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Mina enterró a su soberana debajo de una montaña. La reina había creado esa montaña, la había moldeado, le había dado forma, la había alzado con sus manos inmortales. Y ahora yacía bajo ella.

La montaña moriría. Roída por los dientes del viento, picoteada por las gotas de lluvia, lentamente, con el tiempo, siglo tras siglo, la magnífica montaña que Takhisis había creado se desmenuzaría en polvo, se mezclaría y se perdería entre las cenizas de su creadora muerta. La última afrenta. La amarga ironía final.

—Lo pagarán —juró Mina, que contemplaba cómo se ponía el sol tras la montaña y cómo las sombras se apoderaban del valle—. Lo pagarán… Todos los que hayan estado involucrados en esto, mortales o inmortales. Se lo haría pagar si no estuviera tan cansada. Tan, tan cansada.

Se despertaba cansada; si es que podía utilizar el término «despertar», ya que nunca dormía realmente. Se pasaba la noche sumida en un inquieto duermevela en el que seguía consciente de cada cambio del viento, de cada gruñido o grito de animal, de cada mengua de luz de luna o parpadeo de estrellas. El sueño le lamía los pies y las ondas le mojaban los dedos. Cada vez que las olas del sueño, silenciosas y sosegadas, relajantes y apacibles, empezaban a arrastrarla con ellas, se despertaba con un sobresalto, como si se estuviera ahogando, y el sueño se retiraba.

Mina pasaba las horas diurnas guardando la sepultura de la Reina Oscura. Nunca se alejaba mucho de esa tumba debajo de la montaña, aunque Galdar no dejaba de atosigarla para que se marchara aunque sólo fuera durante un rato.

—Ve a dar un paseo entre los árboles —le suplicaba el minotauro—. O báñate en el lago. O sube a lo alto de las peñas para contemplar la salida del sol.

Mina no podía marcharse. Sentía el horrible temor de que alguna persona de Ansalon encontrara aquel lugar sagrado y que, una vez descubierto, los curiosos bobalicones acudieran a mirar el cuerpo y a darle golpecitos con el dedo mientras soltaban risitas tontas. Los buscadores de tesoros y los saqueadores irían y arramblarían con las joyas y cargarían con los sagrados artefactos. Los enemigos de Takhisis se presentarían para vanagloriarse ante ella. Sus seguidores afluirían, desesperados por recibir respuesta a sus plegarias, a intentar hacerla volver.

Eso, concluyó Mina, sería lo peor de todo. Takhisis, una reina que había gobernado el cielo y el Abismo, encadenada para siempre a las gemebundas súplicas de quienes no habían hecho nada para salvarla cuando murió, salvo alzar las manos y sollozar: «¿Qué va a ser de mí?».

Un día sí y otro también, Mina paseaba frente a la entrada de la tumba bajo la montaña, donde había puesto el cadáver de su reina. Había trabajado muy duro durante semanas, tal vez durante meses —había perdido la noción del tiempo—, a fin de ocultar la entrada, y para ello había plantado delante árboles, arbustos y flores silvestres y los había guiado de forma que la taparan al crecer.

Galdar la había ayudado en la tarea, y también lo hicieron los dioses aunque ella no fue consciente de ello; de haberlo sabido habría desdeñado esa ayuda.

Las deidades que habían juzgado a la Reina de la Oscuridad, Takhisis, y la habían declarado culpable de quebrantar el juramento inmortal prestado por todos en el comienzo de los tiempos, sabían tan bien como Mina lo que pasaría si los mortales descubrían la ubicación de la tumba de la Reina Oscura. Árboles que sólo eran plantones cuando Mina los metió en tierra habían crecido tres metros en un mes. Arbustos y zarzas crecieron de un día para otro. Un viento silbante que no dejaba de soplar pulió la cara del risco hasta dejar suave la roca, de manera que no quedó ni rastro de la existencia de una entrada.

Ni siquiera Mina fue capaz de dar con ella, al menos mientras estaba despierta. En sus sueños siempre podía verla. Ahora ya no le quedaba nada que hacer salvo protegerla de todos, mortales e inmortales. Había llegado incluso a desconfiar de Galdar, porque el minotauro era uno de los responsables de la caída de su reina. No le gustaba la forma en que el minotauro la instaba constantemente a irse. Sospechaba que Galdar estaba esperando que se marchara para irrumpir en la tumba.

—Mina, no tengo ni idea de dónde está la entrada a la tumba —le juró.

Galdar una y otra vez. —¡Ni siquiera sería capaz de encontrar esta montaña si me fuera, porque el sol jamás sale por el mismo sitio dos veces! —Gesticuló hacia el horizonte—. Los propios dioses la ocultan. El este es el oeste un día y el oeste es el este al siguiente. Por eso no hay peligro de abandonarla, Mina. Una vez que te marches nunca podrás hallar el camino de vuelta aquí. Estarás en condiciones de seguir adelante con tu vida.

En el fondo de su corazón ella sabía que eso era cierto. Lo sabía y lo anhelaba y al mismo tiempo la aterraba.

—Takhisis era mi vida —le respondía a Galdar—. Cuando miraba un espejo era su rostro el que contemplaba. Cuando hablaba, era su voz la que oía. Ahora se ha ido, y cuando miro en el espejo no veo ningún rostro. Cuando hablo, sólo hay silencio. ¿Quién soy, Galdar?

—Eres Mina —respondía él.

—¿Y quién es Mina? —preguntaba la joven.

Galdar no podía hacer otra cosa que mirarla fijamente, con impotencia.

Sostenían esa conversación con frecuencia, casi a diario. Ésa mañana la habían tenido de nuevo. Sin embargo, en esta ocasión la respuesta del Galdar fue distinta. Llevaba mucho tiempo pensando en ello y, cuando la muchacha preguntó «¿quién es Mina?», él contestó en voz queda:

—Goldmoon sabía quién eras, Mina. En sus ojos te podías ver a ti misma. No veías a Takhisis.

La joven reflexionó sobre aquello.

Al recordar su vida la veía dividida en tres partes. La primera era la infancia. Ésos años se habían convertido en un simple borrón de color, pintura fresca que alguien había corrido al pasar por encima una esponja mojada.

La segunda era Goldmoon y la Ciudadela de la Luz.

Mina no recordaba el naufragio ni haber sido arrastrada de la cubierta del barco al mar o lo que quiera que le hubiese ocurrido. Sus recuerdos —y su vida— comenzaban cuando abrió los ojos y se encontró chorreando agua, tendida en la arena, con un grupo de gente amontonada a su alrededor, gente que le hablaba con amorosa compasión.

Le preguntaron qué le había ocurrido.

No lo sabía.

Le preguntaron su nombre. Tampoco sabía eso.

Al final habían llegado a la conclusión de que era la superviviente de un naufragio, a pesar de que no se había dado aviso de la desaparición de ningún barco. Se suponía que sus padres habían muerto en el mar. Ésa era la teoría más probable, ya que nadie había ido a buscarla.

Dijeron que no era raro que no recordara nada de su pasado ya que había sufrido un fuerte golpe en la cabeza, lo que a menudo ocasionaba la pérdida de memoria.

La llevaron a un lugar llamado Ciudadela de la Luz, un sitio maravilloso de cordialidad, resplandor y serenidad. Al evocar aquel entonces Mina ni siquiera recordaba cielos grises relacionados con la Ciudadela, aunque sabía que tenía que haber habido días de viento y tormenta. Para ella, los años pasados allí, de los nueve a los catorce, estaban iluminados por el sol radiante reflejado en las murallas de cristal de la Ciudadela. Iluminados por la sonrisa de la mujer que llegó a ser tan querida para ella como una madre: la fundadora de la Ciudadela, Goldmoon.

Le dijeron a Mina que Goldmoon era una heroína, una persona famosa en todo Ansalon. Su nombre se pronunciaba con amor y respeto en cualquier rincón del continente. A Mina no le importaba nada de eso. A ella sólo le importaba que cuando Goldmoon le hablaba lo hacía con dulce bondad y con amor. A pesar de ser una persona muy atareada, Goldmoon nunca estaba demasiado ocupada para responder a las preguntas de Mina, y a Mina le encantaba hacer preguntas.

Goldmoon era mayor ya cuando Mina la conoció, tan vieja como una montaña, pensaba la muchachita. Goldmoon tenía el cabello blanco y la cara marcada por arrugas de profunda tristeza y de gozo aún más profundo, arrugas de pesar y dolor, arrugas de esperanza y hallazgo. Sus ojos eran jóvenes como la risa, jóvenes como el llanto… Y Galdar tenía razón. Al evocar aquellos tiempos Mina pudo verse en los ojos de Goldmoon.

Vio una chiquilla que crecía demasiado de prisa, desgarbada, desmañada, de largo cabello pelirrojo y ojos de color ámbar. Todas las noches Goldmoon le cepillaba la abundante melena y respondía a todas las preguntas que a Mina se le habían ocurrido a lo largo del día. Cuando tenía el cabello cepillado y trenzado y estaba lista para acostarse, Goldmoon la sentaba en su regazo y le contaba historias de los dioses perdidos.

Algunas eran lúgubres porque había dioses que gobernaban las malas pasiones que alberga el corazón de cualquier hombre. Había dioses de la luz en oposición a los dioses de la oscuridad. Dioses que dirigían todo lo que había de bueno y noble en la humanidad. Los dioses de la oscuridad luchaban sin tregua para lograr la supremacía sobre la humanidad. Los dioses de la luz trabajaban sin descanso para impedírselo. Los dioses de la neutralidad mantenían el equilibrio en la balanza. Toda la humanidad se encontraba en medio. Cada persona era libre de elegir su destino, porque sin libertad el ser humano moriría como muere un pájaro enjaulado, y el mundo dejaría de existir.

A Goldmoon le encantaba contarle historias a Mina, pero la chiquilla se daba cuenta de que esas historias ponían triste a su madre adoptiva ya que los dioses se habían marchado y la humanidad se había quedado sola para seguir adelante lo mejor posible, con esfuerzo. Goldmoon había empezado una nueva vida sin dioses, pero los echaba de menos y su mayor anhelo era que regresaran.

—Cuando crezca —solía decirle Mina a Goldmoon— recorreré el mundo y encontraré a los dioses y te los traeré.

—Ay, pequeña —respondía Goldmoon con una sonrisa que prestaba brillo a sus ojos—, la búsqueda no te llevaría más lejos que aquí. —Y ponía la mano sobre el corazón de Mina—. Porque, aunque los dioses hayan partido, su recuerdo nace en todos nosotros: recuerdos de amor eterno, paciencia infinita y máximo perdón.

Mina no entendía. No tenía recuerdos de nada ligados al nacimiento. Al mirar atrás no veía nada salvo vacío y negrura. Todas las noches, cuando yacía sola en la oscuridad de su cuarto, rezaba la misma plegaria.

—Sé que estás ahí, en alguna parte. Deja que sea yo quien te encuentre. Seré tu fiel servidora. ¡Lo juro! Deja que sea la que te dé a conocer al mundo.

Una noche, cuando Mina contaba catorce años, elevó la misma plegaria con tanto fervor y anhelo como la primera noche que la había pronunciado. Y esa noche llegó una respuesta.

Una voz le habló desde la oscuridad.

—Estoy aquí, Mina. Si te digo cómo encontrarme, ¿vendrás a mí? Mina se sentó en la cama, ansiosa. —¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?

—Soy Takhisis, pero eso lo olvidarás. Para ti, no tengo nombre. No lo necesito porque como yo no hay otros en el universo, estoy exclusivamente yo, soy el único dios.

—Entonces te llamaré el Único —dijo Mina, que se bajó de la cama de un salto, se vistió con premura y se preparó para viajar—. Iré a decirle a madre adonde me dirijo…

—Madre —repitió Takhisis con desprecio y cólera—. No tienes madre. Tu madre está muerta.

—Lo sé —respondió Mina con voz temblorosa—, pero Goldmoon se ha convertido en mi madre. La quiero más que a nadie y he de decirle que me marcho o cuando descubra que no estoy se preocupará.

El tono de voz de la diosa cambió, dejó de ser enfadado para convertirse en un arrullo dulce.

—No debes decírselo o estropearás la sorpresa. Nuestra sorpresa, tuya y mía. Porque llegará el día en el que regresarás para decirle a Goldmoon que has encontrado al único soberano del mundo.

—Pero ¿por qué no puedo decírselo ahora? —demandó Mina.

—Porque todavía no me has encontrado —respondió Takhisis con voz severa—. Ni siquiera estoy segura de que seas digna de esto. Tienes que demostrar tu merecimiento. Necesito una discípula que sea valiente y fuerte, que no se deje desalentar por los incrédulos ni se deje influenciar por los antagonistas, que afronte dolor y tormentos sin encogerse. Me tienes que demostrar que vales para todo eso. ¿Tienes arrestos, Mina?

La muchacha tembló, aterrada. No creía tener el valor necesario. Quería volver a la cama, y entonces pensó en Goldmoon y en la maravillosa sorpresa que sería para ella. Imaginó el gozo de Goldmoon cuando la viera volver trayendo consigo un dios. Se llevó la mano al corazón.

—Los tengo, dios Único. Haré esto por mi madre adoptiva.

—Es justo lo que yo habría querido —dijo Takhisis, que se echó a reír como si Mina hubiera dicho algo gracioso.

Así comenzó la tercera parte de la vida de Mina, y si la primera era un borrón y la segunda era luz, la tercera fue sombra. Actuando de acuerdo con el mandato del Único, Mina escapó de la Ciudadela de la Luz. Buscó un barco en la bahía y subió a él. Era una nave sin tripulación. Mina era la única persona a bordo, pero el timón daba vueltas, las velas se recogían y se desplegaban; todas las faenas las llevaban a cabo manos invisibles.

El barco navegó en las corrientes del tiempo y la condujo a un lugar que le dio la impresión de que lo conocía desde siempre y, al mismo tiempo, que acababa de descubrirlo. En ese lugar Mina contempló el semblante de la Reina Oscura por primera vez, y la diosa era hermosa y terrible, y Mina se inclinó y la adoró.

Takhisis la sometió a prueba tras prueba, desafío tras desafío. Mina los soportó todos. Conoció un dolor semejante al de la muerte, pero no gritó. Experimentó un dolor semejante al de parir, y no rechistó.

Entonces llegó el día en el que Takhisis le dijo:

—Estoy satisfecha contigo. Eres mi elegida. Ha llegado el momento de que vuelvas al mundo y prepares a la gente para mi regreso.

—Volví al mundo la noche de la gran tormenta —le dijo Mina a Galdar—. Te conocí ese día. Llevé a cabo mi primer milagro contigo, te devolví el brazo.

El minotauro le echó una mirada significativa y la joven enrojeció. —Quiero decir… que el Único te devolvió el brazo—. Refiérete a ella por su verdadero nombre —instó duramente Galdar—. Llámala Takhisis.

Miró involuntariamente el muñón que era todo cuanto le quedaba del brazo con el que había manejado la espada. Cuando descubrió el verdadero nombre de la deidad que le había devuelto el brazo amputado, el minotauro había rezado a su dios, Sargonnas, para que se lo quitara de nuevo.

—No quería ser su esclavo —masculló Galdar, pero Mina no lo oyó.

La muchacha estaba pensando en soberbia, orgullo desmedido y ambición. Estaba pensando en el ansia de poder y quién había sido el verdadero responsable de la caída de la Reina Oscura.

—Fue culpa mía —musitó—. Ahora ya puedo admitirlo. Yo fui la que la destruyó, no los dioses. Ni siquiera ese despreciable dios elfo, Valthonis, o comoquiera que se llame. Yo la destruí. Yo la traicioné.

—¡No, Mina! —exclamó el minotauro, conmocionado—. Eras su esclava tanto como cualquiera de nosotros. Te utilizó, te manipuló…

La joven alzó los ojos de color ámbar y buscó los de él.

—Eso es lo que tú crees. Lo que creen todos. Sólo yo sabía la verdad. La sabía, como la sabía mi soberana. Puse en marcha un ejército de muertos. Luché contra dos poderosos dragones y los maté. Conquisté a los elfos y los sometí. Conquisté a los solámnicos y los vi huir de mí como perros apaleados. Hice de los caballeros negros una fuerza a la que se temiera y se respetara.

—Todo en nombre de Takhisis —dijo Galdar, que se rascó el pelaje del maxilar y se frotó el hocico con aire intranquilo.

—Quería que fuera en mi nombre —confesó Mina—. Ella lo sabía. Lo vio en mi corazón y por eso iba a destruirme.

—Y por eso ibas a dejar que lo hiciera —replicó Galdar.

Mina suspiró y agachó la cabeza. Se sentó en el duro suelo con las piernas dobladas hacia arriba y se abrazó las rodillas. Vestía la misma ropa que aquel fatídico día en el que su reina había muerto, la ropa sencilla que llevaba debajo de la armadura de una dama negra, es decir, camisa y polainas. Estaban harapientas ahora, descoloridas por el sol a un tono gris anodino. El único color fuerte que había en ellas era el rojo de la sangre de la reina, que había muerto en sus brazos.

Galdar sacudió la astada cabeza y se sentó erguido en la piedra que usaba de asiento, una piedra que su roce había pulimentado durante los últimos meses.

—Todo eso ha quedado atrás, Mina. Es hora de que sigas adelante. Todavía queda mucho que hacer en el mundo, y un nuevo mundo en el que hacerlo. Los caballeros negros están desperdigados, desorganizados. Necesitan un dirigente fuerte que los reunifique.

—No me seguirían —adujo la joven.

Galdar abrió la boca para replicar, pero volvió a cerrarla.

Mina alzó los ojos hacia él y comprendió que el minotauro sabía la verdad tan bien como ella. Los caballeros negros no volverían a aceptarla como su comandante. Habían recelado de ella desde el principio al ser una muchacha de diecisiete años que casi no distinguía un extremo de la espada del otro, que jamás había presenciado una batalla, cuanto menos conducir hombres a una.

Los milagros que realizaba habían acabado por convencerlos. Como la propia Mina le dijo una vez a aquel despreciable príncipe elfo, los hombres amaban a la diosa que veían en ella, no a la muchacha en sí, y cuando esa deidad fue derrocada y Mina perdió el poder de realizar milagros, los caballeros negros sufrieron una desastrosa derrota. Y, para colmo, creyeron que había desertado al final y los había abandonado para que afrontaran solos la muerte. Jamás volverían a seguirla, y no los culpaba por ello.

Tampoco quería ser líder de hombres. No quería volver al mundo otra vez. Estaba demasiado cansada. Sólo deseaba dormir. Se recostó en los huesos de la montaña donde su reina dormía el eterno descanso y cerró los ojos.

Debió de quedarse dormida porque al despertar encontró a Galdar acuclillado delante mientras le suplicaba de todo corazón que abandonara aquella prisión.

—Mina, ya te has castigado más que suficiente. Tienes que perdonarte, Mina. Lo que le ocurrió a Takhisis fue culpa de ella, no tuya. No tienes que culparte por eso. ¡Iba a matarte! Lo sabes. ¡Iba a apoderarse de tu cuerpo, a devorar tu alma! Ése elfo te hizo un favor al matarla.

Mina alzó la cabeza y su gesto lo hizo enmudecer, frenó las palabras en su boca y empujó al minotauro hacia atrás como si lo hubiese golpeado.

—Lo siento, Mina. No quería decir eso. Ven conmigo —instó Galdar.

Mina adelantó la mano y le dio unos golpecitos en el brazo que le quedaba.

—Adelante, Galdar. Sé que tu dios te ha estado hostigando, exigiendo que te unas a él en la conquista de Silvanesti.

La joven esbozó una triste sonrisa ante la repentina turbación del minotauro.

—He oído por casualidad tus plegarias a Sargonnas, amigo mío —le dijo—. Ve y lucha por tu dios. Cuando vuelvas, me contarás todo lo que pasa en el mundo.

—Si consigo salir de este condenado valle jamás podré regresar. Lo sabes, Mina —contestó Galdar—. Los dioses se encargarán de que sea así. Se ocuparán de que nadie logre nunca…

Las palabras se le quedaron paralizadas en la lengua, porque mientras las pronunciaba estaban resultando ser inciertas. El minotauro se quedó mirando fijamente el extremo del valle, se frotó los ojos y volvió a mirar.

—Debo de estar viendo visiones. —Estrechó los ojos para protegerlos del sol.

—¿Qué pasa ahora? —inquirió cansinamente Mina, que no estaba mirando.

—Viene alguien caminando por el valle —informó el minotauro—. Pero eso es imposible.

—Es posible, Galdar —dijo la joven, que dirigió la vista hacia donde él miraba—. Viene alguien.

El hombre caminaba con aire resuelto por los huesos pelados del desértico valle barrido por el viento. Era alto y sus movimientos poseían un donaire imperioso. El cabello, largo y oscuro, ondeaba al viento. Su figura rielaba en las ondas de calor que irradiaba la superficie rocosa cubierta de arena.

—Viene a buscarme.