Habían atravesado en dirección al sur toda la región de Samaria, y lo hicieron a marchas forzadas, con un ojo atento al camino y el otro, inquieto, escrutando las cercanías, temerosos de los sentimientos de hostilidad, aunque más exacto sería decir aversión, de los habitantes de aquellas tierras, descendientes en maldades y herederos en herejías de los antiguos colonos asirios, que llegaron a estos parajes en tiempos de Salmanasar, rey de Nínive, tras la expulsión y dispersión de las Doce Tribus, y que, teniendo algo de judíos, pero mucho más de paganos, sólo reconocían como ley sagrada los Cinco Libros de Moisés y afirmaban que el lugar elegido por Dios para edificar su templo no era Jerusalén, y sí, imaginaos, el monte Gerizim, que está en sus territorios. Caminaron deprisa los de Galilea, pero aun así tuvieron que pasar dos noches en campo enemigo, al relente, con vigías y rondas, por si se daba el caso de que los malvados atacaran a la callada, capaces como son de las peores acciones, llegando al extremo de negar una sed de agua a quien, de puro tronco hebreo, de necesidad se estuviese muriendo, no vale mencionar alguna excepción conocida, porque no es más que eso, una excepción. Hasta tal punto llegó la ansiedad de los viajeros durante el trayecto que, contrariando la costumbre, los hombres se dividieron en dos grupos, delante y detrás de las mujeres y niños, para guardarlas de insultos o cosa peor. Pero estarían los de Samaria de humor pacífico en esos días, porque, aparte de aquellos con quienes en el camino tropezaron, gentes también de viaje, que satisfacían su rencor lanzando a los galileos miradas de escarnio y algunas palabras malsonantes, ninguna cuadrilla formal y organizada se precipitó de los riscos al asalto o apedreó en emboscada o asustó al inerme destacamento.

Un poco antes de llegar a Ramalá, donde los creyentes más fervorosos o de más apurado olfato juraban percibir ya el santísimo aroma de Jerusalén, el viejo Simeón y los suyos dejaron el grupo para, como antes se dijo, censarse en una aldea de éstas. Allí, en medio del camino, con gran profusión de bendiciones, hicieron sus despedidas los viajeros, las madres de familia le dieron a María mil y una recomendaciones hijas de la experiencia, y se fueron todos, unos bajando al valle, donde pronto podrán reposar de sus fatigas de cuatro días de camino, otros para Ramalá, en cuyo caravasar pasarán la noche que va cayendo. En Jerusalén, finalmente, se han de separar los que quedan del grupo que salió de Nazaret, la mayor parte para Bercheba, todavía con dos días de viaje por delante, y el carpintero y su mujer, que se quedarán cerca, en Belén. En medio de la confusión de abrazos y de adioses, José llamó aparte a Simeón, y con mucha deferencia, quiso saber si desde que hablaron tuvo algún recuerdo más de la visión. Que no fue visión, ya te lo dije, Fuese lo que fuese, a mí lo que me interesa es conocer el destino de mi hijo, Si ni tu propio destino puedes conocer y estás ahí, vivo y hablando, cómo quieres saber el destino de algo que no tiene existencia todavía, Los ojos del espíritu van más lejos, por eso imaginé que los tuyos, abiertos por el Señor a las evidencias de los elegidos, quizá hubiesen conseguido alcanzar lo que para mí es pura tiniebla. Es posible que nunca llegues a saber nada del destino de tu hijo, quizá tu propio destino esté a punto de cumplirse, no preguntes, hombre, no quieras saber, vive sólo tu día. Y, habiendo dicho estas palabras, Simeón posó la mano diestra sobre la cabeza de José, murmuró una bendición que nadie pudo oír y fue a unirse a los suyos, que lo esperaban. Por un sendero sinuoso, en fila, empezaron a descender hacia el valle, donde, al pie de otra ladera, casi confundida con las piedras que del suelo rompían como fatigados huesos, estaba la aldea de Simeón. No volvería José a tener noticia de él, sólo, pero mucho más tarde, sabría que murió antes de censarse.

Después de dos noches pasadas a la luz de las estrellas y al frío del descampado, ya que, por miedo a un ataque por sorpresa, ni hogueras encendieron, los de Nazaret se sintieron felices al acogerse una vez más al resguardo de las paredes y arcadas de un caravasar. Las mujeres ayudaron a María a bajar del burro, diciendo, piadosas, Mujer, que esto va a ser pronto, y la pobre murmuraba que sí, que sería pronto, como de eso era señal, a todos evidente, el repentino, o así lo parecía, crecimiento de la barriga. La instalaron lo mejor que pudieron en un rincón recogido y fueron a tratar de la cena que ya se retrasaba, de la que luego vinieron todos a comer.

Esta noche no hubo charlas, ni recitado, ni historias contadas alrededor de la hoguera, como si la proximidad de Jerusalén obligase al silencio, mirando cada uno dentro de sí y preguntando, Quién eres tú, que a mí te pareces pero a quien no sé reconocer, y no es que lo dijeran de hecho, las personas no se ponen a hablar solas así, sin más ni menos, o que lo pensaran conscientemente, pero lo cierto es que un silencio como éste, cuando fijamente miramos las llamas de una hoguera y callamos, si quisiéramos traducirlo en palabras, no hay otras, son aquéllas y lo dicen todo.

Desde el lugar donde estaba sentado, José veía a María de perfil contra el resplandor del fuego, una claridad rojiza, reflejada, le iluminaba en una media tinta el rostro de este lado, dibujando su perfil en luz y contraluz, y pensó, sorprendido al pensarlo, que María era una hermosa mujer, si ya se le podía dar ese nombre, con aquella carita de chiquilla, sin duda tiene ahora el cuerpo deformado, pero a él la memoria le trae una imagen diferente, ágil y graciosa, pronto volverá a ser lo que era, después de nacer el niño. Pensaba José esto, y en un instante inesperado fue como si todos los meses pasados, de forzada castidad, se hubiesen rebelado, despertando la urgencia de un deseo que se le iba dispersando por toda la sangre, en ondas sucesivas, irradiando vagos apetitos carnales que empezaban a aturdirlo, para refluir después, más fuertes, caldeados por la imaginación, hasta el punto de partida. Oyó que María soltaba un gemido, pero no se acercó a ella.

Recordó, y el recuerdo, como un cubo de agua fría, apagó de golpe las sensaciones voluptuosas que había estado experimentando, recordó al hombre que viera dos días antes, en un momento rapidísimo, caminando al lado de su mujer, aquel mendigo que los perseguía desde el anuncio de la gravidez de María, pues ahora José no tenía dudas de que, aunque no hubiera vuelto a aparecer hasta el día en que él mismo pudo verlo, el misterioso personaje siempre estuvo, a lo largo de los nueve meses de la gestación, en los pensamientos de María.

No tuvo valor para preguntarle a la mujer qué hombre era aquél y si sabía por dónde se fue, que tan deprisa desapareció, porque no quería oír la respuesta que temía, una preguna capaz de dejarlo estupefacto. De qué hombre me hablas, y si se obstinara, lo más seguro sería que María llamase a testimoniar a las otras mujeres, Habéis visto vosotras a algún hombre, venía algún hombre en el grupo de las mujeres, y ellas dirían que no, y moverían la cabeza con aire de escándalo y tal vez una de ellas, más suelta de lengua, dijera, Todavía está por nacer el hombre que, sin ser por precisiones del cuerpo, se acerque al lado de las mujeres y con ellas se quede. Lo que José no podría adivinar es que no había malicia alguna en la sorpresa de María, pues ella realmente no vio al mendigo, fuera éste aparición o bien hombre de carne y hueso. Pero, cómo puede ser esto verdad, si él estaba allí, a tu lado, si lo vi con estos ojos, preguntaría José, y María respondería, firme en su razón, En todo, así me dijeron que está escrito en la ley, la mujer deberá al marido respeto y obediencia, por lo tanto no volveré a decir que ese hombre no iba a mi lado, si tú dices lo contrario, diré sólo que no lo vi, Era el mendigo, Y cómo puedes saberlo si no llegaste a verlo el día en que apareció, Tenía que ser él, Sería más bien alguien que iba por su camino, y, como andaba más lento que nosotras, lo rebasamos, primero los hombres, luego las mujeres, y quizá estaba a mi lado cuando miraste, fue eso y nada más, Entonces confirmas, No, sólo busco una explicación que te deje satisfecha, como es deber también de las buenas mujeres.

A través de los ojos semicerrados, casi dormido, José intenta leer la verdad en el rostro de María, pero la cara de ella se ha vuelto negra como el otro lado de la luna, el perfil es sólo una línea recortada contra la claridad ya desvanecida de las últimas brasas. José dejó caer la cabeza como si hubiera renunciado definitivamente a comprender, llevándose consigo, para dentro del sueño, una idea absurda, la de que aquel hombre habría sido una imagen de su hijo hecho hombre, llegado del futuro para decirle, Así seré un día, pero tú no alcanzarás a verme así. José estaba dormido, con una sonrisa resignada en los labios, pero triste se hubiera sentido de oír a María decirle, No lo quiera el Señor, que de ciencia cierta sé yo que este hombre no tiene dónde descansar la cabeza. En verdad, en verdad os digo que muchas cosas en este mundo podrían saberse antes de que acontecieran otras que de ellas son fruto, si, uno con el otro, fuese costumbre que hablen marido y mujer como marido y mujer.

Al día siguiente, por la mañana temprano, tomaron el camino de Jerusalén muchos de los viajeros que pasaron la noche en el caravasar, pero los grupos de caminantes, por casualidad, se formaron de manera que José, aunque manteniéndose a la vista de los coterráneos que iban a Bercheba, acompañaba esta vez a su mujer, siguiendo al lado ella, pisándole los talones, por así decir, precisamente como el mendigo, o quienquiera que fuese, hiciera el día anterior. Mas José, en este momento, no quiere pensar en el misterioso personaje. Tiene la certeza, íntima y profunda, de que fue beneficiario de un obsequio particular de Dios, que le permitió ver a su propio hijo antes de haber nacido, y no envuelto en fajas y mantillas de infantil flaqueza, pequeño ser inacabado, fétido y ruidoso, sino hombre hecho, alto un palmo más que su padre y de lo que es común en esta raza, José va feliz porque ocupa el lugar de su hijo, es al mismo tiempo el padre y el hijo, y hasta tal punto es fuerte en él esta sensación que, súbitamente, pierde sentido aquel que es su verdadero hijo, el niño que va allí, aún dentro del vientre de la madre, camino de Jerusalén.

Jerusalén, Jerusalén, gritan los devotos viajeros a la vista de la ciudad, alzada de repente como una aparición en lo alto de un cerro del otro lado, más allá del valle, ciudad en verdad celeste, centro del mundo, que despide ahora destellos en todas direcciones bajo la luz fuerte del mediodía, como una corona de cristal, que sabemos que va a convertirse en oro puro cuando la luz del poniente la toque y que será blanca de leche bajo la luna, Jerusalén, oh Jerusalén. El Templo aparece como si en ese mismo momento lo hubiese puesto allí Dios y el súbito soplo que recorre los aires y roza la cara, el pelo, las ropas de los peregrinos y viajeros, es tal vez el movimiento del aire desplazado por el gesto divino, que, si miramos con atención las nubes del cielo, podemos contemplar la inmensa mano que se retira, los largos dedos sucios de barro, la palma donde están trazadas todas las líneas de vida y de muerte de los hombres y de todos los otros seres del universo, pero también, y ya es tiempo de que se sepa, la línea de la vida y de la muerte del mismo Dios. Los viajeros levantan al aire los brazos estremecidos de emoción, saltan las oraciones, irresistibles, no ya a coro sino entregado cada uno a su propio arrebato, algunos más sobrios por naturaleza en estas expresiones místicas, casi no se mueven, miran al cielo y pronuncian las palabras con una especie de dureza, como si en este momento les fuese permitido hablar de igual a igual a su Señor. El camino desciende en rampa y, a medida que los viajeros van bajando hacia el valle, antes de abordar la nueva subida que los llevará a esta puerta de la ciudad, el Templo parece alzarse más y más, ocultando, por efecto de la perspectiva, la execrada Torre Antonia, donde, incluso a esta distancia, se ve a los soldados romanos vigilando los patios y las rápidas fulguraciones de armas. Aquí se despiden los de Nazaret, porque María viene agotada y no soportaría el trote seco de la montura en el descenso, si tuviera que acompañar el paso rápido, casi carrera precipitada, que es ahora el de toda esta gente a la vista de los muros de la ciudad.

Se quedaron José y María solos en el camino, ella intentando recobrar las perdidas fuerzas, él un tanto impaciente por la demora, justo cuando están tan cerca de su destino. El sol cae a plomo sobre el silencio que rodea a los viajeros. De pronto, un gemido sordo, irreprimible, sale de la boca de María. José se inquieta, pregunta, Son los dolores ya, y ella responde, Sí, pero en ese mismo instante se extiende por su rostro una expresión de incredulaidad, como si se encontrara ahora, de repente, ante algo inaccesible a su comprensión, y es que, verdaderamente, no fue en su propio cuerpo donde notó el dolor, lo había sentido, sí, pero como un dolor sentido por otra persona, quién, el hijo que dentro de ella está, cómo es posible que ocurra tal cosa, que pueda un cuerpo sentir un dolor que no es suyo, y sobre todo sabiendo que no lo es y, a pesar de ello, una vez más, sintiéndolo como si propio fuese, o no exactamente de esta manera y con estas palabras, digamos más bien que es como un eco que, por alguna extraña perversión de los fenómenos acústicos, se oye con más intensidad que el sonido que lo causa. Cauteloso, sin querer saber, José preguntó, Sigue doliéndote, y ella no sabe cómo responderle, mentiría si dijera que no, mentiría si dijera que sí, por eso calla, pero el dolor está ahí, y lo siente, pero es también como si sólo lo estuviese mirando, impotente para socorrerlo, en el interior del vientre le duelen los dolores del hijo y ella no puede valerle, tan lejos está.

No gritó ninguna orden, José no usó la vara, pero lo cierto es que el asno reanudó la marcha más vivo de ánimo, sube por su cuenta la ladera empinada que lleva a Jerusalén y va ligero, como quien ha oído decir que está el comedero lleno a su espera y también un descanso sabroso, pero lo que él no sabe es que todavía tendrá que hacer un buen trecho de camino antes de llegar a Belén, y cuando se encuentre allí percibirá que, en definitiva, las cosas no son tan fáciles como parecían, claro está que sería muy bonito poder anunciar, Veni, vidi, vinci, así lo proclamó Julio César en tiempos de su gloria, y después fue lo que se vio, a manos de su propio hijo acabó muriendo, sin más disculpa para éste que el serlo por adopción. Viene de lejos y promete no tener fin la guerra entre padres e hijos, la herencia de las culpas, el rechazo de la sangre, el sacrificio de la inocencia.

Cuando iban entrando por la puerta de la ciudad, María no pudo contener un grito de dolor, pero éste lacerante, como si una espada la hubiera atravesado. Lo oyó sólo José, tan grande era el ruido que hacía la gente, los animales bastante menos, pero todo junto resultaba una algazara de mercado que apenas dejaba oír lo que se dijera al lado.

José quiso ser sensato, No estás en condiciones de seguir, lo mejor será que busquemos posada aquí, mañana iré yo a Belén, al censo, y diré que estás de parto, luego irás tú si es necesario, que no sé cómo son las leyes de los romanos, a lo mejor es suficiente con que se presente el cabeza de familia, sobre todo en un caso como éste, y María respondió, No siento ya dolores, y así era, aquella lanzada que la hizo gritar se había convertido en unas punzadas de espino, continuas, sí, pero soportables, algo que sólo se mantenía presente, como un cilicio. Quedó José lo más aliviado que se puede imaginar, pues le inquietaba la perspectiva de tener que buscar un abrigo en el laberinto de calles de Jerusalén en circunstancias de tanta aflicción, la mujer en doloroso trabajo de parto y él, como cualquier otro hombre, aterrorizado con su responsabilidad, pero sin querer confesarlo. Al llegar a Belén, pensaba, que en tamaño e importancia no es muy distinta de Nazaret, las cosas serán sin duda más fáciles, ya se sabe que en los pueblos pequeños, donde todo el mundo se conoce, la solidaridad suele ser palabra menos vana.

Si María no se queja ya, o es que pasaron sus dolores, o es que consigue soportarlos bien, tanto en un caso como en otro, es igual, vamos a Belén. El burro recibe una palmada en los cuartos traseros, lo que, si nos fijamos bien, es menos un estímulo para que avive el paso, decisión bastante difícil en la indescriptible confusión del tránsito en que se veían atrapados, que expresión afectuosa y de alivio por parte de José. Los tenderetes invaden las estrechas callejuelas, andan de aquí para allá, codo con codo, gentes de mil razas y lenguas, y el paso, como por milagro, sólo se abre y facilita cuando en el fondo de la calle aparece una patrulla de soldados romanos o una caravana de camellos, entonces es como si se apartasen las aguas del Mar Rojo. Poco a poco, con cuidado y con paciencia, los dos de Nazaret y su burro fueron dejando atrás aquel bazar convulso y vociferante, gente ignorante y distraída a quien de nada serviría decir, Aquél que ves ahí es José, y la mujer, la que va embarazada con un vientre inmenso, sí, se llama María, van los dos a Belén, para lo del censo, bien es verdad que de nada servirán estas benévolas identificaciones nuestras, porque vivimos en una tierra tan abundante en nombres predestinados que fácilmente se encuentran por ahí Josés y Marías de todas las edades y condiciones, por así decir a la vuelta de la esquina, sin olvidar que estos a quienes conocemos no deben de ser los únicos de ese nombre a la espera de un hijo, y también, todo hay que decirlo, no nos sorprendería mucho que, a estas horas y en el entorno de estos parajes, naciesen al mismo tiempo, sólo con una calle o un sembrado por medio, dos niños del mismo sexo, varones si Dios lo quiere, que sin duda vendrán a tener destino diferentes, aunque, en una tentativa final para dar sustancia a las primitivas astrologías de esta antigua edad, viniésemos a darles el mismo nombre, Yeschua, que es como quien dice Jesús. Y que no se diga que estamos anticipándonos a los acontecimientos poniendo nombre a un niño que aún está por nacer, la culpa la tiene el carpintero que desde hace mucho tiempo lleva metido en la cabeza que ese será el nombre de su primogénito.

Salieron los caminantes por la puerta del sur, tomando el camino de Belén, ligeros de ánimo ahora porque están cerca de su destino, van a poder descansar de las largas y duras jornadas, aunque otra y no pequeña fatiga espera a la pobre María, que ella, y nadie más, tendrá el trabajo de parir el hijo, sabe Dios dónde y cómo. Y es que, aunque Belén, según las escrituras, sea el lugar de la casa y linaje de David, al que José dice pertenecer, con el paso del tiempo se acabaron los parientes, o de haberlos no tiene el carpintero noticia de ellos, circunstancia negativa que deja adivinar, cuando todavía vamos por el camino, no pocas dificultades para el alojamiento del matrimonio, pues José no puede, nada más llegar, llamar a una puerta y decir, Traigo aquí a mi hijo, que quiere nacer, que venga la dueña de la casa, toda risas y alegrías, Entre, entre, señor José, que el agua está caliente ya y la estera tendida en el suelo, la faja de lino preparada, póngase cómodo, la casa es suya. Así habría sido en la edad de oro, cuando el lobo, para no tener que matar al cordero, se alimentaba de hierbas del monte, pero esta edad es dura y de hierro, el tiempo de los milagros o pasó ya o está aún por llegar, aparte de que el milagro, por más que nos digan, no es nada bueno, si hay que torcer la lógica y la razón misma de las cosas para hacerlas mejores. A José casi le apetece ir más despacio para retrasar los problemas que le esperan, pero recuerda que muchos más problemas va a tener si el hijo nace en medio del camino, así que aviva el caminar del burro, resignado animal que, de cansado, sólo él sabe cómo va, que Dios, si de algo sabe, es de hombres, e incluso así no de todos, que sin cuenta son los que viven como burros, o aún peor, y Dios no se ha preocupado de averiguar y proveer. Le dijo a José un compañero de viaje que había en Belén un caravasar, providencia social que a primera vista resolverá el problema de instalación que venimos analizando minuciosamente, pero incluso un rústico carpintero tiene derecho a sus pudores y podemos imaginar la vergüenza que para este hombre sería ver a su propia mujer expuesta a curiosidades malsanas, un caravasar entero cuchicheando groserías, esos arrieros y conductores de camellos que son tan brutos como las bestias con que andan, o peor, en comparación, porque ellos tienen el don divino del habla y ellas no. Decide José que irá a pedir consejo y auxilio a los ancianos de la sinagoga y se sorprende por no haberlo pensado antes. Ahora, con el corazón más libre de preocupaciones, pensó que estaría bien preguntarle a María cómo iba de dolores, pero no pronunció palabras, recordemos que todo esto es sucio e impuro, desde la fecundación al nacimiento, aquel terrorífico sexo de mujer, vórtice y abismo, sede de todos los males del mundo, el interior laberíntico, la sangre y las humedades, los corrimientos, el romper de las aguas, las repugnantes secundinas, Dios mío, por qué quisiste que estos tus hijos dilectos, los hombres, naciesen de la inmundicia, cuánto mejor hubiera sido, para ti y para nosotros, que los hubieras hecho de luz y transparencia, ayer, hoy y mañana, el primero, el de en medio y el último, así igual para todos, sin diferencia entre nobles y plebeyos, entre reyes y carpinteros, sólo colocarías una señal terrible sobre aquellos que, al crecer, estuviesen destinados a volverse, sin remedio, inmundos. Retenido por tantos escrúpulos, José acabó por hacer la pregunta en un tono de media indiferencia, como si, estando ocupado con materias superiores, condescendiese a informarse de servidumbres menudas, Cómo te sientes, dijo, y era justamente la ocasión de oír una respuesta nueva, pues María, momentos antes, había empezado a notar diferencia en el tenor de los dolores que estaba experimentando, excelente palabra ésta, pero puesta al revés, porque con otra exactitud se diría que los dolores estaban, en definitiva, experimentándola a ella.

En este momento llevaban más de una hora de camino, Belén no podía estar lejos. Lo curioso es que, sin que pudieran descubrir por qué, pues las cosas no llevan siempre, conjuntamente, su propia explicación, el camino estuvo desierto desde que los dos salieran de Jerusalén, caso digno de asombro pues, estando Belén tan cerca de la ciudad, lo más natural sería que hubiese un ir y venir constante de gentes y animales. Desde el sitio donde se bifurcaba el camino, pocos estadios después de Jerusalén, un desvío para Bercheba, otro para Belén, era como si el mundo se hubiera recogido, doblado sobre sí mismo, pudiese el mundo ser representado por una persona, diríamos que se cubría los ojos con el manto, escuchando sólo los pasos de los viajeros, como escuchamos el canto de pájaros que no podemos ver, ocultos entre las ramas, ellos, pero nosotros también, porque así nos estarán imaginando las aves escondidas entre el ramaje.

José, María y el burro han venido atravesando el desierto, que desierto no es aquello que vulgarmente se piensa, desierto es toda ausencia de hombres, aunque no debamos olvidar que no es raro encontrar desiertos y secarrales de muerte en medio de multitudes. A la derecha está la tumba de Raquel, la esposa a quien Jacob tuvo que esperar catorce años, a los siete años de servicio cumplido le dieron a Lía y sólo tras otros tantos a la mujer amada, que a Belén vendría a morir, dando a luz al niño a quien Jacob daría el nombre de Benjamín, que quiere decir hijo de mi mano derecha, pero a quien ella, antes de morir, llamó, con mucha razón, Benoni, que significa hijo de mi desgracia, permita Dios que esto no sea un agüero. Ahora se distinguen ya las primeras casas de Belén, terrosas de color como las de Nazaret, pero éstas parecen amasadas de amarillo y ceniciento, lívidas bajo el sol. María va casi desmayada, su cuerpo se desequilibra a cada instante encima del serón, José tiene que acudir a ampararla, y ella, para poder sostenerse mejor, le pone el brazo sobre el hombro, qué pena que estemos en el desierto y no haya aquí nadie para ver tan bonita imagen, tan fuera de lo común. Y así van entrando en Belén.

Preguntó José, pese a todo, dónde estaba el caravasar, porque había pensado que tal vez pudieran descansar allí el resto del día y la noche, una vez que, pese a los dolores de que María seguía quejándose, no parecía que la criatura estuviera todavía para nacer.

Pero el caravasar, al otro lado de la aldea, sucio y ruidoso, mezcla de bazar y caballeriza como todos, aunque, por ser aún temprano, no estuviera lleno, no tenía un sitio recatado libre, y hacia el fin del día sería mucho peor, con la llegada de camelleros y arrieros. Se volvieron atrás los viajeros, José dejó a María en una placita entre muros de casas, a la sombra de una higuera, y fue en busca de los ancianos, como primero pensó. El que estaba en la sinagoga, un simple celador, no pudo hacer más que llamar a un chiquillo de los que andaban por allí jugando, al que mandó que guiase al forastero a uno de los ancianos, que, así esperaba, tomaría las providencias necesarias. Quiso la suerte, protectora de inocentes cuando de ellos se acuerda, que José, en esta nueva diligencia, tuviera que pasar por la plaza donde había dejado a su mujer, suerte para María, que la maléfica sombra de la higuera casi la estaba matando, falta de atención imperdonable en él y en ella, en una tierra en la que abundan estos árboles y donde todo el mundo tiene la obligación de saber lo que de malo y de bueno se puede esperar de ellos. Desde allí fueron todos en busca del anciano, que estaba en el campo y resultó que no iba a regresar tan pronto, ésta fue la respuesta que dieron a José. Entonces, el carpintero se llenó de valor y en voz alta preguntó si en aquella casa, o en otra, Si me están oyendo, en nombre del Dios que todo lo ve, alguien querría dar cobijo a una mujer que está a punto de tener un hijo, seguro que hay por ahí un cuarto recogido, las esteras las llevaba él. Y también dónde podré encontrar en esta aldea una partera para ayudar al parto, el pobre José decía avergonzado estas cosas enormes e íntimas, aún con más vergüenza al notar que se ponía rojo al decirlas. La esclava que lo recibió en el portal fue adentro con el mensaje, la petición y la protesta, se demoró y volvió con la respuesta de que no podían quedarse allí, que buscasen otra casa, pero que iba a serles difícil, que la señora mandaba decir que lo mejor para ellos sería que se recogieran en una de las cuevas de aquellas laderas. Y de la partera, preguntó José, a lo que la esclava respondió que, si la autorizaban sus amos y la aceptaba él, ella misma podría ayudar, pues no le habían faltado en la casa, en tantos años, ocasiones de ver y aprender. En verdad, muy duros son estos tiempos y ahora se confirma, que viniendo a llamar a nuestra puerta una mujer que está a punto de tener un hijo le negamos el alpendre del patio y la mandamos a parir a una cueva, como las osas y las lobas. Nos dio, sin embargo, un revolcón la conciencia y, levantándonos de donde estábamos, fuimos hasta el portal, a ver quiénes eran esos que buscaban cobijo por razón tan urgente y fuera de lo común y, cuando dimos con la dolorida expresión de la infeliz criatura, se apiadó nuestro corazón de mujer y con medias palabras justificamos la negativa por razones de tener la casa llena, Son tantos los hijos e hijas en esta casa, los nietos y las nietas, los yernos y las nueras, por eso no cabéis aquí, pero la esclava os llevará a una cueva nuestra, que tiene servicio de establo, y allí estaréis cómodos, no hay animales ahora, y, dicho esto, y oída la gratitud de aquella pobre gente, nos retiramos al resguardo de nuestro hogar, experimentando en las profundidades del alma el consuelo inefable que da la paz de la conciencia.

Con todo este ir y venir, andar y estar parado, este pedir y preguntar, fue desmayando el profundo azul del cielo y el sol no tardará en esconderse tras de aquel monte. La esclava Zelomi, que ese es su nombre, va delante guiándoles los pasos, lleva un pote con brasas para el fuego, una cazuela de barro para calentar agua y sal para frotar al recién nacido, no vaya a tener una infección. Y como de paños viene María servida y la navaja para cortar el cordón umbilical la lleva José en la alforja, a no ser que Zelomi prefiera cortarlo con los dientes, ya puede nacer el niño, al fin y al cabo un establo sirve tan bien como una casa, sólo quien nunca tuvo la felicidad de dormir en un comedero ignora que nada hay en el mundo más parecido a una cuna. El burro, al menos, no encontrará diferencia, la paja es igual en el cielo que en la tierra.

Llegaron a la cueva hacia la hora tercia, cuando el crepúsuculo, suspenso, doraba aún las colinas, no fue la demora tanto por la distancia como porque María, ahora que llevaba segura la posada y había podido, al fin, abandonarse al sufrimiento, pedía por todos los ángeles que la llevasen con cuidado, pues cada resbalón de los cascos del asno en las piedras la ponía en trances de agonía.

Dentro de la cueva estaba oscuro, la débil luz del exterior se detenía en la misma entrada, pero, en poco tiempo, allegando un puñado de paja a las brasas y soplando, la esclava hizo una hoguera que era como una aurora, con la leña seca que allí encontraron. Luego, encendió un candil que estaba colgado de un saliente de la pared y, habiendo ayudado a María a acostarse fue por agua a los pozos de Salomón, que están justo al lado. Cuando volvió, encontró a José aturdido, sin saber qué hacer, no debemos censurarle, que a los hombres no les enseñan a comportarse con utilidad en situaciones como ésta, ni ellos quieren saberlo, lo único de que son capaces es de coger la mano de la sufridora mujer y mantenerse a la espera de que todo se resuelva bien. María, sin embargo, está sola, el mundo se acabaría de asombro si un judío de aquel tiempo se atreviera aunque fuese a tan poco. Entró la esclava, dijo una palabra de aliento, Valor, después se puso de rodillas entre las piernas abiertas de María, que así tienen que estar abiertas las piernas de las mujeres para lo que entra y para lo que sale, Zelomi había perdido ya la cuenta de los chiquillos que ayudó a nacer, y el padecimiento de esta pobre mujer es igual al de todas las otras mujeres, como ha sido determinado por el Señor Dios cuando Eva erró por desobediencia, Aumentaré los sufrimientos de tu gravidez, tus hijos nacerán entre dolores, y hoy, pasados ya tantos siglos, con tanto dolor acumulado, Dios aún no está satisfecho y mantiene la agonía. José ya no está allí, ni siquiera a la entrada de la cueva. Ha huido para no oír los gritos, pero los gritos van tras él, es como si la propia tierra gritase, hasta el extremo de que tres pastores que andaban cerca con sus rebaños de ovejas, se acercaron a José, a preguntarle, qué es eso, que parece que la tierra está gritando, y él respondió, Es mi mujer, que está dando a luz en aquella cueva, y ellos dijeron, No eres de por aquí, no te conocemos, Hemos venido de Nazaret de Galilea, a censarnos, en el momento de llegar le aumentaron los dolores y ahora está naciendo.

El crepúsculo apenas dejaba ver los rostros de los cuatro hombres, en poco tiempo todos los rasgos se apagarían, pero proseguían las voces, tienes comida, preguntó uno de los pastores, Poca, respondió José, y la misma voz, Cuando esté todo acabado, ven a avisarme y te llevaré leche de mis ovejas, y luego la segunda voz se oyó, Y yo queso te daré. Hubo un largo y no explicado silencio antes de que el tercer pastor hablase.

Al fin, con una voz que parecía, también ella, venir de debajo de la tierra, dijo, Y yo pan he de llevarte.

El hijo de José y de María nació como todos los hijos de los hombres, sucio de la sangre de su madre, viscoso de sus mucosidades y sufriendo en silencio. Lloró porque lo hicieron llorar y llorará siempre por ese solo y único motivo. Envuelto en paños, reposa en el comedero, no lejos del burro, pero no hay peligro de que lo muerda, que al animal lo prendieron corto.

Zelomi ha salido a enterrar las secundinas, mientras José viene acercándose. Ella espera a que entre y se queda respirando la brisa fresca del anochecer. Cansada como si hubiera sido ella quien pariese, es lo que imagina, que hijos suyos nunca tuvo.

Bajando la ladera, se acercan tres hombres. Son los pastores. Entran juntos en la cueva. María está recostada y tiene los ojos cerrados. José, sentado en una piedra, apoya el brazo en el reborde del comedero y parece guardar al hijo. El primer pastor avanzó y dijo, Con estas manos mías ordeñé a mis ovejas y recogí la leche de ellas. María, abriendo los ojos, sonrió. Se adelantó el segundo pastor y dijo, a su vez, Con estas manos mías trabajé la leche e hice el queso. María hizo un gesto con la cabeza y volvió a sonreír. Entonces se adelantó el tercer pastor, por un momento pareció que llenaba la cueva con su gran estatura, y dijo, pero no miraba ni al padre ni a la madre del niño nacido, Con estas manos mías amasé este pan que te traigo, con el fuego que sólo dentro de la tierra hay, lo cocí. Y María supo que era él.