Los padres de Max están esperando detrás del mostrador de secretaría. Soy el primero en verlos porque soy el primero en salir del despacho de la directora. Luego los ve la señorita Patterson, pero no creo que los reconozca. Ni que los haya visto nunca. Les ha robado a su hijo, ha dicho a la policía que son malos padres y ni siquiera es capaz de saber que son ellos. Creo que los padres de Max tampoco la conocen a ella. De nombre, sí, pero es la primera vez que se ven cara a cara. Normalmente, hablan con la señorita McGinn, la señorita Riner o la señorita Gosk.
Pero con la señorita Patterson, no. Nunca con una maestra de apoyo.
La señorita Patterson no se para a hablar con ellos. Sale por una puerta lateral a la izquierda, donde hay un policía esperándola. Es un hombre mayor, con una mancha marrón en el cuello, y no tiene aspecto de ser capaz de detener al malo de la película aunque fuera la señorita Patterson, que lo es.
La directora sale entonces de su despacho y ve a los padres de Max.
—Señores Delaney —saluda, como sorprendida.
La directora va hacia el mostrador de secretaría y abre la puerta batiente que separa el espacio donde espera la gente normal de la zona del personal del colegio.
—Pasen, por favor —les dice.
La madre de Max normalmente es la que manda en casa, pero en este momento no parece que mande en nada. Le tiemblan las manos y tiene la cara pálida. Es como si no estuviera viva, como una muñeca. Ya sé que suena tonto, pero parece que hasta los rizos del pelo se le han desrizado. No se la ve tan espabilada como siempre. Creo que tiene miedo. Y también hambre. Hambre de noticias, supongo.
Hoy es el padre de Max el que manda. Lleva a la mamá de Max abrazada, y mira alrededor como la señorita Gosk cuando pasa lista en clase. Comprobando quién está y quién no.
Los padres de Max dejan a un lado el mostrador y van hacia el despacho de la señora Palmer, aunque no creo que la mamá de Max pudiera dar un paso sin la ayuda de su marido.
—¿Se sabe algo ya? —pregunta el padre de Max antes de llegar al despacho.
No solo está haciendo de jefe, sino que suena como un jefe. Suelta las palabras como si fueran dardos. Dardos que van directos a la señora Palmer, y se nota que están cargados. No es una pregunta sin más. Está gritando a la señora Palmer por haber perdido a Max, aunque no se haya oído ningún grito y lo único que haya hecho sea preguntarle si se sabe algo.
—Entremos en mi despacho —dice la directora—. El señor Norton está esperando y podrá responder a sus preguntas.
—El señor Norton no estaba aquí cuando ha desaparecido Max —dice él.
Más dardos. Dardos afilados.
—Pasen dentro, por favor —dice la señora Palmer.
Entramos todos en el despacho de la directora. Los padres de Max se sientan en el sofá donde unos minutos antes estaban sentadas la señorita Patterson y la señora Palmer. Ojalá pudiera decirles que acaban de sentarse en el mismo sitio donde minutos atrás estaba sentada la persona que ha secuestrado a Max.
La directora va hacia el sofá donde el jefe de policía sigue sentado. Yo no tengo sitio, así que me quedo de pie al lado de los padres de Max. Aunque aquí no existan bandos, porque el malo de la película no está en la habitación como antes, siento como si los hubiera, y algo me dice que debo ponerme al lado de los padres de Max.
El jefe de policía se levanta para estrecharles la mano a los padres de Max. Se presenta y a continuación todos se sientan menos yo.
—Señores Delaney, soy el responsable de la búsqueda de su hijo. Si me permiten, les contaré lo que sabemos hasta el momento.
La madre de Max dice que sí con la cabeza, pero el padre de Max, no. Se queda quieto. Creo que lo hace adrede. Si se moviera, aunque fuera solo un gesto con la cabeza, ya no habría más bandos en la sala. Todos estarían en el mismo bando. Serían un equipo.
El papá de Max no mueve un pelo.
El jefe de policía les cuenta que se ha registrado todo el recinto y que unas cuantas personas están rastreando el barrio. Dice que «parten del supuesto» de que Max se ha escapado del colegio y no tardará en aparecer, pero a mí me suena que eso es lo que él quiere que haya pasado, porque si no, no sabría qué hacer.
—Max nunca se había escapado —dice el padre de Max.
—No —dice el jefe de policía—. Pero sus profesoras creen que es una posibilidad, y de todas las hipótesis es la más probable.
—¿Qué hipótesis? —pregunta el padre de Max.
—¿Disculpe? —dice el jefe de policía.
—¿A qué otras hipótesis se refiere?
El jefe de policía se queda pensando un momento. Cuando contesta, piensa mucho sus palabras.
—Bueno, es mucho más probable que se haya escapado de la escuela que no que lo hayan secuestrado.
Al oír la palabra «secuestrado», la madre de Max deja escapar un leve sollozo.
—No pretendo asustarla, señora Delaney. Como les decía, estoy esperando que suene el teléfono en cualquier momento anunciando que han encontrado a Max jugando en algún jardín o perdido entre la arboleda de algún vecino. Pero, si no conseguimos localizarle, habrá que tener en cuenta la posibilidad de que alguien se lo haya llevado. Ya hemos tomado medidas preliminares por si así fuera. Estamos explorando ambas posibilidades simultáneamente, por si acaso.
—¿Es posible que se escapara y alguien aprovechara para llevárselo?
Es la señora Palmer quien ha hecho esa pregunta, y noto por la expresión de su cara y la del jefe de policía que ambos desearían que no la hubiera hecho. Al menos delante de los padres de Max. La señora Palmer mira a la mamá de Max, que parece a punto de echarse a llorar.
—Lo siento —le dice—. No quería asustarla.
—Es poco probable —dice el jefe de policía—. Sería mucha coincidencia que Max hubiera decidido escapar justo en el momento en que ese secuestrador pasara por delante de la escuela. Pero se están investigando todas las opciones posibles, e interrogando a todo el personal del colegio que suele tratar con Max, e intentando averiguar si ha estado en contacto con algún desconocido últimamente.
—¿Por qué se le dejó solo? —pregunta la madre de Max.
Buena pregunta. Una pregunta dardo que debería habérsele clavado a la directora entre los ojos. Pero no, la pregunta suena como un dulce de gelatina. No tiene fuerza. Hasta la madre de Max parece gelatina. Toda temblona y sin fuerza.
—Su maestra de apoyo no estaba en el centro, pero no era la primera vez que Max iba solo a Educación Especial —dice la señora Palmer—. De hecho, uno de los objetivos de su escolarización es conseguir que sea más autónomo a la hora de desplazarse por el recinto y seguir un horario, de modo que no es nada raro que fuera del aula a Educación Especial solo.
—¿Ustedes creen que ese fue el momento en que desapareció? —pregunta el padre de Max—. ¿Mientras iba de su clase a Educación Especial?
—Sí —dice enseguida el jefe de policía. Creo que no quiere que la señora Palmer diga nada, por eso salta cada vez que hay un hueco en la conversación que ella pudiera aprovechar para decir algo—. Max fue visto por última vez en su clase habitual. Nunca llegó a Educación Especial, pero, como hoy su maestra de apoyo no estaba en el centro, los monitores no advirtieron su ausencia, porque, cuando está allí, trabaja con ella. Y su profesora, la señorita Gosk, daba por sentado que su hijo estaba en Educación Especial, de manera que puede que Max llevara fuera dos horas antes de que se le echara en falta.
El padre de Max se pasa la mano por el pelo. Es lo que suele hacer cuando no quiere decir algo malo. Lo hace mucho cuando discute con la madre de Max. Normalmente, un poco antes de dar un portazo y salir de casa.
—Desearíamos que nos proporcionaran cierta información —dice el jefe de policía—. Nombres de personas con las que Max trata habitualmente. Cualquier persona nueva que haya aparecido en su vida. Su rutina diaria. Cualquier dato médico que debiéramos conocer.
—Acaba de decir que iban a dar con él enseguida —dice la madre de Max.
—Sí, lo sé, y sigo pensando así. Tenemos a más de doscientas personas rastreando la zona en este momento, y los medios de comunicación están dando a conocer la noticia.
El jefe de policía va a decir algo más, pero en ese momento llaman a la puerta y una mujer policía asoma la cabeza.
—La señorita Patterson querría irse a casa si no la necesita.
—¿Nada nuevo durante el trayecto? —pregunta el jefe de policía.
—No.
—¿Tenemos sus datos personales?
—Sí.
—Bien, entonces puede irse —dice el jefe de policía.
—¡Está dejando escapar al culpable! —exclamo a voz en grito, pero nadie me oye.
Es como cuando el padre de Max o Sally se ponen a gritar ante la pantalla al ver que el detective está cometiendo el error de dejar escapar al malo de la película, con la diferencia de que en las películas a los malos normalmente los pillan. Esto es el mundo real, y no creo que aquí funcione esa misma regla. En el mundo real los malos como Tommy Swinden y la señorita Patterson a veces se salen con la suya. Max solo me tiene a mí, pero no le sirvo para nada.
—Bien, le diré que se vaya a su casa entonces —dice la mujer policía.
Eso significa que es hora de que yo me vaya también, aunque en el fondo desearía quedarme con la mamá de Max. La única forma de ayudarla es ayudarlo a él, pero no me parece bien dejarla aquí. Parece tan frágil… Como si solo una parte de ella estuviera aquí.
Pero tengo que encontrar a mi amigo.
Atravieso la puerta del despacho y vuelvo a entrar en secretaría. No veo a la señorita Patterson. La mujer policía que ha venido a decirle al señor Norton que la señora Patterson quería marcharse está hablando por teléfono. Está sentada al escritorio donde normalmente se sienta la secretaria. No sé dónde estará la señorita Patterson, pero sé donde deja normalmente aparcado el coche, y me preocupa que esté ya yendo hacia allí, así que echo a correr en dirección al aparcamiento cuando oigo a la mujer policía decir:
—Dígale que puede marcharse. Pero que tiene que dejar el móvil conectado por si necesitáramos ponernos en contacto con ella.
Se lo está diciendo a alguien al otro lado del teléfono.
Bien. Eso quiere decir que la señorita Patterson todavía no se ha ido.
De todos modos, me gustaría estar dentro de su coche antes de que ella llegue, así que echo a correr.
Una vez conocí a un amigo imaginario que era capaz de aparecer donde quisiera, siempre que fuera un lugar donde hubiera estado antes. En vez de ir andando a los sitios, se esfumaba y aparecía de pronto en otro lado. A mí me parecía un don fantástico, porque era como dejar de existir un segundo para volver a existir al segundo después. Le pregunté qué se sentía al dejar de existir, porque me interesaba saber si dolía, pero no entendió la pregunta.
—Es que yo no dejo de existir —dijo—. Solo salto de un sitio a otro.
—Pero ¿qué sientes durante el segundo que pasa entre el momento en que dejas de existir y apareces de nuevo?
—No siento nada. Solo tengo que parpadear y ya estoy en otro sitio distinto.
—Pero ¿qué se siente cuando el cuerpo desaparece del lugar donde estaba antes?
—Nada.
Noté que lo estaba poniendo nervioso y no seguí preguntando. A mí me daba un poco de envidia aquel don, pero por otro lado el pobre no abultaba más que una Barbie y tenía los ojos azules. Pero azules del todo. Sin nada de blanco. Era como si mirara a través de unas gafas de sol azul oscuro, o sea que el pobre apenas veía, sobre todo si estaba nublado o la maestra apagaba las luces de la clase para poner una película. Además, no le habían puesto nombre, lo cual no es tan extraño entre amigos imaginarios, pero no deja de ser un poco triste. Ya no está en este mundo. Dejó de existir durante las vacaciones de Navidad, cuando Max estaba todavía en preescolar.
Ojalá ahora mismo yo pudiera aparecer de repente en otro sitio. Pero no, voy corriendo por los pasillos, siguiendo el mismo camino que hice con Max esta mañana cuando la señorita Patterson se lo llevó. Hasta que llego a las mismas puertas dobles de cristal por las que salió Max.
El coche de la señorita Patterson no está en el aparcamiento. Recorro muy rápido la hilera de coches una y otra vez, pero no lo veo. Solamente hay una salida al aparcamiento, y un solo vestíbulo, y solo unas puertas de cristal; además, sé que la señorita Patterson no puede haber llegado antes que yo, porque he venido corriendo hasta aquí, cosa que la señorita Patterson no habría podido hacer sin llamar la atención.
De pronto caigo: tiene dos coches. Esta vez ha venido al colegio con un coche distinto. Uno en el que dentro no haya mochila azul ni ninguna prueba de que Max hubiera estado allí. Ni pelos, ni barro de las zapatillas, ni huellas dactilares. Ninguna de esas cosas que los científicos podrían utilizar para demostrar que Max había estado sentado en el asiento de atrás de ese coche. Seguro que eso es lo que ha hecho: ha venido al colegio en un coche distinto por si a la policía le daba por registrarlo. Sería muy astuto por su parte, y tengo la impresión de que la señorita Patterson es la persona más lista que he conocido en mi vida. Seguro que en cualquier momento sale por esas puertas de cristal y se mete en un coche distinto. Uno que nunca he visto antes. Puede que el que tengo delante ahora mismo.
Miro alrededor por si descubro algún coche nuevo en el aparcamiento. Uno que no haya visto antes. Y de repente lo veo. Veo el coche de la señorita Patterson, pero no uno nuevo, sino el de siempre. El coche donde está la mochila azul, el pelo de Max y el barro de sus zapatillas. Está aparcado en la glorieta que hay frente al colegio. La glorieta que está dentro del recinto, frente a las puertas de cristal por las que se entra al colegio, aunque está prohibido aparcar allí en horario escolar. Lo sé porque a veces oigo la voz de la señora Palmer por los altavoces rogando a la persona que ha aparcado en la glorieta que saque el coche de allí «inmediatamente». Por el modo en que dice «inmediatamente», se entiende que está enfadada. Podría decir simplemente: «Hagan el favor de sacar ese coche de la glorieta. Y que sepan que me molesta que aparquen ahí», pero no, dice «inmediatamente», que suena más suave y no tan suave al mismo tiempo.
Aunque siempre suele ser algún padre o maestro de apoyo el que aparca en la glorieta, porque el personal del colegio sabe que está prohibido. La señorita Patterson también debería saberlo. Pero entonces, ¿por qué habrá aparcado allí? En la glorieta también hay coches de la policía, pero ellos tienen permiso para saltarse las reglas.
Ahora me doy cuenta de que los padres de Max también han aparcado en la glorieta. Su coche está detrás del de la señorita Patterson, pero no, ya no, porque el coche de la señorita Patterson se está moviendo en este momento. Está dando la vuelta por la parte de atrás de la glorieta en dirección a la calle.
Echo a correr. Corro todo lo rápido que puedo, que es solo lo rápido que Max imaginó que pudiera correr, y no es mucho. Me gustaría gritar «¡Pare! ¡Quieta ahí! ¡Está prohibido aparcar en la glorieta!». Pero ella no me oiría, porque lleva las ventanillas cerradas y ya está muy lejos y porque soy un ser imaginario, y solo otros amigos imaginarios, además de ese amigo mío que ella ha secuestrado, pueden oírme.
Cruzo sin mirar a los dos lados y sin utilizar el paso de peatones, y corro por el jardín delantero del colegio en dirección al otro extremo de la glorieta, pero la señorita Patterson ya está saliendo a la calle y gira a la derecha. Ojalá pudiera aparecer en otro sitio como por arte de magia. Cierro los ojos e intento imaginar el asiento trasero del coche de la señora Patterson, con la mochila azul, el pelo de Max y el barro de sus zapatillas, pero, cuando abro los ojos un segundo más tarde, sigo corriendo por el jardín del colegio y el coche de la señorita Patterson desaparece ya cuesta abajo en una curva.
Aflojo la marcha y al final me detengo. Estoy en mitad del jardín delantero del colegio, bajo dos árboles. Alrededor caen hojas amarillas y rojas.
He perdido a Max.
Otra vez.