Capítulo 49

—¿Cómo lo has conseguido? —pregunto, andando por el pasillo en dirección a los ascensores.

A mi lado va Chispa, volando pasillo abajo. Sus alas hacen un zumbido que no he oído mientras estábamos en la habitación del amigo de Oswald. Ahora que la tengo justo al lado, se le mueven tan rápido que casi no se ven.

Oswald va detrás, con la cabeza gacha, avanzando como una máquina quitanieves una vez más.

—¿Cómo he conseguido qué? —pregunta Chispa.

—Todo —respondo, bajando la voz—. ¿Cómo sabías que Oswald no iba a liarse a golpes contigo como había hecho conmigo? ¿Cómo lo has convencido de que me ayudara? Y, lo más importante, ¿cómo has sabido que yo estaba en esa habitación?

—La última pregunta te la respondo enseguida —dice Chispa—. En el Hospital Infantil, cuando nos has contado tu primer encuentro con Oswald, has dicho el número de la planta donde os habíais visto la primera vez. Y en cuanto te has marchado he pensado que quizá podrías necesitar ayuda. Así que me vine a este hospital y subí volando hasta la octava planta. Una vez aquí, no ha sido difícil encontrarte. Armabais tanto escándalo los dos que lo único que he tenido que hacer ha sido seguir las voces.

—El escándalo se debía a que Oswald me estaba lanzando de un lado a otro de la habitación como si fuera un muñeco.

—Ya —dice Chispa con una sonrisa.

—Bueno, ¿y cómo sabías que Oswald no iba a liarse a golpes contigo como ha hecho conmigo?

—Porque yo no he entrado en la habitación —dice Chispa—. Me he quedado en la puerta.

—No entiendo.

—Sí, tú nos has contado que, la primera vez que os visteis, Oswald te pilló espiando en la habitación, en la misma puerta. Y después volvió a pillarte dentro de la habitación. Yo he pensado que, si no entraba, lo más probable era que no me hiciera daño. Además, soy una niña. Y un hada. Tendría que ser muy cruel para pegarle a un hada.

—Te imaginaron muy lista —le digo.

Chispa sonríe de nuevo.

—¿Cuánto tiempo hace que estás en el mundo? —le pregunto.

—Casi tres años.

—Es mucho tiempo para los seres como nosotros —le digo.

—Pues tú llevas más tiempo aún.

—Ya, pero aun así tres años es mucho. Tienes suerte.

Giramos por el pasillo y pasamos junto a un hombre que va en silla de ruedas hablando solo. Miro alrededor buscando a un amigo imaginario, pero no veo a ninguno. Me vuelvo para comprobar si Oswald nos sigue. Está a unos tres pasos de distancia, tirando de su mole como una pesada máquina quitanieves. Me vuelvo a Chispa de nuevo.

—¿Cómo has hecho para que Oswald me quisiera ayudar? —le digo en voz baja—. Te ha dicho que sí enseguida.

—Pues lo mismo que hace mamá cuando quiere que Aubrey la obedezca.

—¿Aubrey es tu amiga humana?

—Sí. Le pasa algo en la cabeza, que tienen que arreglarle los médicos. Por eso la trajeron al hospital.

—¿Y qué es eso que hace tu mamá cuando quiere que Aubrey obedezca?

—Pues si quiere que haga los deberes, o que se limpie los dientes o se coma el brócoli, no se lo dice directamente. Hace como si lo hubiera decidido Aubrey. Como si a mi amiguita no le quedara otra opción. Como si fuera feísimo no comerse el brócoli.

—¿Eso es todo? —pregunto—. ¿Eso es todo lo que has hecho?

Intento recordar todo lo que Chispa acaba de decirle a Oswald, pero ha pasado todo demasiado rápido.

—Con Oswald ha sido muy sencillo, porque hubiera estado feísimo no ayudarte. Mucho peor que no comer brócoli o lavarse los dientes. Además, le había hecho bastantes preguntas. Quería demostrarle que me interesaba por él, porque pensé que seguramente se sentiría solo. En los hospitales para adultos no se suelen encontrar muchos amigos imaginarios, ¿no?

—Ya veo que te imaginaron lista, sí. Muy lista.

Chispa sonríe de nuevo. Por primera vez desde que Graham desapareció, creo haber encontrado a un amigo imaginario del que poder hacerme amigo.

Llegamos a los ascensores y me vuelvo a Oswald.

—¿Quieres que bajemos en ascensor o por las escaleras?

—No he montado nunca en un ascensor —responde Oswald.

—¿Por las escaleras entonces?

—No me gustan las escaleras —dice Oswald, bajando la mirada a los pies.

—Está bien. Pues en ascensor entonces. Ya verás qué divertido.

Nos quedamos esperando a que alguien venga y toque el botón para bajar. Se me ocurre que quizá podría pedirle a Oswald que lo hiciera, aunque solo fuera por verlo otra vez mover algo en el mundo real, pero decido que mejor no. Ha dicho que le costaba mucho esfuerzo, y, ya que cualquier ser humano puede hacerlo sin problemas, mejor que no lo canse. Bastante nervioso está ya.

Al poco llega un señor con una bata blanca empujando a otro señor sentado en una silla de ruedas. El de la bata pulsa la flecha que indica hacia abajo y, en cuanto se abre la puerta del ascensor y pasan los dos, Oswald, Chispa y yo entramos rápidamente detrás de ellos.

—Es la primera vez que me monto en un ascensor —dice Oswald de nuevo.

—Ya verás qué divertido —le digo—. Te gustará.

Pero Oswald parece nervioso. Y también Chispa.

El de la bata pulsa el botón con el número tres y el ascensor empieza a moverse. Oswald abre unos ojos como platos y aprieta los puños.

—Bajarán en la tercera planta —les digo—. Y nosotros con ellos. El resto del camino lo podemos hacer por las escaleras.

—Vale —dice Oswald, con cara de alivio.

Me dan ganas de decirle que bajar de la tercera planta a la primera en el ascensor no nos llevaría ni cinco segundos, pero prefiero no ponerlo más nervioso. Si no le gustan las escaleras, tiene que odiar el ascensor.

Y creo que a Chispa le pasa lo mismo.

Se abre la puerta y salimos al pasillo detrás del señor de la bata y de la silla de ruedas.

—Las escaleras están aquí a la vuelta —les digo.

Nada más decir eso, me fijo en el letrero de la pared que está enfrente de los ascensores. Veo que entre las indicaciones para los lavabos y otro sitio llamado «Radiación», pone:

UNIDAD DE CUIDADOS INTENSIVOS

Me paro.

Me fijo en el letrero un momento.

—¿Qué pasa? —dice Chispa, viendo que no me muevo.

—¿Me esperáis aquí un momento? —le pregunto a Chispa.

—¿Por qué?

—Quiero ver a una persona. Creo que está en esta planta.

—¿A quién? —pregunta Chispa.

—A una amiga —le digo—. Bueno, más o menos una amiga. Creo que está por aquí.

—Bueno —dice finalmente Chispa—. Podemos esperar, ¿verdad, Oswald?

—Sí.

Giro a la izquierda. Sigo las indicaciones de los letreros igual que hice el día que encontré la UCI del Hospital Infantil. Después de atravesar dos largos pasillos, giro y delante de mí veo una puerta doble muy parecida a la de la UCI infantil. En la puerta pone «Unidad de Cuidados Intensivos».

La atravieso.

Me encuentro en una sala grande, con cortinas al fondo. Algunas están corridas y otras no. Hay un mostrador largo, unas cuantas mesas y montones de máquinas en medio de la sala. También doctores que van de un sitio a otro, que entran y salen por las cortinas, escriben en los ordenadores, hablan por teléfono, charlan entre ellos y anotan cosas en sus portapapeles con cara de preocupación.

Los médicos siempre suelen poner cara de preocupación, pero estos más todavía.

Empiezo por la cortina que tengo más cerca. Está corrida. Me cuelo por debajo. Hay una mujer mayor tumbada en una cama. Tiene el pelo blanco y muchas arrugas alrededor de los ojos. Y un montón de aparatos con cables y tubos enganchados a los brazos, y un tubito muy fino de plástico que le sale por la nariz. Está durmiendo.

Paso a la cortina siguiente, y luego a la otra. Si están corridas, paso por debajo. Algunas camas están vacías y en otras hay personas tumbadas. Todos son adultos. Hombres sobre todo. Detrás de dos cortinas no hay camas.

Encuentro por fin a Dee detrás de la última cortina. Al principio no la reconozco. Le han afeitado la cabeza. Está tan pelada como la del calvo amigo de Oswald. Y como la de Oswald. Tiene las mejillas hinchadas y la piel que rodea los ojos es de color morado. De todas las personas que hay en la sala, Dee es la que tiene más aparatos conectados al cuerpo. Hay tubos y cables que salen de unas bolsitas con agua, y aparatos con pantallitas de televisión diminutas conectados al brazo y al pecho. Los aparatos zumban, pitan y chasquean.

Sentada en una silla junto a ella hay una mujer. Agarrada a la mano de Dee. Es su hermana. Lo sé porque es igual que ella. Igual, pero más joven. Tiene la piel oscura como ella. La misma mandíbula afilada. Los mismos ojos redondos. Está hablándole en voz muy bajita. Susurra las mismas palabras una y otra vez. Oigo «Dios» y «Señor» y «Dios mío de mi vida» y «rezar», pero no entiendo lo que dice.

Dee tiene mala cara. Muy mala cara.

Su hermana tampoco tiene muy buena cara. Parece cansada y asustada.

Me siento en el lado de la cama junto a ella. Miro a Dee. Me entran ganas de llorar, pero no hay tiempo. Chispa y Oswald me esperan junto a los ascensores, y la señorita Patterson está llenando su autobús secreto con comida y ropa. Tengo que marcharme.

—Siento que estés tan mal —le digo a Dee—. Lo siento mucho. Ojalá hubiera podido hacer algo por ti. Te echo de menos.

Los ojos se me llenan de lágrimas. Es la segunda vez en mi vida que los ojos se me llenan de lágrimas y los siento raros. Son lágrimas calientes y no las puedo controlar.

—Tengo que salvar a Max —le digo a Dee—. A ti no pude salvarte, pero creo que a Max sí podré, así que tengo que irme cuanto antes.

Me levanto decidido a marcharme. Vuelvo la vista y miro la pálida cara de Dee y sus delgadas muñecas. Escucho su respiración ronca y entrecortada, y los susurros de su hermana, y el zumbido constante del aparato que está junto a la cama. Me quedo un momento mirando y escuchando. Y luego vuelvo a sentarme.

—Tengo miedo, Dee —le digo—. A ti no pude salvarte, pero a Max quizá todavía pueda. El problema es que tengo miedo. Max está en apuros, pero en el fondo creo que eso a mí me viene bien. Mientras él siga en apuros, mi vida no correrá peligro. En fin, que estoy hecho un lío. —Respiro hondo. Pienso en lo que decir a continuación, pero, como no se me ocurre nada, me pongo otra vez a hablar sin pensar—. Él no corre peligro de que le dispare un hombre con máscara de diablo. No es esa clase de peligro. La señorita Patterson cuidará muy bien de él. Estoy convencido. Ella también es un diablo a su manera, pero no como el que te disparó a ti. Haga lo que haga yo, la vida de Max no estará en peligro. Pero la mía es posible. No sé lo que podría pasar conmigo. Ahora que he conseguido que Oswald me ayude, tengo muchas probabilidades de salvarlo. Nunca pensé que aceptaría, pero lo ha hecho. Ahora puedo salvar a Max, creo. El problema es que tengo miedo. —Me quedo sentado mirando fijamente a Dee. Oigo a su hermana susurrándole las mismas palabras una y otra vez. Suenan casi como una canción—. Sé que tengo que ayudar a Max —le digo a Dee—. Pero ¿de qué me servirá ayudarlo si con eso dejo de existir? Cumplir con mi deber estaría muy bien siempre que yo pudiera seguir en este mundo para disfrutarlo. —Siento de nuevo que los ojos se me llenan de lágrimas calientes que no puedo controlar, pero esta vez no son por Dee. Esta vez son por mí—. Ojalá existiera el paraíso. Si yo supiera que había un paraíso esperándome, seguro que salvaría a Max. No sentiría miedo porque tendría un sitio al que ir después de este. Otro sitio. Pero no creo que exista el paraíso, y menos para los amigos imaginarios. Se supone que el paraíso solo es para los seres creados por Dios, y a mí no me creó Dios. Me creó Max. —Sonrío, imaginándome a Max como un dios. Un dios encerrado en un sótano y rodeado de juguetes de Lego y soldaditos. El dios de Budo—. Supongo que esa es la misma razón por la que tendría que salvarlo —le digo a Dee—. Porque él fue mi creador. Sin él, no estaría aquí. Pero tengo miedo, y me siento culpable por tener miedo. Pero cuando pienso en que voy a dejar a Max con la señorita Patterson, todavía me siento peor. Aunque sé que voy a hacer lo posible por salvarlo, cada vez que me viene a la cabeza la posibilidad de no hacerlo, me siento culpable. Me siento como un auténtico canalla. Pero no es malo que esté preocupado por mi propia vida, ¿no?

—No.

Quien ha dicho eso no ha sido la hermana de Dee ni ninguno de los médicos. Ha sido Dee.

Yo sé que Dee no puede oírme, porque soy un amigo imaginario. Pero me ha dado la impresión de que estaba respondiendo a mi pregunta. Qué extraño. Ya solo el hecho de que Dee haya hablado es extraño de por sí. Estoy sin habla.

—¿Dee? —dice su hermana—. ¿Qué dices?

—No tengas miedo —dice Dee.

—¿De qué no tengo que tener miedo? —le pregunta su hermana, apretándole la mano, inclinándose a ella un poco más.

—¿Estás hablando conmigo? —le pregunto.

Dee ha abierto los ojos, pero solo un poco, una rendija de nada. Miro a ver si es a mí a quien miran, pero no noto nada.

—No tengas miedo —repite.

Dee habla con voz débil y ahogada, pero se entiende bien lo que dice.

—¡Doctor! —exclama su hermana, volviendo la cabeza hacia el mostrador y las mesas que hay en el centro de la sala—. Mi hermana se ha despertado. ¡Está hablando!

Dos médicos se levantan y vienen hacia donde estamos.

—Dee, ¿estás hablando conmigo? —le pregunto otra vez. Sé que conmigo no es. Imposible. Aunque lo parezca.

—Vete —dice Dee—. Vete. Ya es hora.

—¿Me lo dices a mí? —pregunto—. ¿Me hablas a mí? ¿Dee?

Llegan los médicos. Descorren las cortinas del todo. Uno de ellos le pide a la hermana de Dee que se aparte. El otro va hacia el lado opuesto de la cama y en ese momento empieza a sonar una alarma. Dee pone los ojos en blanco. Los médicos se mueven más deprisa de pronto, y uno que acaba de llegar me aparta bruscamente de la cama y me caigo al suelo del empujón. Ni siquiera se ha dado cuenta.

—¡Ha hablado! —exclama la hermana de Dee.

—¡Se nos va! —exclama uno de los médicos.

Otro coge a la hermana de Dee por el hombro y la aparta de la cama. Llegan dos médicos más. Yo me pongo a los pies de la cama. Solo puedo ver un poco a Dee de tantos médicos como tiene alrededor. Uno de ellos le tapa la boca con una bolsa de plástico y la aprieta y la suelta una y otra vez. Otro mete una aguja por un tubo conectado al brazo de Dee. Observo cómo el líquido amarillo sube por el tubo y desaparece bajo su camisón.

Dee se está muriendo.

Lo sé por las caras que ponen los médicos. Se esfuerzan, se mueven con rapidez, pero no hacen más que cumplir con su deber. Ponen la misma cara que algunos maestros cuando Max no entiende algo, y el maestro o la maestra no cree que lo vaya a entender nunca. Ponen esfuerzo, pero se nota que simplemente cumplen con su papel. No enseñan. Igual que están haciendo los médicos en este momento. Cumplen la función de médicos, pero no creen en lo que están haciendo.

Los ojos de Dee se cierran.

Oigo sus palabras una y otra vez en mi cabeza.

«Vete. Es la hora. No tengas miedo».