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Sentado en la alta hierba, al pie de la colina, Rhys tenía el bastón recostado en los brazos y dejaba vagar los pensamientos, sin rumbo, junto a las blancas nubes que se desplazaban por el cielo azul. Desperdigadas por la colina que se alzaba sobre él, las ovejas pastaban plácidamente. Los grillos zumbaban en la hierba a su alrededor. Las mariposas aleteaban de flor en flor. Rhys permanecía tan inmóvil que de vez en cuando las mariposas se posaban en él, engañadas por el intenso color anaranjado de sus toscas ropas de hilaza.

Rhys estaba pendiente de las ovejas, ya que era su pastor, pero no las vigilaba de forma exagerada. No era necesario. Su perra, Atta, tumbada panza abajo a corta distancia de él con la cabeza sobre las patas, observaba atentamente a las ovejas, sin perderse un solo movimiento. Atta vio que tres empezaban a apartarse del hato y a deambular hacia un rumbo que en seguida las llevaría al otro lado de la cima de la colina, fuera de la vista. Levantó la cabeza, enhiestas las orejas. El cuerpo se le puso en tensión y echó una mirada de soslayo a su amo para ver si Rhys se había dado cuenta del detalle.

El hombre se había fijado en las ovejas errabundas pero fingió lo contrario y siguió sentado tranquilamente, escuchando los píos del gorrión y el canto del jilguero, observando el lento avance de una oruga por un brote de hierba y pensando en su dios.

Atta se estremeció. Emitió un gruñido bajo, de alerta. Las ovejas casi habían llegado a la cima. Rhys cedió.

Se levantó con gran facilidad, sin el menor esfuerzo. Tenía treinta años y la edad se le notaba en el rostro, de piel tostada y curtida, pero no ocurría lo mismo con su cuerpo, al que el ejercicio diario, la rigurosa vida a la intemperie y una sencilla dieta hacían fuerte, delgado, ágil. Llevaba largo el oscuro cabello, tejido en una trenza que le colgaba por la espalda. Extendió el brazo e hizo un gesto amplio. —Ve— ordenó.

Atta corrió colina arriba; su cuerpo blanco y negro era un borrón sobre la verde hierba. No se dirigió directamente a las ovejas y tampoco las miró. Un movimiento así de un animal haría que las ovejas lo identificaran con un lobo y huyeran despavoridas. Abriéndose en ángulo y sin perderlas de vista por el rabillo del ojo, Atta flanqueó a las ovejas por la derecha y las hizo girar a la izquierda, de vuelta con el rebaño.

El hombre se llevó los dedos a la boca y emitió un silbido penetrante. La perra estaba demasiado lejos para oír su voz, pero el silbido le llegaba claramente. Atta se dejó caer sobre la barriga, sin quitar ojo a las ovejas, y esperó la siguiente orden.

Rhys alzó el puño y lo sostuvo entre el sol y la línea del horizonte. Un puño por cada hora entre ese momento y la puesta de sol. Había que pensar en volver y llevar el hato a los corrales para llegar a tiempo de cenar antes de iniciar los ejercicios rituales de entrenamiento. Lanzó otro agudo silbido, dos notas: larga, corta. Eso significaba «marcharse», orden que hizo desplazarse a la perra a su izquierda.

Atta condujo a las ovejas colina abajo, de vuelta a donde se encontraba Rhys con su cayado. Equilibrando sus movimientos con los de Rhys, se mantenía en línea recta con el pastor de forma que las ovejas quedaban entre los dos. Si Rhys se desplazaba a la izquierda, ella lo hacía a la derecha, y viceversa. Su deber era mantener al rebaño en movimiento, en la dirección correcta, y asegurarse de que los animales permanecieran juntos, todo ello sin provocar que se asustaran y salieran corriendo en desbandada.

El hato estaba más o menos a medio camino de la ladera cuando Rhys vio que una oveja se quedaba atrás. Se había desviado hacia una zona de hierba alta y él no se había percatado. Rhys volvió a silbar; era una orden distinta que significaba «échate».

Atta aflojó el paso. No tenía que seguir la orden al pie de la letra, aunque a veces la perra se tumbaba sobre la tripa. En esta ocasión, se detuvo. El rebaño frenó la marcha. Fijando la mirada hipnótica de sus ojos castaños en los animales, Atta los sometió y los inmovilizó.

Rhys silbó una vez más, otra señal diferente. «Vuelve», ordenó.

Segura de que el rebaño continuaría parado donde lo había dejado, Atta dio media vuelta y corrió colina arriba. Localizó a la oveja solitaria y la hizo moverse, de vuelta al rebaño. Después, Atta azuzó al hato hacia Rhys.

Todo iba bien hasta que a un carnero se le metió en su lanuda cabeza desafiar a Atta. El carnero, que era mucho más pesado y varias veces más grande que la pequeña perra, se dio media vuelta, pateó la tierra y se negó a moverse.

Atta, agazapada, se quedó inmóvil. Miró a las ovejas fijamente. Si el carnero se empeñaba en seguir en sus trece, tendría que correr hacia él y propinarle un mordisco en la nariz, pero esto era algo que rara vez ocurría. El carnero agachó la testa y Atta empezó a avanzar arrastrándose, con los ojos fijos en el carnero. Tras un instante de tenso enfrentamiento, de repente el carnero cedió ante la mirada hipnotizadora de la perra y se volvió para reunirse con el rebaño. Atta reanudó el trabajo anterior de conducirlos ladera abajo.

Rhys sintió que se henchía con las bendiciones del dios. La verde colina, el cielo azul, las nubes blancas, las ovejas, la perra negra y blanca que volaba sobre la hierba, las golondrinas que revoloteaban como dardos, un halcón zambulléndose en espiral, saltamontes que brincaban y chocaban contra su túnica; el sol brillante, caliente, que se iba hundiendo hacia el horizonte; la sensación de la hierba bajo sus pies descalzos y encallecidos: todo era Rhys y él era todo. Todo era Majere y el dios era todo.

La cálida sangre que corría por sus venas, su cayado que golpeaba suavemente la tierra, Rhys moviéndose sin prisa. Disfrutaba del día, disfrutaba de las vistas, disfrutaba de ese tiempo a solas en las colinas. Disfrutaba del regreso al hogar cuando caía la tarde. Los muros de granito del monasterio se alzaban en la cumbre de una colina que había enfrente, y dentro de esos muros había hermandad, orden, callada satisfacción.

La rutina de ese día había sido exactamente igual que en los incontables días previos. Si Majere quería, mañana también sería igual. Rhys y los otros monjes de la Orden de Majere se levantaban con la oscuridad, antes de que amaneciera. Pasaban una hora de meditación y oración a Majere, y después salían al patio de piedra a realizar los ejercicios rituales que calentaban y estiraban los músculos del cuerpo. Tras esto, tomaban el desayuno, carne o pescado, servido con pan y queso de leche de cabra, con leche de cabra para beber. El almuerzo —queso y pan— se comía en los campos o donde se estuviera. La cena era sopa de cebolla, caliente y nutritiva, servida con carne o pescado, pan, y una mezcla de hortalizas de jardín y vegetales frescos en verano, y manzanas y frutos secos en invierno.

Después del desayuno los monjes empezaban sus tareas diarias, que variaban según la estación. En verano, trabajaban en los campos, atendían las ovejas, los cerdos y las gallinas, y hacían reparaciones en los edificios. En otoño recogían la cosecha y la almacenaban en graneros, salaban carne para que se conservara durante los largos meses de frío y nieve que se acercaban, y guardaban manzanas en barriles de madera. El invierno era una época para el trabajo bajo techo: cardar y peinar lana, tejer, cortar y coser ropas; trabajar el cuero; preparar pociones para los enfermos. El invierno también era una época para ocuparse de la mente: escritura, enseñanza, aprendizaje, disertaciones, debates, especulaciones. Majere enseñaba que la mente del monje debía tener igual rapidez y flexibilidad que el cuerpo.

Al final de la tarde, fuera la época del año que fuera, se dedicaban a la práctica ritual de un combate sin armas llamado «disciplina benévola». Los monjes de Majere sabían que el mundo era un lugar peligroso y, aunque practicaban y seguían los preceptos de Majere de paz y hermandad con toda la humanidad, comprendían que a veces la paz debía mantenerse mediante la fuerza, y que para proteger sus vidas y las de otros debían estar tan dispuestos a luchar como a orar. Todas las noches —lloviera o nevara o estuviera raso— los monjes se reunían en el patio exterior para entrenarse. Luchaban con la menguante luz del sol en verano, o en la oscuridad o con antorchas en invierno. A todos se les exigía asistir a las prácticas, desde los mayores —el maestro, que ya contaba ochenta años— hasta el más joven. La única disculpa para perderse el entrenamiento nocturno era por estar enfermo.

Desnudos hasta la cintura, con los pies descalzos resbalando en el suelo helado en invierno o sobre el barro en verano, los monjes pasaban largas horas entrenando cuerpo y mente por igual en la disciplina del combate. No podían usar espadas ni flechas ni ninguna otra clase de armas de acero, ya que Majere ordenaba que sus monjes no debían tomar la vida de otros a menos que estuvieran en peligro las de inocentes, y entonces sólo cuando se hubiesen probado todas las demás opciones sin resultado.

El arma preferida de Rhys era el emmide, un palo muy parecido a la vara de combate, sólo que más largo y más estrecho. El término, emmide, era derivado del elfo; los elfos usaban ese tipo de vara para tirar la fruta de los árboles. Rhys se había convertido en un maestro del arte de luchar con el emmide. Tanto era así que actualmente les enseñaba a otros.

Rhys estaba satisfecho con su vida ordenada, muy satisfecho, ahora que Majere había regresado con ellos. Podía verse con ochenta años —la edad del maestro— y un aspecto muy semejante al de él: cabello encanecido, piel curtida por las inclemencias del tiempo y tensa sobre músculos, tendones y huesos, la cara con profundas arrugas, los ojos oscuros y plácidos por la sabiduría del dios. Rhys no planeaba dejar nunca ese lugar donde había llegado a conocerse y hacer las paces consigo mismo. No quería volver nunca al mundo.

El mundo estaba dentro de él.

Rhys llegó al redil de las ovejas. Los animales entraron dócilmente al trote, seguidos de Atta.

—Ya vale —le dijo a la perra.

Era la orden que la liberaba de responsabilidad con los animales. Atta se retorció de gusto y se acercó trotando a él con la lengua colgando y los ojos brillantes. Rhys la premió con una palmadita en la cabeza y una cariñosa rascada de orejas.

Cerró el aprisco para la noche y Atta se reunió con otros perros pastores, hermanos, hermanas, primos, que la recibieron con husmeos y mucho agitar de colas. La perra se acomodó cerca de los corrales para mordisquear unos huesos y dormitar, todo ello sin quitar ojo al rebaño. Dormidos o en descanso, los perros hacían las veces de guardianes a lo largo de la noche. Lobos y gatos monteses no representaban un serio problema en los meses de estío, cuando había comida de sobra en campo abierto. La época invernal era la más peligrosa. A menudo los ladridos furiosos de los perros despertaban a los monjes, que salían de sus lechos precipitadamente para echar a los depredadores con las antorchas encendidas.

Rhys remoloneó un poco por los rediles al tiempo que observaba a una perra que sujetaba firmemente con la pata a un plañidero cachorro mientras lo lamía y lavoteaba bien, y entonces cayó en la cuenta de que había algo diferente. Algo había cambiado. Se había roto la tranquilidad del monasterio. No habría sabido explicar cómo lo sabía, sólo que llevaba viviendo allí tanto tiempo que podía percibir hasta la diferencia más sutil en el entorno. Dejó el redil y rodeó las dependencias —la forja, el gran horno del panadero, los retretes y los cobertizos de almacenaje— y se acercó al monasterio propiamente dicho.

Los monjes de Majere lo habían construido hacía siglos y apenas había cambiado desde entonces. Sencillo de diseño, más parecido a una fortaleza que a un templo, el edificio de dos pisos lo habían levantado los monjes con sus propias manos utilizando la piedra sacada de una cantera próxima. El edificio principal constaba de los dormitorios para los monjes en el piso superior y, en el inferior, de un comedor comunal, una enfermería, un cuarto de entrar en calor y una cocina. Cada monje tenía su celda, en la que sólo había un colchón de paja. Las celdas tenían una ventana o hueco al exterior que permanecía sin tapar a lo largo de todo el año. No había puertas ni en las celdas ni en ninguna de las estancias. Para entrar en el edificio principal sí había una puerta, aunque Rhys se preguntaba a menudo para qué estaba si al fin y al cabo nunca la tenían cerrada.

Los monjes no temían que les robaran. Hasta los kenders pasarían de largo ante el monasterio con un bostezo y un indiferente encogerse de hombros. Todo el mundo sabía que los monjes de Majere no tenían cámaras de tesoro —en realidad, ni una simple moneda de cobre— ya que no se les permitía manejar dinero. Tampoco tenían posesiones, nada que mereciera la pena robar a menos que uno fuera un lobo al que le gustara la carne de oveja.

Rodeó el edificio en dirección a la puerta de entrada y se encontró con un carruaje extraño parado en el exterior. Acababa de llegar, por lo visto, porque dos monjes jóvenes habían soltado el tiro de caballos y en esos momentos se llevaban a los animales para almohazarlos y darles comida y descanso.

Desenganchar el tiro era mala señal, pensó Rhys, porque eso significaba que los intrusos iban a quedarse. Así, giró sobre sus talones para dirigirse hacia las dependencias. No tenía ganas de ver a los visitantes y no sentía la más mínima curiosidad por saber quiénes eran. No tenía motivos para pensar que esa gente tenía nada que ver con él, y por ello se sobresaltó cuando oyó una voz que lo llamaba.

—¡Hermano Rhys! Espera un momento. El maestro te busca.

Rhys se paró y giró la cabeza hacia el carruaje. Los dos novicios que llevaban los caballos al cobertizo pasaron a su lado y le hicieron una reverencia ya que era un maestro de armas, conocido como el Maestro de Disciplina. Les respondió con una ligera inclinación de cabeza y echó a andar. Él y el monje que lo había llamado —el Maestro de la Casa— se saludaron al mismo tiempo con una inclinación de cabeza que reflejaba su igualdad de rango.

—Los visitantes han venido a verte, hermano —dijo el otro monje—. Ahora están con el maestro y esperan que te reúnas con ellos.

Rhys asintió. Le habría gustado hacer unas preguntas, por supuesto, pero los monjes sólo hablaban lo estrictamente necesario y, puesto que sus preguntas tendrían respuesta en seguida, no hacía falta iniciar una conversación. Se saludaron del mismo modo otra vez y Rhys entró en el monasterio mientras el Maestro de la Casa, que tenía a su cargo los asuntos domésticos del monasterio, regresaba a sus quehaceres.

Al superior del monasterio se lo conocía simplemente como el maestro, y tenía un despacho en la zona común. No era un despacho privado, ya que también hacía las veces de biblioteca y de clase. La estancia sin ventanas estaba amueblada con varios escritorios de madera, sencillos y sólidos, así como banquetas. Estanterías llenas de libros y pergaminos revestían las paredes. Olía a cuero y a pergamino, a tinta y al unto con el que los monjes frotaban la madera de los escritorios.

El maestro era el monje de más edad. Tenía ochenta años y había vivido en el monasterio durante más de sesenta, ya que había ingresado a los dieciséis. Aunque debía obediencia al Profeta de Majere, que era el cabeza de todos los monjes del dios en el continente de Ansalon, el maestro sólo había visto al Profeta en una ocasión, hacía veinte años, el día que fue confirmado como maestro.

Dos veces al año, el maestro preparaba un informe por escrito de los asuntos del monasterio, una misiva que se despachaba al Profeta a través de uno de los monjes. El Profeta enviaba otra carta acusando recibo del informe y ése era el único contacto que habría entre los dos hasta el siguiente informe. No había idas y venidas entre los monasterios ni intercambio de noticias. Los monasterios se encontraban tan aislados que los monjes de uno rara vez conocían la ubicación de otro. A los monjes que estaban de viaje se les permitía hacer noche en los monasterios, pero la mayoría prefería no hacerlo porque cuando salían al mundo —por lo general en un periplo espiritual y personal— se les ordenaba que se mezclaran con la gente.

A los monjes de Majere no les interesaban las noticias sobre sus colegas, y tampoco la política de ninguna nación. No tomaban partido en guerras ni conflictos. (Debido a esta circunstancia, a menudo se les pedía que actuaran como negociadores de la paz o que emitieran su juicio en disputas). Los informes anuales redactados por el maestro casi siempre eran poco más que la anotación de la muerte de algún hermano, o de un nuevo ingreso en la orden, o de aquellos que habían salido al mundo. También incluía una breve descripción del tiempo y de cómo había influido en cultivos y cosecha, y cualquier ampliación o cambio realizado en los edificios del monasterio.

El cambio y la agitación en el mundo del exterior tenían tan poco efecto en un monasterio que una carta escrita por un maestro en el 4000 p. c tendría una redacción similar a otra escrita por el maestro de ese mismo monasterio varios siglos después.

Rhys entró al despacho y vio a tres personas con el maestro: un hombre y una mujer de mediana edad, que parecían angustiados e incómodos, y un joven que vestía la túnica de clérigo de Kiri-Jolith; éste sonreía, relajado.

El largo cabello canoso del maestro le caía sobre los hombros. Su cara, con los altos pómulos, la firme barbilla y la nariz prominente, estaba arrugada como una manzana en invierno. Sus ojos oscuros eran penetrantes. Era un Maestro de Disciplina y no había un monje en el monasterio, incluido Rhys, que lo superara en combate.

El maestro escuchaba pacientemente al hombre de mediana edad, que hablaba tan de prisa que Rhys no entendía el torrente de palabras. La mujer guardaba silencio y asentía con la cabeza en señal de anuencia; a veces lanzaba ojeadas anhelantes al hombre joven. La voz del hombre mayor y su forma de hablar le resultaban familiares a Rhys. Finalmente, el maestro miró en su dirección y Rhys hizo una reverencia. En respuesta, aquél parpadeó ligeramente y siguió prestando total atención a sus visitantes.

Al cabo, el hombre mayor hizo un alto para coger aire. La mujer se enjugó los ojos. El joven bostezó con expresión aburrida. El maestro se volvió hacia Rhys.

—Reverencia —dijo Rhys mientras hacía una profunda y respetuosa inclinación al maestro. Saludó con otra inclinación a los forasteros—. Hermanos viajeros.

—Éstos son tus padres —dijo el maestro sin preámbulos, en respuesta a una pregunta que Rhys no había hecho—. Y éste es tu hermano menor, Lleu.