Max se ha escondido detrás de un árbol. Abrazado a su locomotora de Lego como si fuera un oso de peluche. Se le han perdido algunas piezas, pero no creo que Max se haya dado cuenta. Tiembla como un flan. Fuera hace frío y no lleva puesto el abrigo, pero no creo que su temblor sea por el frío.
—No puedes quedarte aquí. Tienes que correr —le digo.
—Párala —susurra Max.
—No puedo. Tienes que correr.
Aguzo el oído. Imagino que voy a oír a la señorita Patterson abriéndose paso entre árboles y arbustos a toda prisa, pero no. Seguramente se estará acercando despacio. Intentando no hacer ruido. Querrá llegar sigilosamente hasta Max para pillarlo desprevenido.
—Max, tienes que salir corriendo —le digo de nuevo.
—No puedo.
—Tienes que hacerlo.
En ese momento una luz se cuela entre los árboles. Vuelvo la vista hacia la casa de la señorita Patterson. Un punto de luz destella al final de la arboleda.
Es una linterna.
La señorita Patterson ha vuelto a la casa para coger una linterna.
—Max, si te encuentra, te llevará lejos de aquí para siempre y estarás solo toda tu vida.
—Te tendré a ti —dice Max.
—No, a mí tampoco.
—Sí. Dices que me vas a abandonar, pero no es verdad. Lo sé.
Max tiene razón. Sería incapaz de abandonarlo. Pero este no es momento de verdades. Tengo que mentirle como nunca lo había hecho antes. Como nunca imaginé que lo haría.
—Max —le digo, mirándolo a los ojos—. No soy un ser real. Soy imaginario.
—No es verdad. Calla.
—Sí es verdad. Budo es un ser imaginario. Estás solo, Max. Sé que me ves, pero en realidad no estoy aquí. Porque soy imaginario. Yo no puedo ayudarte, Max. Tienes que ayudarte a ti mismo.
La luz atraviesa los árboles a la izquierda. En la dirección del estanque. La señorita Patterson va cuesta abajo, apartándose un poco de Max, pero entre el estanque y él no hay un gran trecho. Aunque vaya en dirección contraria, no tardará en verlo. La luna ilumina todo el bosque y ella lleva una linterna.
Un segundo después oímos que cruje una rama en el suelo. Se está acercando.
Max da un respingo sobresaltado y la locomotora casi se le cae de la mano.
—¿Hacia dónde? —pregunta—. ¿Hacia dónde tengo que correr?
—No lo sé —contesto—. Soy imaginario. Eres tú quien tiene que decidirlo.
Se oye el crujido de otra rama, esta vez está mucho más cerca. Max se vuelve y echa a correr hacia la derecha, cuesta arriba, alejándose del estanque y de la señorita Patterson. Pero con demasiadas prisas y demasiado ruido. La luz de la linterna se desvía de golpe hacia él y le ilumina la espalda.
—¡Max! —exclama la señorita Patterson—. ¡Espera!
En cuanto oye su voz, Max aprieta el paso, y yo con él.
Entra deprisa y corriendo en un tupido pinar y de pronto le pierdo la pista. Al menos sé que va en buena dirección. A este lado de la calle hay otras cinco casas más hasta llegar al final, y Max va camino de la casa del vecino que está más cerca de la señorita Patterson. Veo las luces encendidas de la casa a través de los árboles. Pero, no sé cómo, le he perdido la pista a Max. Iba unos veinte o treinta pasos por delante de mí y ya no está.
Dejo de correr. Mejor que ande, así podré estar más atento. La señorita Patterson también ha dejado de correr. Viene andando no muy lejos de mí, por mi izquierda, también muy atenta.
Los dos estamos buscando a Max.
—¡Budo!
Max me llama, pero esta vez susurrando. Oigo la voz a mi derecha y me vuelvo en esa dirección. Veo árboles, rocas, hojas y el resplandor de las farolas en lo alto de la colina, donde termina la arboleda y empieza la carretera, pero no veo a Max.
—¡Budo! —lo oigo susurrar de nuevo, y temo por él.
Max susurra para no hacer ruido, pero no sabe lo cerca que tiene ya a la señorita Patterson. No debería arriesgarse a llamarme.
De pronto lo veo.
Veo un peñasco y un árbol, y, entre los dos, un montón de hojas, probablemente arrastradas por el viento. Max se ha sepultado entre las hojas. Veo su manita por debajo de la pila haciéndome señas.
Me pongo a cuatro patas y voy hasta él, pegado al otro lado del peñasco.
—Max, ¿qué haces aquí? —susurro tan flojito como puedo, para que él me copie y no levante la voz.
—Esperar —responde.
—¿Cómo?
—Es lo que hacen los francotiradores —susurra—. Dejan que los soldados enemigos les pasen por delante antes de atacar.
—Pero tú no puedes atacar a la señorita Patterson.
—No. Esperaré hasta que…
Max oye unas pisadas en la hojarasca acercándose y calla. Un segundo después la linterna pasa sobre el peñasco donde estoy sentado y junto al que Max se esconde, debajo de las hojas.
Levanto la vista. Es la señorita Patterson. Veo su silueta iluminada por la luz de la luna. Se acerca. Está a cincuenta pasos. Luego a treinta. A veinte. Camina a paso rápido como si supiera exactamente dónde está escondido Max. Si no cambia de dirección, puede que se tope con él.
—Max, no te muevas —le digo—. Viene hacia aquí.
Mientras espero, suponiendo que dentro de un momento lo va a pillar, pienso en la decisión de Max de esconderse bajo esas hojas. «Es lo que hacen los francotiradores», ha dicho.
Lo habrá leído en algún libro. Max ha leído millones de libros sobre guerras, y ahora está aplicando lo aprendido para salvarse. En un bosque desconocido. De noche. Con alguien siguiéndole los pasos de cerca. Y mientras su mejor amigo se empeña en decirle que no es real.
Y sin bloquearse.
Es increíble.
La señorita Patterson está ya a diez pasos de Max. A cinco. Apunta con la linterna en línea recta. No al suelo, sino hacia delante. Si llega a hacer eso un par de pasos atrás, habría descubierto a Max, pero se está desviando a la izquierda y se va cuesta arriba hacia la carretera. Es normal que se haya desviado. Si no, habría tenido que escalar el peñasco o abrirse paso apretándose entre este y el árbol. El caso es que nos hemos librado por los pelos. Si hubiera enfocado el montículo de hojas con la linterna, estoy seguro de que habría visto el bulto de Max.
—¿Cuánto tiempo piensas quedarte ahí esperando? —le pregunto en cuanto dejo de oír pisadas, suponiendo que la señorita Patterson ya no podrá oírnos.
—Los francotiradores a veces se pasan días enteros esperando —susurra.
—¿Días?
—No es que yo vaya hacerlo, pero es lo que hacen los francotiradores. No lo sé. Esperaré un rato.
—Está bien.
No sé si será buena idea, pero ha tomado una decisión. Está solucionando el problema por sí solo. Está escapando solo.
—Budo —susurra—. ¿Eres real? Dime la verdad.
Pienso un momento antes de contestar. Me gustaría decirle que sí, porque es verdad, y porque así no corro yo peligro. Si le digo que sí, seguiré existiendo. Pero también Max está en peligro, y él no puede arriesgarse a creer en mí porque yo no podré salvarlo. Tiene que creer en sí mismo. Hace demasiado tiempo que depende de mí. Ahora tiene que depender de sí mismo. Yo no puedo llevarlo de vuelta a casa.
No se trata de decidir entre sopa de pollo con fideos o sopa de ternera con verduras. Entre azul o verde. No estamos en Educación Especial, ni en el patio de recreo, ni en el autocar, ni siquiera ante Tommy Swinden. Estamos ante el mismísimo diablo bajo la mismísima pálida luz de la luna.
Max tiene que volver a casa por su cuenta.
—No —contesto finalmente—. Soy imaginario. Que me muera aquí mismo si es mentira. Imaginas que existo porque así las cosas se te hacen más fáciles. Porque así tienes un amigo.
—¿De verdad? —pregunta.
—De verdad.
—Eres un buen amigo, Budo.
Es la primera vez que Max me dice eso. Quisiera existir para siempre jamás, pero, si tuviera que abandonar este mundo ahora mismo, al menos me iría feliz. Más feliz de lo que he sido nunca.
—Gracias —digo—. Pero no soy más que lo que tú imaginas. Si soy un buen amigo es porque tú has querido que lo fuera.
—Es hora de irse —dice Max.
Lo dice tan deprisa que no sé si me habrá estado escuchando.
Se levanta pero con la espalda encorvada. Enfila cuesta arriba, pero no por donde ha tomado la señorita Patterson, sino más a la izquierda.
Le sigo.
Al pasar junto al montículo de hojas donde Max estaba escondido hace unos segundos, veo la locomotora de Lego junto al peñasco. Se la ha dejado olvidada.
Un minuto después llegamos al jardín del vecino. Un camino de gravilla para los coches parte en dos la gran zona de césped. Al otro lado del césped hay también una arboleda. Esta no es tan grande, a primera vista. Las luces de la casa siguiente no parecen muy lejanas. Despuntan entre la hilera de árboles.
—Deberías ir a la casa del vecino y llamar a la puerta. Ellos te ayudarán.
Max no contesta.
—No temas, Max, no te harán daño.
Pero Max no contesta.
Ya suponía yo que Max no pediría ayuda a los vecinos de la señorita Patterson ni a nadie. Creo que antes preferiría quemar todos los Legos, soldaditos y videojuegos del mundo y verlos transformados en plástico derretido que hablar con un extraño. Llamar a la puerta de un desconocido sería como llamar a la puerta de una nave espacial alienígena.
Max mira a derecha e izquierda, y luego de frente, al otro lado del jardín. Parece como si se estuviera preparando para cruzar la calle, aunque Max no ha cruzado una calle solo en toda su vida. De pronto salta de su escondite entre los árboles y atraviesa el césped a la carrera. La luz de la luna lo ilumina, pero, a menos que la señorita Patterson esté vigilando en algún sitio, podrá llegar al otro lado sin que nadie lo vea.
Cuando llega al camino de gravilla, se encienden unos focos en la casa. Iluminan el jardín de delante como rayos de sol. Son luces de esas que se activan cuando notan un movimiento. Los padres de Max también las tienen, en el jardín de atrás, y a veces se encienden cuando pasa algún gato callejero o algún ciervo.
Max se queda muy quieto bajo la luz de los focos. Mira detrás de él. Yo me he quedado junto a la arboleda. Mirándolo de lejos, maravillado ante ese niño que no hace mucho necesitaba ayuda para escoger qué calcetines ponerse.
Max se vuelve hacia la pequeña arboleda al otro lado del jardín y echa a correr otra vez, pero justo en ese momento la señorita Patterson sale repentinamente de entre los árboles a mi derecha y atraviesa el jardín como una flecha. Max no la ha visto.
—¡Max! ¡Cuidado! ¡La tienes detrás!
Max se vuelve, pero sin dejar de correr.
Yo también me lanzo a la carrera. Me saco de encima el asombro, de pronto lleno de miedo. Corro detrás de la señorita Patterson, que cada vez está más cerca de Max. Es más rápida que él. Más rápida de lo que debiera.
Es el diablo en persona.
Max llega a la arboleda del otro extremo. Se cuela entre los árboles y luego veo que da un salto sobre un viejo muro de piedra. Pero se le engancha un pie, cae al otro lado del muro y lo pierdo de vista. Un segundo después, se levanta como un resorte y se pone a correr otra vez.
La señorita Patterson llega a la arboleda unos diez segundos después. También salta el muro, pero sin tropezar, se planta rápidamente al otro lado y echa a correr, dándose impulso con los brazos. Aún lleva la linterna encendida, pero ya no apunta hacia Max. No le hace falta porque ve por dónde va. Está a punto de pillarle. La luz de la linterna se mueve a bandazos entre los árboles.
—¡Corre, Max! —grito al saltar el muro.
Estoy a pocos segundos de la señorita Patterson, pero no puedo hacer nada. No sé cómo ayudar. Me siento inútil.
—¡Corre! —grito de nuevo.
Max llega hasta el jardín de delante de la siguiente casa. No es tan grande como el primero, y el camino de acceso para los coches no es de gravilla sino de un material como el de la carretera, pero por lo demás es igual. Max atraviesa el césped como una flecha, sin que esta vez se encienda ningún foco, y desaparece entre la espesura al otro lado.
Sigue a través de casas y jardines. Dos casas más y no tendrá más remedio que cruzar la calle. Una calle que nunca ha sido capaz de cruzar solo. De ahí pasará a un vecindario con casas, aceras, farolas y señales de stop. Un vecindario donde no habrá montículos de hojas, ni muros de piedra ni frondosas arboledas. Donde no habrá penumbras ni lugares donde esconderse. Si no quiere que lo pillen, tendrá que pedir auxilio a alguien.
Pero como su secuestradora lo pueda pillar antes, nada de eso tendrá ninguna importancia, y por lo que parece eso es lo que va a pasar.
La señorita Patterson llega a la hilera de árboles pocos segundos después que Max. Yo estoy a unos veinte pasos por detrás de ella cuando veo una gruesa rama sin hojas que sale de la penumbra y se estrella contra la cara de la señorita Patterson. Ella da un grito y entonces se cae al suelo desplomada. Un segundo después puedo ver a Max. Cambia de dirección. Ha girado a la derecha. Ahora corre entre los árboles en dirección a la carretera en lugar de cruzar por la arboleda hacia la siguiente casa.
Hago un alto al llegar junto a la señorita Patterson, tumbada en el suelo. Le sangra la nariz. Se aprieta el ojo izquierdo con las dos manos. Está gimiendo.
Max ha bailado con el diablo bajo la pálida luz de la luna y ha sido el ganador.
Echo a correr hacia Max, sin molestarme en ocultarme entre los árboles. Iré más rápido a través del césped. Cuando llego a la calle, paro y miro a derecha e izquierda.
No veo a Max.
Giro a la izquierda, en dirección a la carretera principal, y echo a correr, confiando en que Max haya tomado el mismo camino. Unos segundos después le oigo llamarme.
—¡Aquí! —susurra.
Está escondido al otro lado de la calle, junto a unos árboles, escondido detrás de otro muro de piedra.
Tardo un momento en reaccionar: Max ha cruzado la calle solo.
—¿Qué has hecho? —le pregunto, saltando el muro—. La señorita Patterson está herida.
—Le tendí una trampa —contesta entre resoplidos, temblores y sudores, pero con expresión feliz. No sonriendo, pero casi.
—¿Qué?
—Tiré hacia atrás de una rama y esperé a que ella se acercara para soltarla.
Me quedo pasmado mirándole.
—Lo aprendí de Rambo. En la película Acorralado. ¿No te acuerdas?
Me acuerdo. El padre de Max lo llevó al cine a ver la película y le hizo prometer que no se lo diría a su madre.
Y se lo contó en cuanto llegó a casa, porque Max no sabe mentir. Aquella noche su padre durmió en la habitación de invitados.
—Le has hecho mucho daño —le digo—. Está sangrando.
—No ha sido una trampa como la de Rambo exactamente. En la suya eran estacas que se clavaban en las piernas de la policía. Pero yo no tenía cuerdas ni navajas a mano y, aunque las hubiera tenido, no podría haberme entretenido con esas cosas. Pero la idea sí se la he copiado.
—Vale —le digo. No sé qué otra cosa decir.
—Vale —repite Max. Luego se pone en pie y avanza pegado al muro, con la espalda encorvada, en dirección a la carretera.
No espera a que yo le señale el camino, ni siquiera me pregunta por dónde hay que ir. Va a su aire.
Se está salvando él solo.