Capítulo 6

Max ha entrado en el váter. Está haciendo caca, que es algo que no soporta hacer fuera de casa. Y menos, en un servicio público. Pero es la una y cuarto, quedan todavía dos horas de clase y Max ya no podía aguantar. Siempre intenta hacer caca por la noche antes de acostarse, y, si no lo consigue, vuelve a intentarlo por la mañana antes de salir para el colegio. Hoy ya había hecho después de desayunar, así que esta es de propina.

Max odia las cacas de propina. Odia todo lo que sea sorpresa.

Siempre que hace caca en el cole, procura usar el lavabo para minusválidos que está cerca de la enfermería, porque hay más intimidad, pero hoy estaba allí el bedel, limpiando una vomitona. Cuando un niño dice que tiene ganas de vomitar, la enfermera siempre lo manda a ese lavabo.

Cuando a Max no le queda más remedio que entrar en el lavabo normal, yo me quedo fuera en la puerta para avisarle de si viene alguien. A Max no le gusta hacer caca cuando hay gente alrededor, ni siquiera yo. Pero como las sorpresas todavía le gustan menos, me deja pasar, aunque solo si es una emergencia.

Una emergencia quiere decir que se presente alguien de pronto con la intención de ir al lavabo.

Cuando le aviso de que se acerca alguien, él levanta los pies del suelo para que no vean que el váter está ocupado, y hasta que la otra persona no se ha marchado no termina de hacer caca. Con suerte, el otro no se entera siquiera de que hay alguien dentro, a menos que venga con ganas de hacer caca también y llame a la puerta. Entonces Max vuelve a poner los pies en el suelo y espera a que el otro se marche.

Uno de los problemas que Max tiene con hacer caca es que tarda mucho, incluso cuando está tan tranquilo en el váter de su casa. Ahora mismo lleva ya diez minutos dentro y seguro que todavía le queda un buen rato. Puede ser que ni siquiera haya empezado. Puede que todavía esté colocando los pantalones sobre las zapatillas para que no rocen el suelo.

De pronto veo que hay peligro a la vista. Tommy Swinden acaba de salir de su aula, que está al final del pasillo, y viene hacia aquí. Por el camino, arranca los mapas de los asentamientos coloniales británicos que la señorita Vera tenía colgados en el tablón de anuncios junto a su clase. Tommy suelta una risotada, tira los mapas al suelo y los lanza por todas partes a patadas. Tommy Swinden está en quinto y Max no le cae bien.

Nunca le ha caído bien.

Pero ahora aún menos. Hace tres meses, Tommy Swinden trajo al colegio una navajita suiza para hacerse el chulo con sus amigos. Tommy estaba junto al bosque, sacando punta a un palo con su navajita para demostrarles lo afilada que era, y Max lo pilló y se lo contó a la maestra. Max no sabe callarse esas cosas. Se fue corriendo a la señorita Davis, gritando: «¡Tommy tiene una navaja! ¡Una navaja!». Muchos niños lo oyeron, y unos cuantos pequeños empezaron a dar chillidos y corrieron hacia Tommy, con lo que se asustaron más todavía. A Tommy le cayó un castigo de los gordos. Lo expulsaron del cole una semana, le prohibieron subir al autocar escolar lo que quedaba de año y tuvo que ir a unas clases después del cole en las que se enseñaba buen comportamiento.

Para un niño de quinto es un castigo muy gordo.

Aunque la señorita Davis, la señorita Gosk y todos los demás profesores le dijeron a Max que había hecho bien dando parte de la navaja (porque está prohibido llevar armas al cole, es una norma muy seria), nadie se preocupó de enseñarle cómo había que chivarse de un compañero sin que se enterara todo el patio. Yo es que no lo entiendo. Con la de horas que pasa la señorita Hume enseñando a Max a esperar su turno y a pedir ayuda, ¿por qué nadie se toma la molestia de enseñarle cosas tan importantes como esa? ¿Es que los profesores no se dan cuenta de que Tommy Swinden va a matar a Max por el pedazo de castigo que le ha caído encima?

Quizá no le enseñan esas cosas porque casi todos los maestros del cole de Max son mujeres, y a lo mejor ellas nunca se metían en líos cuando iban al colegio. A lo mejor nunca llevaron una navaja al recreo ni tenían problemas para hacer caca en los lavabos. O puede que no sepan lo que siente un niño cuando le cae un castigo así de gordo. Y quizá por eso se pasan la hora de comer diciendo cosas como «No entiendo en qué estaría pensando ese niño para traerse una navaja al colegio».

Yo sí sé en qué estaba pensando. Estaba pensando que si enseñaba a sus compañeros que sabía sacarle punta a un palo con aquella navajita, a lo mejor dejaban de llamarle subnormal por no haber aprendido aún a leer. Son cosas que hacen los niños. Intentan tapar sus problemas con navajitas y cosas de esas.

Pero no creo que los profesores entiendan esas cosas, por eso seguramente nadie le enseñó a Max cómo ir a un maestro con el cuento de que uno de quinto tiene una navaja sin que se entere todo el mundo. El caso es que ahora Tommy Swinden, el niño de quinto que no sabe leer, el que tiene una navaja y es el doble de grande que Max, viene hacia el lavabo precisamente cuando Max está en el váter intentando hacer caca.

«¡Max! —digo, atravesando la puerta del lavabo—. ¡Tommy Swinden viene hacia aquí!».

Max deja escapar un gruñido y sus zapatillas desaparecen por el hueco bajo la puerta. Me gustaría atravesar también la puerta del retrete y hacerle compañía, para que no se sienta solo, pero sé que no puedo. No le gustaría nada que lo viera sentado en la taza, y sabe que le soy más útil fuera, donde puedo ver lo que él no ve.

Tommy Swinden, que es tan alto como la maestra de plástica y casi tan grandote como el profe de gimnasia, entra en el lavabo y va hacia uno de los urinarios que cuelgan de la pared. Echa un vistazo rápido bajo las puertas, no ve pies, y seguramente piensa que está solo. Luego mira hacia la puerta de entrada a los lavabos, me atraviesa con la mirada sin verme y se lleva la mano atrás para sacarse los calzoncillos remetidos en la raja del trasero. Eso es algo que veo hacer muy a menudo, porque paso mucho tiempo alrededor de gente que cree estar sola. Tiene que ser algo muy incómodo. A mí nunca se me han quedado los calzoncillos remetidos en el culo, porque Max no me imaginó en esa circunstancia, a Dios gracias.

Tommy Swinden vuelve la vista hacia el urinario colgado de la pared y hace pis. Cuando termina, antes de subirse la cremallera y abrocharse el botón de los pantalones, se sacude un poco la cosa. No como el niño aquel que vi una vez en el servicio para minusválidos que está junto a la enfermería, un día que Max me pidió que echara un vistazo para ver si había alguien dentro. No tengo ni idea de lo que aquel niño estaría haciendo, pero era algo más que sacudirse unas gotitas. No me gusta espiar a la gente en el váter, y menos cuando se están tirando de su cosa, pero Max no soporta llamar a la puerta del lavabo, porque cuando él está haciendo sus cosas y le llaman a la puerta, nunca sabe qué responder. Antes decía siempre «¡Max está haciendo caca!», pero una vez un niño fue y le contó a la maestra lo que le había dicho y Max se la cargó.

La maestra le dijo que no era correcto decir que uno está haciendo caca.

—La próxima vez que alguien llame dices «Estoy yo» y punto —le dijo.

—Es que suena tonto —replicó Max—. No sabrán quién es ese yo. No puedo decir «Soy yo» y ya está.

—Bueno —dijo ella, con el tono que usan los profesores para decirles a los niños que hagan cosas ridículas cuando no saben por dónde salir y no quieren seguir hablando—, pues entonces diles quién eres.

Así que ahora cuando está en el váter y alguien llama a la puerta, Max dice:

—¡Ocupado por Max Delaney!

Y el otro se ríe o se queda mirando la puerta con cara rara.

Normal.

Tommy Swinden ha terminado ya de hacer pis y está de pie delante del lavabo; lleva la mano al grifo y, justo antes de girarlo y de que el sonido del agua llene el cuarto de baño, oye un «¡plop!» que sale del retrete donde Max está escondido.

—¿Eh? —dice Tommy y se agacha otra vez, para ver si asoma algún pie. Como no ve nada, se acerca al primer váter y aporrea la puerta a lo bestia. Tan a lo bestia que el retrete entero tiembla—. ¡Sé que estás ahí! ¡Te veo por las rendijas!

No creo que Tommy sepa que es Max quien está al otro lado, porque las rendijas entre la puerta del váter y la pared son demasiado finas como para verle bien la cara. Pero lo bueno que tiene ser uno de los más grandullones del cole es que puedes aporrear la puerta de un váter haya quien haya al otro lado, porque eres capaz de meterte con casi cualquier niño del cole y darle una paliza.

Imaginad lo que se debe de sentir.

Viendo que Max no contesta, Tommy aporrea la puerta otra vez.

—¿Quién hay? ¡Quiero saberlo!

—¡No digas nada, Max! —le advierto a mi amigo desde el otro lado de la puerta—. Tommy no puede entrar. ¡Al final se cansará y se irá!

Pero no, estoy muy equivocado, porque Tommy, viendo que nadie responde a la segunda, se pone a cuatro patas y asoma la cabeza bajo la puerta.

—Pero si es Max el Memo —dice Tommy, y veo cómo se le dibuja una sonrisa en la cara. No es una sonrisa bonita. Es una sonrisa de alguien malo—. Qué casualidad. Es mi día de suerte. ¿Qué pasa, no has podido aguantar el cagarro o qué?

—¡No! —exclama Max, y noto ya la alarma en su voz—. ¡Me estaba saliendo ya!

Esto pinta fatal.

Max está atrapado en un lavabo público, que es un sitio que ya de por sí le da miedo. Tiene los pantalones por los tobillos y seguramente todavía no ha terminado de hacer caca. Y Tom Swinden está al otro lado del váter, con intenciones nada buenas. No hay nadie más alrededor. Aparte de mí, claro, pero yo es como si no estuviera, porque para lo que le puedo servir…

Lo que me asusta es el modo en que Max ha contestado a Tommy. Había algo más que alarma en su voz. Había miedo. Como cuando la gente va al cine y sale el fantasma o el monstruo en la pantalla la primera vez. Max acaba de ver a un monstruo asomando por debajo de la puerta de su váter y tiene miedo. Es posible que esté a punto de bloquearse ya, cosa que nunca es buena.

—¡Abre la puerta, capullo! —dice Tommy, apartando la cabeza y poniéndose de pie—. Si me lo pones fácil, te hago solo una ahogadilla y ya está.

No sé qué será una ahogadilla, pero imagino que nada bueno.

—¡Ocupado por Max Delaney! —dice Max, chillando como una niña pequeña—. ¡Ocupado por Max Delaney!

—Es tu última oportunidad, Max Memo. ¡Ábreme o tiro la puerta abajo!

—¡Ocupado por Max Delaney! —repite Max a voces—. ¡Ocupado por Max Delaney!

Tommy Swinden se pone a cuatro patas de nuevo, dispuesto a pasar por debajo de la puerta, y no sé qué hacer.

Max necesita más apoyo que la mayoría de niños de su clase, y yo siempre estoy a su lado, dispuesto a ayudarle. También el día en que se chivó de Tommy Swinden estaba a su lado, pidiéndole que bajara la voz, suplicándole «¡Tranquilo! ¡No te aceleres! ¡No grites!». Aquel día Max no me hizo caso porque alguien había metido una navaja en la escuela, y desobedecer aquella norma era tan grave que no pudo controlarse. Era como si el mundo se hubiera roto en mil pedazos y tuviera que encontrar un profesor para recomponerlo. Aquel día no conseguí detenerlo, pero lo intenté.

Entonces al menos supe cómo reaccionar.

Ahora, en cambio, no lo sé. Tommy Swinden va a colarse por debajo de la puerta y a meterse en ese minúsculo váter donde Max está atrapado, seguramente encima de la taza, abrazado a las rodillas, con los pantalones caídos, paralizado por el miedo. No está llorando, pero no tardará en hacerlo y, antes de que Tommy haya pasado al otro lado, ya estará Max gritando, con ese grito agudo y desesperado que le pone la cara roja como un tomate y le llena los ojos de lágrimas. Luego apretará los puños, se tapará la cara con los brazos, cerrará los ojos y se pondrá a gritar, con ese chillido leve, casi silencioso, que me recuerda a los aparatos de ultrasonidos que se usan para adiestrar a los perros y los humanos no pueden oír. Como un silbido que apenas hace ruido.

Antes de que llegue algún maestro a ver qué está pasando, Tommy Swinden ya le habrá hecho la ahogadilla a Max, sea lo que sea eso. Estoy seguro de que nada agradable para ningún niño, pero aún peor para Max, porque él es como es: se lo guarda todo. Nunca olvida. E incluso una tontería insignificante puede afectarle para siempre. Sea lo que sea esa ahogadilla, le cambiará la vida para siempre. Lo sé, pero no sé qué hacer.

«¡Socorro! —me dan ganas de gritar—. ¡Que alguien auxilie a mi amigo!».

Pero el único que me oiría sería Max.

La cabeza de Tommy desaparece bajo la puerta, y grito: «¡Pelea, Max! ¡Pelea! ¡No lo dejes entrar!».

No sé por qué he dicho eso. Me he sorprendido a mí mismo al oírlo. No es muy buena idea. No tiene nada de inteligente, ni siquiera de original. Pero es la única salida. Si Max no pelea, le harán esa ahogadilla.

Tommy ya ha metido la cabeza y los hombros por debajo de la puerta y, por lo que veo, con un rápido movimiento más pasará las caderas y las piernas y estará ya al otro lado, plantado dentro del retrete sobre el pequeño y tembloroso Max, dispuesto a pegarle. A hacerle una ahogadilla.

Me he quedado como un tonto al otro lado. Por una parte me gustaría atravesar la puerta e ir a hacerle compañía, pero a Max no le gusta que lo vean desnudo ni haciendo caca. Estoy más bloqueado de lo que Max ha estado en su vida.

Alguien está gritando, y esta vez no es mi amigo. Es Tommy. No suena como el grito aterrorizado y acorralado de Max. Es un grito distinto. No hay alarma, ni miedo en él. Más bien parece que no se creyera lo que está pasando. Tommy grita a la vez que intenta decir algo y ponerse en pie, pero se olvida de que está encajonado bajo una puerta y se da un golpe en la espalda, y entonces suelta otro grito, pero esta vez de dolor. Luego se abre la puerta de golpe y aparece Max, con los pantalones subidos pero sin abrochar, la cremallera bajada aún, y las piernas a caballo sobre la cabeza de Tommy.

—¡Corre! —exclamo, y Max echa a correr, pisándole la mano a Tommy, que vuelve a gritar de dolor.

Max pasa junto a mí a toda prisa, sujetándose los pantalones, y sale por la puerta. Le sigo. En lugar de torcer a la izquierda, en dirección al aula, gira a la derecha y, sin dejar de correr, se sube la cremallera y se abrocha el pantalón.

—¿Adónde vas?

—No he terminado aún —dice—. A lo mejor ya han limpiado el váter de la enfermería.

—¿Qué le ha pasado a Tommy? —pregunto—. ¿Qué has hecho?

—Caca, me he hecho caca en su cabeza —responde Max.

—¿Que has hecho caca con alguien delante?

No me lo puedo creer. Que se haya hecho caca en la cabeza de Tommy Swinden ya cuesta de creer, pero lo más asombroso es que lo haya podido hacer en presencia de otra persona.

—Solo ha sido un poquito —dice Max—. Cuando ha entrado, ya casi había terminado.

Sigue andando pasillo abajo y luego dice algo más:

—Como ya hice esta mañana, no había mucha. Era una caca de propina, acuérdate.