Estamos delante de las puertas dobles por las que se sale del hospital. En la calle está nevando. Oswald dice que es la primera vez que ve nieve. Yo le digo que le va a encantar.
—Gracias —digo, mirando a Chispa.
Chispa sonríe. Ya sé que no puede dejar a Aubrey, pero ojalá pudiera venir con nosotros.
—¿Qué, Oswald, estás listo? —pregunto.
En el vestíbulo del hospital hay mucho movimiento. Está lleno de gente que va y viene. Al compararlo con toda esta gente que nos rodea, Oswald me parece aún más grande que antes. Es un gigante.
—No —dice Oswald—. Quiero quedarme aquí.
—Pero saldrás de aquí con Budo y lo ayudarás —dice Chispa—. No te lo estoy pidiendo. Es una orden.
—Sí —dice Oswald.
Ha dicho que sí, pero ha sonado como un no.
—Así me gusta —dice Chispa y luego vuela hacia Oswald y se le abraza al cuello.
A Oswald se le corta la respiración. Se le tensan los músculos. Las manos se le cierran en un puño otra vez. Pero Chispa sigue apretándole hasta que finalmente se relaja. Le lleva un buen rato.
—Buena suerte —añade Chispa—. Quiero volver a veros a los dos. Dentro de nada.
—Vale —dice Oswald.
—Volveremos —le digo.
Pero, a decir verdad, no me lo creo. Creo que nunca más en la vida volveré a ver a Chispa ni pondré el pie en este hospital.
Cuando salimos a la calle, Oswald se pasa los cinco primeros minutos intentando esquivar los copos de nieve que caen del cielo. Esquiva uno, pero otros diez lo atraviesan sin que él se dé cuenta siquiera.
Una vez descubre que los copos no hacen daño, se pasa otros cinco minutos intentando atraparlos con la lengua. Los copos, evidentemente, le atraviesan la lengua, pero Oswald tarda un tiempo en darse cuenta y, entretanto, choca por lo menos con tres personas y un poste telefónico intentando atraparlos.
—Tenemos que irnos —le digo.
—¿Adónde?
—A casa. Mañana tenemos que ir al colegio y para eso hay que montarse en el autocar desde casa.
—Nunca me he montado en un autocar —dice Oswald.
Veo que está nervioso. Decido que a partir de ahora cuantos menos detalles le dé, mejor.
—Será divertido —le digo—. Te lo prometo.
Del hospital a casa de Max andando hay un buen trecho. Normalmente me gusta la caminata, pero Oswald no para de hacerme preguntas. Todo el rato.
¿A qué hora encienden las farolas?
¿Cada farola tiene su interruptor?
¿Adónde han ido los trenecitos?
¿Por qué la gente no hace su propio dinero?
¿Quién decidió que rojo significaba parar y verde pasar?
¿Hay una sola luna?
¿Todas las bocinas de los coches suenan igual?
¿Cómo hace la policía para que no crezcan árboles en mitad de la calle?
¿Cada uno se pinta su propio coche?
¿Qué es una boca de riego?
¿Por qué la gente no silba cuando anda?
¿Dónde aparcan los aviones cuando no están en el aire?
Oswald no deja de preguntarme cosas y yo ya no puedo más, pero sigo contestándole. El mismísimo gigante que hace un momento me lanzaba de un lado a otro de aquella habitación, ahora necesita de mí, y tengo la esperanza de que, mientras sea así, me haga caso y me ayude a salvar a Max.
Desde que nos hemos despedido de Chispa en el hospital, he temido que Oswald volviera a ponerse agresivo y violento como antes. Que la magia de Chispa se agotara a medida que nos alejábamos. Pero ha pasado justo lo contrario y ha acabado transformándose en un niño que quiere saberlo todo.
—Esta es mi casa —le digo cuando por fin llegamos.
Es tarde. No sé qué hora será exactamente, pero las luces de la cocina y del comedor ya están apagadas.
—¿Adónde vamos? —pregunta Oswald.
—Adentro. ¿Tú duermes?
—¿Cuándo? —pregunta Oswald.
—Me refiero a si duermes normalmente.
—Ah. Sí.
—Vamos a pasar la noche aquí —digo, señalando la casa.
—¿Y cómo voy a entrar? —pregunta.
—Pues por la puerta.
—¿Cómo?
De pronto caigo. Oswald no puede atravesar puertas. En el hospital, para bajar del tercer al primer piso, hemos esperado hasta que dos hombres con uniforme azul han abierto la puerta que daba a las escaleras. Y al salir del hospital nos hemos colado justo detrás de una pareja.
Ahora entiendo por qué Oswald abrió de un empujón la puerta de la habitación del calvo. Quiero decir, de John. Porque, si no la abría así, no podía entrar.
—¿Serías capaz de abrir esa puerta? —le pregunto.
—No lo sé —dice Oswald. Pero noto que mira la puerta como si tuviera delante una montaña.
—Seguramente está cerrada con llave —le digo, y es verdad—. No te preocupes.
—¿Tú cómo entras normalmente? —me pregunta.
—Yo puedo atravesar puertas.
—¿Cómo?
Entonces subo los tres escalones que llevan hasta la entrada de la casa de Max y atravieso la puerta. Bueno, atravieso dos: la mosquitera y la de madera. Luego me doy la vuelta y salgo otra vez a la calle.
Oswald me mira con la boca abierta. Se le han puesto unos ojos como platos.
—Tienes poderes —dice.
—No, el que tiene poderes eres tú —replico—. Conozco a muchos amigos imaginarios capaces de atravesar puertas, pero no sé de ninguno que mueva cosas en el mundo real.
—¿Amigos imaginarios?
Caigo en la cuenta de que otra vez he hablado demasiado.
—Sí. Amigos imaginarios, como yo.
Callo un momento, pensando qué decir a continuación. Y luego añado:
—Y como tú.
—¿Yo soy un amigo imaginario?
—Sí. ¿Qué creías que eras?
—Un fantasma —responde Oswald—. Al igual que tú. Pensaba que habías venido al hospital para llevarte a John.
Me echo a reír.
—Pues no. Aquí no hay fantasmas que valgan. ¿Y Chispa, qué creías que era?
—Un hada.
Me echo a reír otra vez, pero luego comprendo que si Chispa ha logrado convencerlo ha sido en parte gracias a eso.
—Bueno, en lo de Chispa no estás del todo equivocado —le digo. Es un hada, solo que imaginaria también.
—Oh.
—Parece que lo sientas —le digo.
Y de verdad que lo parece. Ha bajado la vista otra vez a los zapatos y los brazos le cuelgan de los costados como fideos mojados.
—No sé qué es mejor —dice Oswald—, si ser imaginario o ser fantasma.
—¿Qué diferencia hay? —le pregunto.
—Si soy un fantasma quiere decir que en algún momento he estado vivo. Pero si soy imaginario, no.
Los dos nos quedamos en silencio mirándonos. No sé qué decir. De pronto se me ocurre algo.
—Tengo una idea.
Lo digo porque de verdad he tenido una idea, pero más que nada para cambiar de tema.
—¿Crees que serías capaz de llamar al timbre?
—¿Qué timbre? —pregunta Oswald, y caigo en la cuenta de que no sabe lo que es un timbre.
—Este puntito —le digo señalando el botón—. Si lo aprietas, sonará una campana al otro lado de la casa y los padres de Max vendrán a ver quién es. En cuanto abran la puerta, entramos y ya está.
—¿No decías que eras capaz de atravesar puertas? —pregunta Oswald.
—Sí. Perdona. El que entrará serás tú.
—Vale.
Oswald dice mucho «vale», y cada vez que le oigo la palabra no puedo evitar pensar en Max. Esta noche la pasará solo, encerrado en el sótano de la señorita Patterson, y solo de pensarlo me entra tristeza y siento que me he portado como un canalla con él.
Le prometí que nunca lo abandonaría. Y aquí estoy, con Oswald.
Pero mañana por la noche Max ya estará durmiendo en su cama. Me lo digo a mí mismo, y ya me siento un poco mejor.
Oswald sube los tres escalones. Alarga la mano para darle al timbre, pero se queda rígido. Tensa los músculos de los brazos y del cuello. Una vena le late visiblemente en la frente. Los gusanos que le hacen visera sobre los ojos se besan de nuevo. Aprieta los dientes. La mano le tiembla. Alarga el dedo para tocar el botón, pero se le queda suspendido en el aire. Luego la mano le tiembla más todavía y Oswald deja escapar un bufido. Mientras bufa, el botón desaparece bajo la presión de su dedo y suena el timbre.
—¡Lo conseguiste! —grito muy impresionado, aunque no sea la primera vez que lo veo tocar cosas en el mundo real.
Oswald tiene gotitas de sudor en la frente y respira como si le faltara el aire. Es como si acabara de correr treinta kilómetros.
Oigo movimiento dentro de la casa. Nos apartamos de la puerta para que al abrirse no dé contra Oswald y lo tire por las escaleras. Pero resulta que la puerta de madera se abre hacia dentro. La madre de Max se asoma y mira por la puerta mosquitera. Hace visera con los ojos. Mira a derecha e izquierda, y de pronto me doy cuenta de que no ha sido muy buena idea llamar al timbre.
La madre de Max se está haciendo ilusiones.
Quizá ha supuesto que venían a traerle buenas noticias. O que era Max.
Abre entonces la puerta mosquitera y sale afuera; está de pie junto a Oswald. Hace frío. Ya ha dejado de nevar, pero el aire es tan gélido que se le forma vaho junto a la boca. Se abraza el cuerpo para poder darse calor. Aviso a Oswald dándole un codazo para que pase y en ese momento la madre de Max dice:
—¿Eeeeh? ¿Hay alguien?
—Venga, entra y espérame —le digo a Oswald.
Él me hace caso. Yo me quedo mirando a la madre de Max, que vuelve a dar una voz para comprobar si hay alguien, y noto que de repente le cambia la expresión de la cara: ya no está ilusionada.
—¿Quién era? —pregunta el padre de Max desde la cocina. Oswald está a su lado.
—Nadie —responde ella.
Sus palabras suenan pesadas como piedras, como si le costara levantarlas para decirlas.
—¿Quién coño llama a una casa a las diez de la noche y luego echa a correr? —dice él.
—Se habrán equivocado de puerta —contesta la madre de Max.
La tengo justo al lado, pero suena como si estuviera muy lejos.
—¡Una mierda, se van a equivocar! —salta él—. Si te has equivocado de puerta no desapareces de buenas a primeras.
La madre de Max empieza a llorar. Creo que habría empezado a llorar de todos modos, pero la palabra «desaparece» la golpea como una de esas piedras. Las lágrimas le salen en cascada de los ojos.
El padre de Max se da cuenta de lo que ha hecho.
—Lo siento, cariño.
La rodea con los brazos y la atrae hacia él apartándola de la entrada, y la puerta mosquitera se cierra tras él. Esta vez no hace blam, blam, blam. Ahora están los dos de pie en la cocina, abrazados, y la madre de Max no deja de llorar. Nunca había oído llorar tanto a nadie.
La puerta del dormitorio de Max está cerrada, así que le digo a Oswald que se eche a dormir en el sofá del comedor. Es tan grandote que los pies le sobresalen. Cuelgan en el aire como dos enormes cañas de pescar.
—¿Estás cómodo? —le pregunto.
—En la habitación de John, cuando alguien se acuesta en la otra cama, a mí me toca dormir en el suelo. Aquí se está mucho mejor.
—Me alegro. Que duermas bien.
—Espera —dice—. ¿Tú vas a dormir?
No quiero decirle a Oswald que no duermo. Si se entera, me acribillará a preguntas.
—Yo me quedaré en esta silla mismo —miento—. Duermo aquí muchas veces.
—Yo antes de dormir siempre hablo un rato con John.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué le dices?
—Le cuento cómo he pasado el día. Todas las cosas que he hecho. Lo que he visto. Estoy deseando contarle todo lo que he visto hoy.
—¿Quieres contármelo a mí?
—No, tú ya lo sabes. Has estado conmigo.
—Ya. Bueno, pues si quieres puedes contarme otra cosa.
—No, quiero que me hables de tu amigo.
—¿De Max? —le digo.
—Sí. Háblame de Max. Yo no he tenido un amigo capaz de hablar y de andar.
—Bueno, pues te cuento de Max.
Empiezo por lo más sencillo. Le cuento cómo es físicamente y lo que le gusta comer. Le hablo de sus juguetes, de los Lego, los soldaditos y los videojuegos. Le explico que Max es distinto a los demás niños, porque a veces se bloquea y vive para sus adentros.
Luego le cuento las anécdotas. Lo que pasó en aquella primera fiesta de Halloween cuando Max estaba en preescolar, y lo de las cacas de propina, y lo de su pelea con Tommy Swinden en los servicios, y cuando Tommy lanzó aquel pedrusco contra la ventana de su dormitorio la semana pasada. Le cuento también que la madre de Max siempre intenta que su hijo pruebe cosas nuevas y que el padre de Max dice mucho la palabra «normal». Le cuento de cuando los dos juegan a tirarse la pelota en el jardín de casa, y que cuando Max no sabe si ponerse la camisa verde o la roja, yo lo ayudo a decidir.
Después le hablo de la señorita Gosk. Le digo que, si no llamara a Max «hijo mío» de vez en cuando, sería una maestra perfecta, pero que aun así es perfecta.
No hablo de la señorita Patterson. Temo que si lo hago le entre miedo y se niegue a ayudarme mañana.
Oswald no me hace ninguna pregunta. Me ha dado la sensación de que se quedaba dormido en un par de ocasiones. Pero en cuanto dejo de hablar, levanta la cabeza, me mira y dice:
—¿Qué?
—¿Sabes lo que más me gusta de Max? —le pregunto.
—No. No conozco a Max.
—Lo que más me gusta es lo valiente que es.
—¿Qué ha hecho de valiente?
—No es solo una cosa. Es todo. Max no se parece a ninguna otra persona del mundo. Los niños se burlan de él porque es diferente. Su madre quiere convertirlo en un niño distinto y su padre lo trata como si no fuera como es. Incluso los maestros lo tratan de un modo especial, y no siempre muy bien. Incluida la señorita Gosk. Es la maestra perfecta pero lo trata de un modo especial. Nadie trata a Max como si fuera un niño normal, pero todo el mundo quiere que sea normal, nadie quiere que sea como es. Y, pese a todo, Max se levanta de la cama cada mañana para ir al colegio y al parque, e incluso a la parada del autocar.
—¿Y eso es ser valiente? —pregunta Oswald.
—¡Supervaliente! Que yo sepa, yo soy el más inteligente y el que más tiempo ha vivido de todos los amigos imaginarios que conozco. Para mí es fácil salir de casa y conocer a otros amigos imaginarios, porque todos me respetan. Me preguntan cosas y quieren ser como yo. Bueno, aunque los hay que también me pegan.
Miro a Oswald con una sonrisa.
Él no me la devuelve.
—Pero para salir de casa cada día y ser tú mismo cuando a nadie le gusta como eres hay que ser supervaliente. Yo nunca podría ser tan valiente como Max.
—Ojalá yo tuviera un amigo como Max —dice Oswald—. John nunca me ha dicho ni una palabra.
—Quizá algún día…
—Sí, quizá —dice él, pero no parece muy convencido.
—Ahora vamos a dormir un rato, ¿vale? —le digo.
—Vale —responde Oswald y ya no vuelve a abrir la boca. Se duerme casi al instante.
Yo me quedo sentado observándolo desde mi silla mientras duerme. Intento imaginar cómo nos irá mañana. Hago una lista de todo lo que debo hacer si quiero salvar a Max. Procuro anticipar todo lo que podría salir mal. Pienso en qué le diré a Max cuando llegue el momento.
Esa es la parte más importante. Yo solo no puedo salvar a Max. Necesito la ayuda de Oswald, sí, pero sobre todo, la de Max.
No puedo salvarlo sin haberlo convencido antes de que tiene que salvarse.