No espero a la señorita Patterson. Ella se ha parado a quitarse el abrigo y la bufanda en un cuartito que está dentro del garaje. En las paredes hay ganchos para colgar cosas, una hilera muy ordenada de botas y zapatos en el suelo, una lavadora y una secadora, pero no veo a Max por ningún sitio, así que paso de largo junto a ella y entro en una sala de estar.
Hay sillas, un sofá, una chimenea, un televisor colgado de la pared y una mesita con libros y fotos en marcos de plata, pero ni rastro de Max.
A mi derecha veo un vestíbulo y una escalera, así que decido ir a la planta de arriba. Subo los peldaños de dos en dos. No tengo que correr porque ya he entrado en la casa, pero corro de todos modos. Tengo la impresión de que cada segundo cuenta.
En lo alto de la escalera hay un pasillo y cuatro puertas. Tres están abiertas y una cerrada.
La primera puerta a mi izquierda está abierta. Es un dormitorio, pero no el de la señorita Patterson. No hay cosas suyas dentro, solo una cama, una cómoda, una mesita de noche y un espejo. Muebles, sí, pero no objetos suyos. No veo nada en la cómoda. Ni en el suelo. No veo ningún albornoz ni ninguna chaqueta colgando de los ganchos que hay detrás de la puerta. Sobre la cama hay montones de almohadas. Demasiadas. Se parece mucho al dormitorio que los padres de Max tienen en el piso de arriba, al final del pasillo. La habitación de invitados, lo llaman, aunque los padres de Max nunca tienen invitados en casa. Seguramente porque a Max no le gustaría que alguien pasara la noche en su casa. Es una especie de falsa habitación. Para mirar y no tocar. Como la habitación de un museo.
Me asomo al armario que hay junto a la cama. Atravieso la puerta y entro en un espacio a oscuras. No veo nada porque está todo negro, pero susurro: «Max, ¿estás aquí?».
No está. Lo sé incluso antes de susurrar su nombre.
Solo Max puede oírme, así que no sé por qué susurro. Su madre diría que eso me pasa por ver tanto la tele, y puede que tenga razón.
La segunda puerta a la izquierda también está abierta. Es un cuarto de baño. Parece falso también. Como de museo. Y dentro tampoco hay cosas personales. Ni en el lavabo ni en el suelo. Las toallas cuelgan muy ordenadas de los toalleros y la tapa del váter está bajada. Creo que es un cuarto de baño para invitados, aunque no sabía que existieran cuartos de baño así.
Sigo pasillo adelante hasta la puerta que está cerrada. Si Max estuviera aquí arriba, lo lógico, creo yo, sería encontrármelo en una habitación con la puerta cerrada. Atravieso la puerta. No veo a Max. Es la habitación de un niño pequeño. Veo una cuna, una caja con juguetes, una mecedora y un mueble con una cestita llena de pañales. En el suelo hay cubos de un juguete de construcción, un trenecito azul y una pequeña granja de plástico con personas y animales muy pequeños.
A Max no le gustaría esa granja de plástico porque las personas no parecen reales. Parecen palos con caras, y a él esos juguetes no le gustan. A él le gusta que parezcan de verdad. Pero esos animalitos y esas personitas están colocados fuera de la pequeña granja de plástico, o sea que al niño de la casa deben de gustarle.
De pronto caigo: la señorita Patterson tiene un hijo pequeño.
No me lo puedo creer.
En esta habitación hay otro armario. Un armario ancho con puertas correderas, pero una de ellas está abierta. Dentro hay estanterías con zapatos diminutos, camisitas diminutas, pantalones diminutos y bolas de calcetines diminutas.
Pero no veo rastro de Max.
La señorita Patterson tiene un hijo pequeño. Pero no lo entiendo, yo creía que los monstruos no tenían niños pequeños.
Salgo de la habitación y entro en otra que está en el otro extremo del pasillo. Es el dormitorio de la señorita Patterson. Lo noto enseguida. Hay una cama, una cómoda y otro televisor colgando de la pared. La cama está hecha, pero no veo almohadas amontonadas encima como en la otra, y hay una botella de agua y un libro en la repisa del cabecero. Y junto a la cama, una mesita con un reloj, una pila de revistas y unas gafas. Esta habitación está llena de cosas, no como la de los invitados.
El dormitorio comunica con un cuarto de baño y un gran armario sin puertas. Es casi tan grande como el dormitorio de Max. Y está lleno de ropa, zapatos y cinturones. Pero sigo sin encontrar ni rastro de Max.
«¡Max! ¿Estás ahí? ¿Me oyes?», lo llamo gritando.
Nadie responde.
Salgo del dormitorio de la señorita Patterson. Hago un alto en el pasillo un momento y levanto la vista por si hubiera una trampilla en el techo que llevara a un desván. Los padres de Max tienen una trampilla con escalerilla incorporada: tiras de un cordón y la trampilla se abre y se despliegan unas escaleras por las que se sube al desván. Pero aquí no hay trampilla que valga. Ni desván.
Bajo otra vez a la planta de abajo.
Pero no vuelvo a la sala de estar, doblo a la izquierda. Hay un pasillo que lleva a la cocina, y enfrente, otra sala de estar. Dentro veo sofás, butacas, mesitas, lámparas, otra chimenea y una estantería llena de libros, pero ni rastro de Max.
Cruzo la sala de estar y entro en un comedor que queda a la izquierda. Hay una mesa larga con sillas. Una mesita con más fotos y una bandeja con botellas encima. Tuerzo a la izquierda otra vez y entro en la cocina. Montones de cacharros, pero ni rastro de Max.
La planta baja tiene una sala de estar, otra sala de estar, un comedor y una cocina. Eso es todo. Ni rastro de Max en ninguna parte.
Ni de la señorita Patterson.
Recorro otra vez la casa, esta vez más deprisa. Descubro un baño, que no había visto antes porque la puerta estaba cerrada, y un ropero junto a la puerta de entrada.
Pero no a Max.
De pronto, en el pasillo que lleva a la cocina, descubro la puerta que estaba buscando.
La puerta del sótano.
La señorita Patterson se encuentra en el sótano con Max. Lo sé.
Atravieso la puerta y me encuentro en lo alto de unas escaleras. Hay luz tanto en la escalera como en la habitación del fondo. Es un cuarto con el suelo enmoquetado que parece otra sala de estar. En el centro hay una mesa grande de color verde, pero sin sillas, y una redecilla extendida al través. Parece una pista de tenis en miniatura. Como de juguete. Hay sofás, butacas y un televisor, pero ni rastro de Max.
Ni de la señorita Patterson.
Hay una puerta abierta al fondo. La cruzo y me encuentro en un sótano normal y corriente. Con suelo de piedra y maquinaria sucia en un rincón. Una de las máquinas tiene que ser una caldera, para calentar la casa, y la otra la bomba del agua, pero no sé cuál es cuál. También hay una mesa y sobre ella, colgando de la pared, muchos martillos, sierras y destornilladores, tan limpios y ordenados como el armario y el jardín de la señorita Patterson. Como toda la casa. Lo único que he visto que no estaba en su sitio es esa botella de agua en la repisa del cabecero de la cama.
No hay nada más. Ni armarios, ni escaleras, ni nada.
No hay rastro de Max. Ni de la señorita Patterson.
Ya he vuelto a perderla. En su propia casa.
Subo corriendo a la cocina y llamo a voces a Max. Salgo corriendo al garaje para ver si el coche de la señorita Patterson sigue en su sitio. El motor chasquea como hacen a veces los coches cuando se apagan. El abrigo de la señorita Patterson sigue colgado del gancho junto a la lavadora.
Quizá haya salido al jardín. Ya sé que sonará absurdo, porque uno no pierde a una persona dentro de su propia casa, pero sigo pensando que esta situación es muy preocupante. Algo me huele mal. Lo sé. Aunque la señorita Patterson hubiera salido al jardín, ¿dónde está Max?
Levanto la mano, me la pongo delante de la cara, y la miro fijamente, para comprobar si puedo ver al través.
Sigo entero. No estoy desapareciendo. No le puede haber ocurrido nada malo a Max. Tiene que estar en algún sitio, sano y salvo. La señorita Patterson sabe dónde se encuentra, así que lo único que tengo que hacer es encontrarla a ella y que me lleve hasta Max.
Salgo al jardín. Atravieso la puerta corredera de cristal del comedor y salgo a una terraza que da a la parte de atrás de la casa. De la terraza salen unos peldaños que bajan hasta una pequeña zona de césped, y bajando por otros peldaños se llega hasta el estanque. Es alargado y estrecho. Al otro lado hay casas, y los vecinos a derecha e izquierda de la señorita Patterson tienen la luz encendida, se ve entre los árboles. Las casas no están muy pegadas, pero no creo que la señorita Patterson se hubiera atrevido a sacar a Max al jardín.
Al final de las escaleras hay un pequeño embarcadero y una barquita flotando junto a él. Es una barca de remos. La madre de Max quiso enseñar a remar a su hijo el verano pasado cuando fuimos a Boston, pero él se negó. Max estuvo a punto de bloquearse de tanto como insistió. Pensé que la madre de Max iba a acabar llorando de ver lo bien que se lo pasaban los demás niños y niñas remando con sus padres en las barquitas mientras Max se quedaba en tierra.
La señorita Patterson no está en la terraza. Hay una mesa con un parasol y unas sillas, pero ni rastro de Max o la señorita Patterson.
Bajo de la terraza dando un salto y rodeo la casa corriendo. Corro sin dejar de mirar por todas partes hasta que he dado la vuelta completa a la casa y vuelvo a encontrarme en la terraza, con el estanque delante. El sol está bajo y las sombras se han alargado. Los rayos de sol destellan en el agua.
Llamo a Max en voz alta, gritando como nunca he hecho en mi vida. Solo Max puede oírme, pero Max no responde.
Siento como si hubiera vuelto a perder a mi amigo.