IV

SE cumplía en enero el aniversario del señor hidalgo de Quelven, que todavía no se dijo que se llamaba Quay Pierre Le Bec–Hellouin, y en el aniversario ya tenía que estar el hidalgo en su tumba, en el cementerio viejo de Quelven, al que se le ven los cipreses subiendo desde Pontivy, y quería ir antes don Quay Pierre a Bagnoles de l’Orne a tomar un baño de barros, pues siempre había tenido esa costumbre de vivo por la época del otoño, y de paso se despediría de una señorita De Vitré, que había perdido la voz de un susto que le diera un perro rabioso, y también iba a Bagnoles a los vahos, y esta señorita era la más joven de las dos hijas que de arrimo había tenido el señor conde de Laval con una confitera de Le Mans. Y para hacer más dulce y sentida la despedida que tenía pensada, le diría el hidalgo a la señorita que se marchaba a la armada de los príncipes, pasando por Inglaterra, y que en la soledad de Quelven había aprendido el bombardino, para consolarse con música, y que a la noche le daría una serenata compuesta en el jardín de Mortagne. Y lo pensado era que el sochantre, en la sombra, tocase por él. En Bagnoles de l’Orne entrarían solos el hidalgo y el sochantre, que el resto de la compañía esperaría en las ruinas de La Ferté–Macé, ya que se consideraba seguro que pasaba aquel amo de Guy Parbleu, llamado Salomón Capitán, y a ver si respetaba o no el trato establecido con el tableteante.

En Bagnoles alquiló el sochantre una camareta en la posada de La Nueva Francia, y le gustó comer caliente y a sus horas, y dormir con sosiego dos días, cosa que no había hecho desde que perdiera las sábanas planchadas de madame Clementina.

El hidalgo tenía buscado escondite en los baños viejos, y el sábado se haría presente, tanto para pasear por las calles como para saludar a la señorita De Vitré, que estaba muy retirada en la casa de una costurera por el temporal de los tiempos, y se había notado en Bretaña que la ira sansculotte se vertía más en los bastardos que en los legítimos de la nobleza, y esto era porque los bastardos siempre salen más tocados de la soberbia. El sochantre pasó de jueves a sábado floreando tocatas de Rossini en su camareta, modulando una serenata que se llamaba en el papel Laura sorride, e imitando al hidalgo en el continuo toser, para que la señorita De Vitré no dudase que era su galán quien le hacía aquel número de música. La camareta del sochantre, en La Nueva Francia, tenía una ventana sobre el patio de caballos de la casa de Postas, y siempre había por allí personal y viajeros, y algunos se demoraban oyendo el concierto de bombardino.

El sábado de mañana apareció en la posada de La Nueva Francia monsieur Quay Pierre, vestido de levita corta y adornado de encajes d’Alençon a bandeo, jugando bastón estoque, y para disimular el señorío, en el chapeau redondo llevaba plumas tricolores. El sochantre le hizo el ensayo de la serenata, y como era la hora de llegada del correo de París, se reunió mucha gente en el patio, y fastidió a De Crozon, que, cuando terminó de tocar Laura sorride y el público le dio un gran aplauso, fue el hidalgo y le quitó de las manos el bombardino y se mostró en la ventana, como si hubiera sido él el célebre músico.

—¡No es más que por si llegan rumores a la señorita De Vitré, mi sochantre! —dijo el hidalgo, dándole una palmada en el hombro al racionero.

Se fue el hidalgo de Quelven a saludar a la señorita De Vitré a casa de la costurera, y la cita con el sochantre era que a las diez de la noche por el reloj del balneario, estaría De Crozon junto a una fuente que representa a Diana, en el jardín de Mortagne, que estaba situado precisamente detrás de la casa de la costurera, sólo separado de su pequeña terraza trasera por un seto de laurel bajo. Y mientras monsieur de Le Bec–Hellouin iba a hacer sus despedidas, el sochantre no vio que faltase a lo tratado dando un nuevo concierto en el comedor de la posada a unos señores oficiales de marina que venían de Marsella y se detenían a comer, camino de Avranches, y hasta resultó gracioso acuerdo, pues uno de los señores oficiales traía una canción nueva, que estaba muy en boga entre recién casadas con soldados, y que titulaba Le coeur solitaire, y en verdad que era triste. La varió un poco el sochantre para hacerla más moderada en el bombardino, y pensó cerrar con ella la serenata del hidalgo. Los señores oficiales eran muy pródigos en brindis y traían pagas frescas, y el sochantre aceptó muy complacido todas las invitaciones, con lo cual, cuando salió la diligencia de Avranches, estaba Charles Anne algo cargado de vino tinto y ron criollo.

Hizo merienda cena el racionero, pasó un peine por la barba, que la tenía espesa y crecida, y se frotó las mejillas con una gota de agua de rosas, pues había comprado allí mismo en la posada un pomito para llevárselo como obsequio a madame De Saint–Vaast, como recuerdo de aquella ausencia, y con la caja del bombardino debajo del brazo, sonando las diez, estaba junto a la Diana, que era una fuente muy graciosa, y un perro y una especie de ciervo vertían agua por la boca al lado de las piernas desnudas de la nemorosa. La seña que tenía que esperar el sochantre era que se encendiese una luz junto a la ventana de la planta baja de la casa de la costurera.

Ya estaba el sochantre con el fresco del jardín pasado de los mareos del tinto y del ron, y regía tan fino como era, y cuando se encendió la luz de la seña, comenzó obsequioso por una tocata de Rossini, y pasó de ella a una cortesina de Lyon, y haciendo un pequeño descanso, interpretó luego Laura sorride, que le salió bordada. Mientras tocaba, el sochantre bien había visto que abrieran la ventana, y aunque el jardín de Mortagne es oscuro, y más en aquella parte, cerrado por la gran muralla de la huerta de los Capuchinos, distinguió que una figura de blanco se sentaba en el alféizar de la ventana. ¿Y no oía un sollozar continuo? El sochantre tosió cinco veces, para mejor parecerse a monsieur Quay Pierre, y ya que comenzaba a lloviznar, aunque más fuese niebla que lluvia, se puso a tocar Le coeur solitaire para poner un triste término a aquella despedida, que pues estaba difunto quien la ordenaba dar, no lo podía ser más. Aquella noche aparecía más que nunca humano y sumiso el bombardino, y le salía dolorido el canto, poniendo por sordina el final de la canción nueva. Terminó, tosió nuevamente otras cinco veces y metiendo el bombardino en la caja ya se iba el sochantre para la posada cuando oyó que le chistaban desde la ventana; dudó, pues no estaba instruido para aquel paso, pero después del chisteo llegaron nuevos sollozos y lloriqueos muy ostensibles en la ventana, y pensó que quizás le resultase de algún consuelo a la señorita una palabra de adiós en la noche cerrada. Se arrimó al seto y vio que le echaban una mano desde la ventana, y poniéndose a caballo del laurel, la tomó con las suyas como quien cogiera un pájaro en una escudilla y le pareció que era de cortesía un beso demorado, y puso sus labios en aquella piel fina, que olía a clavo de Roma, y aún le dio vuelta a aquella manita para besarla en la palma. Esta caricia se la había enseñado madame Clarina de Saint–Vaast, cogiendo flores al alba en los prados de Combourg. Y ya se dejaba llevar a la ventana, y buscaba en las tinieblas de dónde salía aquel brazo redondo que florecía en aquella mano tan suave, cuando sintió toser detrás de sí al hidalgo de Quelven. Tosió él también, y dejando aquella prenda que no cesaba de chistar y sollozar, cogiendo la caja del bombardino corrió hacia la posada, a través del viejo jardín, por las desiertas calles, perseguido por el esqueleto del hidalgo de Quelven que pugnaba por desatornillar el bastón estoque.