Capítulo 48

—Oswald es mi única salvación —digo—. Es la única salvación para Max. Tiene que ayudarnos.

—No lo hará —dice Klute.

El robot también dice que no, moviendo la cabeza.

—Tiene que hacerlo —digo.

Subo en ascensor hasta la décima planta y bajo dos tramos de escalera para llegar a la octava.

La planta de los chiflados.

Me dirijo a la habitación donde vi a Oswald por última vez. Donde estaba el calvo chiflado amigo de Oswald. Avanzo despacio, muy atento cada vez que doblo una esquina o paso frente a alguna puerta abierta. No quiero toparme con él de golpe y porrazo. Todavía no tengo una idea de lo que le voy a decir.

Veo que la puerta de la habitación está abierta. Me acerco. Intento no pensar en la última vez que nos vimos. En la potencia de su voz. En cómo me lanzó de un lado a otro de la habitación. En sus ojos abiertos de par en par al decirme: «Ni se te ocurra».

Yo le había dicho que no volvería. Que no se me ocurriría volver. Hice una promesa. Pero aquí estoy otra vez.

Me meto en la habitación, dispuesto para el ataque.

Y no se hace esperar.

Pero, antes de que Oswald se me eche encima, capto toda una serie de detalles.

Las cortinas están abiertas y hay muchísima luz en la habitación. Me sorprende. La recordaba oscura y tenebrosa. En mi recuerdo, era una habitación sin ángulos. Solo había manchas de oscuridad. Ahora parece alegre y soleada, como si allí no pudiera ocurrir nada malo, y, en cambio, Oswald está ya solo a unos pasos de mí, gritando:

—¡No! ¡No! ¡No!

El calvo de la barba pelirroja sigue tumbado en la cama, rodeado de aparatos que pitan, zumban y destellan. Hay alguien en la otra cama. Es un chico regordete y le pasa algo en la cara. La tiene como fofa y amodorrada.

Hay un tercer hombre en la habitación. Está sentado en una silla, al pie de la cama de Cara Fofa. Tiene una revista en la mano que lee en voz alta para Cara Fofa. Me da tiempo a pillar una serie de palabras sueltas antes de que Oswald se me eche encima. Trata sobre algo de béisbol, creo. No sé qué de una pelota baja. Pero, antes de poder enterarme, Oswald me echa las manazas al cuello. Aprieta con fuerza, se da la vuelta y me arroja al interior de la habitación. Me estrello contra la cama del calvo. Si no llego a ser un amigo imaginario, hasta la cama se habría ido a la otra punta. Así de fuerte ha sido el golpe.

Pero como soy un amigo imaginario, reboto en ella y aterrizo hecho un guiñapo a los pies de Oswald. Me duele la cabeza, el pecho y el cuello. No puedo respirar. Oswald se agacha, me coge por el cuello de la camisa y la cinturilla de los pantalones y me lanza por encima de la cama del calvo. Aterrizo en la cama de Cara Fofa. Pero también esta vez salgo rebotado, sin que el enfermo se entere de nada, y caigo rodando. Vuelvo a caerme hecho un guiñapo en el suelo, contra la pared del fondo.

Me duele el cuerpo entero.

Creo que no ha sido muy buena idea venir aquí. Oswald no es como una máquina quitanieves, es más bien como una grúa gigante de esas que llevan una bola colgando de una cadena. Las que usan para tirar edificios viejos. Y no hace más que darme bolazos.

Esta vez me levanto deprisa y corriendo. Tengo que hacerlo si no quiero que Oswald se vuelva a lanzar sobre mí y me mande disparado al otro lado de la habitación o se líe a patadas conmigo. El de la silla, un chico joven y pálido, sigue leyendo. Está en mitad de una pelea y no se entera, ni se enterará nunca.

Oswald se prepara para el ataque otra vez, plantado entre la cama de Cara Fofa y la pared, cerrándome la huida. De pronto pienso que hubiera sido mejor quedarme en el suelo y escapar hacia la puerta, rodando bajo la cama de Cara Fofa primero y luego bajo la del calvo.

Oswald da dos pasos hacia mí, acercándose más todavía. Es el momento de decirle a qué he venido.

—Un momento —le digo, procurando que suene como una súplica. Y no me sale mal, porque al fin y al cabo eso es lo que estoy haciendo, suplicar—. Por favor. Necesito tu ayuda.

—¡Te dije que no se te ocurriera volver por aquí! —suelta a voz en grito. Con tal potencia de voz que por un momento apaga hasta el sonido del televisor. Luego se abalanza sobre mí y me echa las manazas al cuello.

Intento arrancármelas del cuello, pero él me las aparta de un manotazo, como si fueran de papel. Como si fueran las manos de Wooly. Me está apretando el cuello. Me asfixio. Si necesitara aire para respirar, me estaría muriendo. Lo que yo respiro es la idea del aire, pero aun así siento que me asfixio.

Creo que me estoy muriendo.

Siento que los pies se me levantan del suelo y en ese momento oigo otra voz en la habitación.

—Suéltalo, Oswald.

Oswald me suelta, pero no porque pretenda obedecer a esa orden. Se ha quedado sorprendido. No, más que sorprendido, estupefacto. Se lo noto en la cara.

Caigo de golpe y porrazo en el suelo, me tambaleo un segundo, intentando recuperar el equilibrio y la respiración al mismo tiempo, y me vuelvo hacia la puerta. Allí está el hada que acabo de conocer en la sala de recreo, pero tiene los pies levantados del suelo, como si volara. Planea, agitando las alas tan rápido que apenas si se ven.

Nunca he conocido a un amigo imaginario que volara.

—¿Quién te ha dicho cómo me llamo? —pregunta Oswald.

Debería aprovechar ahora para darle un empujón a Oswald y salir corriendo. Para pegarle aprovechando que está distraído. Pero aunque ese hombre quiera matarme, sigo necesitando que me ayude, y algo me dice que esta podría ser mi única oportunidad de cambiar las cosas.

Bueno, la oportunidad del hada quiero decir.

—Budo es amigo mío —dice ella—. No quiero que le hagas daño.

—¿Quién te ha dicho cómo me llamo? —pregunta Oswald de nuevo. Su sorpresa ya se ha convertido en rabia. Cierra los puños. Se le abren las aletas de la nariz.

—Budo necesita tu ayuda, Oswald.

No sé cómo lo sé, pero algo me dice que el hada está evitando responder a la pregunta de Oswald a propósito, para ganar tiempo y encontrar la respuesta más oportuna.

—¿Quién te ha dicho cómo me llamo?

Esta vez se lo pregunta a voces y va hacia la puerta, directo al hada.

Y yo detrás.

No puedo permitir que maltrate al hada como ha hecho conmigo. Alargo la mano para tirar de él y darle tiempo al hada a escapar, pero ella clava los ojos en mí y dice que no moviendo muy ligeramente la cabeza. Me está pidiendo que no lo haga. O que espere al menos.

Obedezco.

Y descubro que el hada ha hecho bien en pedirme que me quede quieto. Porque, de camino a la puerta, también Oswald se queda quieto. No le echa sus enormes manazas encima. A mí puede lanzarme de un lado al otro de la habitación, darme patadas y apretarme el cuello hasta la asfixia, pero al hada ni la toca.

—¿Quién te ha dicho cómo me llamo? —pregunta Oswald a gritos de nuevo, pero esta vez detecto algo distinto en su voz.

Oswald está enfadado, sí, pero también intrigado. Y puede que haya algo así como esperanza en su voz. Creo que espera mucho de la respuesta del hada. Que también él necesita ayuda.

—Soy un hada —dice ella—. ¿Sabes qué es un hada?

—¡Quién te ha dicho cómo me llamo! —ruge Oswald esta vez. Si fuera un ser humano, habría hecho vibrar todas las ventanas de la octava planta y el hospital entero hubiera oído sus gritos.

Nunca en mi vida he tenido tanto miedo.

El hada vuelve la cabeza hacia el calvo que está tumbado en la cama y lo señala diciendo:

—Es tu amigo. Y está enfermo, ¿verdad?

Oswald se queda plantado sin apartar la vista de ella, pero no contesta. Yo estoy detrás de él, así que no puedo verle la expresión, pero me doy cuenta de que abre los puños, y los músculos de los brazos y el cuello se le relajan un poco.

—Oswald —dice el hada de nuevo—. Ese hombre es amigo tuyo, ¿verdad?

Oswald mira al calvo y luego vuelve la cabeza hacia ella y asiente.

—¿Y está enfermo? —le pregunta el hada.

Oswald dice que sí con la cabeza, lentamente.

—Lo siento mucho —dice el hada—. ¿Sabes qué le pasó?

Oswald dice que sí otra vez.

—¿Podemos salir al pasillo un momento y hablamos? —dice el hada—. No puedo concentrarme con ese chico ahí leyendo.

A mí ya se me había olvidado que Cara Fofa y su amigo el pálido estaban en la habitación. Desde que el hada ha empezado a hablar, ni he oído la tele. Ha sido como ver a un domador de leones calmando un león con un palillo de dientes en lugar de con un látigo y un taburete.

No, más que con un palillo de dientes, con uno de esos bastoncillos de algodón para los oídos. Pero milagrosamente ha funcionado. El hada lo ha conseguido.

Oswald accede a hablar en el pasillo. Pero al darse la vuelta para salir de la habitación, el hada se da cuenta de que Oswald no se mueve. Entonces se vuelve hacia él y le pregunta:

—¿Qué pasa?

—Si no sale él, no salgo yo —dice Oswald, volviéndose hacia mí y señalándome con el dedo.

—Faltaría más —dice el hada—. Budo se viene con nosotros.

Oswald sale al pasillo detrás del hada. Y yo detrás de él. Vamos a un espacio que hay un poco más adelante, con sillas, lámparas y mesitas llena de revistas. El hada se sienta en una silla. Sus alas dejan de moverse. Cuanto están quietas, parecen pequeñas, frágiles y delicadas. No acabo de creerme que sea capaz de volar.

Oswald toma asiento en otra silla, frente a ella.

Y yo, junto al hada.

—¿Quién eres tú? —le pregunta Oswald.

—Me llamo Chispa —responde el hada.

A mí ni siquiera se me había ocurrido preguntarle su nombre. Qué vergüenza.

—¿Quién te ha dicho cómo me llamo? —insiste Oswald, ahora ya sin rabia, simplemente con curiosidad.

Chispa no responde. No sé si decir algo y así darle tiempo para pensar. Parece dudosa. Pero de pronto empieza a hablar antes de que se me ocurra nada.

—Iba a decirte que como hada mágica que soy estoy enterada de todo lo que pasa en el mundo, y que lo mejor que podías hacer era escucharme, pero no quiero mentir. Sé que te llamas Oswald porque me lo ha dicho Budo.

Oswald se queda callado.

Abro la boca para hablar, pero Chispa se me adelanta.

—Budo necesita tu ayuda, y yo temía que le hicieras daño como la última vez que os visteis. Por eso lo seguí hasta esta habitación.

—Le dije que no se le ocurriera venir por aquí —replica Oswald—. Se lo advertí.

—Lo sé. Pero te necesita. No tenía otro remedio.

—¿Por qué?

—Porque dice Budo que tú eres capaz de mover cosas en el mundo real. ¿Es cierto eso?

Se lo pregunta como si ella misma no se lo creyera.

Las tupidas cejas de Oswald se le juntan en la frente como dos orugas dándose un beso. De pronto me doy cuenta de que tiene las cejas iguales que el calvo. Con tanto bandazo de un lado al otro de la habitación, no me había fijado.

—Vi que abrías esa puerta —le digo—. Eres capaz de mover cosas en el mundo real, ¿verdad? ¿Podrías mover esta mesa o estas revistas?

—Sí —dice Oswald—, pero con mucho esfuerzo.

—¿Esfuerzo? —pregunta Chispa.

—En el mundo real todo pesa mucho. Mucho más que tú —añade, señalándome.

—Nadie lo diría —replico.

Las orugas se besan otra vez.

—Dejémoslo —le digo.

—Y una mesa no podría moverla ni soñando —aclara Oswald—. Hasta esta mesita pesa demasiado para mí.

—Pero las cosas pequeñas sí puedes moverlas, ¿no? —pregunto.

Oswald dice que sí con la cabeza.

—¿Cuánto tiempo llevas en el mundo? —le pregunta Chispa.

—No lo sé —responde Oswald y baja la mirada a los pies.

—¿Cómo se llama tu amigo? —pregunta Chispa.

—¿Quién?

—El que está ahí dentro en la cama.

—Ah. John —dice Oswald.

—¿Lo conociste antes de venir aquí? —le pregunto.

Me acuerdo de la niña aquella sin nombre en la Unidad de Cuidados Intensivos. Me pregunto si Oswald será como ella.

—Sí, pero fue un segundo nada más —dice él—. Estaba en el suelo. Con la cabeza rota. Levantó la vista para mirarme, sonrió y cerró los ojos.

—¿Y lo seguiste hasta este hospital? —pregunto.

—Sí —dice Oswald y luego se queda callado—. Ojalá John pudiera abrir los ojos y sonreírme otra vez.

—¿Ayudarás a Budo? —pregunta Chispa.

—¿Cómo?

—Es para un amigo mío —le digo—. No está herido como John, pero está en peligro, y sin tu ayuda me será imposible salvarlo.

—¿Tendré que salir del hospital? No me gustan las escaleras.

—Está bastante lejos de aquí —contesta Chispa—. Tendrás que bajar las escaleras, salir del hospital y hacer un viaje muy largo. Pero la situación es grave y estoy segura de que a John le alegraría que ayudaras. Además, cuando todo haya terminado, Budo se encargará de traerte de vuelta al hospital. ¿Te parece bien?

—No —dice Oswald—. No puedo.

—Claro que puedes —dice Chispa—. Tienes que hacerlo. Está en peligro la vida de un niño y el único que puede salvarlo eres tú.

—No quiero —replica Oswald.

—Ya sé que no quieres —dice Chispa—. Pero tienes que hacerlo. Su vida está en peligro, es un niño. No puedes negarte a salvar la vida de un niño, ¿verdad que no?

—Verdad —dice Oswald.