3

Dispuesta a morir, Mina asestó un seco golpe con el cuchillo. La muerte la miró con regocijo. El acero se convirtió en cera y casi de inmediato empezó a licuarse con el sol abrasador. La cera caliente resbaló entre sus dedos. Mina la miró de hito en hito, estupefacta, sin entenderlo. Alzó los ojos, que se encontraron con los del dios.

Las piernas le temblaban. Le habían fallado las fuerzas. Cayó de rodillas y hundió la cara en las manos. Ya no veía al dios, pero oyó sus pisadas, que se acercaban más y más. La sombra se proyectó sobre ella, ocultando la luz del sol, y Mina tiritó.

—Déjame morir, mi señor Chemosh —masculló sin levantar la vista—. Por favor. Sólo quiero descansar.

Oyó el crujido de las botas de cuero, sintió que se movía cerca y se arrodillaba junto a ella. Olió a mirra, aroma que le recordó los óleos perfumados que se vertían en las piras funerarias para enmascarar el hedor a carne quemada. Mezclado con la fragancia almizcleña había un aroma dulzón a lilas y rosas, tenue y delicado como los pétalos de la juventud prensados entre las páginas del libro de la vida. La mano del dios le tocó el cabello, se lo alisó. La mano pasó del pelo a la cara. Tenía un tacto fresco en contraste con la piel quemada por el sol.

—Estás agotada, Mina —le dijo Chemosh; el aliento la rozó en la mejilla, suave y cálid—. Lo que necesitas es dormir. Dormir, no morir. Sólo los poetas confunden lo uno con lo otro. Le acarició la cara, el cabello.

—Pero has venido a buscarme, señor —protestó Mina, somnolienta, relajada con sus caricias, derritiéndose como el cuchillo de cera—. Eres la muerte y viniste por mí.

—Cierto. Pero no te quiero muerta. Te necesito viva, Mina. —Sus labios le rozaron el cabello.

La caricia del dios podía ser humana si así lo quería él. El contacto de Chemosh despertó en Mina unos anhelos y unos sentimientos que jamás había experimentado. Virginal en cuerpo y espíritu, Mina había estado protegida por su reina del deseo, ya que la diosa no quería que su discípula elegida se distrajera con las debilidades de la carne.

Ahora Mina conoció el deseo, lo sintió germinar, ardoroso, en su interior.

Chemosh le tomó la cara con la mano, que deslizó lentamente para acariciarle el cuello. Un dedo recorrió el camino que la hoja del cuchillo podría haber tomado, y Mina lo sintió penetrante, frío y abrasador, y se estremeció con un dolor que era acerbo y excitante a la par.

—Siento el latido de tu corazón, Mina —dijo Chemosh—. Siento la calidez de tu carne, el palpito de tu sangre.

La joven no entendía las sensaciones extrañas que el contacto del dios despertaba en ella. El cuerpo le dolía, pero era un dolor placentero, y no quería que ese placer terminara nunca. Se acercó más a él. Sus labios buscaron los del dios, que la besó lenta, suave, prolongadamente.

Después se apartó de la joven, la soltó.

Mina abrió los ojos. Miró los de él, que eran oscuros y vacíos como el mar en el que había despertado un día para encontrarse sola.

—¿Qué me haces, señor? —gritó, asustada de repente.

—Devolverte a la vida, Mina —respondió Chemosh mientras le acariciaba el cabello para retirárselo de la cara. La puntilla blanca rozó la cara de la joven y el aroma picante a mirra le inundó las fosas nasales. Ella se tendió en el suelo, rindiéndose a sus caricias.

—Pero eres la muerte —arguyó, confusa.

Chemosh le besó la frente, las mejillas, el cuello. Sus labios se deslizaron hasta el hueco de la garganta.

—¿Algún otro dios vino aquí hasta ti, Mina? —preguntó y, aunque siguió acariciándola, su voz adquirió un tono áspero.

—Sí, lo hicieron algunos, señor.

—¿Para qué vinieron?

—Unos para salvarme. Otros para reprenderme. Algunos para castigarme.

La muchacha se estremeció. Las manos del dios la asieron con más fuerza y ella se tranquilizó.

—¿Le hiciste promesas a alguno? —inquirió, y la aspereza en la voz se acentuó.

—No. Ninguna, señor. Lo juro. Aquello le complació.

—¿Por qué no, Mina? —preguntó con un atisbo de sonrisa en los labios. Mina le tomó la mano y la puso sobre el pecho, sobre el palpitante corazón.

—Querían mi fe. Querían mi lealtad. Querían mi miedo. —¿Sí?

—Ninguno me quería a mí.

—Yo sí, Mina —dijo Chemosh, que no retiró la mano posada sobre el pecho y sintió acelerarse los latidos del corazón—. Entrégate a mí. Hazme el señor de todas las cosas. Hazme el señor de tu vida.

Mina guardó silencio. Parecía agitada; rebulló, inquieta, bajo sus manos.

—Di lo que sientes, habla con sinceridad —dijo él—. No me ofenderé.

—La traicionaste —respondió finalmente en tono acusador.

—Fue Takhisis la que nos traicionó, Mina —recriminó Chemosh—. Te traicionó a ti.

—No, mi señor —protestó la joven—. No, ella me dijo la verdad. —Mentiras, Mina. Todo mentira. Y lo sabías.

Mina sacudió la cabeza e intentó liberarse de las manos que la sujetaban.

—Sabes que te mintió —insistió Chemosh, implacable. La mantuvo agarrada, apretándola contra el suelo—. Te diste cuenta al final. Te alegraste de que el elfo la matara.

La joven levantó las manos y sus ojos ambarinos se alzaron hacia el dragón.

—Majestad, siempre os he adorado, os he reverenciado. Puse mi vida a vuestro servicio y estoy dispuesta a cumplir ese compromiso. Por mi culpa perdisteis el cuerpo de Goldmoon, el cuerpo en el que habríais habitado. Os ofrezco el mío. Tomad mi vida. Utilizadme como vuestro receptáculo. ¡Ésta es la prueba de mi fe!

La reina Takhisis era bellísima, su hermosura cruel y terrible a la vista. Su semblante era tan gélido como las vastas y heladas tierras yermas del sur, donde un hombre perecía en un instante mientras el aliento se tornaba hielo en sus pulmones. Sus ojos eran las llamas de una pira funeraria. Sus uñas eran garras, y su pelo, el largo y desgreñado cabello de un cadáver. Su armadura, fuego negro. Al costado llevaba una espada perpetuamente teñida de sangre, una espada utilizada para segar las almas de sus cuerpos.

Mina gritó. Fue un grito de dolor y de cólera. Forcejeó entre las garras de la muerte.

Takhisis alargó hacia ella su mano como una terrible garra. La Reina Oscura tendió la mano hacia el corazón de la joven para hacerlo suyo. Tendió la mano hacia su alma, para arrancarla de su cuerpo y arrojarla al olvido eterno. Buscó entrar en el cuerpo de Mina para llenarlo con su propia esencia inmortal.

—Admítelo, Mina. —Chemosh la retuvo firmemente, la obligó a mirarlo a los ojos—. Esperabas que alguien la matara en tu lugar.

El rey elfo sostenía en la mano el fragmento olvidado de la Dragonlance. Arrojó la lanza, la impulsó con toda la fuerza que le daban la angustia y la culpabilidad, con la potencia que le prestaban su miedo y su amor.

El arma alcanzó a Takhisis y se alojó en su pecho.

La Reina Oscura bajó la vista, conmocionada, y vio la lanza sobresaliendo de su carne. Sus dedos se movieron para tocar la brillante y oscura sangre que manaba por la terrible herida. Dio un traspié y empezó a desplomarse.

—Maté al elfo con mis propias manos —gritó Mina—. Mi reina murió en mis brazos. Habría dado…

La joven frenó el raudal de palabras. Bajó los ojos para eludir la intensa mirada de Chemosh y volvió la cabeza hacia un lado.

—¿Habrías dado tu vida por ella? Se la diste, Mina, cuando luchaste con Malys. Takhisis te trajo de vuelta por sus propias y egoístas razones. Te necesitaba. De no ser así te habría dejado caer entre sus dedos como si fueras polvo y ceniza. Y, al final, se atrevió a echarte la culpa de su caída.

Mina se quedó desmadejada en sus manos.

—Tenía razón, mi señor. —Lágrimas de vergüenza le humedecieron las pestañas—. Su muerte fue culpa mía.

Chemosh retiró el revuelto cabello pelirrojo para verle la cara.

—Y cuando murió, una parte de ti se alegró.

Mina gimió y volvió la cara. El dios le retiró el pelo húmedo de lágrimas, le limpió el rastro del llanto de la cara.

—La lealtad a tu reina no es lo que te ha mantenido en este valle. Te has quedado a causa de tu sentimiento de culpa. La culpa ha hecho de ti una prisionera. La culpa es tu carcelera. La culpa casi te mató.

Puso las dos manos en la cara de la joven y miró intensamente los ojos ambarinos.

—No hay razón para que te sientas culpable, Mina. Takhisis compró y pagó su propia suerte. —Su voz adquirió un tono quedo, más suave». Ella ya no está y tampoco está Paladine.

—Paladine… —murmuró la joven—. Mi juramento de vengar la muerte de mi reina… en él, en los elfos…

—Y lo cumplirás —prometió Chemosh—. Pero no aún. No ahora. Antes hay que preparar el camino. Escúchame, Mina, y entiéndelo. Ahora han desaparecido los dos dioses mayores. Sólo queda uno, su hermano Gilean, el dios del libro, el dios de la duda y la indecisión. Sostiene la balanza del equilibrio, con la luz en un platillo y la oscuridad en el otro. Cada segundo de vigilia les pesa para asegurarse de que la balanza no se inclina a uno u otro lado.

Mina lo miraba fijamente, embelesada. Chemosh había dejado de hablarle a ella y ahora lo hacía para sí mismo.

—Un tarea fútil. —Se encogió de hombros—. Los platillos se desequilibrarán. Han de hacerlo ya que el panteón está desnivelado ahora. Gilean sabe que no puede mantener el equilibrio para siempre. Ve su propia caída y tiene miedo. Porque sé lo que él no sabe. Sé lo que hará que la balanza se desequilibre.

—Los mortales —siguió Chemosh, que paladeó el término—. Los mortales son los que inclinarán la balanza. Mortales como tú, Mina. Mortales que acuden a los dioses por voluntad propia. Mortales que cumplen nuestros deseos no por miedo, sino por amor. Ésos mortales darán poder a sus dioses, no al contrario, como ha ocurrido en eras pasadas. Por eso no quería que murieras, Mina. Por eso quiero que vivas. —Acercó la boca a los labios de la joven hasta casi rozarlos.

—Sírveme, Mina —susurró en voz tan queda que ella no oyó las palabras, sino que las sintió arder en su piel—. Entrégate a mí. Entrégame tu fe. Tu lealtad. Tu amor.

Mina tembló ante su propio atrevimiento, temerosa de que el dios se enfadara, pero aun así estaba pensando en lo que él había dicho sobre el poder de la humanidad en esta Era de los Mortales. Imaginó la balanza dorada que sostenía Gilean en un equilibrio tan precario que un simple grano de arena podría hacer oscilar los platillos.

—Y, si te entrego mi amor, ¿qué me darás a cambio? —preguntó Mina.

La pregunta no enfureció a Chemosh. Por el contrario, pareció complacerlo.

—Vida eterna, Mina —le contestó—. Juventud eterna. Belleza inmutable. Dentro de quinientos años seguirás siendo tal como eres ahora.

—Eso está muy bien, mi señor, pero… —Hizo una pausa.

—Pero nada de eso te importa, ¿no es así?

—Lo siento, mi señor. —Mina enrojeció—. Espero que eso no te ofenda…

—No, no. No te disculpes. Esperas que te dé lo que Takhisis no quiso darte. De acuerdo. Te daré lo que deseas: poder. Poder sobre la vida. Poder sobre la muerte.

La joven sonrió y se relajó en sus manos.

—¿Y me amarás?

—Como te amo ahora —prometió él.

—Entonces me entrego a ti, mi señor —dijo la joven, que cerró los ojos y alzó el rostro ofreciendo sus labios al beso del dios.

Sin embargo él no estaba preparado del todo para hacerla suya. Aún no. La besó en los párpados, primero uno y luego otro.

—Duerme ahora, Mina. Duerme profundamente y sin sueños. Cuando despiertes, lo harás a una nueva vida, una vida como jamás has conocido.

—¿Estarás conmigo? —musitó ella.

—Siempre —prometió el dios.