SEPAN los bretones que lean este libro que el Autor no ha viajado por su tierra, y todo lo que aquí, en estas Crónicas se cuenta de ella, está tomado de mapas, de libros de viajes, de lecturas de Chateaubriand y de Le Goffic, de algunas historias de ciudades y de cartas ejecutorias de las nobles familias, esas cartas encuadernadas en piel de perro, y que vistas de lomo en la Cámara de Rennes, donde dicen que están ordenadas por apellidos mayores y menores, parecerá cada estirpe una jauría de manchados lebreles. El campo y las ciudades, los ríos y los vados, los caminos y las ruinas, los he pintado del natural de la tierra mía, Galicia, siendo ambos, el bretón y el galaico, reinos atlánticos, finisterres, parejos en flora y fauna, y provincias vagamente lejanas. Celebré amplia consulta con Felipe Leven, alias el Francés de Rinlo, que en este puertecillo de la marina de Lugo carpintea de ribera, y es de nación bretona, maluino propio, y se precia de hablar dos lenguas de allá, la de Saint–Maló y el bretón bretonante, y me dijo que encontraba a su patria en mis relatos tal y como él la dejara hace unos cuarenta años. Me objetó, eso sí, que en Dinan había dos plazas, la del Castillo y la del Mercado, y que la guillotina la levantaban primeramente en la plaza del Castillo, y sólo este siglo vio guillotinar en la plaza del Mercado; por ejemplo, a un tal Quesnay, cuyo voló con dinamita a un tío que tenía. La familia de Quesnay tuvo pleito en París con la revista Les Grands Criminels du Siècle, que querían los editores retratar en el semanario al guillotinado y la familia objetaba que Quesnay fuera cojo, huérfano de padre y que el tío cura le había negado setenta francos para comprarse un maletín, que lo necesitaba para meter dos mudas y la Farmacopea Oficial, que iba a Rennes a examinarse de mancebo de botica. Ganó el pleito la familia y hubo fiesta en algunos lugares de Bretaña.

Los linajes, como se observará por Rey de Armas que quede en Rennes o en Brest, vienen dichos muy puntualmente, y se atiende con gravedad a los empalmes y precedencias, cosa nada fácil por la gracia con que en los siglos XVII y XVIII trabajaron los veinticinco Apellidos Registrados en repoblar con bastardos y porque con la vinculación se alteraban los nombres que iban unidos a las llamadas tierras de patente. Los más de los pleitos bretones pendían en que cada parte se llamaba de siete maneras diferentes, y coincidían demandante y demandado en alguna de ellas o en todas. Uno que se llamaba Chateaubriand en Combourg, se llamaba Lambac en Vannes, por unas tierras de allí vecinas que demandaba en cognición, y el demandado, que se llamaba D’Aurevilly en Cardoec, se llamaba igualmente Lambac en Vannes, por el título de las tierras pleiteadas. Tierras que, a lo mejor, ya habían sido adjudicadas a un viajero, que ocultó su apellido, con el nombre de Campo del Zorro o Prados del Conejo Amarillo —el secreto era sagrado en Bretaña—, o adquiridas en pública subasta por un ánima del Purgatorio, la cual las cedía a la Iglesia… También solían pleitear antaño los señores bretones por las armas de poner, pintar y llevar, que en heráldica andaban tan varios, caprichosos e insurrectos como los príncipes alemanes e hidalgos gallegos, y quizá por haberme adiestrado de mocete en la confusión de las armas galaicas, no se me pone ahora difícil el decir los grandes escudos de los pares de Bretaña, y ando cómodamente con sus cuarteles y sus lemas.

Lamento no poder contar las historias de estos difuntos conforme al uso de los bretones, esto es, acompañando cada relato de una vida con «muestras», con objetos que hayan pertenecido a ellos, a sus ascendientes o descendientes, y esto es así porque los difuntos que pasean por las páginas de esta historia son hijos de mi imaginación. Ya sé que en Bretaña se cree que es imposible decir un ser humano y una historia que no hayan tenido existencia real y que no hay creación sino memoria. En esto quizá penda la abundancia que hay en Bretaña de fantasmas y lo identificados que están los más. El refrán bretón que dice que «cada sueño reclama su hueso», aclara perfectamente lo que entre aquellos celtas se sospecha de los fantasmas y sus peripecias, y en pie queda la pregunta: ¿quién es el que sueña? La niebla que enredoma el distante país ayuda al misterio.

Quisiera que se viera en estas páginas el amor que le he ido tomando a Bretaña a lo largo de variadas y ocasionales lecturas: Chateaubriand, Renan, Villiers de l’Isle–Adam, Le Goffic etc. Finalmente, yo digo de Bretaña aquello que Tertuliano cristiano decía de Séneca: Saepe noster. Para un gallego, las historias bretonas de fantasmas, brujas, mendigos, santos y héroes, tienen el sabor de lo suyo propio… Mirando me quedo en un espejo cómo pasan vientos y nieblas; igual puedo decir: «Ahora pasa, verde y silenciosa, Bretaña de Francia». Por lo fácil que me resulta considerar a Bretaña país de la imaginación y no tierra real, y no es ajeno a ello el que se llamara también Bretaña el país asombroso del rey Artús. En el fondo del espejo brilla una lucecilla azul y yo, en vez de averiguar si alguien detrás de mí ha encendido una lámpara, digo sin más que es un fuego fatuo en el claustro derruido de St.–Efflam–la–Terre, y escojo este lugar porque se llama la Terre, la Tierra, y lo encuentro tremendamente significativo. Como casi todo en Bretaña, en esta Bretaña que yo descubro en mí y en la que quizás un día se encuentren habitando los lectores bretones de estas Crónicas. No sería la primera vez que el sueño del poeta hace la isla.