La maestra de Max es la señorita Gosk. Me gusta mucho su maestra. La señorita Gosk se pasea por la clase con una regla a la que ella llama «palmeta» y amenaza a los alumnos poniendo voz de institutriz británica, pero ellos saben que solo pretende hacerles reír. Es muy estricta y procura que estudien mucho, pero sería incapaz de pegarles. Ahora que severa lo es, eso sí. Los obliga a sentarse rectos en clase y a hacer los deberes bien calladitos, y cuando un niño se porta mal, le dice «¡Vergüenza debería darte! ¡Di tu nombre en alto ante todos tus compañeros!» o cosas como «¡Si crees que te vas a salir con la tuya, estás tú fresco, jovencito!». Los demás profesores dicen que la señorita Gosk es una maestra chapada a la antigua, pero sus alumnos saben que es dura con ellos porque los quiere.
A Max no le cae bien mucha gente, pero la señorita Gosk, sí.
El año pasado le daba clase la señorita Silbor. También era una maestra muy estricta. Los hacía trabajar en clase tan duro como la señorita Gosk. Pero se notaba que no quería a sus alumnos como la señorita Gosk, por eso no estudiaban tanto como están haciendo este curso. Es curioso, los maestros se pasan montones de años en la universidad aprendiendo a enseñar, y los hay que salen sin haber aprendido las cosas más sencillas. Como que hay que hacer reír a los niños. O demostrarles que los quieres.
A mí no me gusta la señorita Patterson. No es una maestra de verdad. Es una maestra de apoyo. Una persona que ayuda a la señorita Gosk a cuidar de Max. Max no es como los demás niños, y no siempre está en la clase de la señorita Gosk. A veces va a Educación Especial con la señorita McGinn, junto con otros compañeros que necesitan refuerzo, otras veces va a logopedia con la señorita Riner y otras juega con otros niños en el despacho de la señorita Hume. Y a veces la señorita Patterson lo ayuda con la lectura y los deberes.
Que yo sepa, nadie tiene muy claro en qué se diferencia Max de los demás niños. Según su padre, lo único que le pasa es que se ha desarrollado un poco más tarde, pero, cada vez que dice eso, la madre de Max se enfada tanto que se pasa un día entero, como poco, sin dirigirle la palabra.
Yo no entiendo por qué todo el mundo piensa que Max es tan difícil. Lo único que tiene es que no le gusta la gente como a los demás niños. Bueno, le gusta la gente, pero de otra manera. De lejos. Cuanto más te alejas de él, más le gustas.
Tampoco le gusta que lo toquen. Cuando alguien lo toca, él tiene la sensación de que todo tiembla y brilla. Así mismo me lo dijo una vez. Yo no puedo tocar a Max, ni él puede tocarme a mí. A lo mejor por eso nos llevamos tan bien.
Además, no entiende que le digan una cosa cuando quieren decir otra. Como la semana pasada, cuando Max estaba leyendo un libro en el patio y un niño de cuarto se acercó a él y le dijo: «Mira el lumbrera, qué aplicado».
Max no contestó, porque sabía que si lo hacía, aquel niño no lo dejaría en paz. Pero yo sé que Max no entendía nada, porque parecía que aquel niño lo había llamado listo pero en realidad estaba tomándole el pelo. Estaba siendo sarcástico, pero Max no entiende de sarcasmos. Max sabía que estaba metiéndose con él, pero solo porque ese niño siempre se mete con él. Lo que no le cuadraba era que lo llamara lumbrera, porque llamar lumbrera a alguien normalmente es algo bueno.
Max no entiende del todo a la gente, por eso se le hace tan difícil tratarla. Y por eso va al despacho de la señorita Hume a jugar con niños de otras clases. Aunque a él le parece una pérdida de tiempo. No soporta tener que sentarse en el suelo a jugar al Monopoly, con lo cómodo que es estar sentado en una silla. Pero la señorita Hume quiere que Max juegue con los otros niños, para ver si así consigue entender cuándo están siendo sarcásticos con él o gastándole bromas. Cosas de esas que lo confunden. Cuando los padres de Max se pelean, su madre le dice a Max que a su padre los árboles no le dejan ver el bosque. Pues lo mismo le pasa a Max, solo que con la vida en general. Las cosas insignificantes no le dejan ver las importantes.
Hoy la señorita Patterson no ha venido al colegio. Cuando los maestros no se presentan en el cole normalmente es porque están enfermos o porque tienen a algún hijo enfermo o porque se les ha muerto alguien de la familia. A la señorita Patterson se le murió un familiar una vez. Lo sé porque de vez en cuando las demás maestras le dicen cosas bonitas como: «¿Qué tal, guapa, cómo lo llevas?», y a veces cuchichean entre sí cuando ella sale de la sala de profesores. Pero de esa muerte hace ya mucho tiempo. Ahora, cuando la señorita Patterson no viene a clase, normalmente quiere decir que es viernes.
Hoy no ha venido nadie a sustituirla, y me parece muy bien, porque eso significa que de esta manera Max y yo podremos pasar todo el día en la clase de la señorita Gosk. A mí no me gusta la señorita Patterson. Ni a Max tampoco, pero a él no le gusta por la misma razón que no le gustan la mayoría de sus maestras. Él no ve lo mismo que yo, porque los árboles no le dejan ver el bosque. Yo en cambio veo que la señorita Patterson no es igual que la señorita Gosk, ni que la señorita Riner o la señorita McGinn. La señorita Patterson tiene una sonrisa falsa. Cuando sonríe se le nota en la cara que está pensando en otra cosa. Creo que Max no le cae bien, pero ella hace como que sí, y eso todavía es peor que si simplemente no le gustara, da más miedo.
«¿Qué tal, hijo?», saluda la señorita Gosk a Max cuando entramos en el aula.
A Max no le gusta que la señorita Gosk lo llame «hijo» porque él no es hijo «suyo». Él ya tiene madre. Pero no le pide que no lo llame «hijo» porque le costaría más decirle que no lo hiciera que oír ese «hijo» día tras día.
Max prefiere no decir nada a nadie en general que decirle algo a alguien en particular.
Pero aunque Max no entiende por qué la señorita Gosk lo llama «hijo», sí sabe que lo quiere. Sabe que ella no se mete con él. Solo que lo confunde.
Ojalá me fuera posible decirle a su maestra que no llamara «hijo» a Max, pero la señorita Gosk ni me ve ni me oye, y yo no puedo hacer nada para que me vea ni para que me oiga. Los amigos imaginarios no pueden tocar o cambiar nada en el mundo de los seres humanos. O sea, que no puedo abrir un bote de mermelada, ni coger un lápiz del suelo, ni escribir en un teclado. Si pudiera, le mandaría una nota a la señorita Gosk pidiéndole que no llamara «hijo» a Max.
Puedo darme topetazos con el mundo real, pero no puedo tocarlo.
De todos modos, tengo suerte, porque Max me imaginó capaz de atravesar puertas y ventanas aunque estuvieran cerradas. Creo que tenía miedo de que sus padres cerraran la puerta del dormitorio por la noche al acostarlo y me dejaran fuera, y a Max no le gusta dormir sin que yo esté a su lado, sentado junto a su cama. Gracias a eso, puedo moverme por donde me da la gana atravesando puertas y ventanas, aunque no paredes ni suelos. No puedo atravesar paredes o suelos porque Max no me imaginó así. La verdad es que hubiera sido muy raro que se le ocurriera eso.
Hay amigos imaginarios que son capaces de atravesar puertas y ventanas como yo, y algunos hasta pueden atravesar paredes, pero la mayoría es incapaz de atravesar nada, y se quedan atrapados en los sitios sin poder moverse. Es lo que le pasó a Chucho, un perro imaginario que hace un par de semanas pasó toda la noche encerrado en el armario del conserje. Su amiga humana, una niña de preescolar llamada Piper, pasó una noche horrible, porque no tenía idea de dónde se había metido Chucho.
Pero Chucho lo pasó peor todavía, porque así es como desaparecen para siempre algunos amigos imaginarios: quedándose encerrados en un armario. El niño o la niña, sin querer (o a veces «sin queriendo»), encierra a su amigo imaginario en un armario, un mueble o un sótano y ¡adiós! La distancia es el olvido: se terminó el amigo imaginario.
Atravesar puertas es muy socorrido.
Pero hoy no pienso moverme de clase porque la señorita Gosk está leyendo Charlie y la fábrica de chocolate a sus alumnos, y me encanta escucharla leer. Como lee susurrando, muy bajito, los niños se ven obligados a inclinarse sobre los pupitres y a guardar un silencio absoluto para no perderse nada, cosa que le viene muy bien a Max. Los ruidos lo distraen. Cuando Joey Miller da golpes en el pupitre con el lápiz o Danielle Ganner zapatea el suelo como hace siempre, Max no oye otra cosa que ese lápiz y esos zapatazos. Él no puede dejar de oír esos sonidos como los demás niños, pero cuando la señorita Gosk lee en clase todos se ven obligados a estar quietos y callados.
La señorita Gosk siempre escoge libros interesantes, y después cuenta anécdotas divertidas de su propia vida que están relacionadas con el libro. Charlie Bucket, el protagonista, hace alguna locura, y luego la señorita Gosk nos cuenta alguna locura de su hijo Michael, y nos reímos todos a carcajadas. Incluso Max ríe a veces.
A Max no le gusta reír. Algunos piensan que es porque no le ve la gracia a las cosas, pero eso no es verdad. Es que hay gracias que Max no entiende. Los juegos de palabras y los chistes con doble sentido se le escapan, porque dicen una cosa cuando quieren decir otra. Cuando una palabra tiene más de un significado, le cuesta mucho decidir qué significado escoger. Ni siquiera entiende por qué las palabras tienen que tener distintos significados según en el momento en que se usan. No me extraña, la verdad, a mí tampoco me hace mucha gracia.
Pero hay cosas con las que se parte de risa. Como el día en que la señorita Gosk nos contó que una vez su hijo Michael quiso gastarle una broma al matón del cole y le mandó a casa veinte pizzas, con la cuenta incluida. Cuando la policía se presentó en casa de la señorita Gosk para asustar un poco a Michael, ella le dijo al agente: «Deténgalo», porque quería darle una lección a su hijo. Todos se rieron con la anécdota aquella. Incluso Max. Porque no había doble sentido. Era una historia con principio, desenlace y final.
La señorita Gosk también nos está enseñando cosas sobre la Segunda Guerra Mundial, que dice que no entra en el programa pero debería. A los niños les gusta mucho, sobre todo a Max, porque él piensa en guerras, batallas, tanques y aviones siempre. A veces pasa muchos días pensando solo en eso. Si en el cole hablaran solo de guerras y batallas, y no de matemáticas y lengua, Max sería el mejor alumno del mundo mundial.
Hoy la señorita Gosk está hablando de Pearl Harbor. Los japoneses bombardearon Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941. Ella dice que los americanos no estaban preparados para un ataque sorpresa como aquel, porque no imaginaban que los japoneses atacaran estando tan lejos.
«Nos faltó imaginación», dijo.
Si Max hubiera estado en el mundo en 1941 las cosas podrían haber sido muy distintas, porque a él imaginación no le falta en absoluto. Apuesto a que se hubiera imaginado el ataque del almirante Yamamoto al detalle, con sus submarinos en miniatura y sus torpedos con aletas de madera y todo lo demás. Max podría haber advertido a los soldados americanos del plan, porque eso es lo mejor que hace Max: imaginar. Se le pasan tantas cosas por la cabeza a todas horas que le da un poco igual lo que pase fuera. Eso es lo que la gente no entiende.
Y esa es la razón por la que debo estar a su lado siempre que pueda. Porque Max a veces no presta tanta atención como debiera al mundo exterior. La semana pasada iba a subir al autocar cuando un golpe de viento le voló el informe escolar que tenía en la mano y se lo tiró al suelo, entre el autocar 8 y el 53. Max salió de la cola para recogerlo, pero no miró a ambos lados de la carretera y tuve que gritarle.
«¡Max Delaney! ¡Stop!».
Siempre que quiero atraer su atención lo llamo por el apellido. Es una táctica que aprendí de la señorita Gosk. Y funcionó. Max se quedó quieto, y menos mal, porque en ese preciso momento un vehículo adelantaba a los autocares del colegio, cosa que está prohibida.
Graham dijo que yo le había salvado la vida a Max. Con Graham ya somos tres los amigos imaginarios del colegio de Max, que yo sepa. Graham lo vio todo. Aunque tenga nombre de niño, en realidad, es una niña. Parece casi tan humana como yo, solo que tiene el pelo totalmente de punta, como si alguien se lo estuviera estirando, cabello por cabello, desde la luna. No se le mueve. Está duro como una piedra. Graham oyó que le gritaba a Max y le avisaba de que no se moviera, y después de que Max volviera con los demás a la cola, ella se acercó a mí y me dijo: «¡Budo! ¡Le has salvado la vida! ¡Ese coche lo iba a chafar!».
Pero yo le dije que en realidad me había salvado a mí mismo, porque, el día en que Max muera, creo que yo moriré con él.
¿No?
Yo creo que sí. No estoy muy seguro, porque no sé de ningún amigo imaginario cuyo amigo humano haya muerto antes de que él desapareciera.
En fin, que creo que sí. Que me moriría, quiero decir. Si Max se muriera.