—¿Sabes que estás…?
—Ya lo sé —digo—. Hace dos días que empecé a desaparecer.
Chispa suspira. Se queda un momento callada, mirándome sin más. Estamos solos en la sala de recreo del hospital. Al llegar había otros amigos imaginarios dentro, pero, cuando me ha visto, Chispa les ha dicho que se fueran.
Está visto que a las hadas todo el mundo las obedece.
—¿Sientes…? —me pregunta.
—No siento nada —le digo—. Si fuera ciego, ni siquiera me habría dado cuenta de que estoy desapareciendo.
Aunque eso no es del todo cierto. Max ya no me habla. No es que esté enfadado conmigo, es que ya no se da cuenta de que estoy a su lado, eso es todo. Si me planto delante de él y le hablo, entonces sí me ve y me contesta. Pero si no le hablo, él tampoco me habla a mí.
Han sido unos días muy tristes.
—¿Dónde está Oswald? —pregunta Chispa.
Pero Chispa baja la vista, y veo que ya lo sabe.
—Desapareció —le digo.
—¿Y adónde fue?
—Buena pregunta —le digo—. No lo sé. Al mismo sitio que voy a ir yo. Quizá a ninguna parte.
Le cuento a Chispa la historia de la huida de Max y cómo Oswald el Gigante consiguió entrar en la prisión del sótano y tocó el mundo real por última vez, cortándole el paso a la señorita Patterson y haciéndole tropezar para que Max tuviera tiempo de escapar. También nuestra huida por el bosque y la trampa que Max le puso a la señorita Patterson, y la pelea final en el jardín de su casa. Y que el padre de Max tuvo inmovilizada a la señorita Patterson hasta que llegó la policía, y luego alardeó ante los agentes de que su hijo «había podido con aquella bruja».
También le cuento que Oswald sabía que se moría, y que intenté traerlo otra vez al hospital para salvarle la vida.
—Pero no quiso —le digo—. Se sacrificó para poder salvar a Max. Es un héroe.
—Y tú también —dice Chispa, sonriendo entre lágrimas.
—Pero no como Oswald —replico—. Yo lo único que hice fue animar a Max para que corriera y se escondiera. Yo no puedo tocar el mundo real como hizo Oswald.
—Tú fuiste quien le dijo a Max que lanzara aquella hucha por la ventana. Y también le dijiste que eras imaginario solo para que pudiera salvarse a sí mismo. También tú te sacrificaste.
—Sí —digo, de pronto con rabia por dentro—. Y gracias a eso ahora dejaré de existir. Max está sano y salvo, pero yo me estoy muriendo. Y cuando yo ya no esté, ni siquiera se acordará de mí. Me convertiré en una simple historia que su madre le contará algún día. La historia de cuando tuvo un amigo imaginario llamado Budo.
—Pues yo creo que Max se acordará de ti siempre —dice Chispa—. Lo que no recordará es que fueras real. Pero yo sí.
Pero Chispa también morirá algún día. Quizá dentro de poco. La personita que la creó solo tiene cuatro años. Dentro de un año como mucho, lo más probable es que Chispa ya haya desaparecido. En cuanto salga de preescolar, como la mayoría de amigos imaginarios. Y cuando ella muera, se acabó: no quedará ningún recuerdo del paso de Budo por este mundo. Todo lo que he hecho o dicho en vida habrá desaparecido para siempre.
Las alas de Chispa se agitan. Se levanta del sofá y se queda planeando en medio de la habitación.
—Y yo se lo contaré a los demás —añade, como si me hubiera leído el pensamiento—. A todos los amigos imaginarios que llegue a conocer, para que ellos lo puedan contar también a todos los amigos imaginarios que conozcan. Y que la historia siga pasando de unos a otros, para que el mundo no olvide nunca lo que Oswald el Gigante y Budo el Magnífico hicieron por Max Delaney, el niño más valiente del mundo.
—Eres muy buena, Chispa —le digo—. Muchas gracias.
No tengo valor para decirle que no por eso me va a resultar más fácil morir. Ni que tampoco confío en que todos los amigos imaginarios del mundo transmitan nuestra historia. Hay demasiados que son como Chucho, Chomp o Cuchara.
Y pocos como Chispa, Oswald, Summer o Graham.
Muy pocos.
—¿Cómo está Max? —pregunta Chispa, posándose de nuevo a mi lado en el sofá. Quiere cambiar de tema, y yo me alegro.
—Bien —contesto—. Yo pensaba que, después de todo lo ocurrido, cambiaría. Pero no, quizá haya cambiado un poco, pero no mucho.
—¿Qué quieres decir?
—Max reaccionó muy bien en el bosque y también al final, en el jardín de su casa, porque se encontraba en su salsa. Lleva toda la vida leyendo sobre guerras, armas y francotiradores. Ha planeado mil y una batallas con sus soldaditos. En aquella arboleda no había nadie que le incordiara. Nadie que le hablara ni buscara su mirada. Que intentara estrecharle la mano, le diera un puñetazo en la nariz o le subiera la cremallera del abrigo. Estaba huyendo de alguien, que al fin y al cabo es lo que hace siempre, huir de la gente. Reaccionó muy bien, sí, pero casi porque se sentía cómodo en aquel papel.
—¿Y ahora cómo está? —pregunta Chispa.
—Ayer volvió al colegio y lo pasó mal. Todos querían hablar con él. Se le echaron todos encima nada más entrar y casi se bloquea. Menos mal que la señorita Gosk se dio cuenta y les dijo a todos, maestras, niños mayores, e incluso psicólogos, que lo dejaran en paz. Max sigue siendo Max. Quizá ahora un poco más valiente y un poco más capaz de cuidar de sí mismo, pero sigue siendo Max. Angustiado todavía por las cacas de propina y por Tommy Swinden.
Chispa arruga de pronto el punto de la frente en el que se encontrarían sus dos cejas si las tuviera: no entiende a qué me refiero.
—Es una larga historia —le digo.
—¿Cuánto crees que tardarás en…?
—No sé —le digo—. Igual mañana.
Chispa sonríe, pero es una sonrisa triste.
—Te echaré de menos, Budo.
—Y yo a ti —le digo—. A ti y a todo.