Capítulo 53

Oswald no se separa de la señorita Gosk en todo el día. La sigue incluso al cuarto de baño. He intentado evitarlo, pero creo que Oswald no me ha entendido cuando le he dicho lo de la intimidad en el cuarto de baño.

Yo también paso gran parte del día con la señorita Gosk. No quiero perder de vista a Oswald. Me preocupa que pueda desaparecer antes de haberme ayudado a salvar a Max. Observo su cuerpo transparente e intento adivinar cuánto tiempo le queda en este mundo. Es imposible saberlo. Me pongo nerviosísimo solo de pensarlo.

Vigilo también a la señorita Patterson. Lo primero que he hecho esta mañana al llegar al colegio ha sido comprobar si había ido a trabajar. Y sí, ha venido. Justo cuando nuestro autocar entraba en el recinto, salía ella de su coche.

Todo está saliendo según lo previsto. Salvo que la persona más importante para llevar adelante mi plan está desapareciendo ante mis propios ojos.

Las clases terminan a las 3.20, pero Oswald y yo salimos del aula de la señorita Gosk a las tres en punto. Oswald tiene que meterse en el coche de la señorita Patterson enseguida que ella abra la puerta, y quiero que esté preparado.

Antes de salir de la clase, Oswald se despide de la señorita Gosk. Va hacia el frente del aula y le dice que es la mejor maestra del mundo. Que ha pasado el mejor día de su vida, allí, escuchándola. Yo no sé si volveré a ver a la señorita Gosk, pero Oswald seguro que no. Viéndolo decirle adiós con la mano antes de salir del aula me hace sentir casi tan triste como el día que Graham desapareció definitivamente. Es casi lo más triste que me ha pasado en la vida. Me despido yo también, pero con la mayor rapidez posible.

No puedo imaginar que no nos veamos nunca más. La quiero tanto…

La señorita Patterson sale por la puerta lateral del colegio cinco minutos antes de que suene la campana que anuncia el fin de las clases. Va cargando con una bolsa de tela muy grande que sostiene con las dos manos. Parece llena. Y lleva el bolso colgado del hombro.

—No te preocupes por mí —le recuerdo a Oswald—. Soy capaz de atravesar las puertas de los coches igual que las de las casas. Pero tú tendrás que meterte en ese coche lo más deprisa posible, en cuanto ella abra la puerta. Sin esperar ni un segundo. Tienes que ser rápido.

La señorita Patterson se para al llegar al coche. Deja la bolsa en el suelo y abre la puerta de atrás. Levanta la bolsa del suelo: parece que pesa. Veo que dentro lleva libros, unas fotos y unas botas para la nieve. Y otras cosas debajo que no se ven. Va a poner la bolsa en el asiento de atrás. Desde donde Oswald está, es imposible entrar en el coche. Se ha colocado entre la puerta y la señorita Patterson, que está abriendo en este momento. Oswald se pone nervioso. Intenta rodear la puerta y a la señorita Patterson a toda prisa para colarse antes de que cierre, pero no lo consigue. Se da un porrazo contra la puerta y aterriza en el suelo, gruñendo y sacudiendo la cabeza.

—¡Levanta! —le digo a gritos.

Oswald obedece y se levanta enseguida.

La señorita Patterson está abriendo ya la puerta de delante, la del asiento del conductor. Desde donde está colocado, Oswald todavía puede saltar dentro. Está unos pasos por detrás de donde le he dicho, pero yo creo que lo bastante cerca aún como para entrar.

—¡Ahora! —exclamo, y Oswald salta rápidamente al interior, más rápido de lo que yo pensaba que era capaz, y avanza reptando hasta el otro asiento delantero justo por delante de la señorita Patterson. No sé qué hubiera ocurrido si ella llega a sentársele encima. A los amigos imaginarios es muy común que nos aparten a empujones, como cuando de pronto el ascensor se pone de bote en bote, pero siempre encuentras un rincón en el que apretujarte. Si la señorita Patterson se hubiera sentado encima de Oswald, el pobre no habría tenido donde meterse.

Me alegro de que no tengamos que descubrir lo que hubiera sucedido.

Entro en el coche atravesando la puerta trasera, salto por encima de la bolsa de tela y me siento detrás de Oswald, que se ha colocado en el asiento del copiloto.

—¿Estás bien? —pregunto.

—Sí —contesta. Pero su voz suena distante. Segundos más tarde, añade—: No parece mala persona. Pensaba que tendría cara de malvada.

—Seguramente por eso nadie imagina que pudiera ser la secuestradora de Max.

—Quizá todos los demonios parecen personas normales —dice Oswald—. Por eso son tan peligrosos.

Estoy preocupado; Oswald suena tan distante que no sé si aguantará el viaje.

—¿Seguro que estás bien?

—Sí —dice él.

—Bien. Enseguida estamos en casa de la señorita Patterson.

Es verdad que no tardaremos en llegar, pero no podremos salvar a Max hasta la noche. Oswald tendrá que seguir vivo unas cuantas horas más, pero no estoy seguro de que pueda.

Intento no tener esos pensamientos y fijarme en el camino mientras dejamos atrás el colegio. Tengo que hacerme un plano en la cabeza si quiero que el plan funcione. Primero, salimos de la glorieta por la izquierda. Vamos hasta el final de la calle y paramos en un semáforo. La luz tarda mucho en cambiar. Durante la espera, la señorita Patterson da golpecitos en el volante. También ella se está impacientando. El semáforo se pone verde por fin y ella gira a la izquierda.

Ha puesto la radio. Un señor está dando las noticias. No dice nada de que haya desaparecido un niño de un colegio.

Dejamos un parque a la izquierda y una iglesia a la derecha. La iglesia tiene un jardín delante lleno de calabazas. Al lado de ese campo anaranjado hay una tienda de campaña blanca. Y un hombre debajo. Creo que está vendiendo calabazas. Cruzamos dos semáforos más. Luego giramos a la derecha en otro semáforo.

—Izquierda, izquierda, tres semáforos y a la derecha —digo en voz alta y lo repito un par de veces más. Intento hacer una especie de canción con las indicaciones porque así lo recordaré mejor.

—¿Qué dices? —pregunta Oswald.

—Son indicaciones. Tengo que aprenderme el camino de vuelta al colegio.

—Viajar en coche tampoco es que sea muy divertido —dice Oswald—, pero un poco más que en autocar sí.

Ojalá pudiera hablar con él, pero no tengo tiempo. Intento memorizar el camino. Aunque me siento mal por no hacerle caso. Oswald está desapareciendo a pasos agigantados. El único amigo imaginario capaz de tocar el mundo real que he conocido en mi vida va a desaparecer para siempre y yo no tengo tiempo de hablar con él.

Bajamos por una calle larga y sombría. No hay parques ni iglesias. Solo casas y carreteras que salen a derecha e izquierda. Cruzamos dos semáforos y luego la señorita Patterson gira a la izquierda y bajamos por una cuesta estrecha, con muchas curvas. Después tuerce otra vez a la izquierda. Es la calle de la señorita Patterson. Enseguida la reconozco. El estanque está a la derecha. Y su casa un poco más adelante, a la derecha también.

Intento repetir mentalmente el camino que lleva del colegio a casa de la señorita Patterson. Izquierda, izquierda, derecha, izquierda, izquierda. Semáforos en medio. El parque. La iglesia de las calabazas. El estanque.

Me doy cuenta de que no soy muy bueno recordando indicaciones. Al hospital y a la comisaría puedo llegar sin problemas porque hago el camino a pie, y despacio. Los coches van mucho más deprisa. Es difícil tomar nota mentalmente del camino cuando vas en coche. Y este me está costando más memorizarlo porque es mucho más largo.

El coche va más lento, gira a la derecha y entra en el camino de acceso a la casa de la señorita Patterson.

—Ya hemos llegado —le digo a Oswald—. La casa está al final de esta cuesta.

—Vale —dice él.

Subimos hacia la casa. La señorita Patterson pulsa el botón del control remoto y la puerta del garaje se abre. Mete el coche en el garaje y aprieta el botón del control remoto otra vez. La puerta se cierra.

—¿Ha llegado el momento de salvar a Max? —pregunta Oswald.

—Todavía no —le digo—. Tendremos que esperar unas horas. ¿Crees que serás capaz de esperar todo ese tiempo?

—Yo no entiendo de horas. No sé cuánto tiempo es.

—No te preocupes. Primero iré a comprobar cómo sigue Max. Pero tú lo verás dentro de nada.

La señorita Patterson cierra bruscamente la puerta del coche. El portazo me recuerda de pronto que Oswald sigue sentado en el asiento del copiloto y no podrá salir del coche.

Ya he cometido otro error.

Después de seis años atravesando puertas, he olvidado por completo que Oswald no es capaz de hacer eso.

Otra vez.