Pienso que quizá no debería decirle a Max que voy a dejarlo. Lo mejor sería salir de aquí de extranjis. Bueno, lo mejor para mí, pero no para él.
Lo que me preocupa es que se enfade tanto conmigo que le dé por dejar de creer en mí.
No sé qué hacer.
Yo pensaba que Max iba a estar aquí encerrado para siempre y yo tendría tiempo para decidir qué iba a hacer. Pero ahora estoy preocupado porque puede que la señorita Patterson no deje a Max aquí encerrado para siempre, y que yo me haya quedado sin tiempo antes de hora.
En el fondo de los fondos, confiaba en que Max le cogiera cariño a este sitio y así nos pudiéramos quedar aquí durante toda la vida. Sé que no está nada bien no ayudar a Max, pero tampoco está bien dejar de existir. Los leones se comen a las jirafas para sobrevivir aunque ellas no les hayan hecho nada, y nadie piensa que los leones sean malos por eso. Porque existir es muy importante. Lo más importante del mundo. En fin, que sé que debería ayudar a Max, y quiero ayudarle y tomar una buena decisión, pero también quiero seguir existiendo.
Son muchas cosas en las que pensar, y encima ahora con la preocupación de no tener tiempo para pensar.
Max ya ha terminado de desayunar y está jugando con la PlayStation. Lleva un coche de carreras por un circuito. Yo me he quedado aquí mirándolo porque a él le gusta que esté a su lado cuando juega con sus videojuegos. Él no me habla ni me pregunta nada. Solo necesita que me quede mirando.
De pronto se abre la puerta. Ha entrado la señorita Patterson. Va vestida como para ir al colegio y se ha puesto perfume. Lo he olido antes de que entrara.
No todos los amigos imaginarios tienen olfato, pero yo, sí.
Huele a flores marchitas. Lleva un pantalón gris, una blusa rosa y una chaqueta. En la mano trae una fiambrera de Transformers.
—Max, tengo que irme a trabajar —le dice.
Habla como si sumergiera la voz en agua para ver lo fría que está. Muy despacito y con mucha cautela.
Max no le contesta. Yo no creo que lo haga a propósito. Cuando está entretenido con sus videojuegos tampoco sus padres consiguen que les haga caso.
—Te dejo la comida en la fiambrera —dice la señorita Patterson—. Hay sopa en el termo, un yogur y una naranja. Ya sé que tiene que ser muy aburrido comer lo mismo todos los días, pero no puedo arriesgarme a que te atragantes mientras estoy fuera.
La señorita Patterson se queda esperando a que Max diga algo, pero él sigue haciendo maniobras con su coche electrónico por la pista de la tele.
—Pero no te preocupes —le dice—. Pronto estaremos juntos todo el día, ¿eh?
Max sigue sin abrir la boca, concentrado en la pantalla.
—Te echaré de menos, Max.
Es como si la señorita Patterson quisiera acercarse a él con la voz, como hago yo también a veces. Le está lanzando una cuerda, pero yo sé que Max no alargará la mano para recogerla. Está concentrado en su videojuego. Todo lo demás le da exactamente igual.
—Te echo de menos todos los días, Max. Y quiero que sepas que estoy haciendo todo esto por ti. Dentro de nada, todo será más fácil, ¿sabes?
Ahora soy yo el que quiere que Max le conteste. Que le pregunte a la señorita Patterson qué quiere decir. ¿Por qué dice que van a cambiar las cosas? ¿Cuándo van a cambiar? ¿Qué está planeando?
Pero Max sigue con la vista fija en la pantalla, moviendo el coche por la pista.
—Adiós, Max. Hasta luego.
Está deseando decirle que lo quiere. Lo sé. Veo las palabras a punto de salir de sus labios. Y creo que es verdad que lo quiere, y mucho. Siento lástima de ella otra vez. Ha secuestrado a Max, y aunque ella diga que lo ha hecho por su bien, yo sé que lo que desea en realidad es tener otro hijo. Pero el niño que ha secuestrado habla apenas un poquitín más que el que se murió.
La señorita Patterson sale de la habitación y cierra la puerta tras ella. Max levanta la vista nada más oír el chasquido, se queda un momento mirando la puerta y luego vuelve a su juego.
Yo me quedo junto a la puerta, viéndolo jugar. Cuento hasta cien. Abro la boca para hablar y luego vuelvo a contar hasta cien.
Cuando he terminado de contar la segunda centena, abro la boca por fin.
—Yo también voy a irme, Max.
—¿Qué? —dice Max, levantando la vista del juego.
La situación es complicada porque tengo que decirle algo importante a Max y hacer que lo comprenda, pero, por otro lado, no dispongo de tiempo. Mi temor era que si me marchaba antes de que la señorita Patterson saliera por la puerta, quizá ella oyera los gritos de Max por el teléfono que no es un teléfono y volviera otra vez al cuarto secreto. Incluso que se quedara en casa y no fuera al colegio a trabajar. Espero que esté ya en el garaje, aunque no tengo forma de saberlo. Yo calculo que sí. He contado hasta doscientos, así que ha tenido tiempo suficiente para llegar hasta allí. Puede que hasta demasiado. Quizá sea demasiado tarde.
—Me voy Max —repito—. Pero solo voy a estar fuera durante el día. Quiero ir al colegio con la señorita Patterson para ver a la señorita Gosk y enterarme de cómo están tus padres. Volveré después de clase con ella.
—Yo también quiero ir —dice Max.
No esperaba que dijera eso. No sé qué decir. Me quedo con la boca abierta un momento.
—Ya —digo—. Pero yo no puedo sacarte de aquí. Y no puedes atravesar puertas como yo.
—¡Yo también quiero ir! —grita Max—. ¡Quiero ver a la señorita Gosk y a mi mamá y a mi papá! ¡Quiero ver a mis papis!
Max nunca llama «papis» a sus padres. Al oírlo decir eso, pienso que nunca podré salir de esta habitación. Nunca podré dejar a Max. Sería demasiado triste y demasiado cruel.
—Ya encontraré la manera de sacarte de aquí.
Le digo eso para tenerlo contento, pero en cuanto las palabras salen de mi boca comprendo que mi decisión estaba clara desde un principio. Yo no soy un león, y Max no es una jirafa. Yo soy Budo y Max es mi amigo, y tengo muy claro lo que debo hacer. Eso no significa que yo tenga que dejar de existir, pero sí que debo dejar de pensar solo en mi existencia.
Significa que tengo que salir de aquí ahora mismo.
—Me voy, Max. Pero volveré. Y haré todo lo posible para que puedas ver a tus padres cuanto antes. Te lo prometo.
Es la segunda promesa que le hago en lo que va de mañana. Y ya estoy a punto de faltar a la primera.
Voy hacia la puerta y él rompe a gritar.
—¡No, no, no, no!
Si me voy, se bloqueará.
Si atravieso esa puerta, ya no podré entrar en esta habitación hasta que la señorita Patterson vuelva del colegio y me abra.
Atravieso la puerta, sabiendo que a veces lo más difícil es hacer lo que uno debe.
Le pido a alguien que sé que no me está escuchando que me perdone por faltar a la promesa que le he hecho a Max y dejarlo solo.
Nada más salir al sótano, el sonido vuelve. La habitación de Max estaba en silencio, pero aquí el ruido sordo de la caldera y del agua que corre por las tuberías llena la habitación. Sé que Max está gritando. Y dando porrazos en la puerta seguramente, pero no lo oigo. Y menos mal. Imaginármelo bloqueándose detrás de ese muro me hace sentir muy triste y muy culpable. Pero oírlo sería mucho peor.
Oigo un portazo arriba. De pronto recuerdo que debo entrar en acción. Cruzo a la carrera el sótano y corro escaleras arriba. Me asomo a la cocina. Las cajas de cartón que anoche estaban apiladas sobre la mesa han desaparecido. Y la señorita Patterson también.
De pronto oigo el motor de un coche arrancando y, un segundo después, el ruido metálico de la puerta del garaje que se abre.
Debería echar a correr hacia el garaje, pero decido que ya es tarde. Giro a la derecha, en dirección a la entrada. Atravieso la puerta, salgo fuera y tropiezo en un escalón que no sabía que existiera. Caigo dando tumbos en un sendero empedrado que rodea la casa y conduce hasta el camino de acceso al garaje. Me levanto dando trompicones y echo a correr sin haber enderezado el cuerpo siquiera. Doy los primeros pasos con los nudillos rozando el suelo. Giro a la carrera hacia la parte delantera de la casa y veo ante mí el camino que lleva al garaje y que baja hasta la carretera. El coche de la señorita Patterson ya va por la mitad. Baja de morro, así que no va despacio como cuando se da marcha atrás.
Veo que no voy a poder darle alcance. Está demasiado lejos. Max no me imaginó muy rápido corriendo. No imaginó que me fuera necesario.
Echo a correr de todos modos. No soporto pensar en quedarme todo el día metido en casa de la señorita Patterson sabiendo que Max está encerrado detrás de ese muro sin que pueda comunicarme con él. Echo a correr cuesta abajo con todas mis fuerzas. Corro tan rápido que voy tropezando, cayéndome casi, pero ni por esas le daré alcance.
De pronto veo un coche que viene por la carretera. Un coche verde que dentro de nada pasará de largo frente a la entrada de la casa de la señorita Patterson. Y ella se verá obligada a ir poco a poco, o incluso a parar, para cederle el paso.
Esta es mi oportunidad.
Pero justo me he hecho la ilusión de que todavía tengo esperanzas cuando tropiezo, caigo al suelo y empiezo a dar tumbos cuesta abajo. Subo los brazos para protegerme la cabeza y, sin saber cómo, de pronto doy una voltereta y me pongo en pie, y al segundo ya estoy corriendo de nuevo, a trancas y barrancas, pero al menos cuesta abajo, en dirección a la calle y al coche de la señorita Patterson. Corro tanto que mis piernas parecen un molinillo, y voy con los brazos abiertos para mantener el equilibrio, pero al menos de pie y hacia delante.
El coche de la señorita Patterson se ha parado a las puertas de su casa para ceder el paso al coche verde. Giro a la izquierda y salto al césped del jardín. No voy a llegar a tiempo a la entrada, pero quizá pueda salir al encuentro del coche cuando pase por la carretera. Voy hacia la esquina al final del jardín, donde termina el césped y hay una hilera de árboles y una tapia. Corro con todas mis fuerzas hacia allí viendo que el coche de la señorita Patterson llega ya a la carretera y acelera. No conseguiré irme con ella a menos que salte. Cuando llego al final del jardín, donde termina el césped y empieza la calzada, doy un salto con los ojos cerrados, suponiendo que me estamparé contra el guardabarros o alguna rueda del coche de la señorita Patterson.
Pero no, oigo el mismo silbido silencioso que cuando atravieso las puertas, y un segundo después me encuentro tumbado en la parte de atrás del coche, hecho un guiñapo en el suelo, jadeando.
Oigo a la señorita Patterson. Está cantando una canción que habla de martillear por la mañana y por la noche.
A lo mejor es una canción alegre, pero, por alguna razón, viniendo de ella, me pone los pelos de punta.