I

LA jarra de cerveza andaba de mano en mano y de boca en boca. El señor sochantre realizaba esfuerzos para poner sus labios en donde bebían los muertos, y quien partía el jamón era el médico Sabat, que por cierto cortaba los trozos con mucha habilidad con un gran cuchillo gascón. Muy impregnado de pimienta, no se le echaba en falta, al jamón, la sal. Los difuntos masticaban despacio, silenciosamente, unos de pie, otros sentados en el suelo, y madame De Saint–Vaast, muy envuelto el busto en su boa de plumas rojas, en el cabás de monsieur De Nancy. Le daba un tiento a la jarra el sochantre cuando en el atrio se sintieron pisadas de hombre que gastaba zuecos claveteados.

—Ya está ahí, señor hidalgo de Quelven, el capitán De Combourg. ¡Que no os corte la cal la digestión! —dijo el médico Sabat.

Entraba un alto esqueleto, de andar muy desenvuelto, arrastrando gran espada, y en el hombro izquierdo traía posada la osamenta de un pájaro. Levantó Mamers el farol de aceite a cuya luz estaban comiendo, y el sochantre vio con gran sorpresa que aquel señor capitán De Combourg vestía azules y amarillos del Regimiento Navarra, a donde hubiera ido él de cadete de a caballo si tuviese algunos alientos más en la juventud.

—¿Dónde está ese osado que quiso matar a su demonio? —preguntó con una gran risotada. La osamenta de pájaro que llevaba colgada del hombro voló como si tuviera plumas en las alas a las manos de madame De Saint–Vaast.

—Aquí estoy, capitán, que ya se me ve en las carnes.

—¿Y quién es este que parece de iglesia?

—Este está vivo, señor capitán, y viene con nosotros con salvoconducto firmado. Se llama De Crozon y es sochantre bombardino de la Capilla de Pontivy, y está sentado justamente sobre la caja donde lleva su instrumento.

—Un De Crozon estaba afilando una hoz hace cuarenta años, cuando me derribaron de mi bayo al entrar en el castillo de Josselin. Pero vos no sois aquel De Crozon, que aquel de quien hablo era bizco de un ojo.

—Ese era mi padre —murmuró el sochantre.

El capitán del Regimiento Navarra clavó la mirada en el sochantre muy seriamente, la mano puesta en el puño de la espada, pero se le fue el genio con una gran risotada.

—¡Pues era mejor que fueseis hijo de puta!

Rieron todos los presentes. El esqueleto volador era, según aprendió el sochantre, cuervo y muy amigo que había tenido el capitán De Combourg, y cuando mataron al capitán en Château–Josselin, mataron al cuervo y lo enterraron con él. La señora le daba hebras de jamón y el pájaro comía gustoso en los dedos de la hermosa. El capitán venía con prisa a buscar al hidalgo de Quelven y llevarlo a la calera vieja, para sacarle la carne antes de que se pudriese del todo. Se despidieron el hidalgo y el capitán de la compañía por unas horas, y para terminar la barrica de cerveza dio dos vueltas más la jarra. El capitán había dejado el cuervo en las faldas de madame De Saint–Vaast echando una siesta, y Mamers el Cojo colgó el farol de una mano de la estatua de san Efflam, que parecía estar en la columna del medio del pórtico contemplando atentamente aquella gente nocturna. El sochantre se serenaba un tanto con el santo allí cerquita, y disculpándose con una corriente de aire, cambió de sitio y se fue a sentar debajo mismo de san Efflam, y se puso cómodo, y extendió el brazo sobre los pies desnudos del santo patrón, y apoyó la cabeza en el brazo. Con los dedos le parecía leer algo escrito en la piedra, y acariciaba una y otra vez las letras medio borradas por los años y los temporales, y era casi como rezar.

—Pues tenemos por pena pasar estas noches que andamos en hueste contando nuestras historias —dijo el coronel Coulaincourt mientras levantaba las solapas de la casaca militar—, veo que la cortesía ordena que le dejemos decir la suya a madame De Saint–Vaast. Y tú sosiégate, Guy Parbleu, que me marea verte volar de un lado a otro.

Se arrimó Coulaincourt al sepulcro de un viejo abad, reposó Guy Parbleu sobre un hierro que colgaba de la clave de un arco y que debía de haber sido el de la lámpara mayor, ofreció rapé monsieur de Nancy, y todos se pusieron a escuchar la historia de madame De Saint–Vaast. De cuando en vez cantaba la lechuza y se oían perros a lo lejos, por donde una lucecilla que el viento hacía oscilar como una ramita decía que debía de estar Kernascléden.