanece.

La parada apenas duró el tiempo de contarla. En una última carrera el carpintero llegó a la entrada de la cueva, llamó, María, estás ahí, y ella le respondió desde dentro, fue en este momento cuando José se dio cuenta de que le temblaban las piernas, por el esfuerzo hecho, sin duda, pero también, ahora, por la emoción de saber que su hijo estaba a salvo. Dentro, María cortaba unas berzas para la cena, el niño dormía en el comedero. Sin fuerzas, José se dejó caer en el suelo, pero se levantó en seguida, diciendo, Vámonos de aquí, rápido, y María lo miró sin entender, Que nos vayamos, preguntó, y él, Sí, ahora mismo, Pero tú habías dicho, Cállate y arregla las cosas, yo voy a sacar el burro, No cenamos primero, Cenaremos de camino, Va a caer la noche, nos vamos a perder, y entonces José gritó, Te he dicho que te calles y haz lo que te mando.

Se le saltaron las lágrimas a María, era la primera vez que el marido le levantaba la voz y, sin más, empezó a poner en orden y embalar los pocos haberes de la familia, Deprisa, deprisa, repetía él, mientras le ponía la albarda al burro y apretaba la cincha, luego, aturdido, fue llenando las alforjas con lo que encontraba a mano, mezclándolo todo, ante el asombro de María, que no reconocía a su marido. Estaban ya dispuestos para la marcha, sólo faltaba cubrir de tierra el fuego y salir, cuando José, haciendo una señal a la mujer para que no viniera con él, se acercó a la entrada de la cueva y miró afuera. Un crepúsculo ceniciento confundía el cielo con la tierra. Aún no se había puesto el sol, pero una niebla espesa, lo bastante alta como para no perjudicar la visión de los campos de alrededor, impedía que la luz se difundiera. José aguzó el oído, dio unos pasos y de repente se le erizaron los cabellos, alguien gritaba en la aldea, un grito agudísimo que no parecía voz humana, y luego, inmediatamente, todavía resonaban los ecos de colina en colina, un clamor de nuevos gritos y llantos llenó la atmósfera, no eran los ángeles llorando la desgracia de los hombres, eran los hombres enloqueciendo bajo un cielo vacío. Lentamente, como si temiese que lo pudieran oír, José retrocedió hacia la entrada de la cueva y tropezó con María, que aún no había acatado la orden. Toda ella temblaba, Qué gritos son esos, preguntó, pero el marido no respondió, la empujó hacia dentro y con movimientos rápidos lanzó tierra sobre la hoguera, Qué gritos eran esos, volvió a preguntar María, invisible en la oscuridad, y José respondió tras un silencio, Están matando gente.

Hizo una pausa y añadió como en secreto, Niños, por orden de Herodes. Se le quebró la voz en un sollozo seco, Por eso quise que nos fuéramos. Se oyó un rumor de paños y de paja movida, María estaba alzando al hijo del comedero y lo apretaba contra su pecho, Jesús, que te quieren matar, con la última palabra afloraron las lágrimas, Cállate, dijo José, no hagas ruido, es posible que los soldados no vengan hasta aquí, la orden es matar a los niños de Belén que tengan menos de tres años, Cómo lo has sabido, Lo oí decir en el Templo, por eso vine corriendo hasta aquí, Y ahora, qué hacemos, Estamos fuera de la aldea, no es lógico que los soldados vengan a rebuscar por estas cuevas, la orden era sólo para las casas, si nadie nos denuncia, nos salvamos. Salió otra vez a mirar, asomándose apenas, habían cesado los gritos, no se oía más que un coro lloroso que iba menguando poco a poco, la matanza de los inocentes estaba consumada. El cielo seguía cubierto, empezaba la noche y la niebla alta hizo desaparecer Belén del horizonte de los habitantes celestes. José dijo, hablando hacia dentro, No salgas, voy hasta el camino a ver si ya se han ido los soldados, Ten cuidado, dijo María, sin darse cuenta de que el marido no corría ningún peligro, la muerte era para los niños de menos de tres años, a no ser que alguien que anduviera por el camino lo denunciase diciendo, Ese es el carpintero José, padre de un niño que aún no tiene dos meses y se llama Jesús, tal vez sea él el de la profecía, que de nuestros hijos nunca leímos ni oímos que estuvieran destinados a realezas y ahora todavía menos, que están muertos.

Dentro de la cueva, el negror podía palparse. María tenía miedo a la oscuridad, se había acostumbrado desde niña a la presencia continua de una luz en la casa, de la hoguera o del candil, o de ambas, y la sensación, ahora más amenazadora, por encontrarse en el interior de la tierra, de que unos dedos de tiniebla venían a cubrirle la boca la aterrorizaba. No quería desobedecer al marido ni exponer al hijo a una muerte posible saliendo de la caverna pero, segundo a segundo, el miedo iba creciendo en su interior y no tardaría en romper las precarias defensas del buen sentido, de nada valía pensar, Si no había cosas en el aire antes de apagar la hoguera, ahora tampoco las hay, en fin, de algo sirvió haberlo pensado, a tientas metió al niño en el comedero y luego, rastreando con mil cuidados, buscó el sitio de la hoguera, con una tea apartó la tierra que la cubría, hasta hacer aparecer algunas brasas que no se apagaron del todo, y en ese momento el miedo despareció de su espíritu, le vino a la memoria la tierra luminosa, la misma luz trémula y palpitante recorrida por rápidas fulguraciones como una antorcha que corriera por la cresta de un monte. La imagen del mendigo surgió y desapareció inmediatamente, alejada por la urgencia mayor de hacer luz suficiente en la cueva aterradora. María, tanteando, fue al comedero a buscar un puñado de paja, volvió guiada por el pálido lucero del suelo, y al cabo de un momento, resguardado en un rincón que lo ocultaba a quien de fuera mirase, el candil iluminaba las paredes próximas de la caverna con un aura desmayada, evanescente, pero tranquilizadora. María se acercó al hijo que seguía durmiendo, indiferente a miedos, agitaciones y muertes violentas y, con él en brazos, se sentó junto al candil, a la espera. Pasó algún tiempo, el hijo despertó, aunque sin abrir del todo los ojos, hizo algunos pucheros que María, madre experta ya, detuvo con el simple gesto de abrirse la túnica y ofrecer el pecho a la boca ansiosa del niño. Así estaban los dos cuando se oyeron pasos fuera. De momento, María tuvo la impresión de que su corazón se detenía, Serán los soldados, pero eran pasos de una sola persona, si fuesen soldados vendrían juntos, al menos dos, como es táctica y costumbre, y siendo en caso de busca con más razón todavía, uno cubriendo al otro para evitar sorpresas inesperadas, Es José, pensó, y temió que se enfadase con ella por haber encendido el candil. Los pasos, lentos, se aproximaron más, José entraba ya cuando de pronto un estremecimiento recorrió el cuerpo de María, estos no eran, pesados, duros, los pasos de José, quizá sea un vagabundo en busca de cobijo para una noche, antes había ocurrido dos veces y en esas ocasiones María no sintió miedo, porque no imaginaba que un hombre, por amargo e infame de corazón que fuese, pudiera atreverse a hacerle mal a una mujer con el hijo en brazos, no cayó en la cuenta María de que poco antes habían matado a los niños de Belén, algunos, quién sabe, en el mismo regazo de las madres, como en el suyo se encuentra Jesús, aún los inocentes mamaban la leche de la vida y ya el puñal hería su delicada piel y penetraba en la carne tierna, pero eran soldados esos asesinos, no unos vagabundos cualesquiera, que hay su diferencia, y no pequeña. No era José, no era soldado en busca de una acción guerrera cuya gloria no tuviera que compartir, no era un vagabundo sin cobijo ni trabajo, era, sí, de nuevo en figura de pastor, aquel que en figura de mendigo se le había aparecido una y otra vez, aquel que hablando de sí mismo dijo ser un ángel, aunque sin precisar si del cielo o del infierno. María no pensó, al principio, que pudiese ser él, ahora comprendía que no podía ser otro.

Habló el ángel, La paz sea contigo, mujer de José, sea también la paz con tu hijo, él y tú afortunados por tener casa en esta cueva, ya que, de no ser así, estaría ahora uno de vosotros despedazado y muerto, mientras el otro se hallaría vivo pero despedazado. Dijo María, Oí los gritos, Dijo el ángel, Sí, sólo los oíste, pero un día los gritos que no has dado han de gritar por ti, y antes de ese día oirás gritar mil veces a tu lado. Dijo María, Mi marido ha ido al camino a ver si los soldados ya se han retirado, no estaría bien que te encontrara aquí. Dijo el ángel, No te preocupe eso, me iré antes de que él llegue, he venido sólo para decirte que tardarás en verme, todo lo que era necesario que ocurriera ha ocurrido ya, faltaban esas muertes, faltaba, antes de ellas, el crimen de José. Dijo María, Qué crimen de José, mi marido no ha cometido ningún crimen, es un hombre bueno.

Dijo el ángel, Un hombre bueno que ha cometido un crimen, no imaginas cuántos hombres buenos lo han hecho antes que él, porque los crímenes de los hombres buenos no tienen número y, al contrario de lo que se piensa, son los únicos que no pueden ser perdonados.

Dijo María, Qué crimen ha cometido mi marido. Dijo el ángel, Tú lo sabes, no quieras ser tan criminal como él. Dijo María, Juro. Dijo el ángel, No jures, o, si no, jura si quieres, que un juramento pronunciado ante mí es como un soplo de viento que no sabe adónde va. Dijo María, Qué hemos hecho nosotros. Dijo el ángel, Fue la crueldad de Herodes la que hizo desenvainar los puñales, pero vuestro egoísmo y cobardía fueron las cuerdas que ataron los pies y las manos de las víctimas. Dijo María, Qué podía hacer yo. Dijo el ángel, Tú, nada, que lo supiste demasiado tarde, pero el carpintero podía haberlo hecho todo, avisar a la aldea de que venían de camino los soldados para matar a los niños, había tiempo suficiente para que los padres se los llevaran y huyesen, podían, por ejemplo, ir a esconderse en el desierto, huir a Egipto, a la espera de que muriese Herodes, que poco le falta ya. Dijo María, No se le ocurrió. Dijo el ángel, No, no se le ocurrió, pero eso no es disculpa. Dijo María, llorando, tú, que eres un ángel, perdónalo. Dijo el ángel, No soy ángel de perdones. Dijo María, perdónalo. Dijo el ángel, Ya te he dicho que no hay perdón para este crimen, antes sería perdonado Herodes que tu marido, antes se perdonará a un traidor que a un renegado.

Dijo María, Y qué podemos hacer. Dijo el ángel, Viviréis y sufriréis como todas las gentes. Dijo María, Y mi hijo, Dijo el ángel, Sobre la cabeza de los hijos caerá siempre la culpa de los padres, la sombra de la culpa de José oscurece ya la frente de tu hijo. Dijo María, Desgraciados de nosotros. Dijo el ángel, Así es, y no tendréis remedio.

María inclinó la cabeza, apretó más al hijo contra sí, como para defenderlo de las prometidas desventuras, y cuando volvió a mirar ya el ángel no estaba. Pero esta vez, y al contrario de lo que antes sucediera, cuando se aproximaba, no se oyeron pasos, Se fue volando, pensó María. Luego se levantó, fue hasta la entrada de la cueva a ver si se notaba rastro aéreo del ángel, o si venía ya José.

La niebla se había disipado, lucían metálicas las primeras estrellas, de la aldea seguían llegando lamentos. Y entonces un pensamiento de presunción desmedida, de tal vez pecaminoso orgullo, sobreponiéndose a las negras advertencias del ángel, hizo volver la cabeza a María, si la salvación de su hijo no habría sido un gesto de Dios, debe de tener un significado el que alguien escape a la dura muerte cuando allí al lado otros que tuvieron que morir ya nada pueden hacer sino esperar una ocasión para preguntarle al mismo Dios, Por qué nos mataste, y se contentarán con la respuesta, cualquiera que ésta sea. No duró mucho el delirio de María, al instante siguiente imaginaba que podría estar meciendo a un hijo muerto, como ahora sin duda les ocurría a las madres de Belén, y para beneficio de su espíritu y salvación de su alma, las lágrimas volvieron a sus ojos corriendo como fuentes. Así estaba cuando José llegó, lo oyó llegar, pero no se movió, no le importaba que él se enfadase, María estaba ahora llorando con las otras mujeres, todas sentadas en círculo, con los hijos en el regazo, a la espera de la resurrección.

José la vio llorar, comprendió, y se calló.

Dentro de la cueva, José no puso reparo alguno al ver el candil encendido. Las brasas, en el suelo, se habían cubierto de una fina capa de ceniza, pero, en el interior del fuego, entre ellas, palpitaba aún, buscando fuerzas, la raíz de una llama.

Mientras iba descargando el burro, dijo José, Ya no hay peligro, se han ido los soldados, lo mejor que podemos hacer nosotros es pasar la noche aquí, partiremos mañana antes de que salga el sol, iremos por un atajo y donde no haya atajo, por donde podamos.

María murmuró, Tantos niños muertos, y José, bruscamente, Cómo lo sabes, es que has ido a contarlos, preguntó, y ella, Los recuerdo, recuerdo a algunos, Pues da gracias a Dios porque el tuyo esté vivo, Se las daré, Y no me mires como si hubiera hecho algo malo, No te miraba, No me hables en ese tono que parece de juez, Me quedaré callada, si lo prefieres, Sí, es mejor que te calles. José ató el asno al comedero, aún había en el fondo algo de paja, el hambre del animal no debe de ser grande, realmente este burro se ha dado la gran vida con el comedero lleno y tomando el sol, pero que se vaya preparando, que ya le falta poco para volver a las duras penas de la carga y el trabajo. María acostó al niño y dijo, Voy a espabilar la lumbre, Para qué, La cena, no quiero fuego que atraiga a la gente, puede pasar alguien del pueblo, comeremos de lo que haya y como esté. Así lo hicieron. El candil de aceite iluminaba como un espectro a los cuatro habitantes de la cueva, el burro, inmóvil como una estatua, con el morro sobre la paja, pero sin tocarla, el niño durmiendo, mientras el hombre y la mujer engañaban el hambre con unos higos secos. María dispuso las esteras en el suelo arenoso, lanzó sobre ellas el cobertor y, como todos los días, esperó hasta que se acostó el marido.

Antes, José fue a la boca de la cueva, a acechar de nuevo la noche, todo estaba en paz en la tierra y en el cielo, de la aldea ya no venían gritos ni lamentos, ahora las sucumbidas fuerzas de Raquel no llegaban más que para gemir y suspirar, dentro de las casas, con la puerta y el alma cerradas. José se tendió en su estera, agotado de pronto como nunca lo estuvo en su vida, de tanto correr, de temer tanto, no podía decir que gracias a su esfuerzo salvara la vida de su hijo, los soldados cumplieron rigurosamente las órdenes recibidas, matar a los niños de Belén, sin añadir por su parte un mínimo de diligencia en la acción militar, como buscar en las cuevas de alrededor por si algunos fugitivos se hubieran escondido allí, o bien, falta que constituyó un gravísimo error táctico, si en ellas vivieran habitualmente familias completas. En general, a José no le molestaba el hábito de María de acostarse sólo cuando él ya estaba dormido, pero hoy no podía soportar la idea de estar hundido en el sueño, con la cara descubierta, sabiendo que su mujer velaba y que quizá lo miraría sin piedad.

Dijo, No quiero que te quedes ahí, acuéstate. María obedeció, fue primero a ver, como hacía siempre, si el burro estaba bien atado y luego, suspirando, se acostó en la estera, cerró fuertemente los ojos, que el sueño viniera cuando pudiese, ella ya había renunciado a ver. Mediada la noche, José tuvo un sueño. Iba cabalgando por un camino que bajaba en dirección a una aldea de la que ya se veían las primeras casas, iba de uniforme y con todos los pertrechos militares encima, armado de espada, lanza y puñal, soldado entre soldados, y el comandante le preguntaba, Tú adónde vas, carpintero, a lo que respondía él, orgulloso de conocer tan bien la misión que le habían encargado, Voy a Belén a matar a mi hijo, y, cuando lo dijo, despertó con un estertor abominable, el cuerpo crispado, torcido de terror, María preguntándole, Qué te pasa, qué ha ocurrido, y él, temblando, sólo sabía repetir, No, no, no, de repente su aflicción se desató en llanto convulsivo, en sollozos que despedazaban su pecho, María se levantó, fue a buscar el candil, iluminó el rostro del marido, Estás enfermo, preguntó, pero él se tapaba la cara con las manos, Llévate eso de aquí, mujer, ahora mismo, y, todavía sollozando, se levantó de la estera y corrió hacia el comedero a ver cómo estaba el hijo, Está bien, señor José, no se preocupe, realmente es un chiquillo que no da ningún trabajo, un buenazo, un panzacontenta, un comeyduerme, aquí reposa, tan tranquilo como si no acabara de escapar por milagro de una muerte horrible, imagínese, acabar a manos del propio padre que le dio el ser, ya sabemos que ese es destino del que nadie se libra, pero hay maneras y maneras. Con el pavor de que se repitiese el sueño, José no volvió a la estera, se enrolló en un cobertor y se sentó a la entrada de la cueva, al abrigo de un roquedal que formaba una especie de cobertizo, y como la luna ya iba alta, lanzaba sobre la abertura una sombra negrísima que la pálida luz del candil, dentro, ni siquiera tocaba. El propio rey Herodes si por allí pasara, sobre las espaldas de los esclavos, rodeado de sus legiones de bárbaros sedientos de sangre, diría tranquilamente, No os molestéis en buscar, seguid adelante, aquello es piedra y sombra de piedra, nosotros buscamos carne fresca y vida apenas iniciada. José se estremeció al pensar en el sueño, se preguntó qué sentido podría tener, la verdad, patente a la faz de los cielos que todo lo ven, es que había venido corriendo como un loco por el camino abajo, vía dolorosa sólo él sabía hasta qué punto, saltando cercas y pedruscos, como buen padre acudió a defender a su hijo, y he aquí que el sueño lo mostraba con figura y apetitos de verdugo, bien cierto es el proverbio que dice que en los sueños no hay firmeza, Esto es cosa del demonio, pensó, e hizo un gesto de conjuro. Como viniendo de la garganta de un ave invisible, un silbido pasó por el aire, también podría haber sido una señal de pastor, pero éstas no son horas, cuando todo el ganado duerme y sólo los perros velan. Sin embargo, la noche, tranquila y distante, alejada de los seres y de las cosas, con esa suprema indiferencia que imaginamos propia del universo, o la otra, absoluta, del vacío que quede, si algo es el vacío, cuando esté cumplido el último fin de todo, la noche ignoraba el sentido y el orden razonable que parecen regir este mundo en las horas en las que todavía creemos que él fue hecho para recibirnos, y a nuestra locura. En la memoria de José, poco a poco, el sueño terrible fue volviéndose irreal, absurdo, lo desmentía esta noche y esta palidez lunar, lo desmentía el niño que dormía en el comedero, sobre todo lo desmentía el hombre despierto que él era, señor de sí y, en lo posible, de sus pensamientos, ahora piadosos y pacíficos, pero también capaces de engendrar un monstruo, como la gratitud a Dios porque los soldados habían dejado con vida a su hijo querido, por ignorancia y dejadez, es verdad, ellos, que a tantos mataron. La misma noche cubre al carpintero José y a las madres de los niños de Belén, de los padres no hablamos, ni de María, que no son aquí llamados, por más que no podamos discernir los motivos de tal exclusión.

Pasaron las horas tranquilas y, cuando la madrugada dio su primera señal, José se levantó, cargó el burro, y en poco tiempo, aprovechando el último resplandor de la luna antes de que el cielo se aclarase, la familia completa, Jesús, María y José, se puso en camino, de regreso a Galilea.

Dejando por una hora la casa de los señores, donde dos niños habían sido muertos, la esclava Zelomi fue de madrugada a la cueva, segura de que lo mismo le habría ocurrido al niño que ayudó a nacer. La encontró abandonada, sólo huellas de pasos y de cascos del asno, sobre la ceniza brasas casi apagadas, ningún vestigio de sangre. Ya no está aquí, dijo, se ha salvado de esta primera muerte.