—¿Tú crees que existo? —le pregunto a Max.
—Sí —contesta—. Pásame ese bibotón azul.
Un bibotón es una pieza de Lego. Max le ha puesto nombre a todas las piezas del juego.
—No puedo —le digo.
—Ah, es verdad. Se me olvidaba.
—Y si existo, ¿por qué eres el único que puede verme?
—Yo qué sé —responde él, con irritación—. Yo creo que sí existes. ¿Por qué siempre me preguntas lo mismo?
Tiene razón. Se lo pregunto mucho. Y lo hago adrede. No voy a vivir para siempre, lo sé. Pero, mientras Max crea en mi existencia, seguiré vivo. Por eso le hago repetirme una y otra vez que existo, porque creo que así viviré más tiempo.
Claro que también sé que, si le doy la tabarra con esa pregunta, es posible que acabe dudando de si soy imaginario o no. Es un riesgo que corro. Por el momento, todo va bien.
La señorita Hume le dijo una vez a la mamá de Max que «es habitual que los niños como él tengan amigos imaginarios, y que suelen perdurar más que los que crean los demás niños».
«Perdurar». Me gusta esa palabra.
Yo perduro.
Los padres de Max ya se están peleando otra vez. Max no los oye porque está en el sótano con sus videojuegos y sus padres se gritan en voz baja. Parece como si llevaran mucho rato chillando y se hubieran quedado afónicos, que es lo que más o menos ha ocurrido.
—Me importa un bledo lo que diga la tonta de la terapeuta —dice el padre de Max, con la cara colorada, gritando en voz baja—. Es un niño normal… con desarrollo tardío, sí, pero normal. Juega con sus juguetes. Hace deporte. Tiene amigos…
El papá de Max se equivoca. El único amigo de Max soy yo. Los demás niños del cole lo aprecian o lo odian o no le hacen ni caso, pero amigo de él no es ninguno, y tampoco creo que él quiera hacerse amigo de ellos. Max prefiere estar solo. Incluso yo le molesto a veces.
Los compañeros del colegio que lo aprecian también lo tratan de otra manera. Como Ella Barbara, por ejemplo, una niña que quiere mucho a Max, pero como se quiere a una muñeca o a un osito de peluche. Ella lo llama «mi pequeño Max», y se empeña en llevarle la fiambrera al comedor y subirle la cremallera del abrigo cuando salimos al patio, y eso que sabe que lo puede hacer solo. Max no soporta a Ella. Cada vez que se acerca a ayudarlo, o que lo toca siquiera, se pone de mal humor, pero no es capaz de decirle que lo deje en paz, porque le resulta más fácil ponerse de mal humor y aguantarla que decirle lo que piensa. La señorita Silbor los puso juntos en clase porque pensaba que les vendría bien a los dos. Puede que a Ella le haga bien la compañía de Max, porque puede jugar con él como si fuera una muñeca, pero a Max no le va bien la compañía de Ella.
—Haz el favor de no volver a repetir eso del desarrollo tardío —dice la mamá de Max, con la misma voz que se le pone siempre que intenta no desesperarse—. Ya sé que no soportas tener que admitirlo, John, pero es lo que hay. ¿O es que todos los especialistas que lo han visto van a estar equivocados?
—Ahí está el problema —dice el papá de Max, y de pronto la frente se le llena de manchas rojas—. ¡Que los especialistas no coinciden, bien lo sabes! —El padre de Max habla como si disparara las palabras—. Y si ninguno sabe lo que tiene, ¿por qué mi opinión tiene que ser menos válida que la de un montón de expertos que no se ponen de acuerdo en nada?
—Lo de menos es la etiqueta que se le ponga —dice la madre de Max—. Da igual lo que tenga, el caso es que necesita ayuda.
—Es que no lo entiendo —dice el padre de Max—. Anoche estuvimos los dos jugando con la pelota en el jardín. Hemos salido juntos de acampada. El niño saca buenas notas. Se porta bien en clase. ¿Por qué tenemos que arreglar al pobre crío si no tiene nada?
La mamá de Max empieza a llorar. Parpadea y se le llenan los ojos de lágrimas. No soporto verla así, y el padre de Max tampoco. Yo nunca he llorado, pero ver llorar a una persona es feísimo.
—John, pero si no le gusta abrazarnos. Es incapaz de mirar a la gente a los ojos. Cada vez que le cambio las sábanas o le compro una nueva marca de pasta de dientes se pone como loco. Siempre está hablando solo. Un niño normal no hace esas cosas. No estoy diciendo que necesite medicación, ni tampoco que no pueda ser normal cuando crezca. Solo que necesita ayuda profesional para hacer frente a ciertos problemas. Y quiero que busquemos esa ayuda antes de que me quede embarazada otra vez. Ahora que podemos dedicarle toda nuestra atención.
El padre de Max se da la vuelta y se va. Sale por la puerta mosquitera dando un portazo. La puerta hace blam, blam, blam y luego se queda quieta. Antes yo pensaba que si el padre de Max se marchaba en mitad de una pelea, quería decir que había ganado su madre. Pensaba que su padre se retiraba como se retiraban los soldaditos de Max. Que se había rendido. Pero parece ser que retirarse no significa siempre rendirse. No es la primera vez que el padre de Max se retira, que hace vibrar la puerta con el portazo, pero luego todo sigue igual. Es como si le diera a la pausa en el mando a distancia. La discusión queda en pausa. Pero no termina.
Por cierto, Max es el único niño que hace retirarse o rendirse a sus soldaditos, al menos que yo haya visto.
Todos los demás siempre les hacen morirse.
No estoy seguro de que Max necesite un terapeuta y, para ser sincero, tampoco sé exactamente qué hace un terapeuta. Sé algunas cosas que hacen, pero no todas, y eso me preocupa. Seguramente los padres de Max se pelearán muchas más veces, y aunque ninguno de los dos diga «¡Vale, me rindo!» o «¡Tú ganas!» o «Tienes razón», Max terminará yendo al terapeuta porque, al final, casi siempre sale ganando la madre de Max.
Creo que su padre se equivoca con eso que dice del desarrollo tardío. Yo paso casi todo el día con Max y veo lo diferente que es a los demás niños de su clase. Max vive hacia dentro y los demás hacia fuera. Eso es lo que lo hace tan diferente. Max no tiene vida hacia fuera. Es toda hacia dentro.
Yo no quiero que Max vaya a la consulta de un terapeuta. Los terapeutas te comen el coco y te sacan la verdad. Te ven la cabeza por dentro y saben exactamente lo que estás pensando, y si Max va a un terapeuta y le da por pensar en mí cuando esté allí, el terapeuta acabará comiéndole el coco para que le hable de mí. Y luego puede que lo convenza para que deje de creer que existo.
Pero me da pena el padre de Max, aunque ahora su madre esté llorando. A veces me gustaría poder decirle que fuera más comprensiva con él. En casa quien manda es ella, y también manda sobre el padre de Max, y no creo que eso sea bueno para él. Hace que el pobre hombre se sienta poquita cosa, tonto. Como los miércoles por la noche, cuando quiere echar la partida de póquer con sus amigos, pero no se atreve a decirles con seguridad que va a ir. Antes tiene que consultar con la madre de Max si le importa que vaya y, encima, pillarla en un buen momento, de buen humor, porque, si no, puede que no lo deje ir.
Es posible que le diga «Pues esa noche me convendría que te quedaras en casa» o «¿No jugaste la semana pasada?». O peor aún, puede que le diga «Vale», cuando en realidad querría decir «Pues sí me importa, y como vayas, voy a estar de morros, ¡como mínimo tres días!».
Me hace pensar que a Max le pasaría lo mismo si tuviera que pedir permiso para jugar en casa de algún amigo, si es que alguna vez le apeteciera jugar con otro que no fuera yo, que no le apetece.
No entiendo por qué el padre de Max tiene que pedir permiso, ni por qué querrá la madre de Max que su marido le pida permiso. ¿No sería mejor que fuera él quien decidiera lo que quiere hacer?
Pero lo peor de todo es que el padre de Max trabaja como encargado de un Burger King. Max piensa que es un trabajo fantástico, y seguro que si yo comiera hamburguesas dobles de queso con beicon y patatas fritas también pensaría lo mismo. Lo malo es que, en el mundo de los mayores, ser el encargado de un Burger King no es un gran trabajo, y el padre de Max lo sabe. Se nota porque no le gusta decir en qué trabaja. Él nunca pregunta a los demás de qué trabajan, y eso que entre los adultos es la pregunta que más se repite en el mundo mundial. Cuando al padre de Max le preguntan por su trabajo, baja la vista y dice «Soy gerente de hostelería». Le cuesta más decir «Burger King» que a Max decidir entre sopa de pollo con fideos y sopa de ternera con verduras. Hace lo imposible por evitar esas dos palabras.
La madre de Max también es gerente. En un sitio que se llama Aetna, pero no sé qué hacen allí. Seguro que hamburguesas, no. Una vez la seguí al trabajo, para descubrir qué hacía durante el día, pero solo vi personas sentadas delante de unos ordenadores, en una especie de cajitas minúsculas sin tapa. Y otras estaban metidas en unas habitaciones pequeñitas sin ventilación, sentadas alrededor de unas mesas, dando con los pies en el suelo y mirando el reloj mientras una persona ya muy mayor hablaba de cosas que a nadie le interesaban.
Pero, aunque el trabajo de la madre de Max sea aburrido y no hagan hamburguesas, se nota que es mejor, porque en el edificio en que trabaja ella, la gente va con camisas, vestidos y corbatas, y no con uniformes. A ella nunca la oyes lamentarse de que les hayan robado o de que alguien no se haya presentado al trabajo como hace el padre de Max. Además, él entra en la hamburguesería a las cinco de la mañana, y otras veces trabaja toda la noche y llega a casa a las cinco de la mañana. Es curioso, porque, aunque el trabajo de su padre parece mucho más duro, su madre gana más dinero, y a los mayores les parece mucho mejor trabajo. La madre de Max nunca baja los ojos cuando dice a qué se dedica.
Me alegro de que Max no los haya oído discutir esta vez. A veces sí los oye. A veces a los dos se les olvida gritar en voz baja y a veces se pelean cuando van en el coche, donde por muy en voz baja que hables se oye igual. Cuando sus padres se pelean, Max se pone triste.
—Se pelean por mi culpa —me dijo una vez.
Ese día, Max estaba jugando con sus piezas de Lego, que es su momento preferido para hablar de cosas importantes. Habla sin mirarme. Sigue montando sus avionetas, sus fuertes, sus acorazados y naves espaciales.
—Qué va —le contesté—. Se pelean porque son mayores. A los mayores les gusta discutir.
—No. Solo discuten por mí.
—No —contesté—. Anoche discutieron por la película que iban a ver en la tele.
Yo quería que ganara el padre de Max, porque entonces veríamos la peli de detectives, pero perdió y tuvo que tragarse un programa musical de lo más rollo.
—Eso no fue una discusión —dijo Max—. Fue una desavenencia. Es distinto.
La diferencia nos la ha enseñado la señorita Gosk. Ella dice que se puede no estar de acuerdo, pero que eso no significa que haya que discutir. «Una desavenencia la tolero —nos dice muchas veces—. Lo que no soporto es que se discuta en mi presencia».
—Si discuten es solo porque no saben qué es lo mejor para ti —le dije a Max—. Están intentando averiguarlo.
Max me miró un momento. Parecía enfadado, pero fue un segundo, luego enseguida le cambió la cara.
—Cuando la gente tergiversa las palabras para hacerme sentir mejor, lo único que consigue es que me sienta peor. Y si eres tú quien lo hace, mucho peor todavía.
—Lo siento —le dije.
—No pasa nada.
—No —le dije—. No siento lo que he dicho, porque es verdad. Es verdad que tus padres están intentando averiguar qué es lo que más te conviene. Lo que he querido decir es que siento que tus padres discutan por ti, aunque solo sea porque te quieren.
—Ah —dijo Max, y sonrió.
No fue del todo una sonrisa, porque Max en realidad nunca sonríe. Pero se le ensancharon un poco los ojos y ladeó la cabeza un poquito a la derecha. Para él eso es toda una sonrisa.
—Gracias —me dijo, y supe que estaba siendo sincero.