Max está enfadado conmigo porque últimamente paso mucho tiempo con Graham. En realidad, él no sabe que estoy con Graham. Solo sabe que he estado en otro sitio, y está enfadado. Tengo la impresión de que eso es bueno. Siempre me pongo un poco nervioso cuando llevo un rato sin ver a Max, pero si se ha enfadado conmigo porque no paso más tiempo con él, quiere decir que ha estado pensando en mí y me ha echado en falta.
—He tenido que ir a hacer pis y no estabas para echar un vistazo por si había alguien en el váter —dice Max—. He tenido que llamar a la puerta.
Ahora mismo estamos sentados en el autocar del cole, camino de casa, y Max se ha agachado en el asiento y me habla entre susurros para que no nos oigan los demás niños. Pero nos oyen. Siempre nos oyen. Max no ve lo mismo que los demás niños, pero yo sí. A mí los árboles sí me dejan ver el bosque.
—Tuve que ir a hacer pis y no estabas allí para echar un vistazo por si había alguien en el váter —dice Max de nuevo.
Cuando no le contestas, Max siempre te repite la pregunta, porque necesita una respuesta antes de seguir hablando. El caso es que Max no siempre hace las preguntas como si fueran preguntas. Muchas veces espera que adivines que lo que te ha dicho es una pregunta. Cuando tiene que repetirla tres o cuatro veces, cosa que conmigo nunca pasa, pero sí a veces con los profesores y con su padre, se altera mucho. A veces se bloquea por culpa de eso.
—He ido a la clase de Tommy —le digo—. Quería averiguar si está tramando algo. Para asegurarme de que no se tomará la revancha esta semana.
—Lo has estado espiando —dice Max, y yo sé que eso también es una pregunta, aunque no suene a pregunta.
—Sí —le digo—. Lo he estado espiando.
—Vale —dice Max, pero noto que aún sigue un poco enfadado.
No puedo decirle que he estado con Graham porque no quiero que Max sepa que existen otros amigos imaginarios. Si cree que soy el único amigo imaginario del mundo mundial, creerá que soy alguien especial. Que soy único. Y eso es bueno, creo yo.
Me ayuda a perdurar.
Si Max, en cambio, supiera que existen otros amigos imaginarios, y estuviera enfadado conmigo como está ahora, es posible que se olvidara de mí y se imaginara a un nuevo amigo. Con lo cual yo desaparecería igual que ahora mismo está desapareciendo Graham.
Me está costando mucho trabajo mantener la boca cerrada, porque me gustaría contarle a Max lo de Graham. Al principio pensé que si se lo contaba, igual me podía ayudar. Pensé que como es tan inteligente quizá se le ocurriría algo útil. O que tal vez pudiera echarnos una mano directamente con los problemas de Meghan, enseñándole, por ejemplo, a atarse los cordones de los zapatos; luego podría decirle a Meghan que la idea había sido de Graham y mi amiga podría ganar unos cuantos puntos.
Pero ahora deseo contárselo porque tengo miedo. Tengo miedo de perder a mi amiga y no tener a nadie con quien hablar. Supongo que podría hablar con Chucho, pero no lo conozco demasiado, al menos no tanto como a Max o Graham. De todos modos, aun en el caso de que Chucho pudiera hablar, sería muy raro hablar con un perro. Mi amigo es Max, y es con él con quien debería hablar si estoy triste o tengo miedo, pero no puedo.
Solo espero que Graham se presente en el colegio mañana y no sea ya demasiado tarde.
Al padre de Max le gusta ir diciendo por ahí que todas las noches juega a la pelota en el jardín con su hijo, que es justo lo que están haciendo los dos ahora mismo. Le cuenta a todo el mundo lo bien que Max coge la pelota, y a veces insiste mucho en ello, aunque generalmente lo hace cuando la madre de Max no está delante. A veces, si sabe que su mujer puede volver en cualquier momento, lo suelta nada más salir ella de la habitación.
Pero la verdad es que jugar, jugar, no juegan. Su padre le lanza la pelota, y Max la deja caer al suelo e irse rodando, y cuando la pelota se para, la coge e intenta lanzársela de vuelta. Solo que el padre de Max siempre está demasiado lejos y él siempre se queda demasiado corto, por mucho que su padre lo anime diciendo: «¡Date impulso!» o «¡Lánzala con todo el cuerpo!» o «¡A por todas, hijo!».
Siempre que juegan a tirarse la pelota, el padre de Max lo llama «hijo» en lugar de Max.
Pero aunque Max se diera «impulso» o fuera «a por todas» (yo no sé qué significan ninguna de las dos cosas, y me parece que Max tampoco), a su padre nunca le llega la pelota.
Pero digo yo, si quiere que le llegue, ¿por qué no se acerca un poco más?
Max está acostado. Durmiendo. Sin rabietas de por medio, claro. Se ha lavado los dientes, se ha puesto el mismo pijama que se pone todos los jueves, ha leído un capítulo de su libro y ha dejado caer la cabeza en la almohada a las ocho y media en punto. Esta noche, como la madre de Max tenía una reunión, ha sido su padre quien le ha dado el beso de buenas noches en la frente. Luego ha apagado la luz principal de su habitación, pero no las otras lucecitas, esas que se dejan encendidas toda la noche.
Hay tres de ellas.
Yo estoy sentado a oscuras junto a la cama de Max, pensando en Graham. Me pregunto si habrá algo más en lo que pensar. Si habrá algo más que yo pueda hacer.
La madre de Max vuelve a casa un poco más tarde. Entra silenciosamente en la habitación de Max, se acerca de puntillas a su cama y le da un beso en la frente. A sus padres sí les deja que lo besen, pero tiene que ser un beso rapidito, siempre en la mejilla o en la frente, y siempre se encoge cuando se lo dan. Por eso, cuando está dormido como ahora, su madre aprovecha para darle un beso más largo, por lo general en la frente, pero algunas noches también en la mejilla. A veces entra dos o tres veces en su dormitorio para darle un beso antes de irse a la cama, aunque sea ella misma quien lo ha acostado y ya le haya dado un beso antes.
Una mañana, en el desayuno, la madre de Max le dijo a su hijo que le había dado un beso cuando estaba dormido.
—Anoche cuando entré a darte el beso de buenas noches parecías un angelito —le dijo.
—Si fue papá quien me acostó, no tú —dijo Max.
Era una de esas preguntas que Max hace sin preguntar, enseguida me di cuenta. Y su madre igual. Ella siempre se da cuenta. Lo conoce mejor que yo todavía.
—Es verdad —le dijo—. Yo fui al hospital a ver al abuelo, pero cuando llegué a casa entré de puntillas en tu habitación y te di un beso de buenas noches.
—Me diste un beso de buenas noches —repitió Max.
—Sí —dijo su madre.
Después, cuando estábamos en el autocar camino del cole, Max se agachó en el asiento y me dijo:
—¿Fue un beso en los labios?
—No —respondí—. Te besó en la frente.
Max se tocó la frente, se la frotó con los dedos y luego se los miró.
—¿Fue un beso largo? —preguntó.
—No —respondí—. Supercorto.
Pero no era cierto. Yo no le miento casi nunca, pero esa vez lo hice porque pensé que sería mejor tanto para él como para su madre.
Ahora, cada vez que ella no está en casa para acostarlo, Max me pregunta si la noche anterior le dio un beso largo de buenas noches.
—No —le digo yo siempre—. No. Supercorto.
Tampoco le he hablado nunca de todos los otros besos de propina que le da antes de acostarse.
Aunque eso no es mentir, porque Max nunca me ha preguntado si le da besos de propina.
La mamá de Max está cenando. Se ha calentado las sobras que le ha dejado su marido. Él está sentado a la mesa, frente a ella, leyendo una revista. No sé leer muy bien, pero sé que esa revista se llama Sports Illustrated porque es la que le llega cada semana en el correo.
Estoy enfadado porque no parece que ninguno de los dos tenga intención de ver la tele esta noche, y a mí me apetece mucho. Me gusta sentarme en el sofá a ver la tele junto a la mamá de Max y a escucharlos a los dos hablar durante los anuncios.
Los anuncios son como programas cortitos que ponen en medio del programa largo, pero, como la mayoría son tan tontos y tan aburridos, en realidad no los ve nadie. La gente aprovecha los anuncios para hablar, ir al cuarto de baño o servirse otro refresco.
El padre de Max siempre está criticando lo que ponen en la tele. Nunca le parece que haya nada bueno. Dice que son historias «absurdas» y que había demasiadas «oportunidades desaprovechadas». No estoy seguro de lo que quiere decir con eso, pero me parece que se refiere a que esos programas serían mejores si lo dejaran a él decidir lo que hay que hacer.
La madre de Max a veces se enfada cuando se pone criticón, porque a ella le gusta ver la tele sin más, y no ponerse a buscar «oportunidades desaprovechadas».
—Yo lo único que busco al final del día es desconectar —le dice, y a mí me parece muy bien.
Yo no veo esos programas pensando en cómo mejorarlos. Los veo porque me gusta que me cuenten historias. Pero casi todo el rato los padres de Max simplemente se ríen con los programas que son divertidos, y se muerden las uñas cuando dan miedo o hay suspense. Seguro que no se dan cuenta de que los dos están delante de la tele mordiéndose las uñas justo al mismo tiempo.
También les encanta ponerse a adivinar qué va a pasar en el programa siguiente. No estoy seguro, pero no me extrañaría que los dos hubieran tenido a la señorita Gosk en tercero, porque ella siempre les pide a sus alumnos que adivinen qué va a pasar en el libro que toca leer, y me parece que con lo que más disfrutan los padres de Max es adivinando lo que va a suceder. A mí también me gusta jugar a adivinar, porque así puedo esperar a ver si tenía razón. A la mamá de Max le gusta predecir que va a pasar algo bueno incluso cuando parece que todo va mal. Yo suelo predecir siempre el peor final posible, y a veces acierto, sobre todo cuando vemos películas.
Por eso hoy estoy tan nervioso con lo de Graham. No puedo evitar ponerme en lo peor.
Algunas noches me toca sentarme en la butaca, porque el papá de Max se sienta junto a su mujer y le pasa el brazo por encima, y ella se arrima a él y los dos sonríen. Me gustan esas noches porque sé que están contentos, aunque la verdad es que también me siento un poco desplazado. Como si no tuviera que estar allí. En las noches así, a veces cojo y me marcho, sobre todo si están viendo un programa de los que no cuentan ninguna historia, como ese en que unos tienen que decidir quién canta mejor y el que gana se lleva un premio.
La verdad es que lo divertido sería decidir quién canta peor.
Los padres de Max llevan un buen rato en silencio. Ella come, y él lee. No se oyen más que los cubiertos tintineando en el plato. Normalmente, la mamá de Max solo está tan callada cuando quiere que su marido hable primero. Siempre tiene un montón de cosas que contar, pero a veces, cuando se están peleando, le gusta esperar a que él diga algo antes. No es que ella me lo haya contado, es que llevo tanto tiempo observándolos que lo sé y punto.
No sé a qué se debe la pelea de esta noche, o sea que es casi como si estuviera viendo un programa en la tele. Sé que empezarán a discutir de un momento a otro, pero no sé de qué. Es un misterio. Adivino que tendrá que ver con Max, porque sus peleas casi siempre son por él.
La madre de Max termina de cenar y habla por fin.
—¿Has pensado en lo de consultar con un especialista?
El padre de Max suspira.
—¿Crees que es necesario?
No ha levantado la vista de su lectura, lo cual es una mala señal.
—Son diez meses ya.
—Lo sé, pero diez meses no es tanto. Ni que hubiéramos tenido problemas antes.
Ahora sí la mira.
—Ya —dice ella—. Pero entonces, ¿cuánto tiempo vamos a dejar pasar? No quiero estar un año o dos esperando a ir a un especialista y que luego resulte que tenemos un problema. Preferiría saberlo antes y hacer algo.
El padre de Max pone los ojos en blanco.
—A mí no me parece que diez meses sea tanto. Scott y Melanie tardaron casi dos años. ¿Recuerdas?
La madre de Max suspira. No sé si es que se siente triste, frustrada u otra cosa.
—Sí, ya —dice—, pero no te va a pasar nada por hablarlo con un especialista, ¿no?
—Ya —dice el padre de Max, y ahora suena enfadado—. Si no tuviéramos nada más que hacer, vale. Pero, si hay un problema, no va a servir de nada hablar con un médico. Querrán hacernos pruebas. No han pasado más que diez meses.
—Pero ¿no te gustaría saberlo?
El padre de Max no responde. Si la madre de Max fuera como su hijo, le repetiría la pregunta, pero los adultos a veces responden a las preguntas no contestándolas. Creo que eso es lo que está haciendo en este momento el padre de Max.
Cuando por fin abre la boca, contesta a la primera pregunta de su mujer en lugar de a la última.
—Está bien, vamos a hablar con un médico. ¿Pides tú hora?
La madre de Max asiente. Yo pensaba que se iba a alegrar por que su marido hubiera decidido ir al médico, pero parece que sigue triste. El padre de Max también parece triste, pero no se miran el uno al otro. Ni una mirada. Es como si hubiera no una mesa, sino cientos de ellas entre ambos.
Yo también me siento triste, por ellos.
Si hubieran puesto la tele, no habría pasado esto.