Hoy he visto a Graham en el colegio. Me la he cruzado cuando iba hacia el comedor. Me ha saludado con la mano.
Está empezando a desvanecerse.
No me lo puedo creer.
Cuando ha levantado la mano para saludarme, a través de ella he visto su pelo pincho y su sonrisa dentuda.
Hay amigos imaginarios que tardan mucho tiempo en desaparecer y otros que muy poco, pero tengo la impresión de que a Graham no le queda mucho tiempo en este mundo.
Su amiga humana es una niña de seis años que se llama Meghan. Graham lleva solo dos años en el mundo, pero es mi amiga imaginaria más antigua y no quiero que desaparezca. Es la única amiga de verdad que tengo aparte de Max.
Temo por ella.
Y por mí también.
Algún día también yo levantaré la mano para saludar y veré a Max a través de ella: entonces sabré que yo también estoy desapareciendo. Algún día me moriré, si es que los amigos imaginarios se mueren.
Que supongo que sí… ¿no?
Me gustaría hablar con Graham, pero no sé qué decirle. No sé si sabrá que está desapareciendo.
¿Tendría que decírselo por si no lo sabe?
Hay muchos seres imaginarios en el mundo que nunca llegaré a conocer porque no salen de su casa. Muchos no tienen la suerte de poder ir al colegio o de ir por ahí solos como Graham y yo. Un día la madre de Max nos llevó a casa de una amiga suya y conocí a tres amigas imaginarias. Estaban las tres delante de una pizarra, sentadas en unas sillitas minúsculas. Tenían los brazos cruzados y escuchaban, quietas como estatuas, a una niñita llamada Jessica que les recitaba el alfabeto y les ponía problemas de matemáticas. Pero aquellas amigas imaginarias no podían andar ni hablar. Cuando entré en la habitación, se quedaron las tres quietas mirándome. Parpadeando y ya está.
Parpadeaban nada más.
Esa clase de amigos imaginarios no suele vivir mucho. Una vez, en la clase de preescolar, de repente apareció una amiga imaginaria y a los quince minutos ya había desaparecido. Fue creciendo en mitad de la habitación, como uno de esos globos con forma de persona que venden en los desfiles, y acabó más o menos con mi misma altura. Era una niña grandota, de color rosa, con coletas y flores amarillas en lugar de pies. Pero pasado el momento del cuento, fue como si la hubieran pinchado con un alfiler. Se encogió poco a poco hasta que ya no la vi más.
Pasé mucho miedo viendo cómo aquella niña rosa de saparecía. Quince minutos no son nada.
La pobre ni siquiera llegó a oír el cuento entero.
Graham, en cambio, lleva mucho tiempo en el mundo. Somos amigos desde hace dos años. No me puedo creer que se esté muriendo.
Me gustaría regañar a su amiga humana, Meghan, porque es culpa suya que Graham se esté muriendo. Meghan ya no cree en Graham.
Cuando Graham muera, la madre de Meghan le preguntará a su hija qué ha sido de su amiga imaginaria, y Meghan contestará algo así como «Graham ya no vive aquí» o «No sé dónde está» o «Se ha ido de vacaciones». Y su madre se dará la vuelta muy risueña, pensando que su hijita se está haciendo mayor.
Pero no. No será eso lo que pase. Graham no se marchará de vacaciones. Ni se irá a vivir a otro país.
Graham se está muriendo.
«Has dejado de creer, Meghan, y ahora mi amiga se va a morir. Pero, aunque tú seas el único ser humano capaz de verla y oírla, eso no significa que Graham no sea real. Yo también soy capaz de verla y oírla. Graham es mi amiga.
»A veces, cuando tú y Max estáis en clase, nosotros dos quedamos en los columpios y charlamos un rato.
»Cuando tú y Max teníais recreo a la misma hora, ella y yo jugábamos al corre que te pillo.
»El día que Max salió corriendo entre los autocares y yo evité que lo atropellaran, Graham me dijo que yo era un héroe y, aunque yo no creo que fuera ningún héroe, me gustó mucho oírla decir eso.
»Y ahora Graham se va a morir porque tú ya no crees en ella».
Estamos sentados en el comedor del colegio. Max ha ido a clase de Música y Meghan está comiendo. Viendo la manera en que Meghan habla con las otras niñas en la mesa del comedor, me doy cuenta de que ya no necesita a Graham como antes. Sonríe. Ríe. Sigue la conversación con la mirada. Incluso interviene de vez en cuando. Ahora ya forma parte de un grupo.
Meghan ya no es la misma.
—¿Cómo te encuentras hoy? —le pregunto a Graham, confiando en que sea ella la que saque el tema de su desaparición.
Y lo hace.
—Sé lo que me está pasando, si te refieres a eso —contesta.
Suena muy triste, pero también suena como si hubiera tirado la toalla. Como si se hubiera rendido.
—Ah —digo, y luego me quedo un momento sin saber qué añadir.
La miro a los ojos y luego hago como que miro alrededor, por encima de mi hombro y a mi izquierda, como si hubiera oído algo en algún rincón del comedor que me hubiera llamado la atención. No me atrevo a mirarla porque sé que veré a través de ella. Al final, vuelvo la cabeza. Me obligo a mirarla a los ojos.
—¿Qué se siente?
—No se siente nada.
Levanta las manos para demostrármelo y le veo la cara a través de ellas, pero esta vez no hay sonrisa al otro lado. Parece que estuvieran hechas de papel de cera.
—No lo entiendo —le digo—. ¿Qué ha pasado? ¿Meghan aún te oye cuando le hablas?
—Sí, claro. Y me ve también. Acabamos de pasar diez minutos en el recreo jugando a la rayuela.
—Entonces, ¿por qué ya no cree en ti?
Graham deja escapar un suspiro. Y luego otro.
—No es que no crea en mí. Es que ya no me necesita. Antes Meghan tenía miedo a hablar con los demás niños. De pequeña tartamudeaba. Ya no, pero de pequeña se perdió conocer a muchos niños y hacer amigos por culpa del tartamudeo. Ahora está recuperando el tiempo perdido. Hace un par de semanas fue a jugar a casa de Annie. Era la primera vez que iba a casa de alguien a jugar. Y ahora juega con Annie a todas horas. Ayer incluso las castigaron en clase por hablar en vez de leer. Y hoy, cuando sus compañeras nos han visto jugando a la rayuela, se han acercado a jugar con ella.
—¿Qué es tartamudear? —le pregunto. Puede que Max tartamudee también.
—Es cuando no te salen las palabras. Meghan a veces se atascaba al hablar. Sabía lo que tenía que decir pero no le salía. Muchas veces yo le decía la palabra muy despacito, y así conseguía repetirla. Pero ahora ya solo tartamudea cuando tiene miedo o está nerviosa, o cuando algo la coge por sorpresa.
—¿Se curó?
—Supongo —dice Graham—. Durante la semana iba a clase con la señorita Riner, y después del colegio, con el señor Davidoff. Le ha costado mucho esfuerzo, pero ahora habla normal, por eso está haciendo amigas.
Max también va a clase con la señorita Riner. Me pregunto si él también podrá curarse. Y si ese señor Davidoff será el mismo terapeuta que la madre de Max quiere que visite a su hijo.
—¿Y qué vas a hacer? —le pregunto—. No quiero que desaparezcas. ¿Qué puedes hacer para no seguir desapareciendo?
Me preocupa lo que le pase a Graham, pero si pregunto todo eso es también por mí, por si un día desaparece justo delante de mis narices. Tengo que aprovechar para preguntarle ahora que todavía puedo.
Graham abre la boca para decir algo, pero se calla. Cierra los ojos. Sacude la cabeza y se frota los ojos con las manos. Me pregunto si estará tartamudeando. Pero de pronto rompe a llorar. Intento recordar si alguna vez he visto llorar a un amigo imaginario.
No creo.
La observo bajar la barbilla hacia el pecho y sollozar. Las lágrimas le resbalan por las mejillas; una de ellas va a parar al mentón, y yo observo cómo cae, salpica sobre la mesa y desaparece por completo.
Igual que hará Graham dentro de poco.
Me siento como el otro día en los váteres de los niños. Tommy Swinden se está colando bajo la puerta del retrete. Max se ha subido a la taza del váter y tiene los pantalones caídos. Y yo me quedo plantado en el rincón, sin saber qué hacer ni qué decir.
Espero hasta que los sollozos de Graham pasan a ser gimoteos. Hasta que dejan de caerle las lágrimas. Hasta que abre los ojos de nuevo.
Y entonces hablo.
—Tengo una idea.
Espero a que Graham diga algo.
Pero Graham sigue gimoteando.
—Tengo un plan —insisto—. Un plan para salvarte.
—¿Sí? —dice Graham, pero noto que no me cree.
—Sí. Solo tienes que hacerte amiga de Meghan.
Pero eso no es exactamente lo que quería decir y me doy cuenta en cuanto lo digo.
—No, espera. No es eso lo que quería decir.
Callo un momento. La idea está ahí. Lo único que tengo que hacer es encontrar el modo de expresarla correctamente.
«Dilo sin tartamudear», pienso.
Y de pronto me sale:
—Tengo un plan —digo de nuevo—. Tenemos que asegurarnos de que Meghan siga necesitándote. Hay que encontrar el modo de que Meghan no pueda vivir sin ti.