—¿Qué pasa? —pregunta Oswald.
Desde que la señorita Patterson ha dado ese portazo no he dicho ni una palabra.
—Que he metido la pata. He olvidado decirte que salieras del coche.
—Vaya.
—No te preocupes —digo—. Ya se me ocurrirá algo.
Pero en el mismo momento en que le digo a Oswald que no se preocupe, de pronto me lo imagino, imagino al único amigo imaginario capaz de tocar el mundo real desapareciendo dentro de este coche vulgar y corriente en este garaje vulgar y corriente, sin poder cumplir con la última gran misión a la que estaba destinado.
—¿Y si intento abrir la puerta yo mismo? —dice Oswald.
—Imposible —le digo—. Si ya te resultó difícil llamar al timbre de la casa de Max, más te costaría tirar de la manija de la puerta y empujar al mismo tiempo.
Oswald se queda mirando fijamente la manija y la puerta.
—Quizá vuelva al coche a por algo —dice.
Tiene razón. Es posible. La señorita Patterson se ha dejado la bolsa en el asiento trasero y puede que la necesite. Pero Oswald sigue desapareciendo muy deprisa. Si no vuelve pronto, me temo que poca falta va a hacer ya.
—Ven aquí atrás —le digo—. Si vuelve, será a por esta bolsa. Y entrará por esta puerta. Tenemos que estar preparados.
Oswald salta al asiento de atrás. Me sorprende la agilidad con la que se mueve teniendo en cuenta que es un gigante. Se sienta entre la bolsa y yo y nos quedamos allí sentados esperando, en silencio.
—Quizá mejor que entres en la casa y veas cómo está Max —sugiere Oswald. Suena como si estuviera a millones de kilómetros de distancia. Habla con voz bajita y apagada.
Yo también había pensado en ir a ver cómo seguía Max, pero no me atrevo a salir del coche. Temo que Oswald desaparezca mientras estoy fuera. Lo observo detenidamente. Todavía lo veo bien, pero también veo lo que hay detrás de él: la bolsa en el asiento; la puerta del coche; la pala y el rastrillo que cuelgan de la pared del garaje. Y cuando Oswald está quieto, se ven mejor la pala y el rastrillo que él.
—No te preocupes por mí —dice Oswald, como si me hubiera leído el pensamiento—. Ve a ver cómo está Max y luego vuelves.
—Estás desapareciendo.
—Ya lo sé.
—Tengo miedo de que desaparezcas mientras yo estoy ahí dentro.
—¿Crees que voy a desaparecer antes porque tú no estés aquí? —pregunta.
—No. Pero no quiero que mueras solo.
—Oh.
Nos quedamos en silencio otra vez. Tengo la sensación de haber dicho algo que no debía. Intento pensar en el modo de arreglarlo.
—¿Tienes miedo? —le pregunto por fin.
—No —dice Oswald—. Miedo, no. Pero estoy triste.
—¿Triste por qué?
—Porque tú y yo dejaremos de ser amigos. Y porque no volveré a ver a John ni a Chispa nunca más. Y porque ya nunca más me montaré en un ascensor o un autocar. Y no podré hacerme amigo de Max.
Oswald deja escapar un suspiro y baja la cabeza. Intento pensar en algo agradable que decirle, pero él se me adelanta.
—Pero una vez haya desaparecido, ya no estaré triste. No estaré nada de nada. O sea que si estoy triste, será solo ahora.
—¿Cómo es que no tienes miedo?
No es que sea la pregunta más adecuada para Oswald, pero sí lo es para mí porque yo sí tengo miedo, y eso que no estoy desapareciendo. Me siento mal por no saber qué decirle en un momento así, pero no se me ocurre nada.
—¿Miedo de qué?
—De lo que ocurre cuando uno muere.
—¿Y qué ocurre cuando uno muere?
—Tampoco yo lo sé.
—Entonces, ¿por qué tener miedo? —dice Oswald—. Yo creo que no ocurre nada. Y si ocurre algo que es mejor que nada, pues mejor que mejor.
—¿Y si lo que ocurre es peor que nada? —le digo.
—No existe nada peor que nada. Pero si no es nada, no podré saberlo porque yo no seré nada.
Oyéndolo hablar así, siento que Oswald es un genio.
—Pero, y si no existes, ¿qué? —le pregunto—. El mundo entero seguirá viviendo sin ti. Como si nunca hubieras pasado por aquí. Y el día en que todas las personas que has conocido también hayan muerto, será como si nunca, nunca hubieras existido. ¿No te parece una pena que pase eso?
—Si salvo a Max, no. Si lo salvo, existiré para siempre.
Sonrío. No creo en eso que dice, pero sonrío porque me gusta la idea. Ojalá pudiera creer en ella.
—Ve a ver cómo sigue Max —dice Oswald—. Te prometo que no desapareceré.
—No puedo.
—Si veo que estoy empezando a desaparecer para siempre, apretaré el claxon, ¿vale? Eso seguro que puedo hacerlo.
—Está bien —le digo y me vuelvo para salir del coche.
Pero de pronto me quedo quieto.
—Es cierto —le digo—. No había caído en que puedes apretar el claxon.
—¿Y?
—Ven aquí delante otra vez y aprieta el claxon.
—¿Por qué?
—Creo que así conseguiremos sacarte de aquí.
Oswald salta al asiento del conductor. Apoya ambas manos sobre el volante. Apenas se las veo ya. Me preocupa que también sus poderes para actuar en el mundo real estén desapareciendo.
Hace fuerza sobre el volante, y veo que se le tensan los músculos de los brazos. El cuerpo le tiembla. Aunque cada vez se le transparentan más, dos venas del cuello se le hinchan y se ponen moradas. Oswald deja escapar un bufido que suena como si estuviera muy, muy lejos. Un segundo después, se oye un pitido. Suena durante tres segundos.
En cuanto deja de oírse, Oswald se relaja y deja escapar un suspiro.
—Ahora estate preparado —le digo.
—Vale —dice él, resoplando.
Esperamos un rato que se nos hace eterno. Diez minutos. Quizá más. Sin apartar la vista de la puerta que conecta el garaje con la casa. Pero no se abre.
—Tendrás que volver a tocarlo —le digo.
—Vale —asiente Oswald, pero por la cara que pone no estoy convencido de que pueda.
—Espera —digo—. Es posible que la señorita Patterson esté en la habitación del sótano con Max. Desde allí quizá no se pueda oír el claxon. Déjame entrar un momento en la casa y ver dónde está. No quiero que hagas esfuerzos en balde.
—Yo tampoco —dice Oswald.
Encuentro a la señorita Patterson en la cocina. Está fregoteando una sartén con un estropajo, mientras canta otra vez la canción aquella del martilleo. El lavavajillas está abierto. Dentro hay platos, vasos y cubiertos. Puede que haya estado comiendo con Max.
Vuelvo al garaje. Al acercarme al coche, no veo a Oswald. Ha desaparecido. Como me temía, ha dejado de existir mientras yo estaba dentro de la casa.
De pronto lo veo. Es prácticamente invisible ya, pero sigue vivo. En cuanto parpadea, veo sus ojos negros y a continuación la silueta de su gigantesco cuerpo. No podemos esperar a que la señorita Patterson se haya acostado. Hay que salvar a Max inmediatamente.
Entro en el coche otra vez.
—Bueno, pues resulta que la señorita Patterson está en la cocina. Cuando salga a averiguar por qué ha sonado el claxon y abra la puerta del coche, tendrás que salir enseguida y correr a la casa todo lo rápido que puedas. No puedes quedarte encerrado en el garaje.
—Vale —dice Oswald con un hilo de voz. Casi no lo oigo, y eso que estoy sentado a su lado.
Oswald vuelve a apretar con las manos sobre el volante. Esta vez lo hace levantándose un poco del asiento para así hacer más fuerza. Ayudándose con todo el peso del cuerpo. Los músculos de sus ya casi transparentes brazos se tensan de nuevo. Y se le marcan otra vez las venas del cuello. Oswald gruñe y resopla. Le lleva casi un minuto hacer que suene el claxon. El pitido solo suena un segundo, pero es suficiente.
Un momento después, se abre la puerta del garaje que comunica con la casa. La señorita Patterson se queda plantada en el umbral mirando el coche. Arruga el entrecejo. Inclina un poco el cuerpo hacia delante, pero sin moverse del umbral.
La miro fijamente a los ojos. Enseguida me doy cuenta de que no tiene intención de acercarse al coche.
—¡Pita otra vez! —exclamo—. ¡Toca otra vez el claxon! ¡Ahora!
Oswald se vuelve hacia mí. Apenas se le distingue ya, pero le noto en la cara que está muy cansado. No se ve capaz de volver a tocar ese claxon.
—¡Venga! —exclamo—. ¡Hazlo por Max Delaney! Eres su única esperanza. Toca ese claxon. Pronto te irás de este mundo y, si no consigues salir de este coche, habrás vivido en balde. ¡Vamos, Oswald! ¡Toca ese claxon ahora mismo!
Oswald se levanta. Se pone de rodillas en el asiento del conductor y se inclina sobre el volante, descargando todo su peso sobre el claxon. Luego aprieta, gritando al mismo tiempo el nombre de Max. Aunque su voz suena cada vez más distante, el nombre de Max llena el coche. No es un simple grito, es un auténtico rugido lo que le sale de las entrañas. Los músculos de su espalda se alzan con él, sumándose a los de los brazos y los hombros. Me hace pensar otra vez en una de esas máquinas quitanieves. Una quitanieves imparable.
Esta vez el pitido se oye casi de inmediato.
La señorita Patterson iba ya a cerrar la puerta desde dentro, pero al oír el pitido se detiene dando un respingo. Suelta la puerta y esta se abre otra vez. Mira detenidamente el coche. Se rasca la cabeza. De pronto, justo cuando yo pensaba que la señorita Patterson iba a volver dentro y olvidarse del misterioso pitido, baja los tres escalones y entra en el garaje.
—Aquí viene —digo—. En cuanto abra la puerta del coche, sal inmediatamente y corre al interior de la casa.
Oswald asiente. Ya no puede hablar. Respira con dificultad.
La señorita Patterson abre la puerta del coche y se asoma al interior. Mientras alarga el brazo derecho hacia el claxon, Oswald aprovecha para escabullirse y saltar del coche. Pero luego se queda fuera plantado, jadeando.
—¡Venga, corre adentro!
Oswald echa a correr. Al pasar por delante del coche, la señora Patterson prueba el claxon y suena un bocinazo. Oswald, asustado, da un salto, pero sigue su camino. Yo no espero a que ella continúe probando. Atravieso la puerta del coche y sigo a Oswald. Dejo atrás el cuarto de la lavadora, entro en el comedor y observo que está en penumbra. El sol ya se ha puesto. En la calle está oscuro. Hemos pasado demasiado rato metidos en ese coche. En la habitación no hay ninguna luz encendida, y he perdido el rastro de Oswald.
—¿Oswald? —susurro—. ¿Dónde estás?
La señorita Patterson no puede oírme, pero aun así yo hablo en voz baja.
Ver tantas películas te lleva a hacer muchas tonterías.
—Aquí —dice Oswald, agarrándome del brazo.
Está justo a mi lado, pero ya no lo veo. Y apenas si lo oigo. Sin embargo, me coge con fuerza. Eso me da esperanzas de que aún pueda cumplir con su misión.
—Venga, vamos —le digo.
—Sí, mejor será, porque no creo que me quede mucho tiempo.
La puerta que da al sótano está abierta. Después de todo lo que hemos pasado, nos merecemos ese golpe de suerte. Si llegamos a encontrárnosla cerrada, no sé cómo me las habría ingeniado para meter a Oswald en el sótano. Al pasar por la cocina en dirección a las escaleras, echo un vistazo al reloj.
Son las 18.05.
Es más tarde de lo que pensaba, pero aún no es momento para actuar. Faltan muchas horas todavía para que la señorita Patterson esté dormida en su cama. El problema es que Oswald se está quedando sin tiempo. Tengo que encontrar el modo de actuar cuanto antes.
Las luces del sótano están encendidas, pero aun así es casi imposible ver a Oswald. Cuando llegamos a la habitación que está al lado del cuarto secreto de Max, solo consigo verlo porque se está moviendo. Cuando se detiene junto a la mesa verde con la minúscula pista de tenis, desaparece.
—Max está detrás de esa pared —le digo—. Hay una puerta, pero como es secreta no puedo atravesarla. Y Max no puede abrirla.
—¿Quieres que la abra? —pregunta Oswald, con una voz que parece llegar desde el otro extremo del mundo.
—Sí.
—¿Ahora viene cuando salvo a Max? —pregunta Oswald. Parece aliviado. Ha conseguido llegar hasta aquí. Va a cumplir la gran misión de su vida antes de desaparecer.
—Sí, llegó el momento. Eres el único que puede abrir esa puerta. El único en todo el mundo.
Le enseño a Oswald el punto exacto de la estantería donde tiene que hacer presión. Empuja con ambas manos, echa el cuerpo hacia delante y hace presión con todo el cuerpo. Como si fuera una máquina quitanieves. La estantería se mueve casi al instante y la puerta se abre.
—Ha sido chupado —le digo.
—Sí —dice Oswald sorprendido—. A lo mejor me estoy haciendo más fuerte.
No puedo verle la sonrisa en la cara, pero se la noto en la voz.
Entro en la habitación de Max con la esperanza de que esta sea la última vez.