No me lo puedo creer. Aquí estoy, de pie en la misma habitación que Max. Espero un segundo antes de decir su nombre y me quedo mirándolo un rato como hace su madre por la noche, cuando va a darle un beso aprovechando que duerme. Hasta ahora nunca había entendido por qué se quedaba allí parada mirándolo sin más.
Me gustaría quedarme aquí mirándolo para siempre.
Hasta ahora no me había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos a Max. Ahora entiendo lo que quiere decir echar tanto de menos a alguien que no tienes palabras para expresarlo. Tendría que inventarme palabras nuevas para poder hacerlo.
Al final, lo llamo en voz alta:
—Max, estoy aquí.
Max da el grito más fuerte que le he oído nunca.
No es un grito largo. Solo dura un par de segundos. Pero estoy seguro de que la señorita Patterson vendrá corriendo enseguida para ver qué ha pasado. Luego caigo en la cuenta de que antes, cuando estaba al otro lado de la pared, no podía oírlos a los dos aquí dentro. Y Max tampoco me había oído llamarlo a gritos desde fuera.
Creo que es una habitación insonorizada.
En la tele salen mucho. Sobre todo en las películas, pero también en otros programas.
Max no se vuelve a mirarme mientras grita, y eso es mala señal. Quiere decir que puede bloquearse. Que se está bloqueando en este momento. Me acerco a él, pero no lo toco. Cuando el grito pierde fuerza, le digo:
—Max, estoy aquí.
Digo exactamente lo mismo que antes de que se pusiera a gritar. En voz baja, rápido. Mientras hablo voy moviéndome hasta colocarme delante de él, con el ejército de Lego entre los dos. Veo que ha estado montando un submarino, y por lo que parece, la hélice podrá moverse sola cuando lo haya terminado.
—Max, estoy aquí.
Max ya ha dejado de gritar. Ahora respira muy rápido y fuerte. Eso, según la madre de Max, se llama hiperventilar. Parece como si acabara de correr mil quinientos kilómetros e intentara recuperar el aire. A veces, después de hacer eso se bloquea.
—Max, estoy aquí. Tranquilo. Estoy aquí. Tranquilo.
Ahora mismo lo peor que podría hacer sería tocarlo. Y gritarle tampoco sería buena idea. Sería como empujarlo hacia su mundo interior. Le hablo bajito y rápido, repitiéndole una y otra vez la misma frase. Intento acercarme a él con la voz. Es como lanzarle una soga y suplicarle que se agarre a ella. A veces funciona y consigo tirar de él antes de que se bloquee, y a veces no. Pero no se me ocurre otra cosa. Esta vez funciona.
Enseguida lo noto.
Ya respira más despacio, aunque incluso si se estuviera bloqueando respiraría más despacio. Le noto en los ojos que no se ha bloqueado. Son ojos que me miran. Que me miran a los ojos. No está yéndose. Está viniendo. Volviendo al mundo. Me sonríe con los ojos y sé que ha vuelto.
—Budo —dice.
Suena feliz, y eso me hace feliz.
—Max —contesto.
De pronto me siento como la madre de Max. Me entran ganas de saltar por encima de las montañas de Lego y abrazarlo con todas mis fuerzas. Pero no puedo. Seguramente él se alegra de que esas montañas de Lego estén ahí separándonos. Por eso me mira risueño, porque no tiene que preocuparse de que me acerque a tocarlo.
Max sabe que yo nunca lo toco, pero podría pensar que esta situación es distinta. Nunca hemos pasado tres días separados.
—¿Estás bien? —le pregunto y me siento en el suelo delante de él, con las piezas de Lego en medio de los dos.
—Sí —contesta Max—. Me has asustado. Pensaba que no te vería nunca más. Estoy haciendo un submarino.
—Sí, ya veo —le digo.
No sé cómo seguir. Intento encontrar las palabras más acertadas, la clave con la que poder salvarlo. Por un lado, pienso que debería sonsacarlo disimuladamente y descubrir hasta qué punto ha venido aquí engañado, pero por otro lado, pienso que quizá sería mejor preguntarle directamente qué está pasando. La situación es muy grave. No se trata de que no haya hecho los deberes o que lo hayan pillado lanzando comida por los aires en el comedor del colegio.
Esto es aún más grave que lo de Tommy Swinden.
Decido no andarme con disimulos. No «bailar con el diablo bajo la pálida luz de la luna». Eso es lo que dice la señorita Gosk cuando cree que un alumno le miente. Dice: «Señor Woods, está usted bailando con el diablo bajo la pálida luz de la luna. Vaya con cuidado, jovencito».
En este momento yo también estoy bailando con el diablo bajo la pálida luz de la luna y no tengo tiempo que perder.
—Max —le digo, intentando imitar la voz y el tono de la señorita Gosk—, la señorita Patterson es mala y tenemos que salir de aquí.
A decir verdad, no sé cómo nos las vamos a ingeniar para hacerlo, pero lo que sí sé es que, si Max no me ayuda, será imposible.
—No es verdad, no es mala —me contesta Max.
—Te ha secuestrado. Te engañó para sacarte del colegio y ahora te tiene secuestrado.
—La señorita Patterson dice que yo no debería ir al colegio. Que no es un sitio seguro para mí.
—Eso no es verdad —le digo.
—Sí que lo es —contesta Max, como si estuviera enfadándose—. Y tú lo sabes. Si sigo en ese colegio, Tommy Swinden me matará. Ella y Jennifer siempre están tocándome. Hasta mi comida tocan. Los niños se burlan de mí. La señorita Patterson está enterada de lo de Tommy Swinden y los demás, y dice que ese colegio no es buen sitio para mí.
—Tus padres piensan que el colegio es lo mejor para ti. Y son tus padres quienes dicen eso.
—Los padres no siempre saben lo que más conviene a sus hijos. Es lo que dice la señorita Patterson.
—Max, esa mujer te tiene encerrado en un sótano. Eso no puede ser bueno. Una persona buena no encerraría a un niño en un sótano. Tenemos que salir de aquí.
La voz de Max se suaviza.
—Si le digo a la señorita Patterson que estoy contento, se pondrá contenta. —No entiendo qué quiere decir. Antes de poder preguntárselo, Max ya está hablando otra vez—: Si la señorita Patterson está contenta, no me tocará ni me hará daño.
—¿Eso te ha dicho?
—No, pero me doy cuenta. Creo que si intentara escapar, se enfadaría mucho.
—No creo, Max. No creo que la señorita Patterson quiera hacerte daño. Lo único que quiere es tenerte secuestrado.
Pero, en cuanto lo digo, se me ocurre que quizá Max tenga razón. Max no entiende muy bien a la gente, pero hay veces que la entiende mejor que nadie. Quizá no se dé cuenta de que se le pone cara de tonto cuando se chupa el dedo en mitad de una clase, pero el día que a la señorita Gosk se le murió su madre, Max fue el único que se dio cuenta de que estaba triste. Enseguida se dio cuenta, y eso que ella bien que lo disimulaba; los demás niños, en cambio, solo se enteraron al día siguiente, cuando ella lo contó en clase. Así que igual también tiene razón con lo de la señorita Patterson. Quizá sea mucho más malvada de lo que yo pensaba.
—¿Tú no quieres irte? —le pregunto.
—A mí me gusta estar aquí. Tengo un montón de juguetes chulos. Y además, has venido tú. ¿Me prometes que nunca te irás?
—Te lo prometo. Pero y tus padres, ¿qué?
Me gustaría darle muchas más razones. Hacerle una lista de todas las cosas que va a echar de menos si se queda encerrado en esta habitación, pero no puedo. Sé que lo único que Max podría echar de menos de verdad sería a sus padres. Max no tiene amigos. Su abuela murió el año pasado, y su otra abuela vive en Florida y no va nunca a verlo. Su tía y sus tíos se sienten incómodos con él y apenas le dirigen la palabra. Sus primos hacen como si no estuviera. Lo único que Max tiene en la vida son sus padres, sus juguetes y yo. Y es posible que para él sus juguetes sean tan importantes como sus padres. Es triste decirlo, pero es la verdad. Si Max tuviera que escoger entre su Lego y sus soldaditos por una parte, y sus padres por otra, no sé con qué se quedaría.
Creo que eso lo sabe también su madre. Y su padre es posible que también lo sepa, pero él prefiere engañarse y dice que no es verdad.
—A mis padres ya los veré —contesta Max—. Me lo ha dicho la señorita Patterson. Pero más adelante. Ahora todavía no. Ella se encargará de cuidar de mí y me mantendrá apartado del colegio para que no me pase nada. Me dice que soy «su muchachito».
—¿Y su hijo? —le pregunto—. ¿Lo has conocido?
—No, se le murió. Me lo dijo ella.
Me quedo callado. Espero.
Max baja la vista a su submarino y encaja unas piezas en la parte que no está terminada. Al cabo de un minuto, dice:
—Murió porque su papá no cuidó bien de él. Por eso se murió.
Me gustaría preguntarle dónde está el señor Patterson ahora, pero no digo nada. El caso es que no está aquí. No forma parte del plan de la señorita Patterson. Ahora lo sé.
—¿Te gusta estar aquí? —le pregunto.
—La habitación está muy bien —dice Max—. Tengo montones de juguetes chulos. Cuando llegué estaba hecha un desastre, pero la señorita Patterson me ha dejado que la ordene como yo quiero. Las piezas de Lego estaban todas mezcladas, los juguetes de La guerra de las galaxias me los encontré en una caja, y los soldaditos sin estrenar, empaquetados aún, con el plástico y todo. Y esos DVD de ahí los encontré también en una caja. Ahora todo está en su sitio. Además, la señorita Patterson me ha regalado una hucha y un montón de monedas para que las metiera dentro. Había tantas que casi no me cabían.
Max señala el escritorio. Veo una hucha pequeña de metal con forma de cerdito en una esquina. Tiene unas patas metálicas minúsculas, y las orejitas y el morro también de metal. Está toda gastada y vieja.
—Era de la señorita Patterson cuando era pequeña —dice Max, leyéndome el pensamiento.
La señorita Patterson ha demostrado ser muy lista dejando a Max que arreglara la habitación a su manera. Eso lo tendría entretenido el primer día. A Max le gusta que sus piezas de Lego estén siempre en orden, apiladas como a él le gusta. Cuando iba a preescolar, antes de marcharse a casa, tenía que dejar bien ordenadas todas las piezas, si no, se pasaba la noche angustiado. Seguro que eso lo mantendría muy ocupado durante todo el primer día, si es que no se bloqueó.
—Max, si le tienes miedo a la señorita Patterson quiere decir que este sitio no es bueno para ti.
—Cuando está contenta no le tengo miedo. Y ahora que tú estás aquí me siento mucho mejor. Mientras tú estés aquí, todo irá bien. Lo sé. Le dije a la señorita Patterson que te necesitaba, y ella me dijo que era posible que vinieras. Y has venido. Ahora podemos quedarnos aquí los dos juntos tan a gusto.
De pronto caigo en la cuenta: mientras Max siga en esta habitación, yo no desapareceré nunca.
Los padres de Max siempre insisten en que su hijo madure, en que conozca a gente nueva y pruebe a hacer cosas nuevas. El año que viene su padre quiere apuntarlo a no sé qué de una liga de béisbol y su madre dice que quiere ver si puede tocar el piano. Además, lo han estado llevando al colegio todos los días pese a que Max les ha dicho que Tommy Swinden quería matarlo.
Nunca lo había pensado, pero el mayor peligro para mí está en los padres de Max.
Son ellos los que quieren que Max crezca.
La señorita Patterson desea justo lo contrario. Ella quiere tenerlo encerrado en esta habitación, preparada especialmente para él. Quiere que no salga de aquí, porque aquí estará más seguro. No piensa pedir un rescate por él ni cortarlo en pedacitos. Lo único que quiere es tenerlo aquí como si fuera suyo. Encerrado y a salvo. La señorita Patterson es el diablo bajo la pálida luz de la luna, pero no es un diablo como los que salen en el cine o la televisión. Es un diablo auténtico, y, después de todo, quizá yo debería bailar con ella.
Si Max se queda aquí, yo seguiré viviendo todo el tiempo que él esté vivo. Viviré más de lo que nunca ha vivido ningún amigo imaginario.
Si Max se queda aquí, puede que vivamos los dos felices comiendo perdices.