No sé el rato que llevaremos andando, pero acabamos de pasar por delante de la casa de los Savoy. La luna ha cambiado de sitio pero sigue en el cielo, sobre nuestras cabezas. Max no ha hablado mucho por el camino. Pero él es así. Quizá se haya transformado en Rambo de la noche a la mañana, pero sigue siendo Max.
Hemos hecho la larga caminata escondiéndonos detrás de casas, arbustos y árboles siempre que podíamos. No me he separado de él en todo el rato, y no lo he oído quejarse ni una vez.
Me cuesta creer que Max va a estar de vuelta en casa dentro de unos minutos. Ya no necesito imaginar la cara que pondrán sus padres cuando abran la puerta y se lo encuentren allí delante, porque va a ser real dentro de nada. Nunca pensé que llegaría este momento.
Me paro un momento, justo antes de llegar al camino de acceso al garaje, y me quedo mirando a Max. Por primera vez en la vida, entiendo lo que significa sentirse orgulloso de alguien. No soy su madre ni su padre, pero sí su amigo, y me siento orgullosísimo de él.
Pero de pronto veo algo.
Es el autobús de la señorita Patterson. Ese autobús con una habitación en la parte de atrás preparada especialmente para Max.
Max está a punto de entrar en el jardín de delante de su casa y dar los últimos pasos hasta la puerta de entrada, pero no sabe que la señorita Patterson está esperándole. No sabe que su autobús está aparcado en la misma calle, un poco más adelante, en el espacio que queda oscuro entre dos farolas.
Ni siquiera sabe que la señorita Patterson tiene un autobús.
Abro la boca para avisarle a gritos, pero llego tarde. Max ha avanzado ya cuatro o cinco pasos por el camino que lleva al garaje de su casa cuando la señorita Patterson sale de su escondrijo detrás del roble gigante, donde Max y yo esperamos al autocar cada día desde que Max entró en preescolar. El mismo roble donde Max se apoya hasta que llega el autocar del colegio.
Max oye las pisadas de la señorita Patterson antes que mi voz, pero ambos llegan a sus oídos demasiado tarde. En cuanto la ve yendo hacia él, corre disparado hacia la entrada, pero la señorita Patterson le echa el brazo encima e intenta agarrarlo por la espalda. Max se tambalea al recibir el golpe, tropieza y cae al suelo, pero por un instante queda libre. Avanza gateando hacia la entrada, pero la señorita Patterson le da alcance muy rápido; se agacha, lo agarra por el brazo y lo levanta del suelo como si fuera un muñeco.
—¡Mamá! ¡Papá! ¡Socorro!
Ella le tapa la boca con la mano libre. De todos modos, no creo que sus padres lo oyeran. Duermen en el piso de arriba y su habitación da al jardín de atrás. Además, es tarde y supongo que estarán durmiendo. Pero eso ella no lo sabe. Quiere que no haga ruido para huir con él para siempre jamás.
Yo consigo por fin moverme, echo a correr y me quedo paralizado delante de Max. Está luchando con la señorita Patterson, intentando soltarse. Tiene los ojos abiertos como platos. Quiere gritar, pero como la señorita Patterson le tiene tapada la boca, no se oye más que un murmullo. Max le está dando patadas en la espinilla, pero ella ni se inmuta.
Me quedo plantado como un tonto. Estoy a un paso de él, viendo cómo pelea por su vida, y no puedo hacer nada. Max me mira a los ojos. Está suplicándome que lo ayude, pero no puedo hacer nada. Aparte de quedarme mirando cómo se lo llevan a rastras de aquí para siempre jamás.
—¡Pelea! —le digo a voces—. ¡Muérdele la mano!
Y Max se la muerde. Veo cómo abre la mandíbula y se la hinca. La señorita Patterson hace una mueca de dolor, pero no lo suelta.
Max mueve mucho los brazos. No deja de dar patadas. Agarra la mano que le tapa la boca e intenta soltársela. Hace un último esfuerzo, con los ojos casi saliéndosele de las órbitas, pero no consigue quitársela de encima. Golpea en ella con el puño. Y de pronto veo que le cambia la expresión. Por un instante, el pánico desaparece de sus ojos. Lleva la mano al bolsillo y saca un objeto que ha tenido ahí dentro escondido toda la noche. Es la hucha que estaba en su habitación. Aquel viejo cerdito repleto de monedas.
Cuando antes dije que Max se había saltado su primera norma al cruzar por mitad de la calle y no usar el paso de peatones, me equivoqué: era la segunda vez que se saltaba una norma.
Antes había robado.
Max agarra el cerdito con la mano derecha y lo deja caer con fuerza sobre el brazo de la señorita Patterson. Las patitas de metal del cerdo se le clavan en la piel. Hace una mueca, grita de dolor esta vez, pero no lo suelta.
No piensa dejarlo escapar. Por muchos mordiscos, puñetazos y patadas que le dé, la señorita Patterson sabe que basta con que consiga arrastrar a Max hasta el autobús para estar a salvo de nuevo. Y a eso se dispone en este momento. Mientras Max sigue aporreándola con la hucha, ella tira de él por el camino de acceso al garaje en dirección al roble y al autobús que espera aparcado en la calle.
Ojalá pudiera ponerme a gritar y pedir auxilio. Despertar a los padres de Max. Hacerle saber al mundo entero que mi amigo ha conseguido llegar hasta el mismísimo portal de su casa y que ya solo necesita un empujoncito de nada para finalizar con éxito su huida. Ha hecho el viaje solo y ahora solo necesita que alguien intervenga y le dé ese último empujón para salvarse.
De pronto se me ocurre una idea.
—¡Tommy Swinden! —le grito a Max.
Y, sin dejar de aporrear el brazo de la señorita Patterson con la hucha e intentar zafarse de ella, Max arruga la frente y me mira sin comprender.
—No, no digo que te hagas caca encima de ella —aclaro—. Acuérdate de lo que te hizo Tommy Swinden el día de Halloween. ¡Rompe una ventana, Max!
Max levanta el brazo, dispuesto a descargar una vez más la hucha sobre el brazo de la señorita Patterson, pero en el último momento se detiene. Veo en sus ojos que ha comprendido. Podrá hacer un solo lanzamiento, pero ha comprendido.
Max levanta la mirada hacia su casa. La señorita Patterson ya está saliendo del jardín con él a rastras. Max sabe que, si no lanza esa hucha ahora mismo, luego estará demasiado lejos. En la sala de estar hay un ventanal. Es bastante grande. Está justo en el centro de la fachada. Aun así, no va a ser fácil. Ya se encuentran bastante lejos, y los pies de Max apenas si tocan el suelo.
Además, tiene mala puntería.
—Dale un mordisco primero —le digo—. Híncale bien los dientes. Con todas tus fuerzas.
Max me dice que sí con la cabeza. Aunque se lo están llevando a rastras y las probabilidades de volver a ver a sus padres se esfuman de nuevo, Max me dice que sí.
Y muerde.
El mordisco debe de haber sido más fuerte esta vez, porque la señorita Patterson deja escapar un grito, aparta la mano y la sacude como si la hubieran quemado. Pero, lo más importante, ya no arrastra a Max por el suelo. Aún lo tiene sujeto por un brazo, pero Max ha apoyado los pies en el suelo. Es el momento de intentarlo.
—¡Date impulso! —exclamo—. ¡Lánzala con todo el cuerpo! ¡A por todas!
—Vale —dice Max, resollando. Echa hacia atrás el brazo y lanza la hucha con todas sus fuerzas a la oscuridad.
La señorita Patterson ve la hucha que sale de la mano de Max y sigue con ojos estupefactos el vuelo del cerdito con el morro en alto en dirección al ventanal.
«Cuando los cerdos vuelen», pienso.
Por un instante, parece como si el mundo se hubiera detenido. Hasta el ojo ciego de la luna se vuelve para seguir el vuelo de aquel cerdito metálico.
La hucha se estrella en mitad del ventanal. El lanzamiento habría llenado de orgullo al padre de Max para siempre. Ni Tommy Swinden habría soñado con semejante puntería. El cristal estalla en mil pedazos y, segundos más tarde, la alarma se dispara.
La señorita Patterson alarga la mano que tiene libre, sangrando ahora por el mordisco que le ha dado, y agarra a Max por el cuello. Luego lo levanta del suelo y sale disparada con aquel niño que no deja de retorcerse y dar gritos entre sus brazos. Está atravesando el jardín a la carrera en dirección a su autobús.
Max acaba de hacer el lanzamiento de su vida. El ventanal se ha roto. Ha saltado la alarma. La policía viene en camino. Pero la señorita Patterson está escapando con Max. En cuestión de segundos, habrá escapado para siempre.
De pronto veo una masa borrosa que pasa volando frente a mí y se abalanza sobre la señorita Patterson como un tren fuera de control: es el padre de Max. Ella da un grito y, antes de caerse al suelo bajo el peso de aquel hombre, suelta a Max para frenar la caída con los brazos. Max cae hacia delante y sale rodando, entre resuellos y jadeos, llevándose las manos al cuello, intentando recuperar el aliento.
La señorita Patterson lo estaba asfixiando.
Su secuestradora se estrella en el suelo, con el padre de Max todavía encima, sujetándola con unos brazos que parecen cables de acero. El hombre está en calzoncillos y camiseta, y los brazos le sangran llenos de heridas. Tiene los brazos y los hombros cubiertos de cortes. La espalda de la camiseta, desgarrada y empapada de sangre. Sin comprender qué ha pasado, vuelvo la vista hacia la casa y veo que la puerta de la entrada está cerrada. El padre de Max ha saltado por el ventanal roto. Se ha cortado con los cristales al atravesarlo.
—¡Max! ¡Dios santo! ¿Estás bien? —pregunta el padre de Max, sin soltar a la señorita Patterson. La ha inmovilizado en el suelo, pero sigue sentado sobre ella empujando con todo su peso—. ¡Dios santo! ¿Max, estás bien?
—Sí —responde Max.
Tiene la voz ronca y entrecortada, pero dice la verdad: está bien.
—¡Max!
Quien grita es la madre de Max. Está asomada al ventanal, viendo la escena que tiene ante sí en el jardín: su marido ensangrentado; la secuestradora de su hijo; y Max, sentado junto a su padre, frotándose el cuello.
—¡Max! ¡Dios mío! ¡Max!
Desaparece del ventanal de inmediato. Segundos más tarde, las luces se encienden, iluminando el jardín delantero. La puerta de entrada se abre de golpe y la madre de Max sale corriendo por ella, salta los peldaños y va hacia su hijo. Lleva puesta una bata blanca y parece como si resplandeciera bajo la luz de la luna. Cae de rodillas al suelo y cubre los últimos pasos que la separan de Max deslizándose por el césped, envuelve a su hijo entre los brazos y lo besa en la frente un millón de veces. Noto que a Max no le hace mucha gracia, pero por una vez no protesta. Su madre llora y besa a Max una y otra vez, pero él no tuerce el gesto siquiera.
Miro hacia el padre de Max, con la señorita Patterson todavía inmovilizada bajo su peso. La secuestradora no intenta escabullirse, pero el padre de Max ha visto demasiadas películas de detectives como para soltarla ahora. Sabe perfectamente que, justo cuando uno piensa que el malo ha desaparecido o ha muerto, puede asomar en cualquier momento por detrás de un roble y lanzarse sobre ti.
Aun así, está sonriente.
Oigo sirenas a lo lejos. La policía viene en camino.
La madre de Max, sin soltar a su hijo, se acerca rápidamente al padre de Max y se abraza a él. Está llorando a lágrima viva.
Max me mira. Sonríe. No es una mueca. Está sonriendo.
Yo también sonrío. Y lloro también. Es la primera vez en mi vida que lloro de alegría. Miro a Max y levanto el pulgar, felicitándolo.
A través de mi pulgar, que ya empieza a desvanecerse, veo a Max besar a su madre en la mejilla empapada de lágrimas.