A Rhys no le resultó difícil dar con el rastro de su hermano. La gente recordaba claramente a un clérigo de Kiri-Jolith que se pasaba la noche de juerga en las tabernas y el día coqueteando con sus hijas. Rhys había estado temiendo descubrir que su hermano había vuelto a asesinar y lo sorprendió y lo alivió enterarse de que lo peor que había hecho era marcharse de la ciudad sin pagar la cuenta de la taberna.
Cuando preguntó si su hermano había hablado de Chemosh, todo el mundo pareció divertido y sacudió la cabeza. No les había mencionado una sola palabra de ningún dios, menos aún de uno como Chemosh. Lleu era un joven agradable y apuesto que quería divertirse, y no había nada malo en ser un poco imprudente y alborotador. La mayoría lo tenían por un buen tipo y esperaban que le fuera bien.
A Rhys le extrañó mucho aquello. No le encajaba la imagen que esa gente le daba de un alegre calavera con la del asesino despiadado que había matado brutalmente a diecinueve personas. Habría llegado a dudar que iba tras la pista de su hermano, pero todos reconocían a Lleu por la descripción física y por el hecho de llevar la túnica de Kiri-Jolith. No había muchos clérigos de ese dios en Abanasinia, donde su culto apenas empezaba a divulgarse.
Rhys sólo encontró un hombre que tenía algo malo que decir de Lleu Alarife, y era un molinero que le había dado alojamiento y comida a cambio de unos cuantos días de trabajo en el molino.
—Mi hija no ha vuelto a ser la misma desde entonces —le contó el molinero a Rhys—. Maldigo el día que vino y me maldigo a mí mismo por haberlo conocido. Mi Betsy era una muchacha obediente antes de que ése se fijara en ella. Muy trabajadora. Iba a casarse el mes que viene con el hijo de unos de los tenderos más prósperos de la ciudad. Era un buen matrimonio, pero eso se ha acabado ahora, gracias a tu hermano. Sacudió la cabeza con aire severo.
—¿Dónde está tu hija? —inquirió Rhys mientras miraba en derredor—. Si pudiera hablar con ella…
—Se ha ido —fue la corta respuesta del molinero—. La sorprendí cuando salía de casa a escondidas para encontrarse con él en plena noche. Le propiné la paliza que se merecía y la encerré en su cuarto. —Se encogió de hombros—. Después de unos cuantos días, se las arregló para salir de algún modo y no he vuelto a verle el pelo desde entonces. Pues adiós y hasta nunca.
—¿Se escapó con Lleu?
El molinero no lo sabía. No lo creía, porque Lleu se había marchado antes de que su hija se escapara, aunque era posible, admitió, que se hubiese escapado para ir a buscarlo. Pero, en realidad, no parecía estar enamorada de él. El molinero no lo sabía y era evidente que tampoco le importaba, salvo por el hecho de haber perdido a una buena trabajadora y la oportunidad de que hubiese un matrimonio, a su entender, provechoso.
Rhys creía posible que su hermano hubiera seducido a la chica y la hubiera persuadido de que se escapara con él, pero, en tal caso, ¿por qué no habían huido juntos? Le parecía más probable que la muchacha hubiera abandonado un hogar sin amor y un futuro matrimonio de conveniencia. No había nada de siniestro en eso.
Aun así, el asunto preocupaba a Rhys. Pidió la descripción de la chica y preguntó por ella y por Lleu a lo largo de su viaje. Algunos la habían visto, otros lo habían visto a él, pero nadie los había visto juntos. Lo último que supo sobre la hija del molinero era que se había unido a una caravana que se encaminaba hacia el litoral. Su hermano, por lo visto, había comentado por encima algo sobre viajar a Haven.
Mientras Rhys hablaba con los vivos, Beleño se comunicaba con los muertos. Mientras el monje visitaba posadas y tabernas, el kender visitaba criptas y cementerios. Beleño había prohibido a Rhys que lo acompañara porque, según él, los muertos solían ser tímidos en presencia de los vivos.
—Es decir, la mayoría de los muertos —añadió el kender—. Los hay a quienes les gusta andar por ahí haciendo ruido con las cadenas y los huesos o les da por tirar sillas por las ventanas. He conocido unos cuantos a los que les encanta sacar la mano de la tumba y agarrar a la gente por el tobillo. Sin embargo, son la excepción.
—Gracias a los dioses —comentó secamente Rhys.
—Supongo que sí. —Beleño no parecía convencido—. Ésos muertos son los que resultan interesantes. Suelen quedarse enganchados en lugar de salir pitando a otro plano de existencia superior y dejar a un amigo sin nadie con quien hablar.
Por lo visto el «plano superior» era un destino popular, ya que Beleño estaba teniendo problemas para comunicarse con los muertos, o eso decía. Los que encontraba no podían contarle nada de Chemosh. Desde el principio Rhys había sido escéptico en cuanto a la pretensión del kender, y ese escepticismo iba en aumento. Decidió seguirlo una noche, ver con sus propios ojos qué pasaba.
Ésa noche Beleño estaba excitado porque se había enterado de que había un campo de batalla cerca. Los campos de batalla eran prometedores, explicó, porque a veces se abandonaba a los muertos allí, sin enterrar, para que se pudrieran bajo el sol o que los buitres dieran buena cuenta de ellos.
—Algunos espíritus son comprensivos y se limitan a marcharse y seguir adelante —explicó el kender—. Pero otros se lo toman como algo personal. Permanecen por el lugar a la espera de descargar su ira sobre los vivos. Seguramente encontraré a alguno que tenga ganas de hablar.
—¿Y eso no puede resultar peligroso? —se interesó el monje.
—Bueno, sí —admitió el kender—. Algunos muertos desarrollan una actitud realmente desagradable y la toman con el primero con que se cruzan. Me he escapado por los pelos unas cuantas veces.
—¿Qué haces si te atacan? ¿Cómo te defiendes? No llevas armas.
—A los espíritus no les gusta ver acero —contestó Beleño—. O quizá sea el olor del metal. Nunca lo he tenido muy claro. Sea como sea, si alguno me ataca pongo pies en polvorosa, simplemente. Soy más rápido que cualquiera de esos sacos de huesos.
Cayó la noche y Beleño se marchó hacia el campo de batalla. Rhys dejó que el kender le sacara un buen trecho de ventaja y después, junto con Atta, fue en pos de él.
Era una noche clara. Solinari estaba menguante y Lunitari en fase llena, y su brillante resplandor teñía las sombras de un tono rojizo. El aire nocturno soplaba suave e iba cargado del perfume de las rosas silvestres. Las criaturas de la espesura se ocupaban de sus asuntos, y con sus susurros entre las hojas, sus ladridos y sus gruñidos causaban un sinfín de preocupaciones a Atta.
En lo que ahora consideraba su vida pasada, Rhys habría disfrutado al pasear en medio de la noche perfumada. En esa vida su espíritu habría estado sosegado y su alma, serena. No creía haber estado ciego a la maldad existente en el mundo, a la fealdad que encerraba la vida. Entendía que un extremo era necesario para equilibrar a su oponente. O, más bien, había creído que lo entendía. Ahora era como si la mano de su hermano hubiese arrancado una cortina para mostrarle una maldad que Rhys jamás había imaginado que existiera. Reconoció que, en cierto modo, había estado ciego porque sólo había visto lo que quería ver. No iba a permitir que eso volviera a pasar nunca.
Tenía mucho en que pensar mientras caminaba. Creía estar a punto de alcanzar a su hermano. Lleu había estado dos días antes en el último pueblo por el que Rhys había pasado. Había tomado la calzada a Haven, un camino por el que no era seguro viajar a causa de bandoleros y goblins. La gente que se atrevía a recorrerlo lo hacía en grandes grupos como medida de protección.
Rhys tenía poco que temer de los bandidos. «Pobre como un monje» era un dicho popular. Un vistazo a la túnica monacal (incluso ésta de un color tan inusitado) y los ladrones se darían media vuelta, contrariados.
El gruñido bajo de Atta hizo que Rhys dejara a un lado sus pensamientos y volviera a poner la atención en la tarea que le aguardaba. Habían llegado al campo de batalla y veía claramente a Beleño merced a la luna roja, que sonreía reluciente allá en lo alto, como si a Lunitari todo aquello le pareciera muy divertido.
Rhys eligió un sitio en sombras debajo de un árbol que, a juzgar por las ramas quebradas, había quedado atrapado en medio del combate. Sintió cierto remordimiento de conciencia por espiar al kender, pero se trataba de un asunto demasiado importante, demasiado urgente para dejar algo al azar.
—Al menos le he concedido el beneficio de la duda a Beleño —le dijo a Atta mientras observaba al hombrecillo, que rondaba alegremente por el campo de batalla—. A cualquier otro lo habría llevaba a rastras a una celda, por demente, al oír semejante historia.
El campo de batalla era una gran extensión de terreno abierto de varios acres de longitud y de anchura. La batalla se había librado hacía sólo unos pocos años, y a pesar de que ahora el terreno estaba cubierto de hierba, todavía se distinguían algunas cicatrices dejadas por el conflicto.
Todas las armaduras y armas en buen estado las habían saqueado los vencedores o los lugareños. Atrás habían quedado picas rotas, piezas de armadura oxidadas, una bota desgastada, un guantelete desgarrado, flechas partidas. Rhys no tenía la menor idea de quién había luchado contra quién. Tampoco es que eso importara mucho.
Beleño seguía rondando de un lado para otro. Una vez se paró para recoger algo del suelo. Tras examinarlo con atención, lo metió en su saquillo.
Miró en derredor, suspiró con tristeza y a continuación llamó en voz alta, como haría un buen vecino:
—¡Hola! ¿Hay alguien en casa?
No contestó nadie. Beleño siguió caminando. Era una noche tranquila, serena, y Rhys notó que empezaba a entrarle sueño. Sacudió la cabeza para librarse del sopor, se frotó los ojos y bebió un poco de agua de la cantimplora. Entonces notó que Atta se ponía en tensión, tiesas las orejas.
—¿Qué…? —empezó, pero la voz se le quedó atascada en la garganta.
Beleño se había agachado para recoger un yelmo abollado. Complacido con su hallazgo, el kender se puso el yelmo. Era demasiado grande para él, pero eso no parecía importarle. Dio unos golpes en lo alto del casco con el puño e intento alzar la visera, que tenía más o menos a la altura de la barbilla.
Al estar hurgando la visera, que se había oxidado, no se percató de la fantasmal aparición que surgía del suelo casi en línea recta frente a él. Rhys sí la vio claramente e incluso entonces habría dudado de sus sentidos de no ser porque supo, por la mirada fija de Atta y los músculos rígidos de la perra, tensos bajo su mano, que ella también la había visto.
El espectro tenía la talla y la corpulencia de un humano, más o menos. Iba vestido con armadura, aunque no una pieza sofisticada como la que llevaría un caballero; simplemente era un conjunto de piezas desechadas y acopladas para encajar unas con otras. No llevaba yelmo y en la cabeza tenía una herida horrenda, un tajo que había hendido el cráneo. Sus rasgos estaban crispados en un gesto ceñudo. El espectro alargó una mano fantasmal hacia el kender, que seguía cubierto con el yelmo, tan tranquilo, sin noción del espanto que tenía ante sí.
Rhys intentó advertirle, pero tenía la garganta y la boca tan secas que le fue imposible emitir sonido alguno. Podría haber mandado a Atta, pero la perra temblaba, aterrada.
—Guau, madre mía, qué frío hace de repente —dijo Beleño, cuya voz resonó dentro del yelmo.
Por fin se las arregló para aflojar la visera y ésta se alzó de golpe.
—¡Oh, vaya, hola! —dijo al espectro, que tenía la mano a unos centímetros de su cara—. Lo siento, no sabía que anduvieses por aquí. ¿Cómo estás?
Al oír la voz del kender, el espectro dejó caer la mano. Se quedó vacilante delante de Beleño, como si intentara decidir sobre algo.
Sobrecogido, Rhys escuchaba y observaba al tiempo que trataba de darle algún sentido a lo que estaba pasando. Nada, ni en su aprendizaje ni en sus plegarias ni en sus meditaciones, lo había preparado para algo así. Acarició a Atta para tranquilizar al animal y a la vez tranquilizarse a sí mismo. Era grato tocar algo cálido y vivo.
Beleño se quitó el yelmo y lo dejó caer al suelo.
—Lo siento. ¿Era tuyo? —Se fijó en que al espectro le faltaba casi la mitad del cráneo—. Oh, vaya, supongo que no. Probablemente te habría venido bien. De modo que las cosas no te han ido muy bien. ¿Te gustaría hablar conmigo de ello?
Por lo visto el espectro se puso a hablar, aunque Rhys no oía su voz. Sí vio que la mano espectral hacía gestos furiosos y la cabeza se giraba para mirar a lo lejos.
El kender escuchaba con tranquila atención, su expresión una mezcla de compasión e interés.
—Aquí no hay nada para ti ya —dijo finalmente—. Tu esposa se ha casado con otro. Tuvo que hacerlo, aunque lloraba por ti y te echaba de menos. Había que criar a los niños y ella sola no podía llevar la granja. Tus compañeros brindaron por ti y dijeron cosas como: «¿Recuerdas esa vez que Charley hizo tal y tal cosa?». Pero ellos también han seguido adelante con sus vidas. Tú necesitas seguir adelante con la tuya. No, no intento ser gracioso. La muerte forma parte de la vida. Una parte, digamos, oscura y callada, pero no por eso deja de ser una parte. No consigues nada quedándote por aquí ni quejándote de lo injusto que fue todo. —Beleño escuchó un momento y luego añadió:
«Puedes enfocarlo así o puedes mirarlo desde el punto de vista de que lo desconocido está lleno de nuevas y atrayentes posibilidades. Cualquier cosa será mejor que esto, ¿verdad? Andar merodeando por aquí, solo y perdido. Al menos piensa en lo que te he dicho, ¿vale? ¿Por casualidad no jugarás al khas? ¿Quieres echar una partida antes de marcharte?
Por lo visto al espectro no le interesaba la proposición. La figura fantasmal empezó a disiparse como niebla bajo la luz de la luna.
—¡Oh, casi lo olvido! —gritó Beleño—. ¿Has visto a Chemosh o has sabido algo sobre él últimamente? Chemosh, el dios de los muertos. ¿Que nunca has oído hablar de él? Bueno, gracias de todos modos. ¡Buena suerte! Que tengas buen viaje.
Rhys intentó recoger los añicos de lo que él había creído que sabía sobre la vida y la muerte, ponerlos en orden y volver a ensamblarlos. Finalmente comprendió que era incapaz y se limitó a tirarlos. Era hora de empezar de nuevo. Se encaminó hacia donde Beleño se encontraba. El kender miraba el yelmo y a continuación miraba el saquillo, como si tratara de resolver si cabría dentro.
Al oír ruido, volvió la cabeza. Una expresión alegre asomó a su rostro. Soltó el yelmo y corrió hacia el monje y la perra.
—¡Rhys! ¿Has visto eso? ¡Un espectro! Era una especie de alma en pena. Casi todos se muestran más animados, por así decirlo. Ah, y no sabía nada sobre Chemosh. Supongo que murió antes de que los dioses regresaran. Espero que se sienta mejor ahora, que ha pasado a la siguiente etapa de su viaje. ¿Qué le pasa a Atta? No estará enferma, ¿verdad?
—Beleño, quiero disculparme —manifestó Rhys, contrito.
La cara del kender se arrugó en una mueca perpleja.
—Si quieres, Rhys, hazlo. A mí no me importa. ¿Con quién quieres disculparte?
—Contigo, Beleño —contestó el monje, sonriente—. Dudaba de ti y te espié. Lo lamento.
—¿Dudabas de…? —El kender hizo una pausa. Miró a Rhys, miró a la perra, miró en torno al campo de batalla—. Entiendo. Me seguiste para estar seguro de que no te mentí al decir que podía hablar con los muertos.
—Sí. Lo siento. Debí confiar en ti.
—No importa —repuso Beleño, aunque soltó un suspiro—. Estoy acostumbrado a que no se fíen de mí. Va incluido en el lote.
—¿Querrás perdonarme? —preguntó el monje—. ¿Has traído algo de comida?
Rhys busco en la bolsa y sacó un trozo de queso que le tendió al kender. —Te perdono— dijo Beleño, que dio un mordisco enorme, satisfecho, al queso. Echó una ojeada a Rhys. —Qué raro. —Es un queso de cabra corriente…
—No digo el queso. Está muy rico. Me refiero a que es raro que el espectro no conociera a Chemosh. Ni el dios ni sus clérigos visitaron a ninguno de los espectros, fantasmas o aparecidos que he visto. Cierto, Chemosh no andaba por aquí cuando ese espectro en particular estaba vivo, pero creo que si yo fuera el Señor de la Muerte lo primero que haría al regresar sería mandar a mis clérigos a hacer un barrido por los campos de batalla, las mazmorras y los cubiles de dragones para esclavizar a tantos espíritus errantes como pudiera encontrar a fin de que me sirvieran.
—Tal vez a los clérigos se les pasó éste por alto, simplemente —sugirió Rhys.
—No creo. —Beleño masticó el queso con gesto pensativo.
—Entonces ¿qué crees que pasa? —lo acució Rhys, realmente interesado en oír la opinión del kender. En la hora anterior había desarrollado un gran respeto por él.
Beleño contempló el campo oscuro y vacío.
—Creo que Chemosh no necesita esclavos muertos.
—¿Y eso por qué?
—Porque está encontrando esclavos entre los vivos.
—Como mi hermano —dijo Rhys con una repentina sensación de frío en la boca del estómago. Aparte de la primera conversación en el cementerio, cuando Rhys le había contado a Beleño lo de Lleu y los asesinatos, los dos no habían hablado mucho de ello. Era un tema sobre el que a Rhys no le gustaba explayarse. No obstante, Beleño parecía haber reflexionado sobre ello.
El kender asintió. Le devolvió el trozo de queso que no se había comido y Rhys lo guardó de nuevo en la bolsa con gran decepción por parte de Atta.
—¿Y cómo crees que Chemosh lo está haciendo? —preguntó el monje—. Lo ignoro. Pero si tengo razón, da mucho miedo. Rhys estaba de acuerdo con él. Daba mucho miedo.