—NACÍ en la Torre de Audierne, viendo viajar en la noche el relámpago dorado del faro de Eckmühl. La torre de Audierne es muy venteada, y el mar rompe en ella. Yo fui la más joven de las hijas del cazador de Semplacat, y una cantiga de siete versos que le hicieron a mi madre en la romería de Pont–Croix —un verso por cada hija suya—, decía que yo era la más bella. Me habían puesto el nombre de Clarina, porque mi madre leyera una novela en la que había una señora enamorada de este mismo nombre, durante su preñez, y todos concordaron en que de la novela habían pasado a mis ojos las verdes luces de los de aquella doña Clarina, la cual murió, según estaba escrito muy sentidamente, de cólera morbo en Verona de Italia, consolada por un amante inglés que tenía, y que leía el porvenir en una copa de cuerno basilisco. Crecí muy gentil y regalada en aquella riqueza de Audierne, al lado de mis hermanas y de mi madre, que siempre estaba esperando el regreso de mi padre, el hidalgo cazador, que se había ido a las guerras de Hannover con sus primos Chateaubriand, y que de vez en cuando enviaba a buscar dos camisas de lino crudo, unas bragas de franela y dos torneses de oro. Un día llegó la noticia de que se había casado en la frontera con una cantinera flamenca, y que dejara el Real Normandía por atender al tinglado de la nueva joya, que había bautizado su vivac «Le Coq Breton». Un tío segundo nuestro, primo de mi padre, que era contador de la renta de la ballena en Brest, trajo la novedad, y con el pretexto de sanear los intereses de la que sin más pasó a llamarse la triste viuda de Semplacat, se aposentó en nuestra torre, tomó el mando —que mi madre, que no hacía más que llorar, le dejó sin pena ni recibo—, y en un año nos puso por puertas, y huyó en la diligencia de Vannes con la más vieja de las siete hermanas, dejando embarazada a una mediana, que se llamaba Ana Eloísa y tenía una mancha en una oreja. Mi madre, con el pretexto de obtener un arresto de la Corte de lo Criminal de Chateaulin, pasó primero a Quimper y luego a Rennes, y de la villa primada se acercó a Bagnoles–de–l’Orne a las aguas, a curarse de un pulso alterado que se le produjera con los disgustos, a gastos pagados de un tal capitán de Gaillon, que se hizo, sólo con verla en una posada, su punto fijo. Y no tuvimos más noticias de ella, salvo que había puesto en Etratat un taller de planchado inglés. Todas, pues, en los primeros años de mi juventud, novelas de puterío fueron las que me han ido educando.
Dijo esto entristeciéndosele un tanto la voz, y el sochantre se pasmaba de aquel decir cortés que tenía, y de su fino acento de la marina, y se olvidaba de que quien hablaba era aquel esqueleto de boa de pluma, y hasta sentía que su corazón se iba acompasando a las fatigas de aquella niña.
—Mis hermanas se casaron todas pronto, excepto la que había resultado embarazada de nuestro señor tío, que quedó conmigo en la torre de Audierne, con el niño que había tenido, y que le salió muy gracioso y algo tartamudo. Gustábamos mucho en toda la marina de Quimper las señoritas de Semplacat, tanto por la casta como por la piel blanca, por aquella fácil sonrisa que teníamos, con la que parecíamos decir que siempre estábamos queriendo… En la primera casa junto al puente de la torre, vivía un tejedor de chalecos llamado monsieur Labaule, a quien el día de San Emeterio, viniendo de la romería, se le produjo una parálisis a causa de la sidra caliente que había tomado. Como vivía solo en la casa, y él mismo se las arreglaba en la cocina y en las labores, mandó llamar a un sobrino suyo que era flautista en el castillo de Broglie, y era rubio de pelo. Mientras no llegaba el flautista, mi hermana y yo íbamos diariamente a cuidar a monsieur Labaule, a darle sopicaldos y frotaciones de agua de hinojo, hacerle la cama y mudarlo, y no me abochorna decir ahora, por lo mucho que anduvimos mi hermana Ana Eloísa y yo en lenguas de comadres y costureras de Audierne, que las primeras partes que yo vi de un hombre fueron las de monsieur Labaule cuando lo limpiaba, que todo lo hacía por sí, y no las de aquellos que las envidiosas me atribuían por amantes. ¡Asco de gente! Allá por Pascua llegó el sobrino, Pierre Labaule y tan pronto como llegó se convirtió en mi enamorado. Venía a sentarse en la puente de la torre por las noches, me daba serenatas. Tenía arte para imitar al mirlo y al malvís, y hacía que lo acompañase a la selva de Auremer y me dejaba en un lado y él iba por otro a despertar al ruiseñor cantando, y cuando lo despertaba volvía junto a mí, y abrazados escuchábamos al encantador de la noche. Monsieur Labaule veía con buenos ojos el noviazgo, y había mandado llamar a un escribano a Douarnenez y había puesto todos sus bienes a nombre del sobrino, si se casaba conmigo, y quedamos en que la feliz boda se celebraría después de la otoñada. ¡Mucho mimaba yo a mi flautista, que me gustaba pequeñito como era, tan rubito, el bigote sedoso, tan silencioso, y aquella su disposición a ponerse colorado por nada! Por el tiempo de la siega enfermó mi hermana de unas fiebres con sobresalto y en dos semanas se puso al borde de la muerte, y hubo que ir a buscar un médico a Kerity, que era muy famoso en fiebres secretas, y tan caro como famoso.
—Más afamado era —cortó el médico Sabat— por cabrón consentido.
—La fama, venga de donde venga, siempre hay que pagarla —dijo el escribano.
—Se le pagó puntualmente la consulta, con dinero del viejo Labaule, y se puso al descubierto que del parto le quedaron a mi hermana unas entrefibras de las madres pegadas, y que no había otras boticas para esto que un nuevo embarazo, y que con el nuevo alumbramiento desaparecerían todas aquellas sobras, quedando la cámara limpia. Tratamos mi hermana y yo de la forma de salir de aquella situación, pues si no ayudábamos pronto, moriría sin remedio la pobre. Pensamos en un constructor de zuecos que venía a hacerlos para los marineros del bacalao, y dimos también con un marinero que se llamaba Gateau–Surprise de mote y era muy guapo, y buscaba a mi hermana guiñándole un ojo. Pero por la honra del hijo, ese que os dije gracioso y tartamudo, que ya estaba a los cinco años apuntado en la Marina Real, buscamos el secreto, y en mala hora me vino a mientes prestarle a mi hermana mi Pierre flautista para que la preñase. Y mientras se hacía aquella siembra, por no querer actuar de palangana, me fui en romería a Sainte–Anne–la–Palud.
Lloriqueó un poco madame De Saint–Vaast y preguntó si quedaba media jarrita de cerveza. Se la trajo Mamers el Cojo, escurriendo la barrica por la canilla, y madame bebió despaciosamente y se limpió con un pañuelito bordado.
—Cuando, finalizada la romería, volví a la torre, ya estaba aplicada la medicina. Y ya iban a leerse en las iglesias mis proclamas y las de Pierre Labaule, cuando le llegaron al mozo cartas anunciándole que tenía que ir al castillo de Broglie para testimoniar en un juicio de aquellos príncipes a causa de un collar de perlas que se había perdido o había robado un ama de llaves. Lloré copiosamente, y allá se fue Pierre con la promesa de estar de regreso en Audierne para Santos y Difuntos. Me enviaba desde Broglie por la posta real palabras de amor y cintas de seda, pero pasó casi un año, y quizás no hubiera venido todavía si no hubiese muerto su tío, el tejedor, ya que los duques de Broglie lo querían tener a mano para el juicio oral. Y fue el caso que cuando llegó Pierre a Audierne había ido yo a Quimper a hacerme un vestido de luto con encajes de sobrepaño, y al entrar mi enamorado en la torre lo primero que vio fue a mi hermana Ana Eloísa dándole el pecho al garzonillo que había parido de él, para curarse de las entrefibras mencionadas. Mi hermana tenía los pechos muy llenos y sueltos, y era muy callada y servicial, dueña de esa gracia humilde a la que muchos dan mérito. A Pierre le llegó al corazón el cuadro, tanto más que quizás conservaba recuerdos del trabajo de hacerlo, que aunque él lo hiciera por amor a mí, algún mimo y caricia tenía que haber mediado, y el pequeñín le sonrió, y en aquel momento se olvidó de mí y se afirmó en que Ana Eloísa tenía que ser su mujer, y cuando yo llegué a Quimper con toda mi galanura de entredoses y punto d’Alençon muy tejido, tocaban en la iglesia de Saint–Paulian porque salían los recién casados. Me cogió tan de sorpresa y tan inocente aquel paso, que no supe más que callar y llorar, y me iba a pasar la mayor parte del día a la selva de Auremer, a escuchar por la mañanita a la tórtola y por la noche al ruiseñor, y en todo momento a mi corazón, que me parecía que se rompía en el pecho… Hallándome un día de mayo paseando por la selva, al lado del camino, cogiendo fresas silvestres, acertó a pasar jinete en un ruán el caballero De Saint–Vaast, que aún era algo pariente nuestro, y su casa y la mía pintan un halcón en gules. Venía a Audierne a tomar nueve ondas, pues se las había recetado el curandero Galván, al cual tenía como hipócrates de cámara, a fin de que se le curase una postura del espinazo. Le dije que pasase a nuestra torre de Audierne, donde, aunque pobres, y tristes, teníamos para honrar a pariente tan señalado. Pensé que le había gustado mi cara, la cortesía que en el hablar usé y mi talle, y así fue, que con gran contento de todos a los tres días de estar en la torre ya quería meterse en mi cama, pasando antes, eso sí, por la Santa Iglesia. Me casé, pues, sin amor, con aquel viejo, que me paseó por todas las casas de Bretaña y Normandía, llevándome de la mano muy gentil, como si llevase anillos preciosos y nunca vistos en los dedos. Pero yo no lograba apartar de mí a Pierre Labaule, y ni viéndome rica, señora y agasajada, lograba olvidarlo. Y determiné envenenar a mi hermana, yendo a Audierne de visita a buscar un descanso. Galván, el curandero, me dio por una libra de oro cuatro granos del veneno que denominan tanatos umbrae, preparados para diluir en papillas de maíz, que era el desayuno de que más gustaba Ana Eloísa. Y coincidió que estaba mi hermana en la cama con un catarro, y yo me hice perdonadora de todo, y me puse a cuidarla. Y en unas papillas, disolví los cuatro granos, y es veneno que no deja rastro, y le fui a llevar el desayuno, y a las cuatro cucharadas miro para mí, lanzó un ay, cerró los ojos —y el mayor miedo que yo tenía era que me estuviera mirando mientras moría—, y murió. Y yo, loca de mí, con el miedo y la angustia llevé a la boca las manos, que no las había lavado desde que diluyera el veneno, y basta un aroma de este para matar. Y en el mismo lecho de mi hermana caí muerta.
Tapaba madame De Saint–Vaast el rostro con las manos, dos arbolillos de diez ramitas de marfil transparente, y sollozaba. El sochantre estuvo a punto de levantarse de donde estaba e ir a darle unas palmaditas en la espalda, para que se sosegase. Pero fue entonces cuando se dio cuenta de que el san Efflam de piedra le había puesto uno de sus pies encima del brazo. ¿Querría decirle con aquello el santo que no se moviese?
—Y desde aquella mañana, cada año, mientras Pierre flautista viva, yo tengo que ir a Audierne el día del aniversario, y entrar en la cámara de Pierre, que casi siempre está ensayando en la flauta y solo, ya que el bastardo de Audierne está en la Marina Real y el pequeño que salió de la medicina se halla en el seminario de Vannes, y él no quiso volverse a casar, y mi castigo es que no me conoce y me toma por su Ana Eloísa, y me acaricia con el nombre de ella y me besa, y me busca la mancha en la oreja para asegurarse de que soy su querida paloma, y con la ilusión que pone me la encuentra y yo tengo que pasar por otra aquel amor que pedí para mí, aun a través de muerte envenenada… Y todavía quedan dos años, que para entonces, el día de San Martín, Pierre morirá, que resbalará en los peñascos de Gulvinec el caballo en que viaje. Y entonces podré ir a mi tumba en el viejo cementerio de Audierne, tan vecino del mar, que en los temporales de marzo se suelen encontrar peces en los nichos. Y yo no quiero más que dormir, dormir, dormir…