La gasolinera queda calle abajo, seis manzanas más adelante. Está abierta siempre. No cierra como la tienda de comestibles y la otra gasolinera del barrio, por eso me gusta tanto. A cualquier hora de la noche que pase siempre encuentro a gente despierta. Si tuviera que hacer una lista con mis sitios preferidos del mundo mundial, creo que la clase de la señorita Gosk iría en cabeza, pero en segundo lugar estaría esta gasolinera.
Atravieso la puerta y veo que esta noche le toca el turno a Sally y a Dee. Sally normalmente es nombre de chica, pero esta Sally es un chico.
De pronto me acuerdo de Graham, mi amiga con nombre de chico.
Una vez le pregunté a Max si Budo era nombre de chico y me dijo que sí, pero arrugando las cejas, así que creo que no estaba seguro.
Sally aún es más flaco y más bajito que el policía que ha estado en casa esta noche. Es casi diminuto. No creo que se llame Sally de verdad. Creo que la gente lo llama así porque es más pequeñito que la mayoría de las niñas.
Dee está de pie en el pasillo de las golosinas y los Twinkies, colocando más golosinas y Twinkies en los estantes. Un Twinkie es un bollito con relleno, amarillo por fuera; todo el mundo piensa que son una porquería, pero todo el mundo los compra, por eso está Dee poniendo más en el estante. Dee tiene la cabeza llena de rizos y masca chicle. Siempre está mascando chicle. Parece como si mascara con todo el cuerpo, porque se le mueve todo. Dee siempre está contenta y enfadada al mismo tiempo. Se pone rabiosa por tonterías insignificantes, pero cuando grita siempre tiene una sonrisa en los labios. Le gusta mucho gritar y quejarse, pero yo creo que ella es feliz así.
A mí me parece muy graciosa. Me encanta Dee. Si tuviera que hacer una lista de todos los seres humanos con los que me gustaría poder hablar, aparte de Max, creo que la señorita Gosk iría en cabeza, pero creo que Dee también.
Sally está detrás del mostrador. Tiene un sujetapapeles en la mano y hace como si contara los paquetes de tabaco que hay en una caja de plástico sobre su cabeza. Pero en realidad está viendo el pequeño televisor colocado en el mostrador del fondo. Siempre hace igual. No reconozco el programa, pero veo que salen policías, como en casi todos los programas de la tele.
Hay un solo cliente en la tienda. Un señor mayor que merodea al fondo del local, junto a las cámaras frigoríficas, buscando a través del cristal algún zumo o refresco. No es un cliente asiduo. Clientes asiduos son los que están siempre en la gasolinera.
Los hay que vienen todos los días.
A Dee y a Sally no les molesta verlos por aquí a diario, pero Dorothy, que hace de vez en cuando el turno de noche, no soporta a los asiduos.
«Con la de sitios que hay en el mundo para perder el tiempo —dice Dorothy—, ¿por qué tendrán que venir los haraganes estos a dar la lata en una gasolinera perdida de la mano de Dios?».
Supongo que entonces yo también debo de ser un asiduo. Hay montones de sitios a los que podría ir, pero siempre termino aquí.
Me da lo mismo lo que diga Dorothy. Me encanta esta gasolinera. Fue el primer sitio donde me sentí a gusto cuando empecé a salir sin Max por la noche.
Y si me sentí a gusto fue gracias a Dee.
Dee está agachada y yo estoy de pie a su lado. De pronto se da cuenta de que Sally no está trabajando.
—¡Eh, Sally! Deja de tocarte las narices y termina de hacer el inventario ya de una vez.
Sally levanta la mano y apunta a Dee con el dedo del medio. Es un gesto que hace mucho. Yo antes pensaba que levantaba la mano para preguntar algo, como hace Max en clase de la señorita Gosk o como hizo Meghan el día que vi a Graham por última vez. Pero creo que Sally quiere decir otra cosa porque luego nunca hace ninguna pregunta. A veces Dee responde apuntándole con el dedo del medio también y otras veces le dice «Vete a la mierda», que yo sé que no es una frase muy bonita porque un día en el comedor del colegio pillaron a Cissy Lamont diciéndoselo a Jane Feber y le cayó un buen castigo. Cuando Sally y Dee se hacen ese gesto es como si estuvieran chocando esos cinco sin tocarse. Aunque creo que debe entenderse como un gesto grosero, como sacarle la lengua a alguien que no te cae bien, porque Sally se lo hace a Dee solo cuando se mete con él. A los clientes que dicen cosas desagradables nunca se lo hace, y eso que a algunos los he visto hacer y decir cosas diez veces más desagradables que las que hace y dice Dee. En fin, que no entiendo muy bien lo que quieren decir con ese gesto.
Y a Max no puedo preguntárselo, porque él no sabe que vengo por aquí.
En realidad, Sally y Dee se llevan muy bien. Pero, en cuanto entra un cliente en la tienda, hacen como si se pelearan. No en plan violento. La madre de Max lo llamaría regañar, que es como pelearse sin el riesgo de acabar odiando al otro cuando termina la pelea. Eso es lo que hacen Sally y Dee: regañar. Y, en cuanto el cliente se marcha, vuelven a estar tan simpáticos el uno con el otro. Creo que lo que les gusta es montar numeritos cuando hay gente delante.
Max no lo entendería. Él no comprende que la gente se comporte de manera distinta según la situación.
El año pasado su amigo Joey vino a casa a pasar la tarde, y la madre de Max les dijo:
—¿Queréis jugar a un videojuego?
—Yo no —replicó Max—. No puedo jugar a videojuegos hasta después de la cena.
—Da igual, Max, no pasa nada. Hoy estás con Joey. Os dejo jugar si os apetece.
—Yo solo puedo jugar a videojuegos después de la cena, y media hora nada más.
—Por hoy no pasa nada, Max —dijo su madre—. Tienes un invitado en casa.
—Yo no puedo jugar a videojuegos antes de la cena.
Max y su madre continuaron discutiendo un rato hasta que Joey por fin dijo:
—Da igual. Salimos fuera a jugar a la pelota, ¿vale?
Esa fue la última vez que vino un amiguito a jugar a casa.
En cuanto el cliente sale de la tienda, Sally y Dee vuelven a estar tan simpáticos el uno con el otro.
—¿Qué tal tu madre? —pregunta Sally. Se ha puesto a contar paquetes de cigarrillos otra vez, pero seguramente porque en la televisión están con los anuncios.
—Bien —dice Dee—. Pero mi tío también tuvo diabetes y le tuvieron que amputar un pie; me preocupa que algún día tengan que hacerle eso a mi madre también.
—¿Por qué iban a hacerle eso? —pregunta Sally, con los ojos abiertos como platos.
—Mala circulación. Ya la tiene algo mal ahora. Es como si el pie se te muriera o algo así, y te lo tienen que cortar.
—Qué horror —dice Sally, como si estuviera pensando en lo que acaba de decir Dee pero no acabara de creérselo.
Yo tampoco me lo acabo de creer.
Por eso me gusta tanto venir a esta gasolinera. Antes de descubrir este sitio no sabía que si se te moría un pie tenían que cortártelo. Yo creía que cuando a un ser humano se le moría una parte, moría todo él.
Tendré que preguntarle a Max qué significa lo de la mala circulación, y procurar también que a él no le dé. Además de informarme sobre quién es esa gente. Esos cortapiés.
Mientras los dos continúan hablando de la madre de Dee, Pauley entra por la puerta. Pauley trabaja en Walmart, y le gusta venir a la gasolinera a comprar cartones de rasca y gana. A mí también me gustan mucho esos cartones, y me encanta que venga Pauley a comprarlos, porque siempre los rasca antes de salir, en el mostrador mismo, y, cuando le toca premio, le devuelve el dinero a Dee, a Sally o a Dorothy y compra más cartones.
Los cartones de rasca y gana son como programas de televisión en miniatura, aún más cortos que los anuncios pero mucho mejores. Cada cartón es como una historia. Pagando un solo dólar puedes ganar un millón de dólares, y eso es mucho dinero. A Pauley un solo cartón podría cambiarle la vida por completo. Se haría rico al instante y así no tendría que trabajar más en Walmart y podría pasar más tiempo en esta gasolinera. Además, me gusta verle rascar el cartón cuando estoy aquí. Me pongo detrás de él y observo cómo va despellejándolo con su monedita de la suerte.
Lo máximo que le ha tocado ha sido quinientos dólares, pero aun así le dio una gran alegría. Él hizo como si tal cosa, pero se puso rojo como un tomate y estaba nervioso. Se movía mucho y se frotaba las manos, como los niños de preescolar cuando se están haciendo pis y ya no pueden más.
Creo que algún día le tocará el gordo. Con la de cartones que compra algún día tiene que pasar.
No me gustaría nada que eso ocurriera no estando yo aquí, y que tuviera que enterarme luego por Dee o Sally.
Pauley dice que cuando le toque el gordo no volveremos a verle el pelo, pero yo no me lo creo. Dudo que Pauley tenga algún sitio mejor adonde ir que esta gasolinera. Si no, ¿por qué iba a venir cada noche a comprar los rasca y gana, y alargar el café una hora? Creo que Sally y Dee, e incluso Dorothy, son amigos de Pauley, aunque ellos no lo sepan.
Bueno, creo que Dee sí lo sabe. Lo noto en cómo le habla. No creo que ella quiera ser amiga de Pauley, pero hace como si lo fuera. Por Pauley.
Esa es la razón por la que Dee es mi persona favorita del mundo, aparte de Max y sus padres. Y quizá la señorita Gosk.
Observo cómo Pauley rasca diez cartones. No le toca nada y encima se queda sin dinero.
—Mañana es día de paga —dice—. Estoy mal de fondos.
Esa es su manera de pedir un café gratis. Dee le dice que se sirva una taza. Pauley se toma el café tranquilamente, de pie junto al mostrador, viendo la televisión con Sally, que ya ni siquiera se molesta en disimular que cuenta paquetes de tabaco. Son las 22.51, lo que quiere decir que el programa tiene que estar a punto de terminar, y ese es el peor momento para perderse lo que está pasando. Los primeros diez minutos da igual que te los pierdas, pero los últimos es una lástima, porque es cuando pasa lo mejor.
—Te juro que como no apagues el maldito televisor ese, le digo a Bill que se deshaga de él —dice Dee.
—¡Cinco minutos más y lo apago! —dice Sally, sin quitar la vista de la pantalla—. Prometido.
—Venga, sé buena —dice Pauley.
Cuando acaba el programa (un poli listo pilla a un malo que se cree muy listo), Sally sigue con el recuento de paquetes, Pauley termina su café, espera a que se vayan otros dos clientes y se despide. Lo hace moviendo exageradamente la mano, de pie junto a la puerta como si no quisiera irse (y para mí que nunca quiere), y luego anuncia que volverá al día siguiente.
Me gustaría seguirle algún día. Para ver dónde vive.
El día de Halloween no ha terminado todavía y, aunque es tarde y muchos niños ya se han acostado, veo que por la puerta de la gasolinera entra un hombre que va disfrazado con una máscara y no me sorprendo. Es una máscara de diablo. De color rojo, con dos cuernos de plástico puestos encima de la cabeza. Dee está colocando tiritas, aspirinas y unos tubitos diminutos de pasta de dientes en un estante que está al fondo de la tienda. Tiene una rodilla puesta en el suelo y no se da cuenta de que entra el de la máscara. Sally está muy ocupado contando cartones de rasca y gana. El hombre con la máscara de diablo entra por la puerta que queda más cerca de Sally y se acerca al mostrador.
—Lo siento, señor, pero está prohibido entrar con máscaras en el establecimiento. Es…
Parece que Sally va a decir algo, pero se interrumpe. Algo va mal.
—Como no abras ahora mismo esa caja y me des la pasta, te vuelo los sesos.
Quien ha hablado es el hombre diablo. Tiene un arma en la mano. Es una pistola negra y plateada, y, por lo que parece, pesa. Está apuntando a Sally a la cara. Yo me agacho, aunque sé que a mí las balas no pueden hacerme daño. Tengo miedo. La voz del hombre diablo suena muy fuerte, pero no está hablando fuerte.
Justo en el momento en que yo me agacho, Dee, a mi lado, se levanta, con la mano llena de tubos de pasta de dientes. Nuestras caras se cruzan un instante, y me gustaría poder decirle que no se moviera. Que se quedara agachada.
—¿Qué pasa? —pregunta Dee, asomando la cabeza sobre los estantes.
Entonces oigo un ruido estruendoso. Tan estruendoso que me hubiera destrozado los oídos, en caso de que pudiera destrozármelos. Doy un grito. No es un grito largo, sino más bien corto. Un grito de sorpresa. Aún no he terminado de gritar cuando Dee cae al suelo. Cae, como si la hubieran empujado, sobre un estante con bolsas de patatas fritas. Al caer, se vuelve hacia mí y veo que tiene la blusa manchada de sangre. No es como en las películas de la tele. Tiene sangre en la blusa, pero también pequeñas gotitas en la cara y los brazos. Todo está rojo. Y Dee no dice nada. Cae encima de las bolsas de patatas fritas, rodeada de tubitos de pasta de dientes.
—¡Joder! —Es él quien ha hablado. El hombre diablo. No Sally. No es un «joder» enfadado, sino asustado—. ¡Joder! ¡Joder!
Ahora lo ha dicho gritando mucho. Lo dice asustado todavía, pero también como si no pudiera acabar de creerse lo que ha pasado. Como si de pronto hubiera entrado en una película para hacer de malo sin que nadie lo hubiera avisado de que podía suceder algo así.
—¡Levántate!
Eso también lo dice a gritos. Ahora está enfadado otra vez. Tengo la impresión de que me habla a mí, y eso hago: levantarme. Pero no es a mí a quien le habla. Entonces pienso que se lo dice a Dee, que está tirada en el suelo. Pero no es con Dee con quien habla tampoco. Está dando voces al mostrador, intentando asomarse al otro lado, pero el mostrador está muy alto. Debajo tiene una tarima, y para llegar hasta él hay que subir tres peldaños. Sally está al otro lado del mostrador, me parece. En el suelo. Pero el hombre diablo no lo ve desde donde está.
—¡Joder!
Eso lo dice a voces también, luego suelta una especie de gruñido, se vuelve y sale corriendo. Abre la puerta por la que ha entrado un minuto antes de que Dee empezara a sangrar y echa a correr por la oscuridad.
Me quedo parado un minuto, viéndolo alejarse. Luego oigo a Dee. Está a mi lado en el suelo, jadeando, igual que Corey Topper cuando le da el ataque de asma. Tiene los ojos abiertos. Parece como si me mirara, pero no puede verme. Aunque yo juraría que puede. Creo que me está mirando. Parece muy asustada. Esto no es como en las películas. Hay tanta sangre…
—Le han pegado un tiro a Dee —digo, y por alguna extraña razón eso me hace sentir un poco mejor, porque una cosa es que te hayan pegado un tiro y otra que estés muerto—. ¡Sally! —lo llamo a voces.
Pero Sally no me oye.
Corro al mostrador, subo de un salto los tres peldaños y me asomo al otro lado. Sally está tumbado en el suelo. Tiembla. Tiembla mucho más que Max cuando se bloquea. En un primer momento, pienso que le han pegado un tiro a él también, pero enseguida recuerdo que solo he oído un disparo.
Sally no está herido. Lo que está es bloqueado. Tiene que llamar urgentemente al hospital o si no Dee morirá. Pero se ha quedado bloqueado.
—¡Levanta! —le digo a gritos—. ¡Rápido! ¡Levanta!
Está bloqueado. Más bloqueado de lo que ha estado Max en toda su vida. Se ha quedado hecho un ovillo en el suelo y está temblando. Dee se va a morir porque Sally es incapaz de moverse y yo soy incapaz de hacer nada.
La puerta que está más cerca de mí se abre. Ha vuelto el hombre diablo. Miro hacia la entrada, esperando ver la pistola y los cuernos de punta, pero no es el hombre diablo. Es Dan. El Gran Dan. Otro asiduo. No tan simpático como Pauley, pero más normal. No tan tristón. Dan entra en la tienda y, por un momento, tengo la impresión de que me está mirando, porque es lo que hace, mirarme. Mira a través de mí, y parece confundido porque no ve a nadie.
—¡Dan! —exclamo—. ¡A Dee le han pegado un tiro!
—¿Hay alguien? —El Gran Dan mira alrededor—. ¿Chicos?
Dee hace un ruido. Dan no puede verla, porque está tirada en el suelo, detrás de los estantes, y por un instante tengo la impresión de que no la ha oído tampoco. Luego mira en su dirección.
—¿Hay alguien ahí? —vuelve a decir.
Dee hace otro ruido, y de pronto me siento muy contento. Contentísimo. Dee está viva todavía. Antes he dicho a voces que le habían pegado un tiro porque era mejor que decir que estaba muerta, pero ahora sé que no está muerta. Está jadeando y, lo que es mejor, intenta contestar a Dan. Eso quiere decir que está consciente.
Dan va hacia el pasillo donde ha caído Dee.
—¡Dios mío! ¡Dee! —exclama al verla.
El Gran Dan actúa con rapidez. Avanza por el pasillo al mismo tiempo que abre el móvil y marca unos números y se agacha junto a Dee. Actúa como el Gran Dan, el hombre que viene a la gasolinera cada noche para comprar un Doctor Pepper, uno de esos refrescos que te mantienen despierto, antes de seguir viaje hasta su casa, un sitio que se llama New Haven. El Gran Dan, poco amigo de perder el tiempo más de lo necesario, pero aun así siempre simpático.
Yo adoro a Pauley y sus cartulinas y esa costumbre suya de alargar al máximo el café, pero, para una emergencia, nadie como el Gran Dan.