2

La Alborada en Staughton resultó ser mucho más interesante de lo que nadie había previsto. Muy pronto se corrió la voz por la ciudad de que había ocurrido un milagro en la hostería. A medida que se propagaba el rumor, la gente empezó a abandonar el recinto ferial y corrió a verlo por sí misma.

Uno de los mozos de cuadra era testigo presencial y se había convertido en el centro de atención al requerírsele a que relatara una y otra vez lo que había visto para que lo escucharan los que iban llegando.

Según el mozo de cuadra, que tenía fama de ser un tipo serio y responsable, volvía de los establos de la hostería cuando el palanquín entró en el patio. Las cuatro porteadoras lo soltaron en el suelo y Mina salió de él. Las porteadoras sacaron del interior un arcón de madera con tallas extravagantes y, a instancias de Mina, lo llevaron a la habitación de ésta. Mina entró en la hostería y ya no se la volvió a ver, aunque el mozo de cuadra remoloneó en el patio a propósito, con la esperanza de poder verla de nuevo. Las cuatro porteadoras regresaron al palanquín, ocuparon su sitio en la parte anterior y posterior y se quedaron allí, sin moverse.

De inmediato, un kender se lanzó sobre ellas y empezó a acribillarlas a preguntas. Las porteadoras rehusaron contestar y mantuvieron un digno silencio. De hecho estaban tan calladas y parecían tan ajenas a la presencia del kender —cuando una persona normal le habría atizado un bofetón— que el hombrecillo dio unos golpecitos con el dedo a una de ellas.

El kender soltó un respingo sorprendido y volvió a darle con el dedo. —¡Es de piedra!— gritó con voz chillona. —¡La dama se ha vuelto de piedra! El mozo de cuadra dio por sentado que el kender mentía, pero el examen posterior demostró lo contrario. Las cuatro porteadoras eran cuatro estatuas de mármol. El palanquín negro también era de mármol negro. La gente llegó en tropel a la hostería para contemplar semejante maravilla y, de paso, también hizo maravillas en el negocio del posadero con su cerveza y su aguardiente enano.

A pesar de un aguacero torrencial, el patio de la hostería no tardó en estar de bote en bote, así como las calles adyacentes al establecimiento. La gente empezó a entonar «¡Mina, Mina!» y cuando, al cabo de dos horas, la joven apareció en una de las ventanas del piso de arriba, la muchedumbre enloqueció y se puso a lanzar vítores y a pedirle que hablara.

La joven abrió una de las hojas de la ventana y pronunció una corta alocución en la que explicó que Chemosh había retornado al mundo con poderes nuevos y más fuertes que antes. El retumbo de los truenos y el chisporroteo de los relámpagos la interrumpían constantemente, pero ella perseveró y la multitud estuvo pendiente de cada palabra que decía. A Chemosh ya no le interesaba ir a cementerios para levantar a los muertos de sus tumbas, les explicó. Le interesaban la vida y los vivos, y tenía un don especial que ofrecer a cualquiera que lo siguiera. Todos sus fieles recibirían la vida eterna.

—Jamás os haréis más viejos de lo que sois hoy —prometió—. Jamás enfermaréis. No conoceréis el frío ni el cansancio ni el miedo. Seréis inmunes a las dolencias. Nunca saborearéis la amargura de la muerte.

—¡Yo me haré seguidor! ¡Pero sólo si bajas aquí y me enseñas el camino tú! —se burló un joven, uno de los mejores clientes de la taberna con el aguardiente enano.

La multitud se echó a reír. Mina le sonrió.

—Soy la Suma Sacerdotisa de Chemosh y he venido a transmitir el mensaje del dios a su pueblo —dijo en tono agradable—. Si dices en serio que te harás uno de sus seguidores, Chemosh verá dentro de tu corazón y te enviará a alguien en su nombre.

Después cerró la ventana, se retiró y desapareció en la habitación, fuera del alcance de la vista. La muchedumbre esperó un momento para ver si salía otra vez, mientras algunos se acercaban a las estatuas para tocarlas y darles golpecitos o para mirar cómo unos cuantos intentaban sin éxito arrancar esquirlas del mármol armados con cincel y martillo.

Ni que decir tiene que lo primero que hizo la gente fue correr a dar la nueva sobre las estatuas de mármol a Lleu, el clérigo de Kiri-Jolith.

Lleu no lo creyó.

—Eso es un truco de ilusionismo de tercera —dijo con sorna—. Rolf, el mozo de cuadra, es un crédulo donde los haya. No lo creo. —Se levantó del escritorio, donde había estado escribiendo una carta a su superior de Solanthus en la que explicaba su preocupación respecto a Chemosh—. Iré a desenmascarar a esa charlatana.

—No es un truco, Lleu —contestó Marta, sacerdotisa de Zeboim, mientras entraba en el estudio—. Las he visto. Son estatuas de mármol negro. Negro como el corazón de Chemosh.

—¿Estás segura?

Marta asintió con gesto sombrío y Lleu volvió a tomar asiento. La mujer sería sacerdotisa de una diosa cruel y caprichosa, pero era sincera, sensata y nada dada a las fantasías.

—¿Qué hacemos? —preguntó Lleu.

—No lo sé. Mi diosa no está contenta. —Un trueno tremendo que tiró varios libros de los estantes puso de manifiesto lo perturbado del estado de ánimo de Zeboim—. Pero si nos quedamos mirando boquiabiertos esas estatuas como cualquier otra persona de esta ciudad, lo único que conseguiremos será dar crédito a ese milagro. Mi opinión es que no hagamos caso.

—Tienes razón —admitió el clérigo—. Debemos hacer caso omiso. La tal Mina se habrá marchado dentro de uno o dos días y la gente lo olvidará por alguna otra maravilla, como un ternero de dos cabezas o algo semejante.

Se encogió cuando otro trueno aterrador sacudió la tierra.

—Ojalá pudiera convencer a su santidad de eso —murmuró Marta mientras echaba una ojeada al cielo encapotado. Sacudió la cabeza y abandonó el templo para volver al suyo.

Lleu sabía que su consejo era sensato, pero le fue imposible reanudar su trabajo. Empezó a pasear por el templo, confuso y en conflicto consigo mismo. Cada vez que pasaba delante de la estatua del dios, Lleu miraba el semblante severo e implacable y deseaba para sus adentros tener una determinación y una fuerza de voluntad tan firmes. Hubo un tiempo en el que había creído que así era. Se sentía angustiado al descubrir que quizá se había equivocado.

Seguía paseando cuando sonó una llamada en la puerta del templo. El clérigo abrió y se encontró con uno de los recaderos de la hostería. —Traigo un mensaje para el padre Lleu— dijo el muchacho. —Yo soy Lleu.

El muchacho le tendió un pergamino enrollado y atado con una cinta negra y lacrado con un sello en cera del mismo color.

Lleu frunció el entrecejo. Estuvo tentado de cerrar la puerta en las narices del chico, pero luego comprendió que se correría la voz de que estaba asustado. Era joven e inseguro, y llevaba poco tiempo en Staughton. Se había esforzado mucho para instaurar su religión y establecerse él mismo en una ciudad que mostraba bastante indiferencia. Aceptó el rollo de pergamino.

—Puedes marcharte —le dijo al chico.

—Tengo que esperar, padre, por si hay respuesta.

Lleu estuvo a punto de contestar que no la habría, que no tenía nada que decirle a una Suma Sacerdotisa de Chemosh, pero, una vez más, pensó en la impresión que daría hacer tal cosa. Soltó la cinta negra, rompió el sello y leyó la misiva con rapidez.

Estoy deseando sostener esa discusión contigo. Estaré libre para recibirte a la hora de la salida de la luna.

En nombre de Chemosh,

Mina

—Dile a la Suma Sacerdotisa Mina que me encantaría ir a hablar de teología con ella, pero que tengo asuntos urgentes que atender en mi propio templo —dijo Lleu—. Dale las gracias por su invitación.

—Yo que vos lo pensaría mejor, padre —dijo el recadero con un guiño—. Es una preciosidad.

—La Suma Sacerdotisa es una eclesiástica y mayor que tú —replicó Lleu con una mirada iracunda—. Igual que yo. Nos debes más respeto a los dos.

—Sí, padre —dijo el chico, antes de escabullirse.

Lleu regresó al altar. Volvió a contemplar el rostro de Kiri-Jolith, esta vez para buscar seguridad en él.

El dios lo miraba con frialdad y Lleu casi pudo escuchar su voz. «No quiero cobardes a mi servicio».

Lleu no creía que estuviera siendo cobarde, sino sensato. No tenía que intercambiar ideas ni tener una charla con esa mujer, y por supuesto no estaba interesado en Chemosh.

Regresó al estudio para terminar la carta.

La péndola escupió tinta. El joven clérigo derramó la del tintero. Por fin se dio por vencido. Contemplando el aguacero que repicaba en el tejado del templo como un tambor que llamara a la batalla a todos los verdaderos caballeros, Lleu trató de quitarse de la cabeza toda idea sobre unos ojos ambarinos.

A la hora de la salida de la luna, Lleu se encontraba a la puerta de la hostería. Miró las estatuas de mármol, que irradiaban un brillo fantasmagórico a la luz plateada de Solinari. Al parecer Zeboim se había agotado y, enfurruñada, se había ido con su resentimiento a otra parte, ya que la tormenta había amainado y las nubes se habían disipado.

A Lleu las estatuas le resultaron muy inquietantes. Deseaba tocar una, pero le daba miedo que aún quedara gente observando. Tembló, ya que la noche primaveral era fría y húmeda, y echó una ojeada a su alrededor. El sonido de unas risas y de diversión llegaba a sus oídos, procedente del recinto ferial. Había cerveza y cerdo asado gratis en la feria y la mayoría de los vecinos asistían a la celebración. El silencio reinaba en la hostería.

Lleu alargó la mano para tocar una de las estatuas.

La puerta de la posada se abrió y el clérigo retiró bruscamente la mano.

Mina se hallaba en el umbral, su esbelta figura recortada contra la luz que irradiaba la chimenea.

—Entra —dijo—. Me alegra que cambiaras de parecer.

Su aspecto no era el de una gran sacerdotisa. Se había cambiado el tentador vestido suelto y ya no llevaba la cofia dorada y negra. Lucía un ropaje suave del mismo color, abierto por delante y ceñido a la cintura con una trencilla dorada. El cabello de color caoba lo llevaba tejido y enrollado en la cabeza, sujeto con una horquilla enjoyada hecha de ámbar.

—No puedo quedarme —dijo Lleu.

—Claro que no —contestó Mina con tono comprensivo.

Se apartó a un lado para que pudiera entrar.

La sala común se encontraba desierta. Mina se dio media vuelta y echó a andar hacia la escalera.

—¿Adónde vas? —demandó el clérigo, y ella se volvió a mirarlo.

—He encargado una cena ligera y he pedido que se sirva en mi habitación. ¿Has tomado algo? ¿Quieres compartirla?

—No, gracias. —Lleu enrojeció—. Creo que voy a regresar al templo, porque tengo cosas que hacer…

Mina se acercó a él, posó la mano en su antebrazo y le sonrió de una modo amistoso, ingenuo.

—¿Cómo te llamas?

El clérigo vaciló, temeroso de que incluso darle esa información pudiera ser una trampa.

—Lleu Alarife —respondió finalmente.

—Yo, Mina, pero eso ya lo sabes. Viniste para sostener una conversación teológica y la sala común de una posada no es precisamente el sitio más apropiado para debatir asuntos serios, ¿no crees?

Lleu era un hombre joven, de veintitantos años. Tenía el cabello rubio y lo llevaba al estilo de los clérigos de Kiri-Jolith, largo hasta los hombros, con la parte central cortada en un flequillo recto. Los ojos eran castaños y había en ellos una mirada impaciente, indagadora. Era de constitución fornida, con músculos propios de un soldado, no de un estudioso, algo corriente entre los clérigos de Kiri-Jolith —que se entrenaban junto a los caballeros a los que servían—, y entre los eclesiásticos de Ansalon eran notorios por su destreza con la espada larga. Su abuelo había sido alarife, de ahí su apellido.

Miró a Mina, miró la posada a su alrededor, aunque no había mucho que ver. Esbozó una ligera sonrisa.

—No, no es un sitio apropiado. —Respiró hondo—. Subiré contigo a la habitación.

Mina subió la escalera y en esta ocasión él la siguió. El clérigo se comportaba con severa cortesía y se adelantó en el pasillo para abrirle la puerta de la habitación a la mujer. Era un comedor privado con mesa y sillas y una chimenea encendida. La mesa estaba puesta y había un criado que esperaba en segundo plano, con aire obsequioso. Lleu retiró la silla para que Mina se sentara y después ocupó la suya, enfrente de ella.

La comida estaba buena y consistió en carnes asadas y pan, y un dulce para terminar. Hablaron poco mientras comían ya que el criado se hallaba presente. Cuando hubieron terminado, Mina le mandó marcharse. Compartieron una jarra de vino, aunque ninguno de los dos bebió mucho, sólo dieron algún que otro sorbo, y acercaron las sillas a la chimenea.

Hablaron de la familia de Lleu. Su hermano mayor, de treinta y cinco años en la actualidad, se había hecho maestro de obras y trabajaba con el padre en el negocio familiar. Lleu era el menor y no le interesaba la construcción. Soñaba con convertirse en soldado y había viajado a Solamnia con tal propósito. Una vez allí, conoció el culto de Kiri-Jolith y comprendió que su verdadera vocación era el servicio al dios.

—Podría decirse que el servicio a la iglesia está presente en la familia —agregó con una sonrisa—. Mi abuela era sacerdotisa de Paladine y mi hermano mediano es un monje dedicado al culto de Majere.

—¿De veras? —dijo Mina, interesada—. ¿Y qué piensa tu hermano de que te hayas hecho clérigo de Kiri-Jolith?

—No tengo la más mínima idea. Su monasterio se encuentra en algún lugar aislado y los monjes rara vez salen de él. No lo hemos visto ni sabemos nada de él desde hace muchos años.

—Desde hace muchos años. —Mina estaba extrañada—. ¿Cómo es posible? Los dioses, incluido Majere, retornaron al mundo hace sólo poco más de un año.

—Según me han dicho —explicó Lleu mientras se encogía de hombros—, algunos de esos monasterios están tan aislados que los monjes no sabían nada de lo que pasaba en el mundo. Siguieron llevando su estilo de vida, en la meditación y la oración, a despecho de que no hubiera un dios al que dirigir sus preces. Ése es el tipo de vida que encaja con mi hermano. Siempre severo y retraído, dado a vagar por las colinas a solas. Tiene diez años más que yo, así que no llegué a conocerlo bien.

Lleu, olvidando las conveniencias, había acercado la silla a ella. Se había ido relajando a medida que transcurría la cena, desarmado por la actitud cálida de Mina y el interés que demostraba en sus cosas.

—Pero ya basta de hablar sobre mí. Cuéntame cosas de ti, Mina. Hubo un tiempo en el que todo el mundo hablaba de ti.

—Fui en busca de un dios —respondió la joven, prendida la mirada en el fuego—. La encontré. Me mantuve fiel a esa deidad hasta el final. Y no hay mucho más que contar.

—Salvo que ahora sigues a un dios nuevo —comentó Lleu.

—Nuevo no. Es un dios muy antiguo. Tanto como el tiempo.

—Pero… Chemosh. —Lleu torció el gesto. Mientras la contemplaba, la admiración lo consumió—. ¡Eres tan joven y tan hermosa, Mina! Jamás había visto una mujer tan encantadora. Chemosh es un dios de cadáveres putrefactos y viejos huesos mohosos. No sacudas la cabeza. No puedes negarlo.

—Lo niego —manifestó sosegadamente ella. Alargó la mano para tomar la del clérigo y su roce hizo que a Lleu le ardiera la sangre—. ¿Temes la muerte, Lleu?

—Yo… Sí, supongo que sí —contestó. En ese momento no quería pensar en la muerte. Por el contrario, sus ideas estaban llenas de vida.

—Se supone que un clérigo de Kiri-Jolith no debería tenerle miedo a la muerte ¿verdad?

—No, no debe temerla. —Se sentía muy incómodo e intentó retirar la mano.

Mina se la oprimió con gesto comprensivo y él, casi de forma inconsciente, apretó los dedos.

—¿Qué te dice tu dios sobre la muerte y la otra vida?

—Que cuando morimos emprendemos la siguiente etapa del viaje de nuestro espíritu, que la muerte es una puerta que conduce a un conocimiento mayor de nosotros mismos.

—¿Y lo crees?

—Quiero creerlo —respondió. Su mano se crispó—. Quiero creerlo de verdad. Me he debatido con ese tema desde que me hice clérigo. Me dicen que tenga fe, pero…

Sacudió la cabeza y contempló el fuego de la chimenea, meditabundo, sin soltarle la mano. Se volvió bruscamente hacia ella.

—Tú no le temes a la muerte.

—No —respondió Mina, sonriente—, porque jamás moriré. Chemosh me ha prometido la vida eterna.

Lleu la miró de hito en hito.

—¿Cómo puede hacer esa promesa? No lo entiendo —manifestó—. Chemosh es un dios, y sus poderes, ilimitados.

—Es el Dios de la Muerte. Va a los campos de batalla, resucita los cadáveres que no están enterrados y los obliga a obedecerlo…

—Eso fue en los viejos tiempos. Las cosas han cambiado. Ésta es la Era de los Mortales, una era de los vivos. No quiere saber nada de restos esqueléticos. Desea seguidores que sean como tú y como yo, Lleu. Jóvenes y fuertes y llenos de vida. Vida que nunca acabará. Vida que trae placeres como éste.

Cerró los ojos y se inclinó sobre él. Entreabrió los labios en un gesto invitador. Lleu la besó, tímidamente al principio, y después la pasión se apoderó de él. Su cuerpo era suave y mórbido, y antes de saber qué hacía o cómo lo hacía, se encontró con las manos debajo del vestido, acariciando la cálida y desnuda piel. Emitió un quedo gemido y sus besos se hicieron más intensos.

—Mi cuarto está aquí al lado —susurró ella mientras rozaba los labios del clérigo con los suyos.

—Esto no está bien —dijo Lleu, pero era incapaz de apartarse de ella. Mina lo rodeó con los brazos y apretó su cuerpo contra el de él—. Esto es la vida —le dijo. Lo condujo a su dormitorio.

La pasión duró toda la noche. Se amaban, dormían y despertaban para volver a amarse. Lleu nunca había experimentado una relación sexual así, jamás había vivido tales arrebatos de gozo. Jamás se había sentido tan vivo y quería que esa sensación no acabara nunca. Despertó al alba, a la alborada de la primavera. Encontró a Mina a su lado, apoyada en un codo y mirándolo mientras la mano pasaba suavemente por su cabello o por su pecho.

Lleu se incorporó para besarla, pero ella se echó hacia atrás.

—¿Qué pasa con Chemosh? —preguntó la joven—. ¿Has pensado en todo lo que te he dicho?

—Tienes razón, Mina. Cae por su peso que un dios quiera que sus seguidores vivan para siempre —admitió Lleu—. Pero ¿qué tendría que hacer para conseguir esa bendición? He oído cuentos de sacrificios de sangre y otros ritos que…

Mina sonrió y pasó la mano por su carne desnuda.

—Eso es lo que son, sólo cuentos. Lo único que has de hacer es entregarte al dios. Decir: prometo lealtad a Chemosh. —¿Eso es todo?

—Eso es todo. Incluso puedes volver a la práctica del culto a Kiri-Jolith si lo deseas. Chemosh no es celoso, sino comprensivo.

—¿Y viviré para siempre? ¿Y te amaré para siempre? —Le robó un beso fugaz.

—A partir de hoy no envejecerás —prometió Mina—. Jamás sufrirás dolor ni caerás enfermo. Eso te lo aseguro.

—Entonces no tengo nada que perder. —Lleu le sonrió—. Prometo lealtad a Chemosh.

La rodeó con un brazo y la atrajo hacia sí. Mina presionó los labios contra su pecho, encima del corazón. Lleu se estremeció de placer y entonces su cuerpo se sacudió.

Abrió los ojos de golpe. El dolor abrasador, un dolor terrible, lo atravesó y Lleu la miró con espanto. Se debatió, trató de soltarse, pero ella lo retuvo, aplastado contra el lecho, mientras el beso le absorbía la vida. El corazón le latía a ritmo irregular. Los labios de la mujer parecían alimentarse de él. El dolor lo retorció y lo estrujó. Soltó un grito ahogado y la asió en medio de convulsiones. Le sobrevinieron espasmos agónicos. Sufrió un síncope y todo se paró.

La cabeza de Lleu yacía rígida sobre la almohada. Los ojos miraban al vacío y en el rostro tenía plasmado un gesto de un terror sin nombre.

Chemosh se encontraba junto al lecho.

—Mi señor —dijo Mina—. Te traigo a tu primer servidor.

—Bien hecho, Mina —dijo. Se inclinó por encima del cadáver del joven y la besó en los labios. Le acarició la nuca y le alisó el cabello—. Bien hecho.

Ella se echó hacia atrás y cubrió su desnudez con el vestido.

—¿Qué pasa, Mina? —preguntó el dios—. ¿Qué te ocurre? Ya habías matado antes, en nombre de Takhisis. ¿Es que de repente te has vuelto melindrosa?

Mina dirigió la vista hacia el cadáver del joven.

—Le prometiste la vida, no la muerte. —Alzó los ojos, oscurecidos por una sombra, hacia Chemos—. Me prometiste poder sobre la vida y la muerte, mi señor. Si hubiera querido meramente cometer un asesinato sólo habría tenido que ir a cualquier callejón oscuro y…

—¿No tienes fe en mí, Mina?

La joven guardó silencio un momento mientras hacía acopio de valor. Sabía que el dios podía enfurecerse con ella, pero debía correr ese riesgo.

—Un dios me traicionó ya en una ocasión. Me pediste que te demostrara que era digna de confianza. Ahora te ha llegado el turno de demostrarlo a ti, mi señor.

Esperó en tensión a que Chemosh descargara su ira sobre ella. Él no dijo nada y, al cabo de unos instantes, Mina se atrevió a alzar la vista hacia el dios. Chemosh le sonreía.

—Como te dije, Mina, no serás mi esclava. Te demostraré que no hablo por hablar. Tendrás lo que te prometí. Pon la mano sobre el corazón de este joven.

Mina así lo hizo. Posó la mano sobre la carne que empezaba a enfriarse, sobre el «corazón roto», sobre la negra marca de sus labios, que habían quemado la carne.

—El corazón no volverá a latir, pero por su cuerpo fluirá la vida —explicó Chemosh—. Mi vida. La vida eterna. Bésalo, Mina.

La joven puso los labios en la marca quemada de su beso. El corazón del joven siguió sin palpitar, pero él inhaló profundamente el aliento del dios. Al roce de Mina el pecho empezó a subir y bajar.

—Todo será como le prometí, Mina. No puede morir porque ya está muerto. Su vida seguirá y seguirá para siempre. Sólo le pido una cosa a cambio: que me traiga más seguidores. Ahí tienes, amor mío. ¿Te he probado lo que esperabas de mí?

Mina miró a Lleu, que rebullía, se estiraba y empezaba a despertar. De pronto se dio cuenta de que no sólo había tomado una vida, sino que la había devuelto. Tenía poder para dar la vida eterna a cualquiera en el mundo. Su poder… y el del dios.

Le tendió la mano a Chemosh, que la estrechó entre la suya.

—¡Cambiaremos el mundo, mi señor!

Sólo quedaba una pregunta, una duda persistente. Mina posó la mano sobre su propio pecho, donde estaba la marca negra dejada por Chemosh en su blanca piel.

—Mi señor, mi corazón sigue latiendo. La sangre corre caliente por mis venas. No tomaste mi vida…

Chemosh no le dijo que era eso lo que amaba en ella. Su calidez, su corazón palpitante, su sangre caliente y viva. Tampoco le dijo que el don de la vida eterna que ella otorgaría a los mortales no era tan radiante como parecía a primera vista. Podría habérselo dicho, pero entonces la habría perdido y no estaba dispuesto a renunciar a ella. Aún no. Quizá algún día, cuando se hubiera cansado de ella.

—Estoy rodeado de muertos, Mina —explicó a modo de excusa—. Un día sí y otro también. Como ese necio de Krell, que no me deja en paz y está dándome la lata constantemente. Para mí eres «una bocanada de vida», Mina.

Rio su propia broma, dio un beso de despedida a Mina y se marchó. La joven se bajó de la cama. Cogió el peine y se lo pasó por el enmarañado cabello, con cuidado para deshacer los nudos.

Oyó un murmullo a su espalda. Miró hacia atrás por encima del hombro y vio a Lleu sentado entre las sábanas revueltas. Parecía confuso y se llevó la mano al pecho; se encogió, como si reviviera un dolor evocado. Mina lo observaba sin dejar de peinarse.

La expresión de Lleu se relajó. Abrió los ojos de par en par. Volvió a mirar en derredor, como si todo le pareciese nuevo. Se bajó de la cama, se acercó a ella, se agachó y la besó en el cuello.

—Gracias, Mina —dijo fervientemente.

Deseaba hacer el amor con ella otra vez. Intentó besarla. La joven soltó el peine, se volvió hacia él y le retiró las manos anhelantes. —Conmigo no, Lleu— dijo. —Con otras.

Lo miró a los ojos, que ya no mostraban extrañeza, sino que estaban brillantes y alertas. Pasó el índice sobre el beso marcado a fuego sobre la piel del clérigo.

—¿Lo entiendes?

—Lo entiendo. Y te agradezco este regalo.

Lleu le tomó la mano y se la besó. Su piel tenía un tacto frío. No con el helor de la muerte, pero sí más fría de lo habitual, como si hubiese llegado de un lugar frío como una oscura cueva o un bosque umbrío. En todos los demás aspectos parecía normal.

—¿Volveré a verte, Mina? —inquirió con ansiedad mientras se vestía la túnica de clérigo de Kiri-Jolith.

—Quizá. —Se encogió de hombros—. No puedes depender de mí. Tengo un deber que cumplir para con Chemosh, igual que tú.

El joven clérigo frunció el entrecejo, desilusionado.

—Mina…

Ella siguió dándole la espalda. El tamborileo de sus uñas denotó su impaciencia.

—Alabado sea Chemosh —dijo Lleu tras un momento, y se marchó.

Mina oyó el ruido de sus pasos en la escalera, lo oyó saludar ruidosamente al posadero.

Volvió a coger el peine y se puso a desenredar con paciencia los nudos del cabello rojizo. Las palabras de Chemosh perduraban en su memoria; al igual que su beso.

Le había prometido poder sobre la vida y la muerte y había cumplido su promesa. Le había sido leal.

—Alabado sea Chemosh —musitó.