La señorita Gosk nos contó una vez un cuento en clase sobre un niño que se llamaba Pinocho. Cuando dijo que iba a contar ese cuento, sus alumnos se echaron a reír. Decían que era para bebés.
Nunca es buena idea reírse de la señorita Gosk.
En cuanto empezó a leer, todos se dieron cuenta enseguida de lo equivocados que estaban. La historia les encantaba. No querían que dejara de leer. Querían saberlo todo. Pero cada día la señorita Gosk interrumpía el cuento justo en el momento de más suspense, para que los niños se quedaran con las ganas de saber cómo seguía. Ellos le suplicaban que siguiera leyendo, pero la maestra decía: «¡En esta clase mandaréis cuando los cerdos vuelen!». Y todos se enfadaban. Max incluido. También él estaba entusiasmado con aquella historia. Yo creo que la señorita Gosk interrumpía el cuento a propósito, como castigo por haberse reído de ella.
Con la señorita Gosk no te puedes andar con tonterías.
Pinocho era una marioneta que un señor llamado Gepetto había construido con un trozo mágico de madera. Pero, aunque Pinocho era una marioneta, tenía vida. Se movía, hablaba y, cuando decía mentiras, le crecía la nariz. Pero Pinocho pasaba mucho tiempo deseando convertirse en un niño normal.
Yo odiaba a Pinocho. Creo que era el único de la clase que lo odiaba. Pinocho tenía vida, pero eso no le bastaba. Podía andar, hablar y tocar las cosas del mundo real, pero él se pasaba el cuento entero queriendo más.
Pinocho no sabía la suerte que tenía.
Esta noche me ha dado por pensar en Pinocho por lo que decía antes Oswald de los amigos imaginarios y los fantasmas. Creo que tiene razón. Sería mejor ser un fantasma. Al menos los fantasmas han estado vivos en algún momento. Los amigos imaginarios nunca viven en el mundo real.
Cuando eres un fantasma, no dejas de existir solamente porque alguien deje de creer en ti. O porque se olvide de ti. O porque encuentre a alguien mejor para sustituirte.
Si yo pudiera ser un fantasma, viviría para siempre.
Había olvidado que por la mañana tendría que ver cómo me lo montaba para sacar a Oswald de casa. Primer fallo del día. No es muy buena señal cometer un fallo antes de salir de casa siquiera.
Pero creo que aún estamos a tiempo de solucionarlo. La madre de Max hace footing casi todas las mañanas, y su padre sale a trabajar antes de que llegue el autocar del cole. Y a veces sale un momento al jardín para recoger el periódico. Hay días que lo recoge de camino al trabajo, pero a veces sale antes a por él para poder echarle un vistazo mientras desayuna. Basta con que uno de los dos abra un momento la puerta de la calle para que Oswald pueda salir de casa.
La mamá de Max baja a la cocina a las 7.30. Sin hacer ruido. Viene en albornoz. Acaba de levantarse, pero parece cansada todavía. Pone el café y se toma una tostada con mermelada. Ya sé que no es mi madre, pero es lo más parecido a una madre que voy a tener en mi vida, y no soporto verla tan encogida, cansada y triste. Procuro imaginármela dando saltos de alegría cuando vea a Max esta noche. Intento borrar su imagen de ahora, con ese agotamiento y esa tristeza, y reemplazarla por la imagen futura. Yo haré que se ponga contenta. Salvando a Max, la salvaré a ella.
El padre de Max abre por fin la puerta principal de la casa a las 7.48 por lo que puedo leer en el reloj del microondas que está en la cocina. Ha salido con chándal. No creo que piense ir así a trabajar. Parece cansado. Anoche los dos se estaban abrazando, pero noto que algo no va bien entre ellos. El padre de Max no le ha hablado. Le ha dicho «Buenos días» y ya está. Y ella no ha contestado. Es como si hubiera un muro invisible entre los dos.
Ellos siempre se han peleado por cosas relacionadas con Max, pero creo que también les daba una razón para quererse. Lo malo es que ahora están perdiendo la esperanza. Empiezan a pensar que no volverán a ver a su hijo nunca más. Y si Max no vuelve, no habrá nada que los una. Es casi como si Max siguiera aquí, pero ahora ya solo como un recuerdo de lo que han perdido.
Tengo muchas cosas que salvar hoy.
El autocar escolar suele parar delante de la casa de Max a las 7.55, pero hoy se saltará la parada. Tenemos que ir hasta la casa de los Savoy, y eso significa que habrá que darse prisa. No podemos perder el autocar, porque no creo que yo pudiera encontrar el camino del colegio solo. Quizá sí, pero cuando vamos en coche no presto mucha atención a la carretera. Podría perderme.
En cuanto salimos a la calle, Oswald empieza con las preguntas.
—¿Qué es esa cajita de ahí delante? —pregunta Oswald.
—El buzón de correos —contesto.
—¿Qué es un buzón de correos?
Me paro y me vuelvo a él.
—Oswald, si no llegamos a tiempo a ese autocar, no podremos salvar a Max. Una vez estemos montados, puedes hacerme todas las preguntas que quieras, pero ahora mismo tenemos que echar a correr con todas nuestras fuerzas. ¿Entendido?
—Entendido —dice Oswald y echa a correr. Es un gigante pero también es rápido. Casi no puedo seguirlo.
El autocar pasa de largo junto a nosotros cuando estamos a dos casas de la parada de los Savoy. Seguro que no llegamos a tiempo. Por otro lado, los Savoy son tres niños, y hay una niña de primero llamada Patty que también sube en esa parada, así que siendo tantos quizá tarden en subir al autocar. Puede que no el tiempo suficiente, pero es una posibilidad.
Y de pronto la veo, la posibilidad que estábamos esperando: Jerry Savoy está a punto de subirse al autocar cuando su hermano mayor, Henry, le tira los libros al suelo de un manotazo y se ríe de él. Los libros caen al suelo, y uno de ellos va a parar bajo las ruedas del autocar. Jerry tiene que agacharse a recogerlos y luego ponerse a cuatro patas para alcanzar el que ha quedado bajo el autocar. Henry Savoy es un grandullón y un chuleta, pero hoy me ha hecho un favor. Él no lo sabe, ni Jerry tampoco, pero puede que acaben de salvar a Max entre los dos. Al final llegamos por los pelos a la parada de los Savoy, justo a tiempo de colarnos en el autocar por detrás de Patty.
Diez segundos más, y se nos habría escapado.
Intento recuperar el aliento y le señalo a Oswald el lugar donde Max y yo nos sentamos normalmente.
—¿Por qué todos estos niños van en autocar? —pregunta Oswald—. ¿Por qué no los llevan sus mamás en coche?
—No lo sé —contesto—. Puede que haya gente que no tiene coche.
—Es la primera vez que monto en un autocar.
—Lo sé —le digo—. ¿Y qué?, ¿qué te parece?
—No es tan divertido como pensaba.
—Gracias por correr tan rápido.
—Quiero salvar a Max —dice Oswald.
—¿De verdad?
—Sí.
—¿Por qué? —pregunto—. Ni siquiera lo conoces.
—Porque es el niño más valiente del mundo. Tú mismo lo has dicho. Se hizo caca en la cabeza de Tommy Swinden y va al colegio todos los días aunque a nadie le guste como es. Tenemos que salvar a Max.
Cuando oigo a Oswald decir eso, siento una cosa muy agradable por dentro. Es lo que debe de pasarle a la señorita Gosk cuando ve a sus alumnos disfrutando con un cuento.
—El problema —dice Oswald— es que no sé cómo vamos a salvarlo. Esa parte no me la has contado todavía.
Decido que ha llegado el momento. Y me paso los diez minutos siguientes contándole a Oswald todo lo que sé sobre la señorita Patterson.
—Tienes razón —dice Oswald cuando termino de hablar—. Es el demonio en persona. Un demonio robaniños.
—Ya —le digo—, pero ¿sabes qué?, no creo que la señorita Patterson piense que es un demonio. Ella está convencida de que los malos son los padres de Max, de que está haciendo todo esto por el bien de Max. Y aunque siga sin gustarme, eso al menos hace que la odie menos.
—Puede que todos seamos el demonio de alguien —dice Oswald—. Incluso tú y yo.
Mientras le oigo decir eso, de pronto me doy cuenta de que puedo ver las casas y las últimas hojas de brillantes colores pasando fugazmente por la ventanilla.
Los veo a través de Oswald.
Oswald está desapareciendo.
No me lo explico. ¿Quién iba a imaginar que Oswald podría desaparecer precisamente hoy que tanto lo necesito? Precisamente el día que Max lo necesita…
No es justo.
Parece imposible.
Es como esos programas de la tele que no hay quien se los crea de tantas cosas malas como ocurren a la vez.
De pronto caigo en la cuenta de lo que ha pasado: Oswald se está muriendo por mi culpa.
Me dijo que todas las noches, antes de dormirse, hablaba con John. Que le contaba las cosas que había hecho y lo que había visto, y que cuando terminaba de contarle cómo le había ido el día, se quedaba dormido.
Seguramente John seguía creyendo en Oswald gracias a eso. Las historias que le contaba cada noche llegaban de algún modo a sus oídos, o quizá las oía dentro de su cabeza. De su mente. Quizá por eso había inventado a Oswald. John está atrapado en un cuerpo que no puede despertar, y Oswald es sus ojos y sus oídos. Su ventana al mundo.
Yo pensaba que Oswald era capaz de mover las cosas en el mundo real porque era una persona adulta. Nunca había conocido a un amigo imaginario cuyo amigo humano fuera un adulto, y pensaba que era eso lo que hacía de Oswald un ser especial. Que por eso tenía poderes especiales.
Pero quizá es capaz de mover cosas en el mundo real porque John no puede. Quizá John se sentía tan frustrado estando en coma que imaginó a Oswald con la capacidad de mover cosas que él no podía. Quizá Oswald es su ventana al exterior y el único modo de tocar el mundo real.
Pero ahora resulta que yo me he llevado esa ventana. Oswald no pudo hablar con John anoche, y ahora John ha dejado de creer en su amigo imaginario.
Y su amigo imaginario se está muriendo por mi culpa.
Oswald tenía razón. Todos somos un demonio para alguien: yo lo soy para él.