II

AL llegar a Dinan, se apearon detrás de la iglesia del Saint–Sauveur, y guiados por Mamers el Cojo entraron por la trasera en casa del tío Mezidon, que tenía una tienda de ropa vieja en la plaza del Mercado. La casa era de una planta y bajo, y en el frente tenía, además de un ventano, un balcón de hierro, redondo como un púlpito. Todo el haber que reuniera el viejo Mezidon era un catre desvencijado cubierto con una capota militar azul con ribetes amarillos, dos sillas de rejilla, y una mesa camilla con falda rota. Sobre la mesa tenía una botella de vino tinto mediada, y en un plato de barro verde, medio hendido, se veían restos de un guisado de pescado.

—No es muy de mi gusto esta visita, pero los pobres andan toda la vida a la ganancia —dijo estirando la capota militar y ofreciendo a madame De Saint–Vaast asiento muelle en el catre.

Era Mezidon un jorobeta movedizo, de brazos desmedidos, un ojo blanco, boca sin dientes, el acento bretón muy cerrado, y vestía calzones a rayas rojas y blancas, y zamarra de cuero, pelada y remendada.

—Sobre las once —aseguró dirigiéndose a monsieur De Nancy que echaba una mirada a la plaza por el ventano—, le sacan la funda a la guillotina. Hoy no hay más penado que un ciego de Guimiliau, al que oyeron en Saint–Malo cantar unas coplas realistas.

—¡Los ciegos siempre fueron sagrados en Bretaña!

—Madame, los nuevos tiempos no quitan la gorra a nadie.

—Este ciego que va a probar hoy la cuchilla del Gran Guillotin —dijo Mamers el Cojo, mientras le aceptaba a monsieur De Nancy una toma de rapé— digo yo que no será el ciego del milagro de Saint–Pol de Léon, que también era de Guimiliau, hijo de una tejedora que venía en los otoños a Quimper, a tejer ropas de abrigo por las casas. El padre parece que era un cobertorero de Cháteaulin. Nació el niño bisojo, y en el ojo bizco se le fue poniendo una nube roja, de forma que al poco tiempo quedó ciego de él. Sabido es que los bizcos de ojo rojo aportan muy fácilmente la desgracia, y aquel de Guimiliau desde que empezó a andar sembraba en el país pérdidas a montones, males de ojo, extravíos de dinero y de gentes, pedrisco en el trigo cuando no tizón, o se quemaban almiares y pajares, se volvían rabiosos los perros, malparían las vacas y casadas que lo habían mirado, le venía fiebre postema al ganado lanar, y cualquiera que cayese donde había pisado el tuerto, o rompía por un nada brazo y pierna, o quedaba herniado; se alteraba el vino en las tabernas, y cuando lo llevaron en romería al convento de Mermuid, a las señoras monjas les salieron verrugas en el ombligo. Lo tenían por apestado, y lo corrían a pedradas del camino y de las calles y uno del lugar de Claouët, que ya había matado a un quesero en una fiesta, se había comprometido con un tío del niño para ahogarlo en el pozo de Carantec el día de San Andrés Avelino, que se había empeñado en que fuera el tuertecillo quien le había maleficiado un toro que tenía, que quedó muerto de pie cuando iba a cubrir a la vaca del cura de Rancy; una vaca negra que había venido de la Gran Cartuja. Se supo que el bizco había visto pasar la vaca desde un otero. El cura también estaba cabreado, pues por estar ya parada la vaca para ser cubierta y luego no serlo, se le puso el celo vario y no se logró de ella cría alguna.

De la sidra que había traído para animar la espera, echó Mamers, que nunca había hablado tanto ni tan seguido, dos tragos largos, con gran movimiento de nuez, la que tenía suelta desde que lo ahorcaron en Rennes. Se limpió en la sobremanga y muy esmeradamente.

—A consecuencia de una voz que corrió de ocultis por Guimiliau supo la tejedora lo tramado contra el fruto de su vientre, y determinó llevarlo a Saint–Pol de Léon ofrecido, con una cabecita de cera en las manos y vestido de primer cristiano, el día en que celebraban allí la fiesta los cesteros de Kerjean.

»La madre se arrodilló delante del santo con el niño en el regazo, pues tendría sobre nueve años el bizquito, y le pedía a san Pol que se lo curase o lo llevase, pues aquella no era vida, y la manía que había en Guimiliau era la de ahogar al bizco o volarle la cabeza de una pedrada. Y estaba la madre llorando y demandando ayuda de santo tan estimado y hasta le prometía un ojo de plata, al propio tiempo que fuera hacían los cesteros la corrida de la pólvora, en la que son tan famosos, y aquel año se estrenaba una rueda que se llamaba Le siege d’Arras, y había una de regalo que mandara el Valenciano de Brest, que era el mejor fabricante de fuegos de artificio que había entonces en Bretaña, y se llamaba la rueda «La noya bomba», y fue quemándose esta cuando un petardo de luz con varilla de aumento, que era parte del quitasol de la figura, chocó contra la linterna del ábside, rompió dos vidrios, y vino a quebrar en la propia mitra del santo: una salva de chispas fue a caer sobre la madre y el hijo, con la oportunidad de que la mayor le quemó al bizco el ojo sano, pasando de tuerto a ciego. Los ciegos eran otrora, como decía madame, sagrados en Bretaña, por lo que se consideró aquello un milagro de saint–Pol, que había encontrado un camino tan sorprendente para salir de la demanda. La casa de la tejedora se llenó de limosnas, y hasta el dueño del toro vino de rodillas desde Clouët a Guimiliau con dos docenas de huevos en un cesto, y venía gente de la nobleza a tocar la cabeza del cieguecito. Pero este crecía adusto y bizardo, y dio en escupir a la gente que venía a palparlo y en hacer la higa a las visitas, lo que fue una gran pérdida para la madre, que había calculado colocarlo de curandero en Huelgoat, y con la fama que tenía de milagroso sacaría una renta saneada. El caso es que hubo que mandarlo a Paimpol con el ciego de aquella villa, donde aprendió algo de violín, y en seguida se dedicó a frecuentar las romerías con canciones que inventaba, y dicen que iba a todas las fiestas de Bretaña excepto a la que hacen en Saint–Pol de Léon los cesteros de Kerjean. Me pregunto si el ciego penado será este de quien he hablado.

—El bando que pusieron no indicaba nombre —aseguró el viejo Mezidon.

Monsieur De Nancy no paraba de tomar rapé, ni apartaba su mirada de la guillotina, que estaba en un tablado de una vara de altura en medio y medio de la plaza, cubierta con una bandera tricolor y guardada por un pelotón de fusileros, que mandaba uno a caballo que fumaba en una pipa larga de barro blanco. Cuando terminaban de dar las once en el reloj del castillo de la duquesa Ana, llegó uno de levita negra, que llevaba por faja la bandera de la República, y dijo Mezidon que era un parisién, llamado el Sustituto Toulet, que venía a enseñar a monsieur de Bretaña la práctica de la guillotina; lo saludaron los de las milicias con poca atención, y el de a caballo ni le hizo caso. Se reunía alguna gente en la plaza, más bien chiquillería. El Sustituto Toulet subió al tablado y desenfundó la guillotina, ayudado por un miliciano. Monsieur De Nancy desde el balcón estudiaba la máquina. Daba el sol en la gran cuchilla, que espejeaba, y el miliciano le sacaba más brillo con el gorro frigio.

El Sustituto se había sentado en las escaleras del tablado, y se abanicaba con la chistera roja que usaba. El de a caballo se había acercado en un trote a la puerta del mesón de postas, y salió una joven a darle una jarrita de vino. Bebía despacio, y entre trago y trago charlaba con la moza, que no podía con la risa.

Monsieur De Nancy le preguntó al viejo Mezidon si conocía al Sustituto Toulet, y el viejo dijo que sí, que incluso había venido de París sólo con lo puesto, y le había vendido unas calzas de lana, que Dinan en abril era demasiado húmedo, y Toulet regateó hasta que las obtuvo en medio franco, lo cual suponía algo de pérdida.

—¡Entonces podríamos ir a charlar con él! Este ingenio hay que mirarlo de cerca.

Y le puso en la mano a Mezidon una moneda de medio luis, con lo que le desaparecieron al ropavieja las dudas de hacer de guía.

Los difuntos miraban desde el balcón y el ventano en qué pararía aquel antojo de monsieur De Nancy, que atravesaba la plaza con el viejo Mezidon, y la mayor parte de la gente se detenía para mirarlo, porque lo veía con ropa tan rica y que ya no se llevaba. Les dio el alto un fusilero junto a las escaleras del tablado, y Mezidon salió del aprieto diciendo que aquel señor era un ciudadano de Cherburgo a quien habían robado viniendo por el camino de Dinan, y que le había vendido él aquellas prendas que usaba, y que siendo conocido del Sustituto Toulet iba a darle un recado. El Sustituto estaba entonces con el miliciano plegando en cuatro la bandera que cubriera la guillotina, y subieron al tablado. Monsieur De Nancy se daba por conocido del Sustituto, apretándole la mano y poniéndole en ella una moneda de oro, que le había pedido prestada al coronel Coulaincourt.

—Aún no sé cómo pasó lo que pasó —contaba monsieur De Nancy cuando la noche de aquel día sorprendió a la hueste en los alrededores de Combourg—. Me propasé al decirle quién había sido, verdugo de Lorena, ahora sede vacante desde que yo había dejado el país, y le mentí al decirle que fuera por cuestión de faldas, y que si había donde ganar, que era muy serio con los penados y legal. El Sustituto Toulet era hombre grueso y de palabra frondosa, y me dijo que él nunca había trabajado en eso, que era oficial relojero del Parlamento de París, y que se había visto metido en la enseñanza de la guillotina por escapar de unas deudas y de la vergüenza de que la mujer que tenía, que era muy joven, se hubiese puesto con el cuerpo a reunir lo necesario para pagarlas, y que en lo referente al nuevo oficio ni siquiera miraba para el penado, y aun cerraba los ojos cuando soltaba la cadena, tanto más que en Dinan, hasta entonces, sólo se habían cortado cabezas de gente baja. Le pedí, muy favorecido de tanta confianza, si me podía hacer una muestra, y primero probé yo la comodidad del lugar donde se pone la cabeza, y me ponía ladeado, y fue él y me dijo que no, que había que arrodillarse como en la iglesia, y poner el tablero escotado de babero, bajando la cabeza sin ladear, y aunque desde que llegó a Dinan no paraba de sofocos a causa de la humedad de la villa, quiso mostrarme la derecha figura, se arrodilló, estiró el cuello lo que pudo y se puso muy preparado en el embozo. Y yo, entonces, ¿qué pensaría, qué pasados días me vinieron a las mientes, puesto como estaba en un tablado, en medio y medio de una plaza y con la muerte en la mano? Con el meñique no más piqué en la cadena y bajó la cuchilla como un relámpago sobre el cuello del Sustituto Toulet, y cortó como si hubiera manteca y no un hombre debajo. ¡Muy limpiamente cayó la cabeza! Me asqueó un poco tanta sangre como echaba. Fue entonces cuando salté sobre el caballo del oficial, que se había apeado y estaba encendiendo la pipa de barro al pie de la guillotina. Los gritos de la gente al darse cuenta de que había caído la cabeza del Sustituto Toulet, ya se oyeron, y del modo cómo yo salí jinete, señor coronel, ya se me vio, que en Lorena también montamos.

—Me consuelo de esta aventura, y de la moneda de oro gastada, sólo por el ciego de Guimiliau, que quedó sin degollar —dijo el coronel.

—Yo no pensaba mirar cómo le cortaban la cabeza —aseveró madame De Saint–Vaast, la cual, ayudada por el sochantre, cogía flores de una mata de camomila que medraba en el medio del prado.

—Los ciegos no son de este mundo —dijo Sabat.

—La ley romana no les reconoce distinción —argumentó el escribano.

—Pues no deja de ser una cabronada —cortó el coronel.

Monsieur De Nancy ofreció rapé, y después que silbó aquellos estornudos que hacía tan variados, comentó:

—En puridad, para mucha gente la guillotina es un adelanto, máxime como está en Dinan, montada al pelo.