Estamos sentados en la consulta de la doctora Hogan. Max lleva un buen rato aquí dentro y la doctora Hogan no lo ha obligado a hablar ni una sola vez. Se ha quedado aquí sentada, viéndolo jugar con estos «supermodernos juguetes pedagógicos», como llama ella a estas piezas de plástico y metal con las que Max está tan entretenido. Le he notado un tono raro cuando ha dicho eso de «supermodernos», pero no entiendo lo que ha querido decir.
A Max le gustan mucho estos juguetes. Si su madre lo viera ahora mismo, diría que su hijo está «absorto», que significa que no está prestando atención a lo que le rodea. Max se queda absorto muchas veces, y eso es bueno, porque significa que está feliz, pero también que se le olvida todo lo demás. Cuando Max está absorto es como si no hubiera otra cosa en el mundo que lo que tiene entre manos. Desde que se ha sentado en la alfombra y se ha puesto a jugar con estos juguetes, no creo que haya levantado la vista ni una sola vez.
Pero la doctora Hogan es inteligente y sabe que es mejor no molestarlo. De vez en cuando le pregunta algo, pero hasta ahora solo han sido preguntas de esas que se pueden responder simplemente con un sí o un no, por eso Max se las ha contestado casi todas.
También eso demuestra que es inteligente. Si hubiera intentado hacerle hablar desde el primer momento, sin dejarle que pasara un rato tranquilo con estos juguetes, es muy probable que Max se hubiera «cerrado en banda», que es lo que dice la señorita Hume que le pasa cuando no quiere hablar con ella. Así, Max se ha ido acostumbrando poco a poco a la doctora Hogan, y puede que al final se comunique con ella, eso si la doctora tiene paciencia. Y sobre todo si no lo hace sentir como si estuviera vigilándolo y tuviera que fijarse en cada palabra que sale de su boca. Los mayores son pacientes con Max al principio, pero terminan cansándose y todo se estropea.
La doctora Hogan es guapa. Es más joven que la mamá de Max, creo, y va vestida muy sencilla. Lleva falda, camiseta y zapatillas de deporte, como si se fuera a dar un paseo por el parque. Eso también es señal de que es inteligente, porque así parece una chica cualquiera y no un médico.
Max les tiene miedo a los médicos.
Pero lo mejor de la doctora Hogan es que no le ha preguntado a Max por mí. Ni una vez. Yo tenía miedo de que se pasara el rato preguntándole por su amiguito imaginario, pero parece que le interesa más saber cuál es el plato favorito de Max (los macarrones) y el sabor de helado que más le gusta (el de vainilla).
—¿Te gusta ir al colegio? —le pregunta ahora.
La doctora Hogan le ha dicho a Max que podía llamarla Ellen si quería, pero a mí se me hace raro. Max todavía no la ha llamado por su nombre, así que no sé qué pensará hacer, pero casi seguro que sigue llamándola doctora Hogan. Eso si se acuerda del apellido. No sé si la habrá oído cuando se lo ha dicho antes.
—Regular —contesta Max.
Max tiene la punta de la lengua fuera y bizquea; está mirando fijamente dos piezas del juego, calculando cómo encajarlas.
—¿Qué es lo que más te gusta del colegio?
Max se queda callado diez segundos y luego responde:
—La comida.
—Ah —dice la doctora—. ¿Y por qué es eso lo que más te gusta, lo sabes?
¿Veis lo inteligente que es? No le pregunta por qué la comida es lo que más le gusta, sino si sabe por qué. Si Max no puede explicar por qué la comida es lo que más le gusta del cole, puede decir que no y punto, no tiene que sentirse tonto por no saber responderle. Si la doctora Hogan le hiciera sentirse tonto por no tener respuestas, es posible que nunca consiguiera sacarle una palabra.
—No —contesta Max, y ella no parece sorprendida para nada.
A mí tampoco me sorprende. Pero creo saber por qué la comida es lo mejor del cole para Max. Creo que es lo mejor porque a la hora de comer lo dejan en paz. Nadie lo molesta, nadie le dice lo que tiene que hacer. Se queda sentadito en una punta de la mesa del comedor, solo, leyendo un libro y comiendo lo mismo de todos los días: su bocadillo de mantequilla de cacahuete con mermelada, su barrita de cereales y su zumo de manzana. El resto del día es impredecible. Nunca sabes lo que puede pasar. Las cosas siempre cambian, y las profesoras y los otros niños siempre lo sorprenden. Pero la hora de la comida siempre es igual.
Pero no sé, eso es solo una intuición. En realidad, no sé por qué lo mejor del cole para Max es la comida, porque no creo que él lo sepa tampoco. A veces uno cree saber cosas sin saber por qué. Como me pasa con la señorita Patterson. Me cayó mal en cuanto la vi, pero no sabría explicar por qué. Fue una intuición. Y ahora que ella y Max tienen un secreto, todavía me cae peor.
—¿Quién es tu mejor amigo, Max? —pregunta la doctora Hogan.
Max dice «Timothy», porque es lo que suele decir siempre que le preguntan eso, pero yo sé que su mejor amigo soy yo. Lo que pasa es que si Max dice que soy yo la gente acaba haciéndole preguntas y diciéndole que no existo. Timothy es un niño que también va a Educación Especial con Max, y a veces hacen actividades juntos. Max dice que Timothy es su mejor amigo porque con él nunca se pelea. A ninguno de los dos les gusta hacer actividades con otros niños, y cuando las maestras los ponen juntos, ellos se las apañan para trabajar cada uno por su cuenta.
La señorita Hume le dijo una vez a la mamá de Max que era una lástima que los mejores amigos de su hijo fueran los niños que lo dejaban en paz, pero es que la señorita Hume no entiende que Max es feliz solo. Que la señorita Hume y la mamá de Max y la mayoría de la gente sean más felices cuando están con sus amigos no significa que Max necesite amigos para ser feliz. A Max no le gusta la gente, por eso es más feliz cuando lo dejan en paz.
Es lo que me pasa a mí con la comida. Yo no como. Nunca he conocido a un amigo imaginario que lo haga. Una noche me escapé al hospital, porque el hospital nunca cierra, y estuve un rato con una enferma que se llama Susan, una señora que ya no come por la boca. Tiene una pajita conectada a la barriga, y las enfermeras le dan la papilla por la pajita. Las hermanas de Susan estaban en la habitación de visita, y cuando salieron al pasillo oí a la hermana gorda decir que era una pena que Susan ya nunca más pudiera comer porque la comida era un placer.
«¡Qué va!», dije yo, pero nadie me oyó.
Pero es verdad. Me alegro de no tener que comer, diga lo que diga la hermana gorda de Susan. Para mí es un latazo. Por mucho gusto que se le encuentre a la comida, tienes que preocuparte de ganar dinero con que comprarla, y luego cocinarla, y no pasarte comiendo si no quieres engordar como la hermana de Susan. Y no hablemos ya del tiempo que se pierde cocinando, lavando los platos, cortando el mango, pelando las patatas o pidiéndole al camarero que te traiga leche en vez de nata. Además del peligro de atragantarte comiendo, o de tener alergia a algunos alimentos. En fin, que es una lata. Me da igual lo mucho que se pueda disfrutar comiendo. No merece tanto lío ni tantas preocupaciones. A lo mejor a Susan le pasa lo mismo, ahora que come por esa pajita en la barriga, cosa que me parece mucho menos latosa que tener que hacer de cenar todas las noches. Bueno, igual ella no lo siente así, pero me da igual, yo sí. Si ahora mismo me dieran la oportunidad de comer, diría que no, porque no querría tener que acostumbrarme y obligarme a todas esas mandangas. «Mandangas» es una de las palabras favoritas de la señorita Gosk.
Yo, aunque no coma, soy feliz, por mucho placer que dé la comida. Porque no tener que preocuparse de la comida también es un placer. Mayor todavía, creo.
El placer de Max es que lo dejen en paz. Él no se siente solo. A Max no le gusta mucho la gente, pero es feliz.
—¿Cuál es la comida que menos te gusta? —le pregunta la doctora Hogan.
Max se queda pensando un momento, con las manos de golpe paralizadas en el aire, y luego dice:
—Los guisantes.
Yo iba a decir que los calabacines. Se habrá olvidado de ellos.
—¿Qué es lo que menos te gusta del colegio? —pregunta la doctora Hogan.
—La gimnasia —responde Max, esta vez sin pensar—. Y la plástica. Y el recreo. Es un rollo.
—¿Cuál es la persona que menos te gusta del cole?
Max levanta la vista por primera vez. Pone mala cara.
—¿Hay alguna persona en el colegio que no te guste? —pregunta la doctora Hogan.
—Sí —le contesta Max, y enseguida vuelve la vista a sus juguetes.
—¿Cuál es la persona que menos te gusta?
Ahora entiendo lo que la doctora Hogan pretende. Está intentando que Max le hable de Tommy Swinden, y Max está a punto de abrirle la puerta y dejarla pasar. Por si no tuviéramos bastante con que la madre de Max se hubiera enterado de lo de Tommy Swinden, ahora solo falta que la doctora Hogan lo sepa también. Eso sería mucho peor.
—¡Ella Wu! —salto yo, confiando en que Max lo repita.
—Tommy Swinden —suelta él, sin apartar la vista de los juguetes.
—¿Sabes por qué no te gusta Tommy Swinden?
—Sí —dice Max.
—¿Por qué no te gusta Tommy Swinden? —pregunta la doctora Hogan, y veo que se inclina un poquito hacia él. Es la respuesta que estaba esperando todo el rato.
—Porque quiere matarme —contesta Max, sin levantar la vista ahora tampoco.
—Qué horror —dice la doctora Hogan, y parece que habla en serio, como si le sorprendiera de verdad, aunque me parece que sabía lo de Tommy Swinden desde el principio. Seguramente se lo había contado la mamá de Max.
Ha sido todo una trampa, y Max acaba de caer en ella.
La doctora Hogan se queda un momento callada y luego pregunta:
—¿Sabes por qué ese chico quiere matarte, Max?
Los mayores siempre dejan caer el nombre de Max al final de las preguntas cuando piensan que están preguntando algo importante.
—Puede —responde Max.
—¿Por qué puede que sepas que Tommy Swinden quiere matarte, Max?
Max se queda quieto otra vez. Tiene un supermoderno juguete pedagógico en la mano y se queda mirándolo sin decir nada. Conozco esa mirada. Es la mirada que pone cuando va a decir una mentira. Max no sabe inventarse mentiras, le cuesta mucho.
—Porque a Tommy Swinden no le gustan los niños que se llaman Max —dice por fin.
Pero como lo ha dicho demasiado rápido y con una voz rara, seguro que la doctora Hogan ha notado que es mentira. Seguramente ha dicho eso porque una vez un niño de quinto le dijo que Max era un nombre tonto. Pero por mucho que hubiera de verdad un niño al que no le gustara su nombre, no me parece una mentira muy buena. Nadie mataría a una persona porque no le gusta su nombre.
—¿Hay algo más? —pregunta la doctora Hogan.
—¿Cómo? —dice Max.
—¿Alguna otra razón que te lleve a pensar que ese niño puede que quiera matarte?
—Ah —dice Max y se queda callado otra vez—. No.
La doctora Hogan no se lo cree. Me gustaría que se lo creyera, pero no. Se nota. La madre de Max ha hablado con ella. No sé cuándo decidieron los padres de Max traerlo a esta consulta. No sé cuándo el padre de Max perdió la batalla.
Puede que fuera anoche, cuando yo estaba en la gasolinera.
De todos modos, aunque la doctora Hogan no hubiera hablado con su madre, habría notado que le estaba diciendo una mentira. Max es el peor mentiroso del planeta.
Y la doctora Hogan es muy inteligente. Eso aún me da más miedo.
Me pregunto qué pensará hacer ahora.
Y cómo encontrar el modo de que Max le cuente lo de la señorita Patterson.