Capítulo 43

El pupitre de Max sigue vacío. Como hoy también es el único alumno que ha faltado a clase, su pupitre parece más vacío todavía. Todo sigue igual que ayer cuando me marché, aunque parece que hayan pasado millones de años. Ahí está el agente, sentado junto a la puerta de la entrada. Y aquí la señorita Gosk, haciendo como si no pasara nada. Y el pupitre de Max, vacío todavía.

Si pudiera me sentaría, pero han arrimado tanto la silla al pupitre que no quepo. Me siento en una silla suelta al fondo del aula y escucho a la señorita Gosk explicar los quebrados. Aunque no dé brincos por la clase como otras veces, sigue siendo la mejor maestra del mundo. Es capaz de hacer reír a sus alumnos hasta cuando habla de cosas aburridas como numeradores y denominadores.

Me pregunto si la señorita Patterson habría secuestrado a Max si de pequeña hubiese tenido una maestra como la señorita Gosk.

No creo.

Yo creo que, con un poco de tiempo, la señorita Gosk sería capaz de transformar en buena persona incluso a Tommy Swinden.

Nada más llegar al colegio, la señorita Patterson se ha ido directamente a Educación Especial y yo me he venido aquí, a la clase de la señorita Gosk, para escucharla un rato. No puedo quitarme de la cabeza que he abandonado a Max, pero pensaba que escuchar a la señorita Gosk me consolaría un poco.

Y lo ha hecho. Un poco.

Cuando los niños salen al recreo, yo sigo a nuestra maestra hasta la sala de profesores. Es el mejor sitio para enterarse de lo que está pasando. La señorita Gosk come todos los días con la señorita Daggerty y la señorita Sera, y siempre hablan de cosas interesantes.

Hay dos tipos de maestras en el mundo: las que juegan a dar clase y las que dan clase. La señorita Daggerty, la señorita Sera y, sobre todo, la señorita Gosk son maestras que dan clase. Hablan a sus alumnos con voz normal y dicen lo mismo que podrían decir en el comedor de su propia casa. Sus tablones de anuncios siempre parecen un poco mal hechos, sus escritorios un poco desordenados y sus libros un poco revueltos, pero los niños las quieren porque hablan de cosas que son reales, con su voz auténtica, y siempre dicen la verdad. Esa es la razón por la que Max quiere a la señorita Gosk. Ella nunca juega a que es maestra. Es ella misma, y eso hace que Max se sienta un poco más a gusto en clase. No teme que le estén diciendo una cosa cuando querían decir otra.

Hasta Max nota cuando una maestra juega a dar clase. A esa clase de maestras les cuesta que sus alumnos se porten bien. Les gustaría que estuvieran todos sentaditos y sentaditas escuchando en silencio y no usaran gomas elásticas como si fueran tirachinas cuando están en clase. Les gustaría que fueran tan buenos alumnos como eran ellas de pequeñas, siempre tan aplicadas y perfectas. Las maestras que juegan a dar clase no saben qué hacer con niños como Max, Tommy Swinden o Annie Brinker, que un día vomitó adrede sobre el escritorio de la señorita Wilson. Esas maestras no entienden a los niños que son como Max porque preferirían explicar la lección a sus muñecas que a niños y niñas de verdad. Recurren a pegatinas, gráficos y tarjetas para que sus alumnos se comporten, pero esas tonterías no sirven para nada.

A la señorita Gosk, la señorita Daggerty y la señorita Sera les encantan los niños como Max y Annie, incluso como Tommy Swinden. Con ellas los alumnos intentan portarse bien, y cuando se portan muy mal no tienen miedo a enfrentarse con ellos. Por eso es mucho más interesante sentarse con ellas a la hora de comer.

La señorita Gosk está comiendo un bocadillo de sardinas. No sé qué es una sardina, pero no tiene muy buena pinta. La señorita Daggerty ha arrugado la nariz al oírle lo que traía hoy para comer.

—¿Has tenido que volver a hablar con la policía? —le pregunta la señorita Daggerty, bajando un poco la voz.

Hay otras seis maestras en la sala. Algunas de ellas son de esas que juegan a dar clase.

—No —responde la señorita Gosk, sin bajar la voz—. Pero espero que cumplan con su deber y encuentren a Max de una puñetera vez.

Nunca he visto llorar a la señorita Gosk, y he visto llorar a muchas maestras. Incluso a maestros, pero sobre todo a maestras. Ahora no está llorando, pero, cuando ha dicho eso, parecía tan enfadada como para echarse a llorar. Pero no con lágrimas de tristeza, sino de rabia.

—Tiene que haber sido uno de los padres —dice la señorita Daggerty—. O algún familiar. Un niño no desaparece así como así.

—Me parece increíble que hayan pasado ya… ¿Cuántos?, ¿cuatro días? —pregunta la señorita Sera.

—Cinco —dice la señorita Gosk—. Cinco puñeteros días.

—No he visto a Karen en toda la mañana —dice la señorita Sera.

Karen es el nombre de pila de la directora, la señora Palmer. Las maestras que juegan a dar clase la llaman señora Palmer, pero las que son como la señorita Sera la llaman Karen.

—Lleva toda la mañana encerrada en su despacho —dice la señorita Daggerty.

—Espero que sea para encontrar a Max y no para esconderse de todo el mundo —dice la señorita Sera.

—Yo también espero que remueva cielo y tierra para encontrarlo —dice la señorita Gosk. Tiene lágrimas en los ojos. Y las mejillas rojas.

De pronto se levanta y se va, dejándose el bocadillo de sardinas. La sala entera se queda en silencio.

Yo también me voy.

La señorita Patterson tiene reunión a las dos con la directora. Lo sé porque pidió cita con ella esta mañana nada más entrar en el colegio, pero la secretaria le dijo que la señora Palmer estaría ocupada hasta las dos. La señorita Patterson le dijo «De acuerdo», aunque no me ha parecido que estuviera muy de acuerdo.

Quiero estar en el despacho cuando se reúnan.

Todavía falta una hora para eso, y los alumnos de la señorita Gosk se han ido al gimnasio. Mientras la señorita Gosk está sentada a su escritorio, corrigiendo exámenes, me acerco al aula de la señorita Kropp para ver a Chucho. Hace cinco días que no lo veo, y en el mundo de los amigos imaginarios son muchos días.

Es toda una vida.

Chucho está acurrucado como un ovillo junto a Piper. Su amiga está leyendo un libro. Mueve los labios pero no pronuncia las palabras. Es como leen los niños cuando están en primero. Max también leía así.

—Chucho.

Al principio lo llamo susurrando. Por costumbre. No por costumbre mía, sino porque es lo que veo hacer a todo el mundo. De pronto caigo en la cuenta de que es una tontería ponerse a susurrar cuando en el aula solo uno puede oírme, así que vuelvo a llamarlo, pero con la voz normal.

—¡Chucho! Soy yo, Budo.

Chucho no se mueve.

—¡Chucho! —digo a voces, y él por fin da un salto y mira alrededor.

—Me haz asustado —dice, mirando hacia donde estoy, en la otra punta del aula.

—No sabía que tú también durmieras.

—Pues claro. ¿Por qué lo dices?

—Porque Graham también dormía, pero yo nunca.

—Ah, ¿no? —dice Chucho, viniendo hacia mí.

La señorita Kropp está sentada a una mesa, leyendo con cuatro niños mientras el resto de la clase lee en silencio. Son niños de primero, pequeños, pero están muy aplicados y no veo a ninguno distraído mirando por la ventana. Eso es porque la señorita Kropp tampoco juega a dar clase. Ella da clase.

—No —le digo—. Yo no duermo nunca. Ni siquiera sabría cómo hacerlo.

—Pues yo paso más tiempo dormido que dezpierto.

Me pregunto si yo podría dormir si quisiera. Nunca me canso, pero puede que, si apoyara la cabeza en una almohada y cerrara los ojos un rato, me quedara dormido. También me pregunto si durmiendo no será más fácil olvidar lo fácil que es dejar de existir.

Por un instante, siento envidia de Chucho.

—¿Sabes algo de Max? —le pregunto.

—¿Ha vuelto? —pregunta Chucho.

—No, lo secuestraron. ¿No te acuerdas?

—Zí, claro —dice Chucho—. Pero pensaba que quizá ya había vuelto.

—¿No te has enterado de nada?

—No —dice Chucho—. ¿Lo encontraste?

—Tengo que irme.

No es verdad que tenga que irme, pero se me había olvidado lo pesado que es hablar con Chucho. No solo es tonto, sino que encima se cree que la vida es como un libro de esos con dibujitos que la señorita Kropp lee a sus alumnos de primero. Esos libros en los que todo el mundo aprende una lección y nunca muere nadie. Chucho cree que la vida está llena de finales felices. Ya sé que no es culpa suya, pero me da rabia. No puedo evitarlo.

Me doy la vuelta dispuesto a marcharme.

—A lo mejor Wooly sabe algo —dice entonces Chucho.

—¿Wooly?

—Zí. Wooly.

Chucho no tiene manos, así que en lugar de apuntar con el dedo inclina la cabeza hacia el armario de los abrigos. Pegado contra la pared del fondo hay un muñeco de papel. Wooly me llegará a la cintura más o menos, y nada más verlo me recuerda a uno de esos muñecos que hacían los niños en preescolar: se tumbaban en el suelo sobre una lámina bien grande de papel y otro niño, o la maestra, dibujaba el contorno de su cuerpo. Max odiaba la actividad aquella.

Un día la maestra intentó dibujar su silueta y Max se bloqueó.

Sin embargo, al fijarme un poco más, veo que los ojos de ese muñeco de papel parpadean. Y que mueve la cabeza a derecha e izquierda, como si intentara saludar pero sin mover las manos.

—¿Wooly? —le pregunto de nuevo a Chucho.

—Zí. Wooly.

—¿Cuánto tiempo hace que está aquí? —pregunto.

—No lo sé —responde Chucho—. Un tiempo.

Me acerco al armario donde está Wooly, a simple vista, colgando de la pared.

—Hola —saludo—. Me llamo Budo.

—Y yo Wooly —dice el muñeco de papel.

Tiene brazos y piernas, pero poco cuerpo, y parece como si lo hubieran recortado deprisa y corriendo. Bueno, me digo a mí mismo, en realidad como si lo hubieran imaginado deprisa y corriendo. Con los bordes irregulares, como cortados a bocados, y arrugas por todo el cuerpo, que parecen marcas de haber sido doblado millones de veces de un millón de formas distintas.

—¿Cuánto tiempo hace que estás aquí? —le pregunto.

—¿En esta habitación? ¿O en el mundo en general?

Sonrío. Ya se ve que es más inteligente que Chucho.

—En el mundo en general.

—Desde el año pasado —contesta Wooly—. A finales de preescolar. Pero vengo poco al colegio. Antes Kayla me dejaba en casa o doblado dentro de su mochila, pero desde hace unos cuantos días me saca mucho. Desde hace algo así como un mes, diría yo.

—¿Quién es Kayla? —le pregunto.

Wooly intenta alargar un brazo para señalar, pero al hacerlo el cuerpo entero se le dobla y se cae al suelo, de boca, con gran crujido de papel.

—¿Te has hecho daño? —le pregunto, sin saber qué hacer.

—No —dice Wooly, apoyándose en los brazos y las piernas para darse la vuelta y poder mirarme a los ojos—. Me pasa muy a menudo.

Está sonriendo. No tiene una boca de verdad, como la mía, es solo una raya que se abre y se cierra y cambia de forma. Pero las puntas se le han doblado hacia arriba, por eso sé que está sonriendo.

Yo también le sonrío.

—¿Puedes levantarte?

—Claro —dice Wooly.

Observo cómo Wooly dobla el cuerpo por la cintura y se va plegando poco a poco sobre sí mismo como si fuera una oruga, empujándose para atrás contra la pared hasta que su cabeza la toca. Luego arruga el cuerpo otra vez por la cintura y se desliza pared arriba empujándose con la cabeza. Hace lo mismo otras dos veces, sujetándose para no caerse al filo de una pequeña estantería de libros gracias a la cual puede levantar la mitad del cuerpo mientras con la otra mitad se da impulso. Al final consigue ponerse en pie de nuevo, aunque en realidad lo único que ha hecho ha sido apoyarse contra la pared.

—Qué difícil —le digo.

—Sí. Cuando tengo la espalda o la barriga apoyada en algo puedo ir rápido, pero subir paredes me cuesta mucho. Y si no hay nada donde agarrarse, es imposible.

—Lo siento.

—No te preocupes —dice Wooly—. La semana pasada conocí a un niño con forma de piruleta, sin brazos ni piernas. Era un palo y ya está. Fue Jason quien lo trajo al colegio, pero cuando la señorita Kropp le dejó ser el primero de la clase en estrenar el nuevo juego de ordenador, Jason soltó al niño piruleta en el pupitre y se olvidó del todo de él. Yo me quedé aquí pegado a la pared viendo cómo desaparecía. Hasta que se fue por completo. ¿Has visto desaparecer a un amigo imaginario alguna vez?

—Sí —le digo.

—Me puse a llorar —dice Wooly—. Ni siquiera lo conocía, pero se me saltaron las lágrimas. Y al niño piruleta también. Lloró hasta que desapareció.

—Yo también habría llorado —le digo.

Nos quedamos los dos en silencio un momento. Intento imaginar cómo podría sentirse un niño piruleta.

Decido que Wooly me cae muy simpático.

—¿Y por qué Kayla te trae tanto al colegio de repente? —le pregunto.

Sé que cuando a un niño le da por ir de un lado para otro con su amigo imaginario generalmente significa que algo malo ha ocurrido.

—Su padre ya no vive en la misma casa. Antes de irse le pegó a su madre. Cuando estaban cenando. Le dio una bofetada. La madre le tiró el plato a la cara y empezaron a gritarse. Daban unos gritos horrorosos. Kayla no hacía más que llorar y llorar, y a partir de entonces empezó a traerme al colegio.

—Lo siento —digo de nuevo.

—No, si por quien lo tienes que sentir es por Kayla. A mí me gusta venir al colegio. Al menos tengo la impresión de que por el momento no voy a acabar como el niño piruleta. Kayla aprovecha cualquier excusa para acercarse al armario y comprobar que sigo aquí. Si no estoy doblado de cualquier modo en la mochila es gracias a lo que pasó. Si me tuviera ahí dentro metido, creo que le sería mucho más fácil olvidarse de mí, así que estar aquí es buena señal.

Sonrío. Wooly es un chico listo. Muy listo.

—¿No sabrás nada por casualidad de un niño llamado Max? Desapareció la semana pasada.

—Se escapó, ¿no?

—¿Eso has oído?

—La señorita Kropp se quedó un día a comer en la clase con otras dos señoritas y estuvieron hablando de él. La señorita Kropp decía que se había escapado.

—¿Y las otras dos qué dijeron? —le pregunto.

—Una decía que seguramente lo habría secuestrado algún conocido. Que a los niños por lo general los secuestran personas que ellos ya conocen. Y que Max era demasiado tonto para haber escapado del colegio y haber pasado tanto tiempo escondido sin que nadie lo hubiera encontrado.

—¡Max no es tonto! —replico.

Me sorprendo de la rabia con que lo digo.

—Yo no he dicho que lo fuera. Lo dijo ella.

—Ya. Perdona. La verdad es que en lo del secuestro tiene razón. Fue la señorita Patterson quien se lo llevó.

—¿Quién es la señorita Patterson?

—Es la maestra de apoyo de Max.

—¿Una maestra? —exclama Wooly asombrado. Por fin siento que hay alguien más en mi bando—. ¿Se lo has dicho a alguien?

—No. Max es el único ser humano que puede oírme.

—Oh. —De pronto sus ojos, que no son más que un par de redondeles dentro de otro redondel, se ensanchan—. ¡Oh, no! ¿Max es tu amigo imaginante?

Es la primera vez que oigo llamar así a un humano, pero le digo que sí.

—Debería contárselo a Kayla. Para que se lo dijera a la señorita Kropp de tu parte.

No había pensado en esa posibilidad, pero Wooly tiene razón. Podría servirme de conexión con el mundo de los seres humanos. Wooly podría decírselo a Kayla, y Kayla se lo diría a la señorita Kropp, y la señorita Kropp podría informar directamente al jefe de policía. Es increíble que no se me haya ocurrido antes.

—¿Te parece que la señorita Kropp la creería? —le pregunto.

—No lo sé —dice Wooly—. Es posible.

Podría funcionar. Yo pensaba que mi única conexión con el mundo era Max, no había caído en que todo amigo imaginario está conectado con el mundo de Max.

Cualquier amigo imaginario tiene conexión con el mundo de los seres humanos. Incluido Chucho.

«Cualquier amigo imaginario tiene conexión con el mundo», me digo.

De pronto se me ocurre otra idea. Una idea mejor y peor al mismo tiempo.

—No. Mejor no se lo digas a Kayla.

Recuerdo el autobús de la señorita Patterson con el dormitorio en la parte de atrás y el candado en la puerta, y tengo miedo de que si la señorita Patterson descubriera que ha sido Kayla quien se lo ha dicho a la señorita Kropp, podría encerrar a Max en ese cuarto e irse con el autobús para siempre. Es posible que la señorita Kropp se lo dijera a la policía, pero también es posible que mirara a Kayla con una sonrisa y le dijera «Eso te lo ha contado Wooly, ¿no?». Y que luego fuera con el cuento a la señorita Patterson y le dijera que qué gracioso lo que Kayla le había dicho en clase, y entonces la señorita Patterson echaría a correr espantada y desaparecería con Max antes de que yo encontrara la manera de salvarlo.

La idea de Wooly podría funcionar, pero se me ocurre otra forma mejor de conectar con el mundo de Max.

Una forma mucho mejor y mucho peor al mismo tiempo.

Otro escalofrío me recorre la espalda.