Rhys no regresó al monasterio de inmediato. Atta y él caminaron hacia el arroyo que suministraba agua tanto para hombres como para animales y se sentaron en la hierba, debajo de los sauces. Atta rodó sobre un costado y se quedó dormida, agotada por los rigores del día, primero protegiendo a las ovejas y después a su amo. Sentado con las piernas cruzadas en la orilla del arroyo, Rhys cerró los ojos y se entregó al dios, Majere. El susurro del viento entre las ramas del sauce y el suave canto vespertino de los pinzones se mezclaron con el murmullo risueño del arroyo para aliviar las conjeturas y la inquietud por el extraño comportamiento de su hermano.
A pesar del hecho de que no lo había sermoneado ni había logrado que cambiase de vida de inmediato, como su padre había esperado que ocurriera, Rhys no tenía la impresión de haber fracasado. Los monjes de Majere no contemplaban la vida bajo el prisma del triunfo o el fracaso. Uno no fallaba en una tarea. Sencillamente, no tenía éxito. Y puesto que uno siempre se esforzaba en lograrlo, mientras siguiera intentándolo entonces no podía fracasar realmente.
Tampoco reprochaba a sus padres que lo cargaran con esa responsabilidad; y eso que seguramente ni siquiera habían pensado en él hacía quince años. Estaban desesperados. Lo que lo hacía sentirse mal era que tendría que decirles que él no podía hacer nada al respecto. Podía hablar con el maestro antes, claro, pero Rhys sabía lo que el monje mayor le contestaría. Lleu era un hombre adulto. Había elegido su camino. Quizá fuera posible persuadirlo mediante buenos consejos y el ejemplo, pero si eso no lo cambiaba nadie tenía derecho a impedirle seguir su camino o apartarlo de él o forzarlo a tomar otro, ni siquiera a pesar de que el suyo fuera un camino de autodestrucción. La decisión de cambiar tenía que tomarla Lleu o en caso contrario no tardaría en volver a las andadas. Eso era lo que enseñaba Majere, y era lo que los monjes creían.
La campana sonó para anunciar la hora de la cena. Rhys no se movió. A los monjes se les exigía estar presentes en el desayuno, cuando se discutía cualquier asunto relacionado con el monasterio. La cena era algo informal, y los que preferían seguir con la meditación o el trabajo tenían permiso para hacerlo. Rhys sabía que debería estar presente, pero detestaba tener que dejar su tranquila soledad.
Su hermano y sus padres estarían allí y esperarían que se sentara con ellos. Sería una reunión incómoda. Querrían hablar con él de su hermano, pero se mostrarían reacios a hacerlo en presencia de los otros monjes. Y, así, la conversación quedaría limitada a asuntos familiares: los negocios de su padre o el nacimiento del último nieto relatado por su madre. Puesto que Rhys no sabía nada sobre esos asuntos y, para ser sincero, tampoco le importaban, no tendría nada que decir para participar en la conversación. A sus padres no les interesaría gran cosa la vida que llevaba. La charla decaería y desembocaría en un silencio incómodo.
—Aprovecharé mejor el tiempo aquí —se dijo.
Rhys permaneció con su dios, unidos los dos. La mente del humano se liberó del cuerpo para entrar en comunión con la mente de la deidad, un contacto que el maestro comparaba con la minúscula e insegura mano de un recién nacido que al encontrar el dedo de la enorme mano de su padre se aferra a él con todas sus fuerzas. Rhys planteó su preocupación sobre Lleu a Majere, permitió que las numerosas preguntas pasaran por su mente y la del dios con la esperanza de hallar respuestas, de encontrar una forma de ayudar.
Se sumió tan profundamente en su estado de meditación que perdió la noción del tiempo. De manera gradual, una punzada persistente, como el comienzo de un dolor de muelas, empezó a resultar lo suficientemente molesta para obligarlo a prestarle atención. Totalmente reacio y entristecido de verse forzado a regresar al mundo de los hombres, se separó del dios. Abrió los ojos con la sensación de que algo iba mal.
Al principio no identificó qué era. Todo parecía estar bien. El sol se había puesto y había caído la noche. Atta dormía tranquilamente en la hierba. Los perros no ladraban; no sonaba ninguna alarma del aprisco ni del granero; no había olor a humo que indicara la existencia de un incendio. Pero algo iba mal.
Se puso de pie de un salto y su movimiento brusco sobresaltó a Atta, que rodó sobre el vientre, tiesas las orejas y los ojos muy abiertos.
Entonces Rhys lo supo. La campana para las prácticas de armas no había sonado.
Dudó un momento de sí mismo. Su reloj interno podía haberse despistado a causa de su estado de meditación profunda. Sin embargo, una ojeada a la posición de la luz de la luna y de las estrellas le confirmó su impresión. En los quince años que llevaba viviendo en el monasterio y en los años que el monasterio llevaba existiendo, la campana de prácticas había repicado todas las noches a la misma hora sin falta.
El miedo se apoderó de Rhys. La rutina era una parte importante de la disciplina practicada por los monjes. Una ruptura en la rutina sería algo banal en cualquier otra parte, pero entre los monjes era algo tremendo, catastrófico. Rhys recogió su emmide, y Atta y él regresaron al monasterio a todo correr. Había desarrollado una buena visión nocturna al tener que practicar con las armas en plena oscuridad durante los meses invernales, y conocía cada palmo del terreno como la palma de su mano. Podría —y en realidad lo había hecho una vez— regresar al monasterio a través de una espesa niebla en la noche más oscura. En ese momento, la plateada luz de Solinari iluminaba el cielo oscuro y las estrellas contribuían con su propio brillo. Veía por dónde iba sin la menor dificultad.
Estuvo a punto de mandar a Atta al aprisco, pero cuando las palabras de la orden ya acudían a sus labios decidió que se quedara con él, al menos hasta descubrir qué iba mal.
Llegó al recinto del monasterio, que estaba silencioso, tranquilo… Mala señal. Los monjes tendrían que haber estado allí, ya fuera escuchando a uno de los maestros mientras hacía una demostración de una técnica o practicando con sus compañeros. Debería oírse el ruido de los golpes de emmides y varas de combate, los gruñidos de los esfuerzos, el ruido sordo cuando alguno derribaba a su compañero. Y en todo momento, las voces de los maestros, ya fuera expresando burla, elogio o corrigiendo errores.
Rhys echó una rápida ojeada en derredor. La luz amarilla salía a raudales por las ventanas del refectorio, donde los monjes tomaban las comidas. A esa hora de la noche las luces tendrían que haber estado apagadas, las mesas y los bancos recogidos, la loza, las cazuelas y las ollas limpias y preparadas para el desayuno del día siguiente. Rhys se dirigió hacia allí con la esperanza de que hubiese una explicación lógica. Se le ocurrió la idea de que quizá el maestro estuviera charlando con su familia y que eso hubiera impedido que los otros monjes hiciesen prácticas porque hubieran necesitado su ayuda. Tal contingencia se saldría completamente de la norma, pero no estaba fuera de lo posible.
La puerta principal daba a la sala común del monasterio. A través de las ventanas, Rhys vio que se hallaba a oscuras, como era lo normal a esa hora de la noche. Abrió la puerta y se disponía a entrar cuando Atta hizo un sonido raro, una especie de lloriqueo asustado. Rhys miró a la perra, preocupado. Los dos habían trabajado juntos durante cinco años y jamás la había oído hacer un ruido así. Con la mirada fija en la estancia en sombras, tembloroso el cuerpo, el animal volvió a soltar un gañido.
Algo terrible aguardaba más allá. Ni forajidos ni merodeadores ni ladrones. Ni un oso moviéndose torpemente por el edificio, como había ocurrido en una ocasión. La perra habría sabido cómo reaccionar a eso. Esto era algo que no entendía y que la aterrorizaba.
Rhys avanzó un paso con cautela y entró.
Todo estaba en silencio. No se oían voces ofreciendo sabios consejos. Ninguna voz. Un olor horrible, a cuarto de enfermos, impregnaba el aire.
El instinto empujaba a Rhys a entrar corriendo para ver qué había pasado, pero la disciplina y el entrenamiento se impusieron, y domeñó ese impulso. Era imposible saber qué había más allá. Hizo a Atta la señal de que caminara a su lado y la perra aflojó el paso, se agazapó y se deslizó junto a él. Rhys aferró el emmide y avanzó sigilosamente por la sala común; al ir descalzo no hizo el menor ruido.
La sala común daba al comedor. Dentro brillaban las luces y, aunque Rhys sólo alcanzaba a ver el extremo de un banco, oyó un sonido débil, extraño, una especie de farfulla mascullada entre dientes. No distinguía palabras, si es que las había.
Avanzó con cautela, atento a cualquier ruido de la otra estancia, sin quitar la vista de la puerta. Atta le avisaría si alguien o algo estaba preparado para saltar sobre él desde la oscuridad, pero no tenía la impresión de que hubiera alguien acechando en la sala. El peligro, al parecer, se encontraba en la luz, no en las sombras. El repulsivo olor se hizo más intenso.
Llegó al comedor. El hedor le provocó una arcada, por lo que se llevó la mano a la boca y la nariz. La voz balbuciente sonaba más fuerte ahora, pero seguía siendo tan baja que aún no entendía lo que decía y tampoco era capaz de identificar a la persona que hablaba. Justo en el umbral, para así poder ver sin ser visto, Rhys se asomó al comedor.
Se quedó horrorizado, paralizado por la impresión.
En el monasterio vivían dieciocho monjes. En el pasado la comunidad había sido más numerosa; había llegado a contar con más de cuarenta miembros en los años posteriores a la Guerra de la Lanza. Después, durante la Quinta Era, el censo de residentes del monasterio había ido menguando hasta reducirse a cinco únicamente, y hacía poco que su número había empezado a recuperarse. Los monjes comían en fraternal compañerismo alrededor de una mesa rectangular hecha con una plancha de madera colocada sobre caballetes, sentados en bancos, nueve a cada lado.
Ése día sólo había diecisiete, ya que Rhys había preferido pasar por alto la cena. Sin embargo habían tenido invitados —los padres y el hermano de Rhys—, que debían de haberse sentado con ellos para compartir su sencillo sustento. En total, veinte personas.
De las veinte, diecinueve yacían muertas.
Rhys contempló conmocionado la terrible escena, su disciplina hecha añicos, todo pensamiento racional esparcido como hojas arrastradas por un vendaval. Miró alrededor, completamente aturdido, incapaz de asimilar el horror, de comprender qué había pasado.
Pese a que, tras una desesperada ojeada, fue consciente de que todos estaban muertos, corrió hacia el maestro y se arrodilló a su lado para posar la mano en el cuello del monje mayor con la loca esperanza de percibir un leve indicio de que aún alentaba un soplo de vida.
Sólo había que mirar el cuerpo contraído del anciano monje, la crispación de los músculos faciales, la lengua hinchada y el vómito del contenido de su estómago para comprender que el maestro había muerto y que había sido una muerte dolorosa.
Todos los monjes habían sufrido la misma muerte horrible. Parecía que algunos se hubieran incorporado al sentir los primeros síntomas y hubiesen intentado ir hacia la puerta. Otros yacían cerca del banco donde habían estado sentados. Todos los cuerpos estaban atrozmente retorcidos. El suelo se hallaba resbaladizo por los vómitos. Eso, así como las lenguas hinchadas, revelaban la causa de la muerte: los habían envenenado.
También los padres de Rhys estaban muertos. Su madre yacía boca arriba, y la expresión petrificada en su semblante era de una repentina y espantosa comprensión. Su padre, tendido boca abajo, tenía un brazo estirado, como si en el último momento hubiera intentado agarrar a alguien.
A su hijo. A su hijo menor.
Lleu se hallaba vivo y, por lo visto, en perfecto estado. Suya era la voz que Rhys había oído mascullar y balbucir.
—¡Lleu! —dijo Rhys, seca la boca, la garganta tan contraída que no reconoció su propia voz.
Al oír su nombre, Lleu dejó de farfullar y se volvió para mirar a su hermano.
—No viniste a cenar —dijo.
Se incorporó del banco y se puso de pie. Hablaba con tranquilidad, como si estuviese en su propia cocina y charlara con un amigo, en lugar de encontrarse en medio de una escena caótica…
«Ha perdido la razón —pensó Rhys—. El horror lo ha vuelto loco». Con todo, Lleu no tenía aspecto de demente.
—No me apetecía comer —contestó Rhys. Necesitaba mantener la calma, tratar de descubrir qué sucedía.
Lleu alzó un cuenco de sopa de la mesa y se lo tendió a su hermano.
—Debes de estar hambriento. Será mejor que tomes algo.
A Rhys se le puso el corazón en un puño. En ese momento supo lo que había pasado, igual que lo habían sabido sus padres antes de morir. Pero el porqué escapaba a su comprensión, quedaba más allá de su alcance, como el oscuro rostro de Nuitari. A su espalda oyó gruñir a Atta y extendió la mano en un gesto de advertencia con el que le ordenaba quedarse quieta.
No apartó la vista de su hermano. Lleu tenía las ropas desarregladas, y arañazos en la cara y el torso. Tal vez su padre se las había ingeniado para agarrar a su hijo asesino antes de que la muerte se lo llevara.
Lleu tenía el pecho descubierto, dejando a la vista una curiosa marca: la señal de los labios de una mujer grabados a fuego en su piel. Rhys pensó que era algo extraño, pero nada más. El espanto se lo quitó de la mente e hizo que se le olvidara.
—Esto lo has hecho tú —dijo con voz quebrada mientras señalaba a los muertos.
Lleu echó una ojeada a los cadáveres y después volvió la vista hacia su hermano; se encogió de hombros como diciendo: «Sí, ¿y qué?».
—Y ahora quieres envenenarme a mí. —Rhys asía el bastón con los dedos tan prietos que tenía los nudillos blancos y los notó agarrotados. Se obligó a aflojarlos.
Lleu pareció considerar el asunto.
—Más que una cuestión de «querer» es una cuestión de «tener que», hermano.
—Tienes que envenenarme. —Rhys se esforzó para mantener el tono frío y sosegado. Ahora sabía que su hermano no estaba loco, que había algún tipo de terrible razón fundamental tras los asesinatos—. ¿Por qué? ¿Por qué has hecho esto?
—Habría intentado pararme —dijo Lleu, que posó la mirada en el cuerpo del maestro—. Ése viejo de ahí. Sabía la verdad. Lo vi en sus ojos. —Se volvió a mirar a Rhys.
—Lo vi en tus ojos. Todos ibais a intentar impedírmelo.
—¿Impedirte qué, Lleu? —demandó Rhys.
—Conseguir discípulos para mi dios.
—¿Para Kiri-Jolith? —inquirió el monje con incrédula estupefacción.
—Para ese sacamuelas aguafiestas no —se mofó Lleu. Una expresión devota asomó a su semblante, y su voz adquirió un tono reverencial—. Para mi señor Chemosh.
—¿Eres seguidor del Dios de la Muerte?
—Lo soy, hermano. —Dejó el cuenco de sopa en la mesa y se levantó del banco—. Tú también puedes serlo. —Abrió los brazos.
«Abrázame, hermano. Abrázame y abraza la vida eterna, la juventud eterna, el placer eterno».
—Te han engañado, Lleu.
Rhys desplazó los pies, asió el bastón con las dos manos y se colocó en una posición de lucha. Lleu no llevaba la espada; los monjes le habrían prohibido entrar con una arma en el monasterio. Sin embargo, se hallaba en pleno éxtasis religioso y eso lo hacía peligroso.
—Chemosh no quiere que tengas nada de eso. Sólo busca tu destrucción.
—Por el contrario, ya tengo todo lo que me prometió —repuso su hermano con aire indulgente—. Nada puede hacerme daño.
Se volvió hacia la mesa y levantó un cuenco que le mostró a Rhys.
—Éste es el mío. Vacío. Tomé el caldo con la cicuta como el resto de esos pobres necios. Tenía que tomarlo, claro, porque si no podrían haber sospechado. Están muertos, y yo no.
Eso podía tratarse de una fanfarronada, de una mentira, pero Rhys dedujo por el tono y la expresión de su hermano que no lo era. Lleu había dicho la verdad: había ingerido el veneno y estaba ileso. De repente Rhys recordó el mordisco de la perra, la ausencia de sangre. Lleu tiró sobre la mesa el cuenco, con descuido.
—Llevo una vida regalada, de placer. No sé qué es el dolor ni la enfermedad. De eso se encarga Chemosh. No necesito nada. Puedes disfrutar de esta misma vida, hermano.
—No quiero semejante vida, si es que a eso lo llamas «vida».
—Entonces supongo que lo mejor será que mueras —contestó Lleu en tono indiferente—. Sea de un modo u otro, Chemosh te tendrá. Las almas de todos los que mueren de forma violenta van a parar a él.
—No le temo a la muerte. Mi alma irá con mi dios —replicó Rhys.
—¿Majere? —Lleu soltó una risita desdeñosa—. No le importará. Está por ahí, en alguna parte, observando cómo trepa una oruga por una brizna de hierba. —La voz de Lleu cambió, se tornó amenazadora—. Majere tampoco tiene la voluntad ni el poder de frenar a Chemosh. Igual que este viejo carecía de poder para detenerme a mí.
Rhys miró a los muertos, miró el semblante crispado del maestro, y de repente sintió que se despertaba su ira. Lleu tenía razón. Majere podría haber hecho algo. Tendría que haber hecho algo para impedir aquello. Sus monjes le habían dedicado la vida, habían trabajado y se habían sacrificado. El dios los había abandonado cuando más lo necesitaban. Habían clamado su nombre en los estertores de la muerte y él había hecho oídos sordos.
A los monjes de Majere se les ordenaba no tomar partido en ningún conflicto. Quizá el propio dios se negaba a tomar parte en éste. Tal vez las almas de su amado maestro y de sus hermanos se estaban viendo obligadas a luchar solas contra el Dios de la Muerte.
La ira bullía dentro de él, abrasadora, opresiva, amarga. Ira contra su dios, contra sí mismo.
—Tendría que haber estado aquí. Tendría que haber impedido esto.
Había esgrimido como excusa que se encontraba con su dios, pero, para ser sincero, su propio y egoísta deseo de paz y tranquilidad le había impedido hallarse donde hacía falta. Por culpa de Majere y de él, que les habían fallado a quienes tenían puestas sus esperanzas en ellos, ahora había diecinueve personas muertas.
Sostuvo una lucha interna consigo mismo, recriminándose y, al mismo tiempo, luchando contra la rabia que hacía que las manos ansiaran cerrarse en torno al cuello de su hermano asesino y estrangularlo. Estaba tan inmerso en aquella lucha interna que apartó la vista de Lleu.
Su hermano no dudó un momento en aprovechar su descuido. Agarró él pesado cuenco de barro y se lo lanzó con todas sus fuerzas.
El cuenco acertó a darle entre los ojos. El dolor estalló dentro de su cráneo, un dolor abrasador, rojo y llameante como el fuego, tan intenso que no podía pensar. La sangre le corrió por la cara, le entró en los ojos, cegándolo. Se tambaleó y se agarró a la mesa para sostenerse. Tuvo la borrosa sensación de que Lleu se abalanzaba sobre él, y después otra sensación de un cuerpo blanco y negro que pasaba delante de él, en un salto. Rhys saboreó sangre. Se desplomaba y extendió la mano para frenar la caída, tendió la mano hacia el maestro…
Delante de Rhys se erguía un monje de túnica naranja. El semblante del monje le resultaba familiar, aunque nunca lo había visto. Se parecía al maestro y, al mismo tiempo, a todos los hermanos del monasterio. Los ojos del monje denotaban sosiego y calma, una actitud bondadosa.
Rhys supo quién era.
—Majere… —susurró, sobrecogido.
El dios lo miró fijamente, sin responder.
—¡Majere! —Rhys vaciló—. Necesito tu consejo. Dime qué debo hacer.
—Sabes lo que has de hacer, Rhys —contestó el dios, sosegado—. Lo primero es enterrar a los muertos y después has de limpiar esta estancia de muerte para que todo aparezca limpio ante mi vista. Mañana te levantarás con el sol y entonarás tus plegarias, como siempre. Después darás de beber al ganado, y llevarás a las vacas y los caballos a pastar, y apacentarás las ovejas. Las malas hierbas del jardín…
—¿Que te eleve mis preces, maestro? ¿Para qué? ¡Todos han muerto y tú no hiciste nada!
—Rezarás para pedirme lo que siempre me has pedido, Rhys —contestó el dios—. Perfección de cuerpo y de mente. Paz, tranquilidad, serenidad…
—Mientras entierro a mis hermanos y a mis padres, ¡te rezaré para pedirte perfección! —contestó, enfadado.
—Y para aceptar con paciencia y comprensión los caminos de tu dios.
—¡No los acepto! —replicó Rhys, que tenía un nudo de rabia y angustia dentro del pecho—. No los aceptaré. Chemosh ha hecho esto. ¡Hay que detenerlo!
—Otros se encargarán de él —repuso, imperturbable, Majere—. El Señor de la Muerte no te incumbe a ti. Mira en tu interior, Rhys, y busca la oscuridad que hay en tu alma. Sácala a la luz antes de intentar combatir la oscuridad de otros.
—¿Y qué pasa con Lleu? Hay que llevarlo ante la justicia…
—Lleu no mintió al afirmar que Chemosh lo ha hecho invencible. No puedes hacer nada para detenerlo, Rhys. Déjalo ir.
—De modo que me quieres escondido aquí, a salvo entre estas paredes, cuidando ovejas y limpiando estiércol del establo mientras Lleu queda libre de cometer más asesinatos en nombre del Señor de la Muerte. ¿Es eso? —inquirió Rhys, sombrío—. No pienso darme media vuelta y dejar que otros carguen con lo que es responsabilidad mía.
—Has pasado quince años conmigo, Rhys —dijo Majere—. Cada día se han cometido asesinatos y cosas peores en el mundo. ¿Intentaste impedir algo de eso? ¿Buscaste justicia para esas víctimas?
—No. Quizá debí hacerlo.
—Mira en tu corazón, Rhys —aconsejó el dios—. ¿Buscas justicia o buscas venganza?
—¡Busco respuestas tuyas! —gritó el monje—. ¿Por qué no protegiste de mi hermano a tus elegidos? ¿Por qué los abandonaste? ¿Por qué sigo vivo yo y ellos no?
—Tengo mis razones, Rhys, y no tengo por qué compartirlas contigo. La fe en mí significa que aceptas las cosas como son.
—Me es imposible.
—Entonces no puedo ayudarte —dijo el dios.
Rhys guardó silencio mientras la encarnizada batalla que sostenía dentro de él cobraba virulencia.
—Que así sea —dijo Rhys bruscamente, y se dio media vuelta.