—YO nací cerca de aquí, en el lugar llamado Le Faoüet. Si ahora subiéramos a la torre, quizá viésemos alguna luz en un otero, por la banda del Sur. Hay buenos pastizales por allí, pero poca gente principal, y la justicia la pone en aquella villa el señor vizconde de Rostrenen, y el derecho que allí rige es la costumbre de Quimper, y casi todo se puede arreglar, ya sea con buenos padrinos, ya sea con dinero. Mi padre era asistente de Tasas Reales, poco querido si he de decir verdad, pues apretaba la mano sobre el paisano, tanto por la lana de las ovejas como por los cueros de vacuno, por el centeno, por el peaje de la puente nueva, por más de dos ventanas en cada pared de casa, por los cubiertos de los Estados, por la almohada del gobernador general, y por tanto y tanto de esto y de lo otro. Vino un cura nuevo a Le Faoüet y empezó a soliviantar al paisanaje, predicando un sermón adversus publicanos; publicano le quedó a mi padre de mote, y un año de sequía, el de aquella sequía llamada del fuego de San Yvet porque al mediodía del día del santo, que cae por el tres de agosto, ardieron los herbales de las landas de Blame sin que nadie las incendiase, yendo a cobrar la tasa del rey sobre los cueros a Mur–de–Bretagne, lo mataron unos que no fueron habidos, de un golpe de azada en la cabeza. Mi madre era una buena mujer, muy rezadora, cocinera celebrada, y había tenido un tío que había sido canónigo en Chartres, con lo que presumía mucho en las tertulias, contando cuando había ido allí de visita. Aun embolsara algo de las sobretasas de mi padre, y no había sido más porque en mi casa siempre se fue goloso de lo mejor, tanto en carne como en pescado, en quesos y vinos. ¡Ay, violetas del Médoc, no poder cataros ahora! Yo había estado colocado de acólito, la gramática francesa y latina y la summula decretalis como pago, en la clerecía de Hennebont, y cuando mataron a mi padre, mi madre pensó que era mejor llevarme a Dinan a estudiar la glosa boloñesa en el Cabildo de los Apelantes, visto lo bien que se me daba el latín de los decretos y que parecía dispuesto para orador en foro. Y ya había aprendido la interdictio y la vinculatio, que son las dos piernas del letrado en Bretaña, cuando quedó vacante la escribanía de Dorne, y vendiendo lo que teníamos en Le Faoüet y empeñándonos un poco, la compramos. Llegué a Dorne con casaca rameada, tricornio de sobrecinta y puños de encaje, y en seguida me hice notar, tanto por la buena letra de mis instrumentos, cuanto porque cobraba poco, daba mucha conversación a cada uno sobre sus intereses, estaba soltero y le escribía cartas por conducto de la posta real al albacea de nuestro difunto canónigo de Chartres, para ver cómo iba el pleito de la herencia. Yo ya sabía que no me había dejado nada, pero era por figurar. Cuando me vi apreciado subí la tasa, y me dolí de no tener un retrato de mi padre, para que viese que sabía seguirle las mañas. «Tales tierras, tales nabos». Contar oro en la noche es la más hermosa cosa del mundo. No canta lo mismo un tornés inglés que un luis de Francia, ni un ángel de las ciudades marinas que un carolus de España. Encendía yo cuatro candeleros y colocaba cada uno en una esquina de la mesa del comedor, y me dedicaba a contar lo ahorrado, que todo lo tenía en bolsitas de colores, con mi signum patentado bordado en hilo de oro. Hacía columnitas, hacía que empedraba la mesa como la plaza del Tremble en Angers, que lo está de piedrecillas redondas como monedas, y entonces, ya empedrada la mesa, con el dedo índice y el del medio de la mano derecha, fingía que era el duque de Laval que paseaba. Y hacía caras de gente perfilándolas con monedas, y un caballo de oro, que me gustaría tener, y por seguir soltero, y ya se sabe por Agustinus que la abstinencia engendra la fantasía y en la glosa da pie este texto para la llamada «atenuante de privación», caí en representar una mujer con las monedas, toda de oro, y le ponía unas aguas marinas que había comprado para los ojos, y dos rubíes por pezones: las partes, eso sí, se las tapaba con mi tabaquera, que por el anverso tenía pintada a Venus Afrodita saliendo de las olas del mar chipriota. Estas eran mis alegrías. ¡Años felices de Dorne, qué pronto os fuisteis río abajo!
El escribano, que era un esqueleto achaparrado y de osamenta muy dura y roja, sacó del bolsillo de la casaca un gran pañuelo de hierbas, no sé si para sonarse o secar los ojos, si es que lloraba, pero, no encontrando cara donde hacerlo, volvió a guardar el pañuelo.
—Una mañana de cierzo, esos cierzos del sudoeste que tanto pegan en Dorne por el mes de febrero y en la otoñada, llegaron a mi escribanía dos caballeros, ambos mozos y lucidos, hermanos que se llamaban los señores condes de Maintenon, venían a Dorne a poner pleito al coronel De Sauvage, de los Guardias Montados, para ver quién de ellos tenía derecho a registrar un tesoro en el castillo de Flers, procediendo los tres del viejo Villiers de Flers el Negro, que había sido quien lo ocultara. Me personé por ellos en la Cámara y en tanto que estudiaba los derechos de los señores condes, que sería fácil probarlos si no fuese que había por medio un bastardo y que había ardido la sacristía de Ivry, donde estaba el libro con la partida, lo que daba pretexto al señor coronel De Sauvage para decir que no era tal bastardo, que era una monja que había sido su tía en noveno grado, línea segunda; mientras estudiaba los derechos, estudiaba el tesoro, aprendiendo por plano la disposición del castillo de Flers, e imaginando dónde servidor, que no sería menos avaricioso y desconfiado que Villiers de Flers el Negro, escondería mi oro precioso si viniesen tiempos de guerra y levantamientos. Y caía en que lo escondería en un hueco que quedaba sobre la bóveda de las cuadras bajas, porque inicialmente se proponían hacer allí el cuerpo de guardia con chimenea y estaba dispuesto el hueco para adecuar el tiro; después cambiaron de idea, e hicieron el cuerpo de guardia en el atrio nuevo, taparon el hueco y utilizaron lo hecho para pocilga. Me eché a reír cuando hice el descubrimiento, como quien adivina qué pájaro picoteó la cereza. ¡Allí mismo tenía que estar el tesoro! Pero no sacaba de mi cabeza el asunto y mi descubrimiento, y no podía dormir e incluso repugné contar el oro en la noche, que la pasaba inclinado sobre el plano del castillo de Flers. Hasta que diciendo que iba a Chartres a cobrar lo heredado de mi señor tío el canónigo, que al fin ya se le habían visto las cuentas al albacea, salí a caballo por la carretera de Argentan, llevando conmigo a un criadillo que había tomado ex profeso para aquella aventura y se llamaba Dieulebon, como todos los donados de la Cuna de Alençon. Al llegar a Sées le dije al paje que tenía que hacer una visita a Château d’Oo en busca de un documento, y que me esperase en la posada, en la que quedaba por una semana con todo pagado, y yo cogí caballo nuevo, y los de Le Faoüet somos jinetes, y por los llanos de la Ferté–Marcé amanecí en Flers al segundo día, y entré en las ruinas, escondiéndome en el ábside de la capilla, que allí la gente no va por lo que se dice de los fantasmas de los Villiers de l’Isle–Adam. Y por la noche fui a registrar el tesoro y pronto encontré la piedra que tapaba el hueco, y caí en que se movería sobre un punto y di con el resorte, empujé fuerte, y descubrí el secreto de una gran caja de hierro. ¿Había acertado, o no había acertado? Me reía solo, a carcajadas. Tuve que sentarme en el suelo para seguir riendo. Y fue entonces cuando entraron los señores condes de Maintenon espada en mano. Yo tenía en la mía un pico, con el que iba a herir en la caja. ¡Ver cómo caía el oro, un río lleno y cantor de oro en el suelo! Y me defendí de ellos con el pico. Le di una patada a la linterna, y me lancé sobre los dos como una fúlgura. Me di cuenta de que yo veía en las tinieblas. Dicen que los febriles del oro ven durante la noche como de día, y es verdad. Dos golpes bastaron. Cayeron justamente al pie del hueco en donde estaba la caja de hierro. Para tirar de la caja tuve que pisarlos, apoyándome sobre la cara del más viejo, el del bigote. Tiré y tiré de la caja, y esta se vino hacia mí. No pesaba nada, estaba vacía, ¡vacía!… Salí como borracho de las cuadras. Llegaba, galopando a través de la lluvia, el coronel De Sauvage con un escuadrón de Guardias Montados. Allí mismo me hicieron preso. Me llevaron a Rennes metido en un saco y atravesado en la montura de un caballo, sólo con la cabeza fuera. La gente de las aldeas salía a las puertas de las casas, y cuando sabían que era Jean Pleven, el escribano de Dorne, que iba allí en aquel saco, me escupían en la cara. Y fui ahorcado en Rennes por ese verdugo que mencioné, con aquella cuerda de esparto de Tarragona tan recia y espinosa, que aún ahora parece que me roza. Y ando en esta función mientras que no termine en el Parlamento de Ruán el pleito del tesoro, en el que tanto enredé yo, falseé, argüí y testifiqué, y faltan aún una vista y una prueba pericial sellada, con lo que se invertirá un año cumplido. Y sigue el pleito porque se dice que la caja de hierro del hueco de las cuadras era una trampa del viejo Villiers de Flers el Negro, y que existe un tesoro verdadero en el castillo. Y los señores condes y el coronel De Sauvage supieron que yo iba a Flers a escondidas porque había dejado olvidado en mi cama el plano del castillo, con una crucecita en tinta verde marcando el hueco.
Se puso de pie el escribano y, desabrochándose la casaca, sacó de la faja con que sujetaba las bragas una monedita de oro, y la hizo sonar en el suelo.
—Esta la salvé —dijo—. Es una carolina de cuatro escudos, del Imperio.