III

TODOS los presentes cumplimentaron al fallecido de Quelven, tratándose muy amistosamente y dándose por conocidos y de cotidiano trato, y preguntándose por la parentela. El difunto era un hombre grueso y colorado, la peluca blanca muy empolvada, espesas cejas rubias, los ojos azules muy francos, chato él, grandes mostachos caídos, y buena talla; tenía los brazos cortos de la gente de curia, y vestía de riguroso luto, cerrando la casaca con un cintillo de oro. Le besó la mano a madame De Saint–Vaast y tomó asiento donde coincidía que ya estaba sentada la sombra de Guy Parbleu. Pero no se sentó sobre ella, porque antes de que se sentase, el coronel Coulaincourt la cogió con ambas manos y la posó en una reja que tenía la carroza sobre el asiento delantero, y en la que ya iba el cabás del médico Sabat. Allá arriba seguía castañeteando los dientes el criado del Diablo. El fallecido tenía un tic que parecía como si en el espinazo se le hubiese soltado un resorte, y saltaba de cintura como poseído de hipo. Parecía contento de encontrarse en tan tratable compañía. Miró para el sochantre y sonrió.

—¡Vaya, vaya con el sochantre de Pontivy! Ya sé que os di una gran satisfacción legándoos en mi testamento el soto de manzanos de Vernié, y vos tenéis a cambio tocar en mi entierro una marcha de reverencia.

—Aún faltan algunas jornadas —dijo el escribano de Dorne.

—Pues adelante, Mamers, hacia el cementerio de Kernascléden —ordenó Coulaincourt.

El sochantre, en verdad, no sabía qué pensar de todo aquello, y a veces dudaba si no se encontraría en medio de unos juerguistas de Nantes. Madame De Saint–Vaast se daba aire con un abanico de plumas, y monsieur De Nancy sacó del bolsillo interior de la casaca una cuerdecilla de seda, de vara y media, y se puso a hacer nudos variados, que cuanto más acabados y complejos parecían, mas pronto, con sólo tirar de un cabo, se deshacían en el aire. El médico Sabat sacó del bolsillo del chaleco, un chaleco azul rameado en rojo, un reloj de oro y lo aplicó a la oreja.

—Veo, señor médico Sabat, que no os acostumbráis a vuestro empleo de médico transeúnte, y seguís con la manía de consultar qué hora es, y si se paró el reloj y es necesario darle cuerda, y una de las tachas de nuestro estado es no poder contar el tiempo ni leer las horas que pasan —comentó el escribano.

—No sé cuando me acostumbraré yo —dijo el fallecido de Quelven—, que soy el más nuevo en el oficio.

—¿Y cómo ha sido? —preguntó madame De Saint–Vaast, dirigiéndole al hidalgo una de aquellas miradas súbitas y burlonas que usaba, fríos reflejos de piedra preciosa de los alabados ojos verdes.

Madame De Saint–Vaast era, en verdad, una mujer muy bella, blanca como nieve fina, los labios dos largas líneas rojas graciosamente curvadas, el seno abundante y de latir sereno, surcado por un ramo feliz de venillas verdes; en la seda azul de la blusa, los botoncillos parecían dos gotas de sangre. El sochantre no sabía cómo apartar de allí los ojos.

—Fue lo acordado —dijo el hidalgo de Quelven— que yo bajara a Nantes, y entrando en la tienda de madame Croizat preguntara por el capitán de Kernec. Madame Croizat me daría una tortuga de oro, que llevaba el veneno en el vientre. Ya había firmado, pensando que nada perdía. Pero el veneno de la tortuga era como comer un dulce de miel de Mortain. Yo tenía un perro, mi Javín cazador, un espaniel muy educado, pero ya cegato y viejo no hacía más que dormir en la cocina o al sol. ¿Por qué no probar? Lo llamé con la voz alegre con que lo llamaba para las cacerías en otros tiempo, y el perro vino renqueando a descansar la cabeza en mis rodillas; algo conoció, ya que cuando me vio la tortuga en la mano se retiró, ladrándome. Lo llamé otra vez, ordenándole, y vino gimiendo y casi arrastrándose… Le posé la tortuga en la cabeza, y permaneció manso y lamiéndome la mano, como acostumbraba. Y, lamiéndome la mano, cayó muerto.

Era una muerte muy dulce, casi como adormecer. No era eso lo pedido. Yo quería darle una muerte más dura. Sobre todo yo quería ver la sangre, ver la sangre en el suelo, sentir caer la sangre de la cama en el suelo, gota a gota, como cuando, desde mi cama, siento caer las goteras en el desván, en las noches de vulturno y lluvia. Para saber que estaba muerto, me hacía falta ver cómo lamía en el suelo su sangre mi danés. Matar con la tortuga era cosa sencilla en demasía. Llegar a decirle: «¡Mira qué alfiler más hermoso compré en Nantes!», cogerlo él en la mano, y antes de que tuviese tiempo de leer las letras que la tortuga trae en el lomo, morir. No, tenía que ver que iba a morir, tenía que ir aprendiendo a morir mientras moría, como se aprende en una larga enfermedad, como aprende el ciervo en el bosque con los perros gritadores siguiéndole el rastro. Le acerté con el primer tiro en la boca. Ya no podía hablar, ya no podía llamar en su ayuda a su hueste, a sus cuervos, a sus secretos. Sangraba una sangre caliente y espesa. Quiso levantarse y le acerté con el segundo tiro en el pecho. Me puse a cargar despacio otra vez las pistolas. Otro tiro, esta vez al vientre. Gemía, se ahogaba. Ya empezaba a gotear la sangre en el suelo. Como una gotera en el desván: pam, pam, pam, pam… Le silbé al danés, le grité: «¡Aquí, Garçon! ¡Pronto, Garçon!». Lamía gustoso aquella sangre caliente. No moría aún; seguía gimiendo, ahogándose, mugiendo como un buey. Otro tiro, esta vez en el corazón. Ya estaba muerto. ¿Muerto? Estaba en el espejo del armario, estaba vivo en el espejo del armario. Me habló sin ira alguna, burlándome. «¡No fuiste tan listo como fuiste osado. Ahora te toca a ti. Mañana amanecerás muerto. Durante los años que te quedaban vagarás por ahí. Te enviaré una tropa que tengo libre en Bayeux!». Ya no me importaba. ¿No lo había visto morir? ¿No había lamido Garçon su sangre? ¿No la había sentido gotear desde el lecho en el suelo, pam, pam, pam? ¿Y de quién era aquel cuerpo que se pudría tan pronto en aquella cama, que ya comenzaba a oler? Una rata salió de un agujero al pie de la cama, subió y se puso a roer en la cara del muerto. Fue entonces cuando el espejo se rompió en mil pedazos. La rata huyó. La cama estaba vacía, pero en el suelo Garçon seguía lamiendo la sangre del Diablo. Y anteayer, a la mañana, yo ya estaba muerto.

—¡Debió de ser un mal trago, cuando amaneció Cabaliel en el espejo! —comentó el médico Sabat.

—¡Señor sochantre! —dijo Coulaincourt—, ¿no podría tocar esa marcha de reverencia que traía ensayada para el entierro del hidalgo de Quelven? Conviene alegrar tan largo viaje.

El sochantre había entontecido con todos los sucesos de aquella mañana de bruma, con el descubrimiento de tan extraña compañía y con el discurso del fallecido hidalgo.

Maquinalmente obedeció la orden del coronel Coulaincourt, sacó de la caja el bombardino, humedeció los labios frotándolos uno contra otro y lanzó al aire la marcha de reverencia.