Los elfos, expulsados de sus dos territorios ancestrales, vagaban por el mundo, exiliados. Algunos habían ido a ciudades. —Palanthas, Sanction, Flotsam, Solace— donde se apelotonaban en viviendas lúgubres y trabajaban en lo que encontraban a fin de comprar comida para sus hijos, perdidos en sueños de glorias pasadas. Otros vivían en las Praderas de Arena, donde cada día contemplaban cómo se ponía el sol en su patria lejana, casi tanto como el astro, o al menos era lo que les parecía. Los elfos no soñaban con el pasado, sino con sueños salpicados de sangre en un futuro de castigo y venganza.
Los minotauros surcaban los espumosos océanos con sus barcos y libraban sus batallas unos contra otros, pero aun así el sol siempre brillaba en las espadas que vencían al secular enemigo y en la hoja del hacha que talaba el verde bosque.
Los humanos celebraban la muerte de los señores dragones y se preocupaban por los minotauros, que finalmente se habían establecido en AnsaIon. En realidad no se preocupaban demasiado, porque tenían otros problemas más acuciantes como eran las disputas políticas en Solamnia; los forajidos que amenazaban Abanasinia; los goblins, cuyo poder crecía al sur de Qualinesti; los refugiados en todas partes.
Los dragones salieron de sus cuevas a un mundo que antaño había sido suyo, que después habían perdido y que ahora volvía a pertenecerles. Pero actuaban con cautela, vigilantes; hasta los mejores de ellos se mostraban desconfiados y recelosos, y empezaban a darse cuenta de que lo que estaba perdido lo estaba irremediablemente.
Los dioses volvieron a una Era de los Mortales, ahora llamada así justamente porque era la humanidad la que decidiría si los dioses tendrían o no influencia en su creación. Por eso los dioses no podían quedarse tranquilamente en el cielo o en el Abismo o en cualquiera de los planos inmortales, sino que caminaban por el mundo en busca de fe, amor, plegarias. Y haciendo promesas.
Y, mientras todo eso ocurría, un pastor contemplaba desde lo alto de una colina cómo su perra conducía el rebaño al redil.
Un kender jugaba en un cementerio con el fantasma de un niño muerto.
Un joven clérigo de Kiri-Jolith daba la bienvenida a un nuevo converso.
Un Caballero de la Muerte hervía de rabia en su prisión y buscaba una salida.
Mina despertó de un sueño extraño que era incapaz de recordar, para encontrarse en una oscuridad tan profunda que las llamas de las velas apenas lograban alumbrar, igual que la fría y débil luz de las estrellas no puede alumbrar la noche. Su sueño había sido tan profundo como esa oscuridad. No recordaba cuándo había dormido tan profundamente. Ni alarmas durante la noche, ni subcomandantes despertándola para plantearle preguntas que podrían haber esperado hasta el amanecer, ni heridos transportados en andas para que los curara.
Ni el semblante de una reina muerta.
Mina se quedó tendida boca arriba sobre los blandos almohadones que la rodeaban y contempló la oscuridad. Ignoraba dónde se encontraba; indudablemente aquello no era el duro y frío suelo del desierto en el que había estado durmiendo. Se sentía demasiado cómoda, demasiado resguardada, demasiado aletargada para preocuparse por descubrirlo. La oscuridad era tranquilizadora y estaba impregnada de olor a mirra. La miríada de velas que rodeaban el lecho ardía con llamas que no titilaban. Más allá de la cama no alcanzaba a ver nada, pero, de momento, eso tampoco le importaba. Pensaba en Chemosh, en algo que le había dicho el día anterior.
Y cuando murió, una parte de ti se alegró.
Mina era una guerrera veterana. Desde donde se encontraba aquel día funesto, no habría podido llegar a tiempo hasta el elfo para impedirle que arrojara la lanza contra la diosa cuyo castigo por hurtar el mundo había sido la mortalidad. Mina no se culpaba por la muerte de su reina. Se culpaba —como había dicho Chemosh— por alegrarse de que la reina hubiera muerto.
Había matado al elfo. La mayoría creía que lo había matado en justo castigo, pero Mina sabía que no era así. El elfo se había enamorado de ella. Había visto, con los ojos del amor, que le estaba agradecida por lo que había hecho. Ella advirtió la comprensión en sus ojos, y por ese pecado el elfo había pagado con la vida.
Su gozo por la muerte de su reina se había transformado inmediatamente en pesar y verdadero dolor. No podía perdonarse por aquel primer arranque de alivio, por alegrarse de que la decisión de entregar la vida por su reina le fuera arrebatada de las manos.
—¿Qué habría hecho cuando se hubiera acercado a matarme? ¿Me habría enfrentado a ella o habría dejado que me inmolara?
Todas las noches, acostada delante de la entrada oculta de la tumba de la Reina Oscura en la montaña, Mina se había hecho esa pregunta.
—Habrías luchado por tu vida —respondió Chemosh.
El dios se acercó al lecho. La plata que orlaba su casaca brilló a la luz de las velas. El pálido semblante poseía un brillo propio, al igual que los oscuros ojos. Tomó la mano de Mina, que descansaba en la sábana de batista que le envolvía el cuerpo, y se la llevó a los labios. El beso hizo que a la joven le diera un vuelco el corazón y que la respiración se le cortara.
—Habrías luchado porque eres mortal y tienes un fuerte instinto de supervivencia —añadió él—, una lucha que los dioses desconocemos.
Pareció cavilar sobre aquello, porque la joven notó que dejaba de prestarle atención, absorto en otra cosa, fija la mirada en una oscuridad que era eterna, infinita y terrible. Permaneció así largo rato, como si buscara respuestas, y después sacudió la cabeza, se encogió de hombros y volvió a mirarla con una sonrisa.
—Y así, vosotros, los mortales, podéis afirmar que los omniscientes dioses no son tan omniscientes.
Ella empezó a responder, pero el dios no la dejó. Se inclinó y le dio un rápido beso en los labios, tras lo cual se alejó del lecho sin prisas y dio una vuelta por la estancia iluminada por las velas. La joven observó su paso, firme y autoritario.
—¿Sabes dónde estás, Mina? —preguntó Chemosh a la par que se volvía bruscamente hacia ella.
—No, mi señor —contestó con sosiego—. No lo sé.
—Estás en mi morada. —La miró intensamente—. En el Abismo.
Mina echó un vistazo a su alrededor y después volvió los ojos hacia él. Chemosh la miró con admiración.
—Despiertas y te encuentras sola en el Abismo y, aun así, no tienes miedo.
—He recorrido lugares más oscuros —repuso Mina.
Chemosh la contempló largamente y después asintió con gesto enterado.
—Las pruebas de Takhisis no son para pusilánimes.
Mina apartó a un lado la sábana de batista, bajó de la cama y caminó hasta donde estaba él.
—¿Y qué pasa con las pruebas de Chemosh? —le preguntó con audacia.
—¿Dije que las habría? —El dios sonrió.
—No, mi señor, pero querrás que demuestre mis méritos. Y yo —añadió al tiempo que alzaba la vista hacia los oscuros ojos que reflejaban su imagen— quiero demostrarte mi valía.
La tomó en sus brazos y la besó larga y ardientemente. Ella devolvió el beso, lo estrechó contra sí arrebatada por una pasión que la dejó débil y temblorosa cuando finalmente el dios la soltó.
—De acuerdo, Mina. Me lo demostrarás. Tengo una tarea para ti, una para la que estás excepcionalmente cualificada.
La joven saboreó el beso dejado en sus labios, picante y embriagador como el aroma de la mirra. No tenía miedo, incluso estaba deseosa.
—Encárgame cualquier tarea, mi señor, que yo la emprenderé.
—Destruiste al Caballero de la Muerte, lord Soth… —empezó el dios.
—No, mi señor, no lo destruí… —Mina vaciló, sin saber muy bien cómo continuar.
Chemosh comprendió el dilema de la joven e hizo un ademán desestimándolo.
—Sí, sí, Takhisis lo destruyó, lo entiendo, pero aun así tú fuiste el instrumento de su destrucción. —Lo fui, mi señor.
—Lord Soth era un Caballero de la Muerte, un ser aterrador —siguió Chemosh—, alguien a quien incluso nosotros, los dioses, podríamos temer. ¿No tuviste miedo de enfrentarte a él, Mina?
—Dentro de unos cuantos días, lord Soth, ejércitos tanto de vivos como de muertos atacarán Sanction. La ciudad caerá en mi poder. —Mina no hablaba alardeando: sencillamente exponía un hecho—. En ese momento, el Único realizará un gran milagro. Entrará en el mundo como era su intención desde hace mucho tiempo, uniendo los reinos de los mortales y los inmortales. Cuando exista en ambos reinos, conquistará el mundo, librándolo de indeseables tales como los elfos, y se establecerá como dirigente de Krynn. Se me nombrará capitana del ejército de los vivos, y el Único te ofrece el mando del ejército de los muertos.
—¿Dices que me «ofrece» eso? —inquirió Soth.
—Te lo ofrece, sí, por supuesto.
—Entonces, no se ofenderá si rechazo su oferta —adujo Soth—. No se ofenderá, pero le dolería mucho tu ingratitud, después de todo lo que ha hecho por ti.
—Todo lo que ha hecho por mí. —Soth sonrió—. Así que es por eso por lo que me trajo aquí. Para ser un esclavo que dirige un ejército de esclavos. Mi respuesta a tan generosa oferta es: no.
—No lo tuve, mi señor, porque iba armada con la cólera de mi reina —contestó Mina—. ¿Qué era el poder del Caballero de la Muerte comparado con eso?
—Oh, poca cosa —dijo Chemosh—. Nada salvo la capacidad de matarte con una simple palabra. Se podría haber limitado a decir «muere» y habrías muerto. Dudo que ni siquiera Takhisis hubiera podido salvarte.
—Como te he dicho, mi señor, iba armada con la cólera de mi reina. —Frunció levemente el entrecejo, pensativa—. No puede ser que quieras que me enfrente a lord Soth. La Reina Oscura lo destruyó. ¿Hay otro Caballero de la Muerte? ¿Alguien que te resulta molesto?
—¿Molesto? —Chemosh se echó a reír—. No, no es una molestia para mí ni, realmente, para nadie en Krynn. Al menos no lo es ahora. Hubo un tiempo en que lo fue para mucha gente, de forma relevante para el difunto lord Ariakan. Se llama Ausric Krell. En la historia se lo conoce, creo, como el Traidor.
—El felón que provocó la muerte de lord Ariakan a manos de Caos —comentó acaloradamente Mina—. Conozco la historia, mi señor. Todos los caballeros hablaban de eso. Ninguno sabía qué pasó con Krell.
—A ninguno le gustaría saberlo —repuso Chemosh—. Ariakan era hijo de Zeboim, diosa del mar, y del Señor del Dragón Ariakas. Al padre lo mataron en la Guerra de la Lanza. Zeboim puso el corazón en el niño, que era su único hijo. Cuando murió por las malas artes de Krell durante la Guerra de Caos, las lágrimas de la diosa fluyeron tan copiosamente que el nivel de los mares subió en todo el mundo, o eso dicen.
—No obstante, el fuego de la ira de Zeboim secó pronto sus lágrimas. Sargonnas, dios de la venganza, es su padre, y Zeboim es digna hija de su padre. Persiguió al maldito Krell, lo sacó a rastras del agujero en el que intentaba esconderse, y se puso a castigarlo. Lo torturó día tras día, y cuando Krell no pudo soportar el dolor y el tormento y el corazón le falló, lo trajo de vuelta a la vida, lo torturó hasta matarlo, lo volvió a traer, y así una y otra vez. Cuando por fin se cansó del juego, llevó lo que quedaba de él (sus restos llenaban un pequeño balde, tengo entendido) por el mar de Sirrion septentrional hasta el Alcázar de las Tormentas, la fortaleza construida por los Caballeros de Takhisis en una isla y que le había entregado a su hijo, lord Ariakan. Allí maldijo a Krell, lo transformó en un Caballero de la Muerte, y lo dejó para que consumiera sus días de aflicción en aquella roca abandonada, rodeado por mar y tormenta que nunca le dejarán olvidar lo que había hecho.
—Y allí, durante treinta años, lord Ausric Krell ha permanecido prisionero, obligado a vivir eternamente en la fortaleza donde prometió vida y lealtad a lord Ariakan.
—¿Y aún sigue allí? Durante todos esos años los dioses se encontraron ausentes —manifestó Mina, extrañada—. Zeboim no estaba en el mundo. No habría podido impedirle que se marchara. ¿Por qué no lo hizo?
—Krell no es Soth —repuso secamente Chemosh—. Es solapado y ladino, con la nobleza de una comadreja, el honor de un sapo y el cerebro de una cucaracha. Aislado en su roca, no tenía forma de saber que Zeboim no se encontraba allí para mantenerlo vigilado. Las olas se estrellaban contra los acantilados de su prisión igual de implacables que cuando ella estaba presente. Las tormentas, tan frecuentes en esa parte del mundo, descargaban contra los muros de su prisión. Cuando finalmente descubrió que había tenido una oportunidad y la había perdido, se puso tan furioso que derribó una pequeña torre de un solo golpe.
—Y, ahora que Zeboim ha regresado, ¿sigue vigilándolo?
—Día y noche —contestó Chemosh—. Testimonio del amor de una madre.
—Tampoco a mí me gustan los traidores, mi señor. Emprenderé con gusto cualquier tarea que me encargues relativa a éste.
—Bien. Quiero que lo liberes —dijo el dios.
—¿Liberarlo, mi señor? —repitió Mina, estupefacta.
—Ayúdalo a burlar la vigilancia de Zeboim y tráemelo.
—Pero ¿por qué, mi señor? Si es todo lo que has dicho de él…
—Es eso y más. Es furtivo, astuto y taimado, alguien en quien no se puede confiar. Y nunca pongas en tela de juicio mis decisiones, Mina; no hagas preguntas. Puedes rechazar esta misión. Tú decides, pero no me preguntes por qué. Tengo mis razones y sólo me incumben a mí. —Chemosh alzó la mano y posó los dedos en la mejilla de la joven.
«Liberar a Krell no será tarea fácil. Es muy peligrosa, porque no sólo habrás de enfrentarte al Caballero de la Muerte, sino que antes tendrás que vértelas con la vengativa diosa. Si rehúsas, lo entenderé.
—No rehúso, mi señor —repuso fríamente Mina—. Lo haré por ti. ¿Dónde he de llevarlo?
—Aquí, a mi castillo en el Abismo. De momento es donde resido. —¿De momento, mi señor?
Chemosh le tomó las manos y se las llevó a los labios.
—¿Otra pregunta, Mina?
—Lo lamento, mi señor. —La joven se puso colorada—. Me temo que es una de mis faltas.
—Procuraremos poner remedio a eso. En cuanto a tu pregunta, ésta es una que no me importa contestar. No me gusta este alojamiento. Quiero caminar por el mundo, entre los vivos. Tengo planes para el traslado, planes que te incluyen a ti, Mina. —Acarició sus manos con besos suaves, prolongados—. Si no me fallas.
—No te fallaré, mi señor —prometió ella.
—Bien —dijo enérgicamente, y le soltó las manos. Se dio media vuelta—. Si necesitas algo, dímelo.
—¡Mi señor! —llamó Mina, que empezaba a perderlo de vista en la oscuridad—. Hay algo que me hace falta. Un arma o un artefacto bendecidos o un conjuro imbuido de tu sagrado poder.
—Una arma así no te serviría de mucho contra Zeboim —repuso Chemosh—. Es una diosa, como yo, y, en consecuencia, inmortal. He de advertirte, Mina, que si Zeboim sospecha por un instante que has ido a rescatar a Krell te infligirá el mismo tormento que le impuso a él, en cuyo caso, por mucho que lamente tu pérdida, no estará a mi alcance salvarte.
—Lo comprendo, mi señor —dijo sin inmutarse la joven—. Lo del arma era pensando más en el Caballero de la Muerte.
—Te enfrentaste a Soth y has vivido para contarlo —arguyó Chemosh mientras se encogía de hombros—. Cuando Krell descubra que has ido para liberarlo, estará más que dispuesto a ayudarte.
—El problema es seguir con vida el tiempo suficiente para convencerlo de eso, mi señor.
—Cierto —admitió Chemosh, pensativo—. La única diversión que el pobre Krell tiene en su prisión es asesinar a los que el mar y la casualidad arrastran a las orillas de esa roca. Como no es muy listo, es de los que matan antes de preguntar. Podría otorgarte algún amuleto o hechizo, sólo que…
No terminó la frase y la estudió atentamente al tiempo que se ajustaba el puño de puntilla a la muñeca.
—Sólo que hallar el modo de derrotarlo es parte de mi prueba —dijo Mina—. Lo entiendo, mi señor.
—Cualquier otra cosa que quieras no tienes más que pedirla.
Echó una ojeada al lecho del que la joven se había levantado, a las sábanas revueltas, todavía templadas por el calor de su cuerpo.
—Estoy deseando que regreses sana y salva —dijo y, tras hacer una cortés reverencia, se marchó.
Mina se hundió en la cama. Había entendido esa mirada y la promesa que había en sus palabras, y sintió el tacto de sus labios en los de ella. El cuerpo le dolió y le tembló por el deseo y tuvo que emplear unos instantes hasta encontrar la calma para obligarse a centrar su mente en la tarea que le había dado, en apariencia imposible.
—O puede que no lo sea tanto —susurró—. Cualquier cosa que quiera, sólo tengo que pedirla.
Estaba muerta de hambre. No recordaba haber comido mientras había estado en la cárcel que ella misma había levantado. Suponía que lo habría hecho. Tenía el vago recuerdo de Galdar instándola a comer, pero no evocaba sabor ni olor ni de qué se había alimentado.
—Necesito comida —manifestó, y, a modo de experimento, añadió—: Me apetecería filete de venado, guiso de cordero, tarta casera, vino con especias…
Al tiempo que hablaba, los platos aparecían delante de ella, se materializaban sobre una mesa cubierta con mantel. Había vino y cerveza para beber, así como agua fría y clara. Las viandas estaban preparadas maravillosamente bien… Todo cuanto habría podido desear. Mientras comía, se planteó diversos planes, algunos de los cuales descartó de inmediato y a aquellos que le gustaban les dio vueltas y los consideró. Cogió algo de uno, lo unió con una idea de otro y, al final, hizo de ello un todo completo. Lo repasó y se sintió satisfecha.
A un gesto suyo la comida y la mesa, el vino y el mantel, desaparecieron. Mina permaneció sumida en profundas reflexiones unos minutos para asegurarse de que no había pasado nada por alto.
—Quiero mi armadura —dijo finalmente—. La que me dio Takhisis, la que forjó su gloria la noche que proclamó su regreso al mundo.
La luz de las velas refulgió en las profundidades del reluciente metal negro. La armadura que había vestido a lo largo de la Guerra de los Espíritus, la de una dama negra de Neraka en la que la propia reina había dejado su impronta, apareció a sus pies. Recogió el peto, adornado con el símbolo de Takhisis —la calavera traspasada por un rayo—, se sentó al borde de la cama y se puso a dar lustre al metal con la punta de la sábana de batista hasta que la armadura resplandeció con un intenso brillo.