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El valle era una depresión cóncava excavada en el mismo lecho rocoso que se había elevado para formar la montaña. Una fina capa de arena, de color amarillo rojizo, cubría la roca. Allí crecían unos pocos arbustos ralos y escuálidos, pero no árboles. En aquella zona no crecía ningún árbol a excepción de los que habían surgido delante de la tumba. Un regato —de una tonalidad azul cobalto en contraste con el rojo— zigzagueaba por el suelo del valle y se abría paso entre la roca.

El interior de la montaña en la que se hallaba enterrada la Reina Oscura era un enjambre de cuevas, y durante el último año Mina y Galdar habían hecho su hogar de dos de ellas. Durante el día, el calor del sol irradiaba del suelo en ondas titilantes. La temperatura descendía vertiginosamente de noche y volvía a subir a niveles insoportables de día.

El valle estaba maldito por los dioses. Ningún mortal podía encontrarlo. Galdar había dado con él sólo porque había rezado noche y día a Sargonnas suplicándole que le dejara hallarlo y, finalmente, el dios consintió. Cuando Mina se llevó el cadáver de su diosa del templo donde Takhisis había muerto, Galdar la había seguido. Sólo él sabía el terrible dolor que debía de estar padeciendo la joven. Esperaba poder ayudarla a enterrar a su reina para siempre. Había seguido a Mina durante un día y una noche, pero parecía imposible alcanzarla, y entonces, una mañana después de despertar de un sueño extenuante, ya no encontró su rastro.

Supuso, naturalmente, que los dioses no querrían que ningún mortal descubriera la tumba de la reina Takhisis y que le ocultaban a Mina por esa razón. Galdar suplicó a Sargonnas que le permitiera reunirse con la joven, y Sargonnas le había concedido su petición… a cambio de un precio. El dios había transportado a Galdar hasta el lugar secreto del enterramiento. Mina y él habían sepultado a la Reina Oscura debajo de la montaña y después Galdar había pasado el resto del tiempo intentando persuadir a la muchacha de que volviera al mundo. En eso había fracasado, y ahora el dios se disponía a presionarlo para que cumpliera su parte del trato. Barcos minotauros estaban llegando a Silvanesti cargados de tropas y colonos que hacían suyo el antiguo territorio elfo, lo que ponía muy nerviosos a los humanos que vivían en las otras naciones de Ansalon.

Los Caballeros de Solamnia, los caballeros de la Legión de Acero y los formidables guerreros bárbaros de las Praderas de Arena; todos ellos contemplaban con creciente ira la invasión del continente por parte de los minotauros. Sargonnas necesitaba un embajador que tratara con esas naciones. Necesitaba un minotauro que entendiera a los humanos para que se presentara ante ellos y los aplacara, los convenciera de que los minotauros no tenían planes de expansión, que se contentaban con conquistar y apoderarse de las tierras de su antiguo enemigo, y que Solamnia y las demás naciones no corrían peligro.

Galdar había vivido con humanos y había luchado a su lado durante años. Era la elección perfecta como embajador ante los humanos, y el hecho de que éstos se sintieran inclinados a confiar en él y que les cayera bien lo hacía aún más perfecto. Galdar quería servir al dios que lo había salvado de Takhisis al quitarle el brazo y devolverle su amor propio. Sargonnas no era un dios paciente. Dejó claro a Galdar que o acudía en ese momento o que no fuera nunca.

Al reparar en la figura que se acercaba, el minotauro pensó al principio, con gran temor, que quizá Sargonnas se había cansado tanto de esperar que iba a buscarlo.

Una segunda ojeada le quitó esa idea de la cabeza. No distinguía los rasgos del visitante, que todavía se encontraba muy lejos, pero su porte era de humano, no de minotauro.

Sin embargo, a ningún humano se le permitía acceder a este valle. Ningún mortal, a excepción de ellos dos, podía entrar allí.

A Galdar se le puso de punta el vello de la nuca, y se le erizó el pelaje de la espalda y de los brazos con un escalofrío.

—No me gusta esto, Mina. Deberíamos huir. Ahora. Antes de que ese hombre nos vea.

—No es un hombre, Galdar —dijo la joven—. Es un dios. Viene a buscarnos. O, más bien, viene a buscarme a mí.

El minotauro la vio llevarse la mano a la cintura y cerrar los dedos sobre la empuñadura de un cuchillo. Tanteó en busca de su propia arma y descubrió que no la tenía.

—Te cogí el cuchillo, Galdar —le dijo la joven con una sonrisa—. Te lo quité anoche.

Al minotauro no le gustó cómo lo sostenía, como si fuese algo preciado para ella.

—¿Quién es ese hombre, Mina? —demandó con la voz ronca por un miedo que no sabía identificar—. ¿Qué quiere de ti?

—Deberías marcharte, Galdar —contestó en tono quedo, sin apartar la mirada del desconocido, que se iba acercando. Había apretado el paso. Parecía impaciente por llegar a su punto de destino—. Esto no te concierne.

La figura llegó a una distancia desde la que se le distinguían los rasgos. Era un humano de edad indeterminada. Tenía un rostro que los humanos consideraban apuesto, con un hoyuelo en el mentón, mandíbula cuadrada, nariz aquilina, pómulos prominentes, frente plana. Llevaba largo el negro cabello; los mechones lustrosos se rizaban en los hombros y le colgaban por la espalda. La piel era tan pálida que parecía estar sin sangre. Ni los labios ni las mejillas tenían color, mientras que los ojos eran tan oscuros como la primera noche de la creación. Hundidos bajo las espesas cejas, parecían aún más oscuros al quedar en la sombra.

Vestía de negro, con ropas lujosas que denotaban opulencia. La casaca de terciopelo le llegaba a las rodillas. Ajustada a la cintura, la prenda iba ribeteada con plata en las mangas y en el dobladillo del faldón. Las polainas, también negras, le llegaban justo debajo de las rodillas, y las adornaban cintas del mismo color, como lo eran las medias de seda y las botas, éstas con hebillas de plata. La camisa blanca lucía chorreras de puntilla en la pechera, que también asomaban por las bocamangas y caían lánguidamente sobre las manos. Se movía con donaire y seguridad en sí mismo, consciente de su propio poder.

Galdar tuvo un escalofrío. A pesar del fuerte sol, no sentía el calor del astro. Un frío tan arcaico que hacía joven a la montaña se le metió en la médula de los huesos. A lo largo de su vida se había enfrentado a enemigos terribles, incluida la dragona Malys, Señora Suprema, y no había huido de ninguno de ellos. Pero ahora no pudo evitarlo y empezó a retroceder lentamente.

—¡Sargonnas! —clamó Galdar a su dios, aunque la voz se le quebró y tragó saliva para humedecerse la garganta—. Sargonnas, dame fuerza. Ayúdame a combatir a este temible enemigo…

La respuesta del dios fue un resoplido antes de hablar.

—Te he consentido tu lealtad a esta humana hasta ahora, Galdar, pero mi paciencia se ha acabado. Déjala a su suerte. Se la tiene bien merecida.

—No puedo —respondió con incondicional fidelidad a pesar de haber palidecido al ver al extraño hombre—. Estoy comprometido con ella…

—Te prevengo, Galdar. No te interpongas entre Chemosh y su presa —advirtió Sargonnas en tono grave.

—¡Chemosh! —exclamó el minotauro con voz apagada.

Chemosh, Señor de la Muerte. Galdar empezó a temblar, encogidas las entrañas.

Mina levantó el cuchillo del minotauro. Era una arma vieja, con el mango de hueso, un utensilio para distintos propósitos, desde limpiar pescado hasta destripar venados, y el minotauro mantenía aguzado el filo, bien amolado. Vio que Mina enarbolaba el cuchillo, vio la luz del sol reflejarse en el acero de la hoja, pero no en los ojos de la joven, que tenía la mirada fija en el dios.

Mina sostenía el arma con la mano derecha. Le dio la vuelta y presionó la aguzada punta contra su garganta. La luz interna de los ojos ambarinos centelleó fugazmente y después se apagó. Apretó los labios. Los dedos se ciñeron con más fuerza sobre el mango. Cerró los ojos y soltó el aire.

Galdar bramó y se lanzó hacia ella. Había esperado demasiado. No llegaría antes de que se clavara el acero en la garganta. Confiaba en que su grito la distrajera antes de que se inmolara.

Chemosh levantó la mano en un ademán negligente, casi descuidado. Galdar salió lanzado por el aire, sostenido en la mano del dios. El minotauro se debatió y luchó, pero el dios lo tenía sujeto y no había modo de soltarse. Era tan imposible escapar de su garra como de la propia muerte.

Chemosh trasladó al minotauro —que bramaba y sacudía el brazo y las piernas— fuera del valle, lejos de la montaña, lejos de Mina, que iba perdiéndose en la distancia y se hacía más y más pequeña por momentos.

Galdar alargó la mano en un desesperado intento de asirse al tiempo y al mundo mientras ambos pasaban de largo, a fin de agarrarse a ellos… a ella. La joven alzó los ojos ambarinos hacia el minotauro y, durante un fugaz instante, los dos se tocaron.

Después, las rugientes aguas se la arrancaron de la mano. Un bramido de frenética desesperación se alargó y dio paso a un rugido de angustia.

Galdar se hundió bajo la riada del tiempo y todo desapareció.

Unas voces despertaron a Galdar. Eran voces profundas y ásperas, y sonaban cerca de él.

—¡Mina! —gritó mientras se esforzaba por levantarse y tanteaba en busca de la espada que había aprendido a manejar con la mano izquierda.

Dos minotauros que vestían armadura de combate de las legiones de su país retrocedieron con presteza ante el repentino salto con el que se levantó, a la par que llevaban la mano a su propia espada.

—¿Dónde está? —tronó, los labios salpicados de saliva—. ¡Mina! ¿Dónde la tenéis? ¿Qué le habéis hecho?

—¿Mina? —Los dos minotauros lo miraron, desconcertados.

—No conocemos a nadie que se llame así —dijo uno, que tenía desenvainada a medias la espada.

—Suena a nombre humano —gruñó su compañero—. ¿Qué es? ¿Una cautiva tuya? En tal caso, debe de haber huido cuando te caíste por ese risco.

—O quizá te empujó —dijo el otro soldado.

—¿Risco? —Ahora fue Galdar el que se quedó desconcertado. Miró hacia donde señalaba el otro minotauro.

La pronunciada pendiente de un risco se alzaba a gran altura; la rocosa pared apenas se veía con el espejo follaje. Miró en derredor y vio que estaba de pie en la alta hierba que crecía bajo las umbrías ramas de un tilo. Su cuerpo había dejado una huella profunda en el blando y húmedo humus.

Lejos del desierto achicharrado por el sol. Lejos de la montaña.

—Te vimos caer desde una gran altura —dijo uno de los minotauros, que envainó de nuevo la espada—. En verdad, Sargonnas debe de amarte. Creíamos que habrías muerto, porque debiste de precipitarte en el vacío más de treinta metros. Y, sin embargo, aquí estás, sin nada más que un chichón.

Galdar oteó en busca de la montaña, pero la espesura del bosque impedía ver la línea del horizonte. Bajó la vista, gacha la cabeza y los hombros hundidos.

—¿Cómo te llamas, amigo? —preguntó el otro—. ¿Y qué haces deambulando solo por Silvanesti? La escoria elfa por esta zona no osa atacar a descubierto, pero tiende emboscadas a un minotauro que esté solo.

—Me llamo Galdar —respondió en tono descorazonado.

Los dos soldados dieron un respingo e intercambiaron una mirada.

—¡Galdar el Manco! —exclamó uno de ellos, fija la mirada en el muñón.

—¡Vaya, entonces el dios no sólo te salvó la vida, sino que te dejó caer justo a los pies de tus escoltas! —dijo el otro.

—¿Escoltas? —Galdar los observó con suspicacia, desconcertado y receloso—. ¿Qué quieres decir con eso?

—El comandante Faros recibió la noticia de tu llegada, señor, y nos mandó a buscarte para que nos ocupáramos de que llegases sano y salvo al cuartel. En verdad se cumple nuestra misión, alabado sea Sargonnas.

—Es un honor conocerte, señor —añadió el otro soldado, impresionado—. Tus hazañas con los caballeros negros se han convertido en leyenda.

—Ahora que lo pienso, hubo alguien que se llamaba Mina. Sirvió a tu mando, señor, ¿no es así? ¿Una funcionaría de segunda fila?

—La caída debe de haberte aturullado, señor. Por lo que sabemos, la tal Mina lleva muerta mucho tiempo, desde que Sargonnas derrotó y mató a la reina Takhisis.

—Así los perros royan sus huesos —añadió, sombrío, el otro soldado.

Galdar echó una última ojeada a su alrededor con la esperanza de divisar la montaña, el desierto, alguna señal de Mina. Sabía que era inútil, pero no pudo evitarlo. Entonces volvió la vista a los dos minotauros que esperaban pacientemente y sin dejar de mirarlo —brazo y todo lo demás— con respeto y admiración.

—Alabado sea Sargonnas —musitó Galdar, que cuadró los hombros y dio el primer paso en su nueva vida.