He aquí lo que sé sobre Oswald:
1. Es tan alto que casi roza el techo con la cabeza. Es el amigo imaginario más alto que conozco.
2. Parece un humano. Si no fuera por lo exageradamente alto que es, parecería tan real como yo. Con sus orejas, sus cejas y todo.
3. Oswald es el único amigo imaginario cuyo amigo humano es una persona adulta.
4. Es el único amigo imaginario capaz de mover cosas en el mundo real. Por eso no estoy totalmente convencido de que sea un amigo imaginario.
5. Oswald es malo y da mucho miedo.
6. Oswald me odia.
7. Oswald es la única persona que puede ayudarme a salvar a Max.
Lo conocí hace un mes, así que no sé si seguirá en el hospital, pero yo creo que sí. Su amigo humano está ingresado en una planta especial para chiflados, que según me dijo Max es otra forma de decir locos. La palabra se la había oído yo decir a uno de los médicos. O quizá fue a una enfermera. Dijo que odiaba trabajar en aquella planta llena de chiflados.
Pero luego otra enfermera dijo que era la planta donde se trataban los «traumatismos craneales», que parece que son las personas que se rompen la cabeza. O sea, que no estoy seguro. Puede que sean las dos cosas, que si te rompes la cabeza te vuelves chiflado.
El amigo de Oswald está en coma también, que según Max quiere decir que se ha dormido para siempre.
Una persona en coma es lo opuesto a mí. Yo nunca duermo, y la persona en coma no hace más que dormir.
La primera vez que vi a Oswald fue en el hospital para adultos. Yo solía ir por allí porque me gusta escuchar a los médicos hablando de enfermos. Cada enfermo es distinto, así que cada uno tiene su historia. A veces son historias difíciles de entender, pero siempre son interesantes. Más interesantes que observar a Pauley con sus tarjetas de rasca y gana.
Hay días que lo único que hago cuando voy al hospital es darme una vuelta, porque aquello es enorme. Cada vez que voy, encuentro sitios nuevos que explorar.
Aquel día estaba yo explorando la planta número ocho, y Oswald venía andando por el pasillo hacia mí. Iba con la cabeza gacha, mirándose los pies. Era un hombre alto y ancho, con la cara aplastada y el cuello muy grueso. Y las mejillas coloradas, como si acabara de entrar del frío de la calle. Estaba calvo. Tenía un cabezón enorme pero ni un solo pelo.
Pero lo que más me extrañó fue su forma de andar. Echaba las piernas hacia delante como si diera patadas al aire. Como si nada en el mundo fuera capaz de pararlo. Me recordó una máquina quitanieves.
Al llegar hasta mí, levantó la vista y me gritó:
—¡Apártate de mi camino!
Yo me volví para ver si venía alguien detrás de mí, pero el pasillo estaba vacío.
Me volví otra vez y él me gritó:
—¡Que te apartes de mi camino he dicho!
Fue entonces cuando me di cuenta de que aquel hombre era un amigo imaginario. Porque me veía. Era a mí a quien le estaba hablando. Entonces me puse a un lado, y él pasó de largo. Como la pala de una máquina quitanieves, sin levantar la vista. Así que me di la vuelta y le seguí. Nunca había visto a un amigo imaginario que pareciera tan real, y quería hablar con él.
—Me llamo Budo —le dije, apretando el paso para darle alcance.
—Oswald —dijo él, y siguió avanzando sin volverse a mirar.
—No, Oswald, no. Me llamo Budo.
Entonces se paró y se volvió hacia mí.
—Y yo me llamo Oswald. Déjame en paz.
Dicho esto, se dio la vuelta y siguió su camino.
Yo estaba un poco nervioso, porque Oswald era enorme, hablaba muy alto y parecía muy desagradable. Ningún amigo imaginario se había mostrado nunca desagradable conmigo. Pero como tampoco había visto nunca a un amigo imaginario que fuera real, no pude evitar seguirlo.
Oswald continuó pasillo adelante, giró y se metió en otro pasillo, más tarde giró otra vez y se paró delante de una puerta. La puerta no estaba cerrada del todo, quedaba abierta una rendija. Los médicos dejan las puertas un poco abiertas para poder asomarse en mitad de la noche y ver cómo están los enfermos sin tener que despertarlos. Oswald no cabía por aquella rendija, así que supuse que atravesaría la puerta como habría hecho yo si hubiera sido él. Pero no; lo que hizo fue alargar la mano y mover la puerta. La abrió un poco con la mano para poder pasar.
Al ver que la puerta se movía, se me escapó un grito. No me lo podía creer. Nunca había visto a un amigo imaginario moviendo cosas en el mundo real. Supongo que Oswald oyó el grito porque enseguida se volvió y vino corriendo hacia mí. Yo me quedé paralizado. No sabía qué hacer. Seguía sin poder creerme lo que había visto. Cuando llegó hasta mí, alargó una mano y me pegó. Era la primera vez que alguien me pegaba. Me caí al suelo dando tumbos.
Me hizo daño.
Hasta ese momento no sabía que podían hacerme daño. No sabía lo que era sentir dolor.
—¡Te he dicho que me dejaras en paz! —gritó.
Y luego se dio la vuelta y volvió a la habitación.
Pese a sus gritos, al empujón y al daño que Oswald me había hecho, tenía que saber lo que había en aquella habitación. La curiosidad me pudo. Acababa de ver a un amigo imaginario moviendo una puerta en el mundo real. Tenía que seguir indagando.
Así que me quedé quieto al fondo del pasillo, asomado a una esquina, sin quitar los ojos de aquella puerta. Tuve que esperar una eternidad, hasta que finalmente Oswald salió de la habitación por la misma rendija por la que se había colado una eternidad antes. Al ver que venía hacia mí, me escondí en un armario del pasillo. Esperé a oscuras allí dentro, conté hasta cien y volví a salir.
Ni rastro de Oswald.
Volví entonces a la habitación de donde lo había visto salir y entré. La luz estaba apagada, pero la que venía del pasillo me iluminaba un poco. Dentro había dos camas. Y un hombre tumbado en la que quedaba más cerca de la puerta. La otra cama estaba vacía. No tenía sábanas, ni almohadas. Miré alrededor buscando juguetes, animales de peluche, ropita o zapatitos. Cualquier cosa que me indicara que aquella era la habitación de algún niño o alguna niña. Pero no vi nada.
Solo a aquel hombre acostado.
Tenía una barba pelirroja muy poblada y las cejas tupidas, pero la cabeza completamente calva, como Oswald. Junto a su cama había un montón de aparatos de los que salían cables y tubos que le llegaban hasta los brazos y el pecho. De los aparatos salían pitidos y zumbidos. Y en las pequeñas pantallitas de televisión conectadas a ellos se veían unos destellos brillantes.
Miré otra vez hacia la cama vacía, por si antes se me había escapado algo. Puede que hubiera algún peluche, o algún pantaloncito colgado del armario, y que el niño hubiera entrado en el cuarto de baño. Quizá el calvo tumbado en la cama era el padre, y Oswald el amigo imaginario de su hijo o hija (aunque me pegaba más que fuera un niño). Tal vez el hijo del calvo estaba sentado en la sala de espera en ese momento, esperando a que su papá despertara. Y él mismo había mandado a Oswald a ver cómo seguía su padre.
Luego pensé que quizá el calvo no era el padre de nadie. Que quizá estuviera allí por otro motivo. Y quizá Oswald se había echado a descansar en la otra cama. O estaba buscando un lugar tranquilo donde poder sentarse. O era otro curioso como yo.
Después se me ocurrió que quizá Oswald fuera un ser humano capaz de ver a los amigos imaginarios, y no un amigo imaginario capaz de tocar el mundo de los humanos. Estaba yo planteándome todas esas cosas cuando en la habitación entraron tres personas y encendieron la luz. Una de ellas era una mujer vestida con una bata blanca, y las otras dos que la seguían traían unos sujetapapeles en la mano. Se acercaron las tres al calvo acostado en la cama y la de la bata blanca dijo:
—Se llama John Hurly. Edad: cincuenta y dos años. Traumatismo encefálico a consecuencia de una caída. Fecha de ingreso: 4 de agosto. No ha respondido a ningún tratamiento. Está en coma desde que llegó.
—¿Qué tenemos previsto hacer con él? —dijo una de las personas que la acompañaban.
Los tres siguieron hablando, haciendo preguntas y contestando, pero yo dejé de escuchar.
Entonces, Oswald entró de nuevo en la habitación.
Primero miró hacia la señora de la bata blanca y sus dos acompañantes. Parecía molesto pero no enfadado. Puso cara de exasperación y rezongó un poco. Creo que no era la primera vez que los veía.
Pero de pronto se fijó en mí. Yo estaba de pie entre las dos camas, con los aparatos detrás, muy quietecito. Pensaba que, si no me movía, no me vería. Oswald se quedó boquiabierto al verme y no reaccionó. Creo que estaba sorprendido de verme allí. Tan sorprendido como yo al verle mover aquella puerta. Estupefacto.
Inspiró con fuerza, me apuntó con el dedo y exclamó:
—¡Tú!
No le hizo falta correr, era tan alto y tan rápido que llegó de la puerta hasta donde yo estaba en tres o cuatro zancadas. No tuve tiempo ni de pensar.
Estaba atrapado entre las dos camas, paralizado de miedo. No creo que un amigo imaginario pueda matar a otro, pero tampoco había pensado nunca que los amigos imaginarios pudieran hacerse daño mutuamente, y hacía un momento Oswald me había demostrado lo equivocado que estaba.
Al verlo que venía hacia mí, di un brinco y salté la cama vacía. Oswald fue detrás de mí, rodó sobre la cama y cayó al otro lado antes de que yo recuperara el equilibrio. Entonces me empujó otra vez. Tenía unas manazas tan grandes que me hizo saltar por los aires. Caí de espaldas sobre una mesita que había en el rincón. La mesita no se movió, claro está, pero yo sí me di un buen porrazo en ella, y me hice daño. La esquina se me clavó en la espalda, y grité de dolor. Bueno, fue la idea de la esquina lo que se me clavó, pero me dolió tanto como si hubiera sido una esquina de verdad.
Antes de que pudiera recuperarme del golpe, Oswald me agarró de los hombros con sus grandes manazas y me arrojó otra vez sobre la cama vacía. Yo reboté en el colchón y caí al suelo, entre las dos camas. En la caída supongo que me di un golpe en la cabeza contra uno de los aparatos, porque no podía ponerme en pie. Me quedé allí tirado en el suelo un segundo, intentando calmarme y pensar un poco. Al mirar bajo la cama donde estaba acostado el calvo, vi seis pies al otro lado. Dos de la señora con bata y cuatro de los dos acompañantes. Los tres seguían hablando del hombre que estaba en coma. Se hacían preguntas en voz alta y miraban una cosa a la que llamaron «las constantes». No tenían ni idea de la pelea que estaba teniendo lugar ante sus mismísimas narices, aunque en verdad aquello no era una pelea, porque no se puede decir que yo estuviera peleando. Lo único que hacía era recibir golpes.
Me puse a cuatro patas y, cuando ya estaba a punto de levantarme del suelo, la rodilla de Oswald se me clavó en la espalda. Nunca he sentido tanto dolor. Fue como si la espalda me explotara en pedazos. Pegué un grito y volví a caer al suelo. Me di un golpe contra las baldosas y sentí otra vez como una especie de explosión en la nariz y la frente. Creí que iba a llorar, y cuando esto pasó yo nunca había llorado todavía. Ni siquiera sabía que era capaz de llorar. Pero el dolor era tan grande que pensé que igual me echaba a llorar.
En el patio de recreo los pequeños cuando se hacen daño llaman mucho a su mami. A mí también me hubiera gustado llamarla, pero no tengo madre, y en aquel momento me dolió más que nunca no tenerla. No tener a nadie que pudiera venir a ayudarme. Allí estaban todavía los tres médicos, venga a hablar y leer sus papeles, pero sin idea de que había otro herido en la habitación.
Pensé que Oswald iba a matarme o a dejarme en coma como el calvo.
Se lió a darme patadas en las piernas. Y en los brazos.
Quise llamar a mi mami otra vez, y de pronto pensé en Dee y me puse a llamarla a ella pidiendo ayuda.
Me habría echado a llorar, pero Oswald no me dio tiempo porque ya lo tenía otra vez encima: me lanzó hacia la otra punta de la habitación y me estrellé contra la pared. Reboté en ella y aterricé sobre mi todavía dolorida espalda. Luego me levantó del suelo y me lanzó hacia la puerta. Di un cabezazo en la pared de al lado y vi las estrellas. No sabía dónde estaba. Luego volvió a levantarme y me lanzó al pasillo. Yo salí rodando por el suelo y en cuanto pude me puse a cuatro patas y eché a correr a rastras todo lo rápido que pude. No sabía adónde iba. Solo sabía que estaba alejándome y eso ya me valía. Y mientras escapaba a rastras de allí no dejaba de pensar que en cualquier momento Oswald caería sobre mí con sus manazas.
Pero no lo hizo.
Seguí arrastrándome aproximadamente treinta segundos y luego me detuve y miré atrás. Oswald estaba plantado en mitad del pasillo, vigilándome.
—Ni se te ocurra —me dijo.
Esperé a que añadiera algo más.
Al ver que no lo hacía, respondí:
—Vale.
—Lo digo en serio —dijo—. Ni se te ocurra.