Capítulo 11

Le digo a Max que me voy otra vez a vigilar a Tommy Swinden. No le importa que me vaya porque ya ha hecho caca esta mañana, y hasta la hora de comer no va a necesitar que yo pase a ver si hay alguien en el váter. Además, la señorita Gosk ha empezado el día leyéndonos un libro. A Max le encanta que la señorita Gosk les lea. La escucha tan concentrado que se olvida de todo, así que seguramente ni siquiera notará que no estoy.

Pero no voy a la clase de Tommy Swinden. Voy al aula de la señorita Pandolfe. Aunque sin muchas ganas, porque tengo miedo de lo que me voy a encontrar. O de lo que no me voy a encontrar.

Entro en el aula, que está mucho más limpia y ordenada que la de la señorita Gosk. Todos los pupitres están muy bien alineados y sobre el escritorio de la maestra no hay montañas de papeles. Está casi demasiado limpia.

Miro a derecha e izquierda, y vuelta otra vez. Graham no está. Miro en el rincón que queda detrás de las estanterías y en el armario de los abrigos. Tampoco.

Los alumnos están sentados a sus pupitres, mirando a la señorita Pandolfe, que, de pie ante la clase, señala un calendario y les habla del tiempo y de la fecha de hoy. La hoja con la lista de palabras para el examen de ortografía ha desaparecido.

Veo a Meghan. Está sentada al fondo. Ha levantado la mano. La señorita Pandolfe acaba de preguntar a sus alumnos cuántos días tenía octubre y ella quiere contestar.

Son treinta y uno. También yo lo sé.

No veo a Graham.

Me gustaría acercarme a Meghan y preguntarle si anoche dejó de creer en su amiga imaginaria.

«¿Has dejado de creer en la niña del pelo pincho que te hacía compañía cuando no te salían las palabras y todos se burlaban de ti?

»¿Te has olvidado de tu amiga ahora que ya no tartamudeas?

»¿Te fijaste siquiera en que estaba desapareciendo poco a poco?

»¿Has matado a mi amiga?».

Meghan no puede oírme. Su amiga imaginaria es Graham, no yo.

Mejor dicho, era Graham.

De pronto la veo. Está de pie a unos pasos de Meghan, en el fondo de la clase, pero es casi transparente. Cuando he mirado hacia las ventanas, he visto a través de ella sin darme cuenta. Es como si alguien hubiera pintado su retrato en los cristales hace tiempo y ahora estuviera deslucido y gastado. Si Graham no hubiera parpadeado, no creo que me hubiera dado cuenta de que estaba allí. Me he fijado porque he visto que algo se movía. No porque la viera a ella.

—Creí que no ibas a verme —dice Graham. No sé qué decir—. No importa —continúa Graham—. Sé que no es fácil. Yo misma esta mañana, cuando he abierto los ojos, al principio no me he visto las manos. Pensaba que había desaparecido.

—No sabía que durmieras —le digo.

—Sí. Pues claro. ¿Tú no?

—No —respondo.

—Y entonces, ¿qué haces cuando Max duerme?

—Me quedo con sus padres hasta que se acuestan —digo—. Y después salgo por ahí a dar una vuelta.

No le cuento de mis escapadas a la gasolinera, a Doogies, al hospital o a la comisaría de policía. Nunca he hablado con ningún amigo imaginario de eso. Son cosas mías. Cosas particulares mías.

—¡Hala! —dice Graham, y noto por primera vez que también la voz se le está yendo. Suena muy floja y apagada, como si me llegara desde el otro lado de una puerta—. No sabía que no necesitabas dormir. Lo siento.

—¿Lo sientes? ¿Por qué? —le pregunto—. ¿Qué tiene de bueno dormir?

—Pues que cuando estás durmiendo, sueñas.

—¿Tú sueñas? —le pregunto.

—Pues claro —dice Graham—. Anoche soñé que Meghan y yo éramos hermanas gemelas. Estábamos jugando en un parque, y yo podía tocar la arena con los dedos. La cogía a manos llenas y la dejaba resbalar entre los dedos, como hace Meghan.

—No me puedo creer que sueñes.

—Y yo que tú no sueñes.

Los dos nos quedamos callados un minuto.

En primera fila hay un niño que se llama Norman; está hablando de una visita que hizo a la prisión de Old Newgate. Yo sé lo que es una prisión, por eso sé que Norman está mintiendo: a los niños no los dejan entrar en las prisiones. Lo que no entiendo es por qué la señorita Pandolfe no lo obliga a decir la verdad. Si la señorita Gosk estuviera ahora mismo oyendo a Norman, diría «¡Vergüenza debería darte! ¡Di tu nombre en alto ante todos tus compañeros!». Y a Norman no le quedaría más remedio que reconocer su mentira.

Norman tiene una piedra en la mano; dice que la sacó de la prisión. Que era de una mina. Eso tampoco me cuadra. Una mina es una bomba que los soldados entierran en el suelo para que cuando pasen otros soldados la pisen y salten por los aires. Lo sé porque Max siempre hace como que excava campos de minas para sus soldaditos de juguete. ¿Por qué se habrá inventado Norman eso de que la piedra ha salido de una mina?

Norman los tiene a todos engañados, porque ahora la clase entera quiere acercarse a tocar esa piedra, aunque lo más probable es que sea un pedrusco que ha cogido del patio esta mañana. Pero aunque de verdad la hubiera sacado de una mina, no es más que una piedra. ¿A qué viene tanto jaleo? La señorita Pandolfe pone orden y pide a los alumnos que vuelvan a su sitio. Cuando quiere que se calmen, ella siempre les dice: «La paciencia es la madre de la ciencia». No sé lo que significa, pero tiene gracia.

La señorita Pandolfe les ordena por segunda vez que vuelvan a su sitio. Y promete que, si son pacientes, todos podrán tocar esa piedra.

«¡Pero si es un pedrusco inútil!», me dan ganas de gritarles.

Tanta tontería y, mientras tanto, mi amiga muriéndose.

—¿Cuándo es la prueba de ortografía? —pregunto por fin.

—Creo que después de esto —responde Graham, con la voz aún más apagada que antes. Ahora suena como si hubiera tres puertas entre nosotros—. Normalmente la prueba de ortografía se hace después de la actividad en la que un alumno trae un objeto a clase y lo explica ante todos sus compañeros.

Graham tiene razón. Cuando Norman termina de contar el cuento de su falsa visita a la prisión y todos han tenido oportunidad de tocar el pedrusco inútil ese, la señorita Pandolfe reparte por fin entre sus alumnos el papel pautado en el que tendrán que hacer la prueba de ortografía.

Yo me quedo al fondo de la clase durante el examen y Graham se coloca al lado de Meghan. Ya apenas la veo. Cuando está quieta, desaparece casi por completo.

Estoy aquí en el fondo, deseando que Meghan cometa aunque sea un solo error. La ortografía se le da bastante mal, pero Graham dice que algunas veces le sale la prueba perfecta. Si hoy escribe todas las palabras sin una sola falta, no tendremos tiempo para hacer otros planes.

Siento que Graham puede desaparecer en cualquier momento.

De pronto, sucede. La señorita Pandolfe dice «gigante» y Meghan escribe la palabra en su hoja. Al instante, Graham se inclina hacia ella, señala la palabra y le dice algo. Meghan la ha escrito mal, seguramente con «j» en lugar de con «g» y, viéndola borrar la palabra con la goma y escribirla de nuevo, siento una alegría loca.

Tres palabras más tarde, vuelve a pasar lo mismo, esta vez con el verbo «haber». Cuando el examen termina, Graham ha ayudado a Meghan a escribir correctamente un total de cinco palabras, y yo confío en que Graham recupere su forma de antes y no tener que esperar a que haga un movimiento para poder verla. Mi amiga va a volver a aparecer entera en cualquier momento. Estará fuera de peligro.

Espero.

Graham espera.

El examen ha terminado. Estamos sentados a una mesita al fondo de la clase. Los dos nos miramos. Estoy deseando saltar y exclamar muy alto: «¡Por fin! ¡Te veo!».

La señorita Pandolfe ha empezado ya con la clase de matemáticas, y seguimos esperando.

Pero no pasa nada. En realidad, creo que Graham se ha hecho aún más transparente. La tengo justo al lado, y apenas la veo.

No quiero creérmelo. Seguro que los ojos me están gastando una mala pasada. Pero de pronto comprendo que es cierto: Graham no ha dejado de desvanecerse. Cada segundo que pasa se hace más transparente.

No puedo decírselo. No quiero decirle que el plan no ha funcionado, porque debería haberlo hecho. Tenía que funcionar.

Pero no ha sido así. Graham está desapareciendo. Casi ha desaparecido del todo.

—No ha funcionado —dice Graham por fin, rompiendo el silencio—. Lo noto. Pero no te preocupes.

—Tendría que haber funcionado. Si Meghan ha escrito bien esas palabras, ha sido gracias a ti. Te necesita. Ahora lo sabe. Tendría que haber funcionado.

—Pero no lo ha hecho —replica Graham—. Lo noto. Me lo noto en el cuerpo.

—¿Te duele?

Al instante me arrepiento de habérselo preguntado. Me siento culpable porque en realidad lo pregunto por mí. No por ella.

—Doler, no duele. Nada. —Aunque me cuesta distinguirle la cara, me parece que sonríe—. Siento como si flotara. Como si fuera libre.

—Tiene que haber algo que podamos hacer —le digo.

Sueno desesperado. No puedo evitarlo. Siento como si estuviera en un barco que se hunde en el mar y no hubiera ningún bote salvavidas.

Creo que Graham está diciendo que no con la cabeza, pero no estoy seguro. Apenas se la ve ya.

—Tiene que haber algo que podamos hacer —repito—. Un momento. Me dijiste que Meghan tenía miedo a la oscuridad. Ve y dile que hay un monstruo viviendo bajo su cama, que solo sale por la noche, y que si no se la ha comido hasta ahora ha sido gracias a ti. Dile que tú la proteges del monstruo noche tras noche y que, si mueres, se la comerá.

—Budo, no puedo hacer eso.

—Ya sé que está feo, pero si no se lo dices te morirás. Tienes que intentarlo.

—No te preocupes, Budo. Estoy preparada para irme.

—¿Qué es eso de que estás preparada para irte? ¿Para irte adónde? ¿Tú sabes lo que ocurre cuando desapareces?

—No, pero no te preocupes. Pase lo que pase, estaré bien, y Meghan también.

Ya casi no la oigo.

—Tienes que intentarlo, Graham. Acércate a ella y dile que te necesita. ¡Dile lo del monstruo bajo la cama!

—No es eso, Budo. No tiene que ver con que Meghan me necesite. Nos equivocamos. Lo que pasa es que Meghan está creciendo. Ahora me ha tocado a mí, luego le tocará al Ratoncito Pérez y el año que viene serán los Reyes Magos. Meghan se ha hecho mayor.

—¡Pero el Ratoncito Pérez no existe y tú sí! Lucha, Graham. ¡Lucha! ¡Por favor! ¡No me dejes!

—Has sido un buen amigo, Budo, pero me tengo que ir. Voy a sentarme al lado de Meghan. Quiero pasar los últimos minutos que me quedan con ella. Sentada junto a mi amiga. En realidad, eso es lo único que me hace sentir triste.

—¿Qué?

—No poder mirarla. Ni verla crecer. La echaré mucho de menos. —Se queda callada un momento y luego añade—: La quiero tanto…

Yo me echo a llorar. Al principio no me doy cuenta, porque hasta ahora nunca había llorado. De pronto se me llena la nariz de mocos y los ojos se me humedecen. Siento calor y tristeza. Mucha tristeza. Me siento como un nudo en una manguera, que en cualquier momento puede saltar y expulsar un chorro de agua. Siento como si fuera a estallar en lágrimas. Pero me alegro de llorar, porque no tengo palabras para despedirme de Graham, y sé que debo hacerlo. Dentro de nada ya no estará aquí y me habré quedado sin amiga. Quiero despedirme y también decirle lo mucho que la quiero, pero no sé cómo. Espero que estas lágrimas lo digan por mí.

Graham se levanta y me sonríe. Hace un gesto de despedida con la cabeza. Luego va hacia Meghan. Se sienta detrás de ella y le dice algo al oído. No creo que Meghan pueda oírla ya. Meghan está escuchando a la señorita Pandolfe y sonríe.

Me levanto. Voy hacia la puerta. Quiero salir del aula. No quiero estar presente cuando Graham desaparezca. Miro atrás otra vez. Meghan ha levantado la mano de nuevo, dispuesta a contestar a otra pregunta. A contestar sin tartamudear. Graham sigue sentada detrás de ella, en el filo de una sillita. Ya casi no la veo. Creo que bastaría con que la señorita Pandolfe abriera la ventana y entrara un soplo de aire, para que lo poco que queda de Graham saliera volando para siempre.

Miro una vez más antes de irme. Graham sonríe todavía. Mira fijamente a Meghan, alargando el cuello para poder verle bien la cara a la niña, y sonríe.

Me doy la vuelta. Dejo atrás a mi amiga.