Capítulo 38

Max y yo jugamos con los soldaditos cuando se abre la puerta y entra la señorita Patterson. Lleva puesto un camisón rosa.

Qué vergüenza. Tengo delante a una maestra en pijama.

Max no la mira. Está concentrado en la montaña de soldaditos que tiene delante. Una cosa llamada misil de crucero acaba de atacar a su ejército. De hecho, era un simple lápiz de color que Max ha soltado desde un avión de plástico, pero ha conseguido cargarse todas las hileras de hombres que Max tenía perfectamente ordenadas.

—¿Has estado jugando con tus soldaditos? —pregunta la señorita Patterson.

Lo dice como sorprendida.

—Sí —responde Max—. Budo está aquí.

—Ah, ¿sí? Qué bien, cuánto me alegro.

Y parece que lo dice sinceramente. Supongo que pensará que al menos así Max tiene a alguien con quien jugar, aunque no piense que yo sea de verdad. Seguramente lo que piensa es que he vuelto porque Max se está acostumbrando a su nueva habitación.

No sabe el esfuerzo que me ha costado llegar hasta aquí.

—Es hora de acostarse —dice la señorita Patterson—. ¿Te has lavado ya los dientes?

—No —responde Max, sin levantar la vista.

Tiene en la mano un francotirador de color gris al que no deja de darle vueltas mientras habla.

—¿Te los vas a lavar? —le pregunta.

—Sí —responde Max.

—¿Quieres que te arrope cuando te hayas metido en la cama?

—No —salta Max rápidamente. Le responde rápidamente y dice que no rápidamente, aunque sea solo un «No».

—De acuerdo, pero dentro de quince minutos quiero que estés en la cama con la luz apagada.

—Vale.

—Bueno, pues… Buenas noches, Max.

La voz de la señorita Patterson sube al decir esas últimas tres palabras, como si esperara que Max le respondiera. Que le dijera «Buenas noches» también y así cerrar la típica despedida de todas las noches. Se queda en la puerta un momento, esperando una respuesta.

Max sigue concentrado en su francotirador sin decir nada.

Cuando la señorita Patterson se da cuenta de que Max no va a contestarle, le cambia la cara. Los ojos, las mejillas y la cabeza se le caen hacia abajo, y por un instante siento lástima de ella. Es verdad que ha secuestrado a Max, pero no tiene intención de hacerle daño. En ese momento de tristeza, lo sé con toda seguridad.

La señorita Patterson quiere a Max.

Ya sé que no está bien robarle el niño a unos padres porque tú hayas perdido al tuyo, y también sé que quizá esa mujer siga siendo una malvada y un monstruo. Pero, en ese breve instante, me ha parecido más una señora triste que un monstruo. Creo que la señorita Patterson pensaba que Max la haría feliz, pero por el momento no ha sido así.

Se va por fin, cerrando la puerta sin decir nada más.

—¿Volverá para ver cómo estás? —le pregunto.

—No —dice Max.

—Pues entonces podríamos quedarnos toda la noche jugando, ¿no?

—No lo sé. Sé que no vendrá a asomarse a la puerta, pero tengo la impresión de que de alguna manera lo sabría.

Max va hacia la puerta con el letrero donde pone «Niños». La abre. Al otro lado veo un cuarto de baño. Max coge un cepillo de dientes del armarito que hay bajo el lavabo, aprieta el tubo para echarse un poco de pasta y se cepilla los dientes.

—¿Cómo sabía que tenía que comprarte Crest Kids? —le pregunto.

Max se niega a usar otra marca de pasta de dientes que no sea esa.

—No lo sabía —responde, sin dejar de cepillarse—. Se lo dije yo.

Podría seguir indagando sobre el asunto de la pasta de dientes, pero más vale que no lo haga. Quizá Max se bloqueó la primera noche porque solo había Colgate o Crest Cool Mint (pasó una vez que el padre de Max intentó hacerle cambiar de marca), o quizá la señorita Patterson le preguntó cuál era su marca preferida de pasta de dientes antes de que llegara el momento de cepillárselos.

Lo más probable es que se lo preguntara antes. Aunque la señorita Patterson le ha cambiado la vida del todo, ella sabe muy bien lo mal que a Max le sientan los cambios. El padre de Max también lo sabe, pero siempre está cambiando cosas, aun arriesgándose a que Max se bloquee. Su madre también lo sabe, pero ella procura introducir los cambios poco a poco, sin que Max se dé cuenta. El padre de Max cambia las cosas de golpe, como hizo aquel día con la pasta de dientes, por ejemplo.

—Es bonita la habitación —le digo a Max mientras él se pone el pijama. Es un pijama de camuflaje. No es el que lleva normalmente, pero parece muy contento con él. Cuando se lo ha puesto, va al cuarto de baño a mirarse en el espejo—. No está mal este sitio —insisto.

Max no responde.

No dejo de pensar en Max dándole vueltas al soldadito mientras la señorita Patterson le hablaba, y en cómo se ha negado a levantar la vista para mirarla. Max ha dicho que la habitación le gusta y que podíamos quedarnos aquí juntos los dos. Creo que lo decía de verdad, pero tengo la impresión de que detrás de esas palabras hay otras que Max no está diciendo.

Max tiene miedo. Está triste.

Por un lado, me gustaría olvidarme de lo fijamente que se ha quedado mirando aquel soldadito. Y dejar que pasen unos días, un mes o hasta un año, porque seguro que al final Max se acaba acostumbrando a esta nueva habitación y quizá incluso a la señorita Patterson. Quisiera convencerme de que Max va a estar contento aquí, porque eso quiere decir que yo voy a seguir existiendo para siempre.

Pero por otro lado, siento que debería salvar a Max ahora mismo, antes de que sea demasiado tarde. Antes de que ocurra algo que ahora mismo no soy capaz de ver. Porque sé que Max solo me tiene a mí, y mi deber es hacer algo cuanto antes.

Ahora mismo.

Pero aquí estoy, dividido entre esos dos lados. Bloqueado como Max. Quiero salvarlo a él y salvarme a mí mismo, pero no sé si puedo.

No sé qué parte de Max puedo permitirme perder para salvarme a mí mismo.