Hoy Max no ha ido al colegio. Es Halloween, y él no va al colegio el día de Halloween. Le dan miedo las máscaras con las que se disfrazan sus compañeros. Un año, en preescolar, se bloqueó al ver a un niño que se llamaba JP saliendo del baño con una careta de Spiderman. Era la primera vez que se bloqueaba en el colegio y la maestra no sabía qué hacer. Creo que nunca he visto a una maestra tan asustada.
En primero, el día de Halloween sus padres lo mandaron al colegio, pensando que ya lo habría «superado». O sea, que no lo tenían muy claro, así que se limitaron a confiar en que Max no reaccionaría de la misma manera que el año anterior solo porque hubiera crecido y llevara un número más grande de zapatillas.
Pero en cuanto un niño se puso una careta, Max se bloqueó otra vez.
El año pasado no fue a clase el día de Halloween, y este año tampoco irá. El padre de Max se ha tomado el día libre para poder estar con él. Ha llamado por teléfono a su jefe y le ha dicho que se encontraba mal. Los adultos no tienen que encontrarse mal para decir que se encuentran mal, pero, si un niño quiere quedarse en casa en lugar de ir al cole, tiene que encontrarse mal de verdad.
Eso o tenerle pánico a las caretas de Halloween.
Nos vamos a comer fuera, al International House of Pancakes, un bar de carretera cuya especialidad son una especie de tortitas que en inglés se llaman pancakes. A Max le gusta mucho el sitio. Es uno de sus favoritos. A él solo hay cuatro restaurantes que le gusten.
Estos son los cuatro locales favoritos de Max:
1. El International House of Pancakes.
2. La hamburguesería Wendy’s (Max es incapaz de comer en un Burger King desde que su padre le contó una vez que un cliente suyo se había tragado una espina de pescado: ahora Max cree que en el Burger King de su padre todo lleva espinas).
3. El Max Burger (de hecho hay montones de restaurantes que se llaman Max algo, y a él le encanta que lleven su nombre. Pero, como la primera hamburguesería a la que sus padres lo llevaron fue el Max Burger, se empeña en que tenemos que ir a esa y solo a esa).
4. El Corner Pug.
Cuando Max va a un restaurante nuevo, no puede comer. A veces incluso se bloquea. No sé muy bien cómo explicaros el porqué. Para Max solo los pancakes del International House son auténticos, los que ponen en el restaurante del barrio, no. Aunque parezcan iguales y probablemente sepan igual, para Max son otra cosa. Dice que son pancakes, sí, pero que no son «sus» pancakes.
Como os decía, no es fácil de explicar.
—¿Y si hoy probaras el pancake de arándanos? —le dice su padre.
—No —contesta Max.
—Vale. La próxima vez que vengamos quizá.
—No.
Nos quedamos un rato callados, esperando que llegue la comida. El padre de Max mira la carta, aunque ya ha pedido. La camarera ha dejado las cartas apoyadas detrás del frasco de sirope, pero, en cuanto se ha dado la vuelta, ha cogido una. Para mí que hace eso porque le gusta tener algo con que entretenerse cuando no sabe qué decir.
Max y yo jugamos a sostenernos la mirada. Jugamos mucho a eso los dos.
La primera vez gana él. Yo me he distraído porque a una camarera se le ha caído un vaso con zumo de naranja al suelo.
—¿Estás contento de no tener que ir hoy al colegio? —le pregunta su padre en el momento en que Max y yo empezamos otra partida. Al oír de pronto su voz, doy un respingo y parpadeo.
Max gana otra vez.
—Sí —le dice.
—¿Quieres que salgamos esta noche por el barrio y juguemos al truco o trato?
—No.
—No hace falta que nos pongamos caretas —dice el padre de Max—. Ni disfraz tampoco si no te apetece.
—No.
Yo creo que a veces al padre de Max le pone triste hablar con su hijo. Se lo noto en los ojos y en la voz. Y cuanto más se alarga la conversación, peor. Encorva la espalda. Suspira mucho. Baja la barbilla hasta el pecho. Creo que el padre de Max cree que es culpa suya que su hijo le conteste tan brevemente. Que si no quiere hablar es por culpa suya. Pero la verdad es que Max no habla a menos que tenga algo que decir, le pasa con todo el mundo, y si le hacen preguntas que se puedan responder con un sí o un no, responde con un sí o un no.
Max no sabe hablar por hablar.
Bueno, la verdad es que tampoco le interesa saberlo.
Nos quedamos callados otra vez. El padre de Max está ojeando la carta.
Un amigo imaginario acaba de entrar en el local. Llega detrás de unos padres y de una niña pelirroja con pecas. De hecho, ese amigo imaginario se parece mucho a mí. Si no fuera porque es amarillo, parecería un ser humano. No es que sea un poco amarillo, es que parece como pintado con el amarillo más chillón del mundo. Además, no tiene cejas, algo muy común entre amigos imaginarios. Si no fuera por esos detalles, podría pasar por un ser humano, siempre que alguien, además de la niña pelirroja y de mí, pudiera verlo, claro.
—Voy a inspeccionar la cocina —le digo a Max—. A ver si está limpia.
Es lo que suelo decir cuando me apetece dar una vuelta y explorar un poco. A Max le gusta que inspeccione los sitios para ver si están limpios.
Max hace un gesto con la cabeza como diciéndome que vale. Está tamborileando con los dedos, marcando un ritmo sobre la mesa.
Me acerco al niño amarillo, que se ha sentado al lado de su amiguita. Están en la otra punta del restaurante, y Max no puede verme.
—Hola —lo saludo—. Me llamo Budo. ¿Quieres que hablemos un rato?
El niño amarillo se queda tan asombrado que casi se cae del asiento. Me pasa muchas veces.
—¿Me ves? —pregunta el niño amarillo.
Tiene voz de niña pequeña, algo también muy común en los amigos imaginarios. Parece que a los niños humanos nunca se les ocurre crearlos con voz profunda. Supongo que será más fácil imaginarlos con una voz como la suya.
—Sí —respondo—. Te veo. Soy como tú.
—¿De verdad?
—Sí.
No le digo que yo también soy un «amigo imaginario», porque no todos los amigos imaginarios conocen esa expresión, y algunos se asustan cuando la oyen por primera vez.
—¿Con quién hablas?
Eso lo ha dicho la pelirroja. Es una niña de unos tres o cuatro años. Ha oído parte de nuestra conversación.
El niño amarillo pone ojos de espanto. No sabe qué decir.
—Dile que estabas hablando solo —le aconsejo.
—Perdona, Alexis. Estaba hablando solo.
—¿Eres capaz de levantarte y andar solo? —le pregunto.
—Voy al cuarto de baño —le dice entonces a Alexis.
—Vale —dice Alexis.
—¿Vale qué? —pregunta la señora que está sentada delante de Alexis. Seguro que es su madre. Se parecen mucho. Las dos son pelirrojas y pecosas.
—Vale que Jo-Jo haga pipí —dice Alexis.
—Ah —dice el padre de Alexis—. Jo-Jo va a hacer pipí, ¿verdad?
El padre de Alexis le habla como si fuera un bebé. No me gusta ese hombre.
—Sígueme —le digo.
Jo-Jo me sigue a la cocina, bajamos por unas escaleras y entramos en el sótano.
Ya he explorado antes este sitio. Como solo vamos a comer a cuatro restaurantes, y en uno de ellos pides desde el coche y ni siquiera pasamos dentro, me los conozco los tres muy bien. A mi derecha hay una cámara refrigeradora; y a mi izquierda, un almacén. El almacén es un espacio rodeado por una valla de tela metálica. La valla va del suelo hasta el techo. Atravieso la puerta, que también es de tela metálica, y me siento sobre una de las cajas.
—¡Hala! —exclama Jo-Jo—. ¿Cómo has hecho eso?
—¿Tú no puedes atravesar puertas?
—No lo sé.
—Si pudieras, ya te habrías enterado —le digo—. No te preocupes.
Atravieso la puerta otra vez y me siento sobre un cubo de plástico que hay en un rincón, junto a las escaleras. Jo-Jo se queda de pie un rato junto a la valla metálica, mirándola fijamente. Alarga una mano hacia ella, muy despacio, como si tuviera miedo de electrocutarse. Al final no se atreve a tocarla. La mano se detiene. No es la valla lo que le impide entrar. Es la idea misma de la valla.
Eso es algo que también he visto otras veces. Es la misma razón por la que yo no me hundo en el suelo. Cuando ando, mis pisadas no dejan huella porque, de hecho, no toco el suelo. Toco la idea del suelo.
Hay ideas que, al igual que los suelos, son demasiado fuertes para que un amigo imaginario las pueda atravesar. Nadie imagina a un amigo imaginario que sea capaz de hundirse en el suelo y desaparecer. La idea del suelo es demasiado fuerte para la mente de un niño pequeño. Demasiado fija. Como las paredes.
Esa suerte que tenemos.
—Siéntate —le digo, señalándole un barril.
Jo-Jo toma asiento.
—Me llamo Budo. Siento haberte asustado.
—No importa. Pero es que pareces tan real…
—Ya —le digo.
No es la primera vez que me dirijo a un ser imaginario y se me asusta al verme tan real. Normalmente los amigos imaginarios tienen la piel amarilla o no tienen cejas, cosas así.
La mayoría no parecen seres humanos en absoluto.
Pero yo sí. Por eso doy un poco de miedo. Porque parezco real.
—¿Me podrías explicar qué está pasando? —dice Jo-Jo.
—Mejor cuéntame tú lo que sabes, y así luego te voy dando más datos sobre la marcha.
Cuando hablas con un amigo imaginario por primera vez, esa es la mejor forma de empezar.
—De acuerdo —dice Jo-Jo—. Pero no sé por dónde empezar.
—¿Sabes cuánto tiempo llevas en este mundo? —le pregunto.
—No lo sé. Poco.
—¿Más de unos días? —le pregunto.
—Sí, claro.
—¿Más de unas semanas?
Jo-Jo se queda pensando un momento.
—No lo sé.
—Vale —le digo—. Entonces pongamos que hace varias semanas. ¿Alguien te ha dicho ya quién eres?
—Mamá dice que soy el amigo imaginario de Alexis. No se lo dijo a ella, sino a papá.
Sonrío. Muchos amigos imaginarios piensan que los padres de sus amigos humanos son también sus padres.
—Bien —le digo—. Entonces ya lo sabes. Eres un amigo imaginario. Solo Alexis y otros amigos imaginarios pueden verte.
—¿Tú también eres un amigo imaginario?
—Sí.
Jo-Jo se acerca más a mí.
—¿Eso quiere decir que no somos de verdad?
—No —respondo—. Solo quiere decir que pertenecemos a una realidad distinta. Una realidad que los mayores no entienden, por eso dicen que somos imaginarios.
—¿Cómo es que tú puedes atravesar vallas y yo no?
—Porque nosotros solo somos capaces de hacer lo que nuestros amigos humanos imaginaron. Mi amigo me imaginó con este aspecto, y capaz de atravesar puertas. Alexis te imaginó con la piel amarilla, pero no capaz de atravesar puertas.
—Oh.
Esa es la clase de «oh» que viene a decir «Acabas de explicarme algo sensacional».
—¿Es verdad que puedes ir al váter? —le pregunto.
—No. Es lo que le digo a Alexis cuando quiero escaparme a dar una vuelta.
—Ojalá a mí se me hubiera ocurrido inventarme eso.
—¿Sabes de algún amigo imaginario que vaya al váter? —me pregunta.
Me río.
—Yo no conozco a ninguno.
—Oh.
—Creo que deberías volver con Alexis —le digo, pensando que seguramente Max también estará intranquilo por mi ausencia.
—Ah. Bueno. ¿Volveremos a vernos?
—No creo. ¿Dónde vives?
—No lo sé —dice—. En la casa verde.
—Deberías aprenderte la dirección de tu casa, por si acaso te pierdes un día. Sobre todo teniendo en cuenta que no puedes atravesar puertas.
—No te entiendo —dice. Parece preocupado. Y debería estarlo.
—Lo digo para que tengas cuidado de no quedarte atrás. Procura entrar en el coche en cuanto abran la puerta, por si se van sin ti.
—Pero Alexis nunca dejaría que pasara eso.
—Alexis es una niña. Ella no es quien manda. Los que mandan son sus padres, y para ellos no eres real. Por eso tienes que cuidar de ti mismo. ¿Entiendes?
—Entiendo —dice, pero suena tan pequeñito cuando habla…—. Ojalá pudiera volver a verte.
—Max y yo venimos mucho a comer por aquí. A lo mejor nos vemos otra vez. ¿Vale?
—Vale. —Suena casi como un deseo.
Me levanto, dispuesto a volver con Max. Pero Jo-Jo se queda sentado en el cubo.
—Budo —dice—, ¿tú sabes dónde están mis padres?
—¿Cómo?
—Mis padres —dice—. Alexis tiene padres pero yo no. Alexis dice que ellos también son mis padres, pero no pueden verme ni oírme. ¿Dónde están mis padres? Los que me pueden ver.
—Los amigos imaginarios no tenemos padres —contesto.
Me gustaría decirle algo más agradable, pero esa es la verdad. Jo-Jo me mira con cara triste, y le entiendo, porque a mí también me da pena que las cosas sean así.
—Por eso tienes que cuidar de ti mismo —insisto.
—Ya —dice, pero sigue sin moverse del sitio. Se queda sentado en el cubo, con la vista fija en los pies.
—Tenemos que irnos ya. ¿Estás bien?
—Sí. —Se levanta por fin—. Te echaré de menos, Budo.
—Y yo a ti.
Max empieza a dar gritos exactamente a las 21.28. Lo sé porque llevo un rato sin quitarle ojo al reloj, esperando que den las 21.30 y sus padres cambien de canal y pongan mi programa favorito de la semana.
No sé por qué gritará, pero lo que sí sé es que no es normal. No se ha despertado en mitad de una pesadilla ni ha visto una araña. No son gritos normales. Aunque sus padres suban las escaleras a toda prisa, estoy convencido de que se va a bloquear.
De pronto oigo ruidos.
Tres golpes que vienen de la parte exterior de la casa. Golpean contra la fachada. Puede que empezaran antes de que Max rompiera a gritar. En la tele estaban poniendo un anuncio, y los anuncios son muy escandalosos.
Oigo dos golpes más. Luego el sonido de cristales que se rompen. Una ventana, parece. Se ha roto una ventana. Es la ventana del dormitorio de Max. No sé cómo lo sé, pero lo sé. Los padres de Max ya están arriba. Los oigo correr por el pasillo en dirección a la habitación de Max.
Yo me he quedado sentado en la butaca. Bloqueado yo también por un momento. No como Max, pero todos esos gritos, golpes y cristales rotos me han dejado clavado en el sitio. No sé qué hacer.
Max dice que un buen soldado siempre «responde bajo presión». Yo no respondo bien bajo presión. Yo me paralizo. No sé qué hacer.
Pero de pronto me pongo en movimiento.
Me levanto y voy hacia la entrada. Atravieso la puerta y salgo al porche. Veo de refilón a un niño que desaparece por detrás de la casa de enfrente. Es la casa de los Tyler. El señor y la señora Tyler son ya ancianos. No tienen hijos pequeños, así que ese niño seguramente se ha colado en su jardín para escaparse. Por un momento se me ocurre salir tras él, pero no hace falta.
Sé quién es.
Aunque lo pillara, no podría hacer nada.
Me vuelvo y miro la casa, esperando ver algún agujero en la fachada. O quizá chispas y fuego. Pero solo veo huevos. Cáscaras y yema de huevo chorreando por la ventana de la habitación de Max. Y el cristal de la ventana roto. Parte del cristal de la ventana ya no está.
Ya no oigo gritar a Max.
Se ha bloqueado.
Cuando se bloquea no se le oye.
Cuando Max se bloquea, no hay quien pueda hacer nada para ayudarlo. Su madre le acaricia el brazo o la cabeza, pero yo creo que más que nada para calmarse a sí misma. Me parece que Max ni se da cuenta. Al final siempre sale solo del bloqueo. Y aunque la madre de Max está preocupada porque dice que ha sido «el peor episodio que ha tenido en su vida», Max nunca tiene episodios peores o mejores. Se bloquea y punto. Lo único que cambia es el rato que está bloqueado. Es la primera vez que le rompen la ventana de su habitación y le llenan la cama de cristales estando dormido, así que creo que esta vez el bloqueo le va a durar un buen rato.
Cuando Max se bloquea, se sienta con las rodillas muy pegadas al pecho y gime balanceándose hacia delante y hacia atrás. Se queda con los ojos abiertos, pero parece como si no viera nada. La verdad es que en esos momentos tampoco es capaz de oír nada. Una vez me dijo que sí que oye lo que dicen alrededor cuando está bloqueado, pero que es como si el sonido saliera del televisor de los vecinos, débil y lejano.
Más o menos como sonaba Graham antes de desaparecer.
El caso es que no puedo decir o hacer nada para ayudarlo.
Por eso me voy a ir a la gasolinera. No es por falta de interés, es que aquí no sirvo para nada.
He esperado hasta que ha llegado un policía y se ha puesto a hacer montones de preguntas a sus padres. El hombre, que era mucho más bajito y delgado que los que salen en la tele, ha sacado fotos de la casa, de la ventana y del dormitorio de Max, y ha tomado muchas notas en una libretita. El policía les ha preguntado a sus padres si sabían de alguien que pudiera tener motivos para lanzar huevos contra su casa, y ellos le han dicho que no.
—Es Halloween —ha dicho el padre de Max—. ¿No es normal que pasen cosas así en un día como hoy?
—Sí, pero no rompen las ventanas a pedradas —ha contestado el policía—. Además, parece que las han lanzado adrede contra la ventana de su hijo.
—¿Cómo iban a saber que era la ventana de Max? —ha preguntado su madre.
—Antes me ha dicho que en el cristal de esa ventana había un montón de calcomanías de La guerra de las galaxias, ¿no es así?
—Ah, ya.
Hasta yo sabía la respuesta a esa pregunta.
—¿Max tiene problemas con algún compañero del colegio? —ha preguntado el policía.
—No —ha saltado el padre de Max enseguida, sin dar tiempo a que su madre dijera nada. Como si tuviera miedo de lo que ella pudiera decir—. Le va muy bien en el colegio. No tiene ningún problema.
Eso contando con que hacerse caca en la cabeza de un matón no sea un problema.