Capítulo 12

La señorita Gosk está enseñando matemáticas. Sus alumnos se han repartido en grupos por el aula; juegan con dados y cuentan con los dedos. Busco por todos los rincones y enseguida me doy cuenta de que Max no está. Mejor. Max odia esos juegos. No soporta oír a los niños gritar de alegría cuando tiran los dados y sacan doble seis. Él lo único que quiere es que lo dejen en paz con sus problemas de matemáticas.

No estoy seguro de dónde le toca estar en este momento. Puede que en Educación Especial con la señorita McGinn o con la señorita Patterson, o también podría estar en el despacho de la señorita Hume. Max pasa por tantas maestras a lo largo del día que es difícil seguirle la pista. Además, yo todavía no he aprendido a leer bien la hora en un reloj de manecillas, que es el único que hay en la clase de la señorita Gosk.

Miro en el despacho de la señora Hume primero, porque es el que está más cerca de la clase de la señorita Gosk, pero Max tampoco está allí. La señorita Hume está hablando con la directora del colegio sobre un chico que por lo que dicen se parece bastante a Tommy Swinden, solo que se llama Danny y está en segundo. La directora parece preocupada. Dice tres veces «incidente». Cuando los adultos repiten mucho la palabra «incidente» significa que la cosa es grave.

La directora se llama Palmer de apellido. Es algo mayor que las demás maestras y no le gusta castigar a los niños o imponer medidas disciplinarias, por eso suele hablar mucho con la señorita Hume de «métodos alternativos» para que los alumnos se porten bien. Ella cree que los niños como Tommy aprenden mejor a comportarse ayudando a sus compañeros de las clases de preescolar.

Yo creo que así lo único que consigue es dar a Tommy la oportunidad de maltratar a niños más pequeños todavía.

La señorita Hume piensa que la directora del colegio está mal de la cabeza, pero no se lo dice. Aunque yo la he oído comentarlo más de una vez con los otros profesores. Ella cree que, si la señora Palmer castigara más a menudo a niños como Tommy Swinden, estos no intentarían hacerles ahogadillas a los que son como Max.

Yo creo que la señorita Hume tiene razón.

La madre de Max dice que hacer lo correcto suele ser lo más difícil. No creo que la señora Palmer haya aprendido todavía esa lección.

Voy a echar un vistazo en Educación Especial, pero tampoco veo a Max por aquí. La señorita McGinn está con un niño que se llama Gregory. Gregory es un niño de primero que tiene convulsiones. Es una enfermedad. Tiene que llevar siempre puesto un casco por si se da un golpe en la cabeza cuando le da una de esas convulsiones. Una convulsión es como una mezcla de rabieta y de bloqueo como los que le dan a Max.

Quizá si yo hubiera encontrado el modo de que Graham ayudara a Meghan con sus rabietas, mi amiga aún estaría aquí. Puede que a Meghan le dé igual hacer faltas de ortografía. Quizá tendríamos que haber intentado ayudarla con algo más importante todavía que un examen de ortografía.

Es probable que Max haya ido al lavabo que hay junto a la enfermería. Igual le han entrado ganas de hacer una caca de propina después de todo. Como sea así, se va a enfadar mucho conmigo. Serían dos días seguidos de tener que llamar a la puerta del váter antes de entrar.

Pero Max tampoco está allí. En el lavabo no hay nadie.

Empiezo a preocuparme.

Ya solo se me ocurre que pudiera estar en el despacho de la señorita Riner, pero Max solo tiene logopedia los martes y los jueves. Quizá haya tenido que ir hoy por alguna razón especial. Puede que la señorita Riner tenga una boda el próximo martes y no pueda atenderlo ese día. Es el único sitio que se me ocurre. Pero el despacho de la señorita Riner está en la otra punta del colegio, y para llegar hasta allí voy a tener que pasar por delante de la clase de la señorita Pandolfe.

Hacía tres minutos que no pensaba en Graham y ya empezaba a sentirme mejor. Ahora me entran dudas de si habrá desaparecido del todo. Si paso por delante del aula, quizá pueda asomarme un momento y ver si sigue sentada al lado de Meghan. Quizá ya lo único que quede de ella sean unos cuantos mechones de pelo.

Quisiera esperar a que Max vuelva a la clase de la señorita Gosk, pero sé que debería ir a buscarlo al despacho de la señorita Riner. Max se pondría muy contento de verme, y yo también de verlo a él, la verdad. Desde que he visto desaparecer a Graham tengo más ganas que nunca de ver a Max, incluso si no me queda más remedio que pasar por la clase de la señorita Pandolfe.

Pero no tengo que ir hasta allí.

Al pasar de largo el gimnasio, que separa el edificio de los niños pequeños del de los grandes, veo a Max. Acaba de entrar en el colegio, cruzando las puertas dobles que dan a la calle. No lo entiendo. No es la hora del recreo, y de todos modos al patio no se sale por esas puertas. Dan al aparcamiento y a la calle. Es la primera vez que veo a un niño cruzar esas puertas.

La señorita Patterson entra detrás de él. Se para un momento antes de meterse en el edificio y mira a derecha e izquierda, como si pudiera haber alguien esperando al otro lado de esas puertas.

—¡Max! —lo llamo, y él se vuelve y me ve.

No me saluda, porque sabe que, si lo hace, la señorita Patterson se pondrá a hacerle preguntas. Algunos mayores lo tratan como a un bebé cuando le preguntan por mí. Dicen: «¿Budo está aquí con nosotros en este momento?» o «¿Crees que Budo tiene algo que decirme?».

«Sí —le digo yo siempre a Max—. Diles que ojalá pudiera darles un puñetazo en la nariz».

Pero Max nunca lo hace.

También hay adultos que cuando Max les cuenta de mí lo miran como si estuviera enfermo. Como si le pasara algo. A veces incluso con un poco de miedo. Por eso él y yo nunca hablamos cuando hay gente delante, y si alguien nos oye de lejos, en el patio, en el autocar o en los servicios, Max siempre les dice que estaba hablando solo.

—¿Dónde te habías metido? —le pregunto, aun sabiendo que no me va a responder.

Max mira hacia el aparcamiento. Abre mucho los ojos, como queriendo decir que, estuviera donde estuviera, se lo ha pasado bien.

Vamos hacia la clase de la señora Gosk, siguiendo a la señora Patterson. Cuando estamos a punto de llegar, la señora Patterson se para un momento. Se vuelve y mira a Max. Luego se agacha para mirarlo directamente a los ojos.

—Recuerda lo que te he dicho, Max. Yo solo quiero lo mejor para ti. A veces pienso que soy la única que sabe lo que es mejor para ti.

No estoy muy seguro, pero creo que eso último lo ha dicho más para sí misma que para él.

Va a decir algo más, pero Max la interrumpe.

—Me molesta que me repita tanto las cosas. Es como si pensara que soy tonto.

—Perdona —dice la señorita Patterson—. No es esa mi intención. Eres el chico más listo que conozco. No volveré a hacerlo.

La señorita Patterson hace una pausa, y noto que está esperando a que Max diga algo. Suele pasar. Él no nota esas pausas, se queda esperando a que la gente siga hablando. Si no hay una pregunta que responder y no tiene nada más que decir, espera y punto. A él los silencios no lo incomodan como a los demás.

—Gracias, Max —dice por fin la señorita Patterson—. Además de ser listísimo, eres un encanto de niño.

Creo que la señorita Patterson no miente, que de verdad piensa que Max es un niño listo y encantador, pero ella le habla como si fuera más pequeño de lo que es, con el mismo tono que suele usar la gente para hablarle de mí. Suena falsa porque parece que intente ser sincera en vez de serlo de verdad.

No me gusta nada la señorita Patterson.

—¿Adónde has ido hoy con la señorita Patterson? —le pregunto.

—No puedo decírtelo. Prometí que le guardaría el secreto.

—Pero tú nunca has tenido secretos conmigo.

Max hace una mueca. No es una sonrisa del todo, pero en su caso es lo que más se le parece.

—Nunca me habían pedido que guardara un secreto. Es la primera vez.

—¿Es un secreto malo? —le pregunto.

—¿Qué quieres decir?

—¿Has hecho algo malo? ¿O ha hecho algo malo la señorita Patterson?

—No.

Me quedo pensando un momento.

—¿Estabas ayudando a alguien?

—Más o menos, pero es un secreto —dice Max, haciendo una mueca otra vez. Ensancha los ojos—. No puedo contarte nada más.

—¿De verdad no piensas decírmelo? —le pregunto.

—No. Es un secreto. Mi primer secreto.