6

Hubo un tiempo en que la isla del Alcázar de las Tormentas había rebosado de vida. Fortaleza y guarnición de los Caballeros de Takhisis, el Alcázar de las Tormentas había albergado caballeros, soldados, sirvientes, cocineros, escuderos, pajes, instructores, esclavos. También los clérigos consagrados a Takhisis habían vivido en el alcázar. Los hechiceros dedicados a su servicio habían trabajado allí. Los Dragones Azules habían alzado el vuelo desde los acantilados y, sobrevolando el mar, habían transportado jinetes a su espalda. Todos ellos habían tenido una única meta: conquistar Ansalon y, desde allí, el mundo. Casi lo habían conseguido.

Pero entonces apareció Caos. Entonces surgió la traición.

El Alcázar de las Tormentas era ahora la cárcel de los muertos, con un solo prisionero. Disponía de la poderosa fortaleza, de las torres y la plaza de armas, los establos y las cámaras del tesoro, los almacenes y las despensas, todo para él. Lo odiaba. Cada centímetro empapado de agua de mar.

En una gran sala en lo alto de la Torre de la Calavera, la más alta de la fortaleza conocida como el Alcázar de las Tormentas, lord Ausric Krell apoyó sobre la mesa las manos —enfundadas en guanteletes de cuero para ocultar su estado descarnado— y se puso de pie. En vida había sido un tipo bestial, bajo y pesado, y ahora era un cadáver ambulante bestial, bajo y pesado. Iba cubierto con la armadura negra con la que había muerto y que lo había abrasado al quemarse sobre él por la maldición que lo encadenaba a esta existencia.

Ante él, reposando sobre una peana, había una esfera de ópalo negro. Krell escudriñaba su interior; los ojos del ser brillaban rojos tras las rendijas del yelmo. La esfera mostraba en las ardientes profundidades la imagen de un velero, diminuto en el vasto océano. En la embarcación, más pequeño aún, se veía a un caballero con la armadura que Krell había deshonrado.

Abandonando la esfera, Krell caminó hacia la abertura en el muro de piedra que se asomaba al tormentoso mar. La armadura tintineó y resonó con sus pasos. Miró intensamente a través de la ventana y se frotó las manos enguantadas con aire satisfecho.

—Ha pasado mucho tiempo desde que no venía nadie a jugar —murmuró.

Tenía que prepararse.

Krell descendió pesadamente por la escalera de caracol que conducía al cuarto alto de la torre donde solía pasar la mayor parte del tiempo contemplando, colérico y frustrado, el interior de la bola escrutadora de ópalo negro, conocida como Llamas de las Tormentas. La mágica bola era la única ventana de Krell al mundo que había más allá del alcázar, un mundo que estaba convencido de poder gobernar si lograra escapar de aquella maldita roca. Había presenciado gran parte de la historia de la Era de los Mortales en esa bola escrutadora, regalo de Zeboim a su amado hijo, lord Ariakan.

Krell había descubierto el poderoso artefacto poco después de su muerte y encarcelamiento, y se había regodeado al pensar que la diosa se lo había dejado por error. Sin embargo, en seguida comprendió que aquello era parte de la cruel tortura que le infligía. Le había proporcionado medios para que fuera testigo de lo que pasaba en el mundo al tiempo que lo privaba de la posibilidad de formar parte de él. Podía verlo, pero no podía tocarlo.

A veces le resultaba tan atormentador que cogía la bola de ópalo, dispuesto a arrojarla por la ventana contra las rocas que había abajo. No obstante, siempre frenaba su impulso y volvía a colocarla con cuidado en la peana serpentina. Algún día hallaría la forma de escapar, y cuando eso ocurriera necesitaría estar informado.

Krell había presenciado la Guerra de los Espíritus en el interior de la bola de ópalo. Había visto con regocijo la ascensión de Mina al pensar que si había alguien capaz de rescatarlo sería ella o su dios Único. Krell no tenía ni idea de quién era esa deidad pero, con tal que pudiera combatir a Zeboim —de quien sospechaba que seguía al acecho en alguna parte—, le daba igual.

Krell veía claramente dentro de la esfera mágica a las desdichadas almas atrapadas en el Rio de los Espíritus. Incluso intentó comunicarse con ellas con la esperanza de enviar un mensaje a la tal Mina pidiéndole que lo rescatara. Entonces, contemplando el interior de la bola de ópalo, vio lo que la chica le hacía a su homólogo, lord Soth. Después de eso dejó de enviar más mensajes.

Para entonces descubrió la verdadera identidad del Único, y aunque Takhisis no era tan mala como su hija, Krell pensó que probablemente la Reina Oscura albergara el mismo rencor contra él, ya que había apreciado mucho a Ariakan. Desde entonces merodeaba dentro del alcázar, sin atreverse a asomar la nariz fuera.

Entonces acaeció la muerte de Takhisis y —lo más cruel de todo— el descubrimiento de que Zeboim había estado ausente todo ese tiempo y que él habría podido abandonar aquel maldito montón de piedras ruinosas cuando hubiera querido, porque ningún dios habría podido impedírselo. La ira que esa noticia provocó fue tal que derribó una insignificante torre.

Krell no había sido nunca un hombre religioso. No había creído realmente en los dioses hasta el terrorífico instante en que descubrió que los clérigos tenían razón, que, después de todo, los dioses existían y sentían un profundo interés por la vida de los mortales.

Habiendo descubierto la religión en el momento en que Zeboim lo abrió en canal, Krell presenció con sumo interés el regreso de los dioses y la muerte de Takhisis y la desaparición de Paladine. La muerte de un líder creaba un vacío de poder. Krell previo una pugna para llenar ese vacío. Se le ocurrió la idea de que podía ofrecer sus servicios a un rival de Zeboim a cambio de la libertad de su prisión.

Krell jamás había rezado una plegaria, pero la noche que tomó esa decisión se puso de hinojos e invocó el nombre del único dios que podría sentir inclinación por ayudarlo.

—Sálvame de mi tormento y te serviré del modo que me pidas —prometió a Chemosh.

El dios no respondió.

Krell no desesperó. Los dioses estaban muy ocupados escuchando un montón de plegarias. Repitió la suya todos los días, pero siguió sin recibir respuesta, y empezó a perder la esperanza. Sargonnas —padre de Zeboim— iba incrementando su poder. No era probable que otro dios del panteón oscuro acudiera en su auxilio.

—Bien, en cuanto a esa tal Mina, esa aniquiladora de Caballeros de la Muerte, viene de camino para acabar conmigo —gruñó Krell, cuya voz repiqueteó dentro de la armadura hueca con un sonido semejante a grava que rodara en el fondo de una cazuela de hierro—. Quizá debería dejar que lo hiciera —añadió, deprimido.

Jugueteó fugazmente con la idea de poner fin a su tormento merced al olvido de la nada, pero en seguida la rechazó. Su presunción era tal que no soportaba privar al mundo de Ausric Krell, ni siquiera de un Ausric Krell muerto.

Además, la llegada de la tal Mina aliviaría la monotonía de su existencia aunque sólo fuera durante un rato.

Krell salió de la Torre de la Calavera y cruzó la plaza de armas, que estaba húmeda y resbaladiza por el constante embate de las olas y las rociadas de espuma, y entró en la Torre del Lirio. Estaba dedicada a los Caballeros del Lirio, la fuerza armada de los caballeros negros, a cuya honorable orden había pertenecido Krell. En vida había tenido sus aposentos allí y, aunque ya no hallaba descanso en el sueño, a veces regresaba al pequeño cuarto de las estancias altas y se tumbaba en el colchón infectado de bichos para torturarse con el recuerdo de lo agradable que había sido dormir. Éste día no volvió a su cuarto, sino que permaneció en el piso bajo, donde Ariakan había instalado una biblioteca en varias estancias llenas de anaqueles con libros que trataban de cualquier tema militar, desde ensayos sobre el arte de montar dragones hasta consejos prácticos para mantener la armadura limpia de herrumbre.

Krell no tenía nada de erudito y jamás había tocado un libro salvo cuando utilizó un volumen de la Medida para mantener abierta una puerta que no dejaba de dar golpes. Él le daba otro uso a la biblioteca. Allí recibía a sus huéspedes. O, más bien, allí se divertía.

Hizo los preparativos para recibir a Mina y arregló todo como le gustaba. Quería dar una bienvenida a lo grande a tan importante invitada, así que arrastró el cadáver mutilado de un enano —su último visitante— y lo puso en la empalizada, con los otros.

Acabado el trabajo en la Torre del Lirio, Krell desafió al viento azotador y a la lluvia torrencial para regresar a la Torre de la Calavera. Escudriñó la bola escrutadora y contempló con anhelante expectación el avance del pequeño velero que navegaba hacia el abrigo de una ensenada donde, en los gloriosos días de antaño, atracaban los barcos que suministraban provisiones al Alcázar de las Tormentas.

Ignorante de que Krell la observaba, Mina miró con interés el Alcázar de las Tormentas.

La fortificación de la isla la había diseñado Ariakan para que resultara inexpugnable desde el mar. Construida de mármol negro, la fortaleza se alzaba en lo alto de los acantilados arriscados de piedra negra que semejaban las puntiagudas protuberancias dorsales de un dragón. Los acantilados eran escarpados, imposibles de escalar. El único modo de entrar o salir del Alcázar de las Tormentas era a lomos de un dragón o por barco. Sólo había un pequeño muelle construido en una ensenada abrigada, en la base de los negros acantilados.

El muelle había servido como acceso portuario de vituallas para hombres y animales, abastecimiento de armamento, esclavos y prisioneros. Posiblemente estos suministros los podrían haber transportado los dragones, prescindiendo de la necesidad de tener un muelle. Sin embargo, los reptiles —sobre todo los orgullosos y temperamentales Azules que los caballeros preferían como montura— se negaban firmemente a servir de bestias de cara. Pedirle a un Dragón Azul que trajera una carga de heno muy probablemente daría pie a que te arrancara la cabeza de un bocado. Resultaba más fácil proveerse de suministros por barco. Como Ariakan era hijo de Zeboim, lo único que tenía que hacer era rezarle a su madre para pedirle un viaje tranquilo, y los nubarrones de tormenta se disipaban y el mar se tornaba calmo.

Mina lo ignoraba todo sobre el arte de la guerra cuando Takhisis la había puesto, con diecisiete años, al frente de sus ejércitos. La joven había aprendido de prisa y Galdar había sido un excelente maestro. Miró la fortaleza y vio la brillantez del diseño y su concepto.

El muelle resultaba fácil de defender. La ensenada era tan pequeña que sólo podía entrar un barco sin correr peligro, aparte de que únicamente podía hacerlo con marea baja. Unos estrechos escalones, tallados en la cara del acantilado, constituían la única vía de acceso a la fortaleza. Ésos peldaños estaban resbaladizos y resultaban tan peligrosos que apenas se utilizaban. Casi todos los suministros se subían a la fortaleza mediante un sistema de cuerdas, poleas y tornos.

Mina se preguntó, igual que se preguntaban los historiadores, cuan diferente habría sido el mundo si aquel hombre brillante que había diseñado la fortaleza hubiera sobrevivido a la Guerra de Caos.

El viento se calmó al entrar en la ensenada y la obligó a remar en las tranquilas aguas hasta el muelle. La ensenada, situada en el éste, se hallaba a la sombra, pues el sol se hundía ya hacia poniente. Mina bendijo las sombras, pues esperaba coger por sorpresa a Krell. La fortaleza era enorme y el muelle, ubicado a un extremo de la isla, se hallaba lejos del principal cuerpo de la construcción. Era imposible que supiera que Krell observaba todos y cada uno de sus movimientos.

Mina echó la pequeña ancla y aseguró el velero atando el cabo alrededor de un saliente rocoso. En tiempos había habido un muelle de madera, pero hacía mucho que se había convertido en astillas por la ira de Zeboim. Mina bajó del velero y alzó la vista hacia la escalera de roca negra; frunció el entrecejo y sacudió la cabeza.

Estrechos y toscamente tallados, los peldaños ascendían precariamente, sinuosos, por la cara del risco, y estaban resbaladizos por las algas marinas y mojados con las rociadas saladas. Por si fuera poco, daba la impresión de que la vengativa Reina del Mar hubiese arrancado trozos de los escalones con los dientes. Muchos aparecían quebrados y partidos, como si la ira de Zeboim se hubiese extendido para sacudir el suelo bajo los pies de Krell.

«No tengo que preocuparme por el enfrentamiento con Krell —se dijo Mina a sí misma—. Dudo que consiga llegar viva al final de los peldaños».

Aun así, como le había dicho a Chemosh, había caminado por lugares más oscuros. Y no resbaladizos solamente.

Mina seguía vestida con la coraza de negro acero marcado con la calavera traspasada por el rayo. Colgó el yelmo en el cinturón de cuero y luego, de mala gana, se desabrochó el resto de la armadura. Trepar ya resultaba peligroso sin estar entorpecida por las espinilleras y los brazales. En el cinturón llevaba su arma preferida, la maza o «estrella matutina» que había utilizado durante la Guerra de los Espíritus. La maza no era un artefacto mágico y tampoco estaba encantada. No serviría de nada contra un Caballero de la Muerte. Sin embargo, ningún caballero de verdad entraría en batalla desarmado, y Mina quería que Krell la viera como una verdadera Dama de Takhisis. Confiaba en que la repentina aparición de uno de sus antiguos compañeros, que se presentaba sin previo aviso en el Alcázar de las Tormentas, diera qué pensar al Caballero de la Muerte y se sintiera tentado de conversar con ella en lugar de matarla al instante.

La joven comprobó el cabo para cerciorarse de que el velero había quedado bien asegurado. Se le pasó por la cabeza la idea de que Zeboim podía destrozar la pequeña embarcación sin el menor problema y dejarla varada en el alcázar, prisionera junto a un Caballero de la Muerte. Mina se encogió de hombros y desechó la idea. Nunca había sido de las que rumiaban o se preocupaban por el futuro, quizá por haber estado tan cerca de una diosa, la cual siempre le había asegurado que el futuro lo tenía controlado.

Haber descubierto que los dioses pueden equivocarse no había cambiado la opinión de Mina sobre la vida. La calamitosa caída de Takhisis había fortalecido su creencia de que el futuro se abría ante ella como la peligrosa escalera tallada en la negra roca. Lo mejor era vivir el presente. Sólo podía subir los peldaños de uno en uno.

Tras elevar una plegaria a Chemosh para sus adentros y pronunciar otra en voz alta para Zeboim, la joven inició el ascenso por el acantilado del Alcázar de las Tormentas.

Después de ver que Mina bajaba a tierra en la ensenada, Krell salió del alcázar propiamente dicho y se aventuró por el estrecho y sinuoso sendero que serpenteaba entre un revoltijo de rocas. El sendero conducía a un pico saliente de granito, al que los caballeros que antaño habían morado allí llamaban por el chistoso nombre de Monte Ambición. El pico, punto más alto de la isla, se encontraba aislado, barrido por el viento y salpicado por rociadas de espuma. Lord Ariakan había tenido la costumbre de dar un paseo hasta allí al final de la tarde cuando el tiempo lo permitía. Allí se quedaba, contemplando el mar mientras fraguaba sus planes para regir Ansalon. De ahí el nombre de Monte Ambición.

Ninguno de los caballeros paseaba con su señor a menos que fuera invitado a hacerlo. No había mayor honor que se requiriera a alguien subir al Monte Ambición con lord Ariakan. Krell había acompañado a menudo a su señor, y ése era el sitio que evitaba con mayor empeño durante su encarcelamiento. No habría ido allí de no ser porque el pico le permitía la mejor perspectiva de la ensenada y del muelle; y de la mota humana que intentaba trepar lo que los caballeros habían dado en llamar la Escalera Negra.

Encaramado en las rocas, Krell se asomó al borde del acantilado para ver a Mina. Distinguía el latido vital en ella, la calidez que la iluminaba como la llama de una vela alumbra una linterna. La vista hizo que sintiera con más intensidad el helor de la muerte, y le asestó una mirada feroz, con desprecio y amarga envidia. Podía matarla en ese mismo instante. Sería fácil.

Krell recordó un paseo con su comandante a lo largo de aquel mismo tramo de la pared. Habían estado comentando la posibilidad de un asalto por mar al alcázar y discutían sobre utilizar arqueros o no para liquidar al enemigo que fuera lo bastante osado o lo bastante necio para intentar trepar por la Escalera Negra.

—¿Para qué desperdiciar flechas? —Ariakan había señalado con un gesto los pedruscos amontonados a su alrededor—. Sólo hay que arrojarles piedras.

Eran piedras de buen tamaño, de forma que los hombres más fuertes de la guarnición habrían tenido que trabajar de firme para levantarlas y lanzarlas pared abajo. Habiendo sido uno de esos hombres fuertes asignados a aquel puesto, a Krell siempre le había decepcionado que nadie organizara un asalto contra la fortaleza. A menudo se imaginaba la matanza que aquellos pedruscos lanzados causarían entre el ejército enemigo, soldados golpeados por las piedras que caían de la escalera y se precipitaban, gritando, hacia una muerte sangrienta al chocar contra los peñascos del fondo.

Krell estuvo seriamente tentado de coger una de las piedras y arrojársela a Mina con tal de ver en directo la destrucción que siempre había imaginado con agrado. Se controló, aunque no sin hacer un esfuerzo. Conocer cara a cara a una asesina de Caballeros de la Muerte no era algo que se diera con frecuencia, y había que aprovechar la oportunidad. Esperaba el encuentro con tanta ansiedad que maldijo cuando vio que Mina resbalaba y que estuvo a punto de caerse. Si hubiese habido aliento en su cuerpo, habría soltado un suspiro de alivio cuando la joven consiguió recobrar la estabilidad y continuó la lenta y trabajosa escalada.

El aire era frío ya que el sol conseguía abrirse paso rara vez entre los nubarrones suspendidos sobre el Alcázar de las Tormentas. El agotamiento y la repentina carga de adrenalina cuando Mina estuvo a punto de caerse hicieron que un sudor frío le corriera por el cuello y entre los senos. El viento que azotaba las rocas de forma constante le secó el sudor y la hizo temblar. Había llevado guantes, pero descubrió que no podía ponérselos. En más de una ocasión se había visto obligada a meter los dedos en fisuras y hendiduras para impulsarse de un escalón al siguiente.

Cada paso era inestable. Algunos peldaños tenían grandes grietas de lado a lado y la joven debía tantear uno por uno antes de apoyar el peso en él. Los músculos de las piernas no tardaron en acalambrarse y empezaron a dolerle. Los dedos le sangraban, tenía las manos despellejadas y las rodillas llenas de rasponazos. Hizo un alto para aliviar el dolor de las piernas y miró hacia arriba con la esperanza de encontrarse cerca de la cima.

Un movimiento atrajo su mirada. Captó un atisbo de una cabeza cubierta con yelmo, asomada en lo alto del acantilado. Mina parpadeó para limpiarse los ojos de agua salada, y cuando miró de nuevo la cabeza había desaparecido.

No obstante, no cabía duda de a quién había visto.

La escalera parecía no tener fin, como si llegara al cielo, y arriba esperaba Krell.

Allá abajo el mar bramaba y arremetía contra peñascos brillantes y afilados. La espuma giraba en las aguas hinchadas. Mina cerró los ojos y se tambaleó contra la pared del acantilado. Estaba agotada y sólo había hecho la mitad del camino hacia la cima. Llegaría exhausta arriba, donde tendría que hacer frente al Caballero de la Muerte que, a saber cómo, conocía su llegada.

«Zeboim —maldijo la joven para sus adentros—. Ella lo puso sobre aviso. ¡Qué necia soy! Tan pagada de mí misma para pensar que he engañado a una diosa cuando desde el principio ha sido ella la que me ha engañado a mí. Pero ¿por qué avisarle? Ésa es la cuestión. ¿Por qué?». Tenía que resolver eso.

«¿Miró en mi corazón y descubrió la verdad? ¿Vio que he venido para liberar a Krell? ¿O es sólo uno de sus caprichos? Enfrentarnos el uno al otro para tener un rato de diversión».

Al rememorar la conversación con la diosa, Mina se inclinó por lo último. Se planteó qué hacer y fue entonces cuando se le ocurrió una idea. Abrió los ojos, miró de nuevo hacia lo alto, al punto donde había visto a Krell plantado.

«Habría podido matarme si hubiese querido —comprendió—. Lanzarme un hechizo o, cuando menos, tirarme una piedra. No lo hizo. Espera para enfrentarse a mí. Quiere jugar conmigo. Mofarse de mí antes de matarme. Krell no es distinto de otros muertos vivientes. Ni siquiera es distinto del propio dios de la muerte».

El haber comandado una legión de espíritus durante meses le había enseñado a Mina que los muertos tenían una debilidad: hambre de los vivos.

La parte de Krell que recordaba lo que significaba estar vivo anhelaba relacionarse con los que vivían. Necesitaba sentir indirectamente la vida que había perdido. Odiaba a los vivos, y por ello acabaría matándola, pero no le cabía duda de que no acabaría con ella de inmediato, antes de que tuviera oportunidad de hablar, de contarle su plan. Ésa certeza le dio esperanza y ánimo, aunque no le sirvió para aliviar los calambres de las piernas ni el frío que le llegaba a la médula. Le quedaba un largo y peligroso camino hacia arriba y tenía que estar preparada, física y mentalmente por igual, para enfrentarse a un mortífero adversario que esperaba al final del trayecto.

El nombre de Chemosh acudió, cálido, a sus labios entumecidos. Sintió la presencia del dios, notó que la observaba.

No rezó para pedir ayuda. Chemosh le había dicho que no podía dársela y no se humillaría a suplicarle. Susurró su nombre, lo retuvo en el corazón para que le diera fuerza, y posó el pie con cuidado en el siguiente peldaño, tanteándolo.

El escalón aguantó, como también el siguiente. Había mantenido la vista en donde ponía los pies al tiempo que tanteaba con las manos la pared del acantilado. Las desplazó despacio y sufrió un sobresalto al no tocar nada con ellas; el susto tan repentino casi le hizo perder el equilibrio. Una estrecha fisura hendía la pared rocosa.

En un precario equilibrio sobre la escalera, Mina puso las manos a ambos lados de la grieta y se asomó a su interior. La luz grisácea del día apenas penetraba en la oscuridad, pero lo que alcanzaba a ver la intrigó: un suelo liso, obra del hombre, a poco menos de un metro por debajo de su posición. No distinguía mucha extensión del suelo, pero tenía la impresión de que era una vasta cámara. Husmeó el aire. Era un olor familiar que le recordaba algo.

Un granero. Acababan de liberar la ciudad de Sanction y sus hombres, atareados en asegurar la ciudad, habían topado con un granero. Ella había entrado para inspeccionarlo y ése, o algo muy parecido, era el olor que había percibido al entrar. En el depósito de Sanction el trigo acababa de almacenarse y el olor era tan intenso que resultaba sofocante. Por el contrario, aquí era tenue y se mezclaba con el del moho, pero Mina estaba convencida de que había dado con el granero del Alcázar de las Tormentas.

La ubicación tenía sentido, pues se encontraba cerca del muelle, donde el grano se descargaría del barco. En algún punto de lo alto del acantilado tenía que haber una abertura, una tolva por la que se echaría el grano. El depósito se encontraría vacío ahora, pues habían pasado cuarenta años desde que se abandonó el alcázar. Cientos de generaciones de ratas se habrían dado un festín con todas las vituallas almacenadas que los caballeros hubieran dejado.

Todo eso daba igual. Lo importante era que había hallado un camino por el que colarse en la fortaleza, un modo de pillar por sorpresa a Krell.

—Chemosh —musitó Mina cuando le llegó una repentina revelación.

Acababa de pronunciar su nombre cuando había encontrado la grieta en la pared. No le había pedido ayuda, pero él se la dio, y el corazón de la joven latió más de prisa al comprender que el dios deseaba que tuviera éxito. Observó la grieta en la pared. Era estrecha, pero ella estaba delgada. Posiblemente podría meterse, encogiéndose, pero no con la coraza puesta. Tendría que quitársela y eso la dejaría sin protección cuando se enfrentara al Caballero de la Muerte.

La joven vaciló. Alzó la mirada a la interminable escalera donde, en lo alto, Krell la esperaba. Miró al granero y su suelo liso, seco, un acceso secreto al cuerpo central del alcázar. Sólo tenía que tirar la coraza marcada con el símbolo de Takhisis. Mina comprendió.

—Es lo que me pides —musitó al atento dios—. Quieres que me desprenda del último vestigio de lealtad a la diosa. Que ponga toda mi fe y mi confianza en ti.

Manteniendo un equilibrio precario en la escalera, temblorosos los dedos helados, Mina tiró de las correas de cuero húmedas que sujetaban el peto.

Krell se maldijo por ser tan idiota de dejarse ver así. También maldijo a Mina mientras se preguntaba qué absurda idea se le había pasado por la cabeza a la mujer para que la hiciera mirar hacia arriba en lugar de hacia abajo y avistarlo.

—Zeboim —masculló, y maldijo a la diosa, algo que hacía casi cada hora de todos sus atormentados días.

Ya no podía contar con pillar a Mina por sorpresa. Estaría preparada y, aunque realmente no creía que la chica pudiera causarle daño alguno, no olvidaba que había sido esa mujer la que había abatido a lord Soth, uno de los muertos vivientes más formidables de toda la historia de Krynn.

«Más vale sobrestimar al enemigo que subestimarlo», había sido una de las máximas de Ariakan.

—La esperaré al final de la Escalera Negra —decidió—. Estará exhausta, demasiado cansada para presentar mucha resistencia.

No quería luchar con ella. La quería capturar viva. Siempre capturaba vivas a sus presas… cuando era posible. Un desventurado ladrón, atraído al Alcázar de las Tormentas por el rumor del tesoro abandonado de los caballeros negros, se sintió tan aterrado a la vista de Krell que se desplomó muerto a los pies del Caballero de la Muerte, hecho que decepcionó muchísimo a Krell.

Sin embargo tenía depositada mucha confianza en Mina. Era joven, fuerte y valerosa. Le proporcionaría una buena competición. Tal vez sobreviviría días.

Krell estaba a punto de marcharse de Monte Ambición para regresar al alcázar cuando oyó un sonido que le habría parado el corazón si hubiese tenido uno.

Desde abajo llegó el grito aterrado de una mujer y el repiqueteo de una armadura metálica cayendo sobre rocas afiladas.

Krell corrió al borde del acantilado y se asomó. Volvió a maldecir y dio una patada a un peñasco, que se partió de arriba abajo.

La Escalera Negra estaba vacía. Al pie del acantilado, casi invisible en el espumoso oleaje, distinguió un peto negro adornado con una calavera traspasada por un rayo.