12

Rhys y Beleño siguieron a Lleu a una de las zonas más nuevas de Solace. Con el propósito de acomodar a las personas que se instalaban en la ciudad se estaban construyendo casas a toda prisa al pie de los vallenwoods, no en las copas. Los que vivían en esas casas nuevas eran generalmente refugiados que habían huido de la destrucción ocasionada por Beryl. Cuando llegaron a Solace vivieron en tiendas, pero ahora algunos de ellos habían prosperado y deseaban una morada permanente.

Se podían construir muchas casas alrededor del tronco de los gigantescos árboles. Para ahorrar madera y dinero, el proyectista de las casas había seguido la pauta elfa de utilizar el propio árbol como una de las paredes de la casa, de manera que las construcciones semejaban setas que hubieran salido del barro al pie del tronco. Era tarde y la mayoría de las casas se hallaban a oscuras al haberse ido a acostar sus ocupantes, pero aquí y allí se veía brillar una luz a través de las ventanas e irradiar resplandor hacia la calle.

Lleu aflojó el paso cuando llegó a esa parte de la ciudad y dejó de cantar. Se encaminó hacia una de las casas oscuras y se asomó a una ventana. Después se puso a rondar calle arriba y calle abajo; de vez en cuando echaba una ojeada a la casa. Rhys y Beleño permanecieron al abrigo de las sombras, observaron y esperaron.

La puerta de la casa se abrió apenas y una mujer joven, envuelta en una capa, se deslizó al exterior y cerró a su espalda con suavidad y sin hacer ruido. Le costaba ver algo con la oscuridad y se le notó que escudriñaba la noche con aire atemorizado.

—¿Lleu? —llamó con voz trémula.

—Lucy, paloma mía. —La estrechó entre sus brazos y la besó.

—¡No, aquí no! —protestó ella, falta de respiración, mientras lo apartaba—. ¿Qué pasaría si mi marido se despierta y nos ve?

—Entonces ¿adónde vamos? —preguntó Lleu, que la tomó por la cintura y se puso a besarle el cuello—. No puedo dejar de tocarte.

—Conozco un sitio. Ven conmigo —contestó ella.

Agarrados, soltando risitas ahogadas, los dos se alejaron de prisa calle abajo. Rhys y Beleño los siguieron. El monje estaba preocupado, sin saber bien qué hacer. Aparentemente, aquello no era más que una cita a medianoche con una joven, algo normal en un hombre joven como Lleu salvo por el hecho de que éste distaba mucho de ser normal y de que la joven era una mujer casada.

Probablemente Rhys podría poner fin a aquello, arrastrar a la joven de vuelta a su casa. Habría una escena con el marido: lágrimas y llantos, furia, una pelea. Los vecinos se despertarían. Alguien llamaría a las autoridades.

Decidió que no. Un escándalo no traería nada bueno. Esperaría el momento oportuno, hasta que estuvieran en un sitio tranquilo, y entonces intentaría hablar con su hermano.

La pareja llegó a una zona retirada y despejada en medio de un pinar. Por el aspecto de la hierba pisoteada, aquél era el lugar de encuentro de los amantes de la localidad. No bien dejaron de caminar cuando Lleu ya tenía las manos recorriendo el cuerpo de la mujer. La besó en el cuello, le acarició los senos, le levantó la falda.

—Está muy fogoso para ser un tipo muerto —comentó el kender.

Rhys se sintió incómodo al ver la escena. Tenía la sensación de que debía intervenir, aunque aún estaba por determinar cómo y qué decir. La joven se sentiría avergonzada y molesta. Lleu se enfadaría. También habría lágrimas, recriminaciones.

La joven suspiró, jadeó, y se abrazó a Lleu de manera que apretó la cabeza del hombre contra sus senos mientras pasaba los dedos por su cabello. Lleu se despojó de la capa y la extendió sobre las agujas de pino. Los dos se tumbaron sobre la prenda.

—Deberíamos irnos —dijo el monje, e iba darse media vuelta para marcharse cuando las siguientes palabras de su hermano lo hicieron detenerse.

—¿Has pensado sobre lo que hablamos, querida? —preguntó Lleu—. ¿Respecto a Chemosh?

—¿Chemosh? —repitió Lucy, distraída—. No hablemos de religión ahora. ¡Bésame!

—Pero es que quiero hablar de Chemosh —insistió él mientras le acariciaba los senos.

—¿Ése viejo y mohoso dios? —Lucy suspiró y frunció los labios—. No entiendo por qué quieres hablar de dioses en un momento así.

—Porque es importante para mí —dijo Lleu. Su voz adquirió un timbre suave. La besó en el cuello—. Para nosotros. —Volvió a besarla—. No puedo huir contigo si no juras venerar a Chemosh, igual que yo.

—No veo en qué puede cambiar eso las cosas —respondió Lucy entre beso y beso.

Lleu rozó los labios de la mujer con los suyos.

—Porque, mi cielo, yo viviré para siempre y seré igual que ahora: joven, vigoroso, apuesto…

—¡Qué presumido eres! —dijo ella riendo.

—Mientras que tú envejecerás —siguió Lleu—. Te saldrán canas y arrugas, y los dientes se te caerán.

—Entonces no me amarías —dijo Lucy, vacilante.

—Morirás, Lucy —susurró Lleu al tiempo que le acariciaba la mejilla—. Y yo estaré vivo y sano y necesitaré a alguien con quien compartir mi lecho…

—Y, si venero a Chemosh, ¿me mantendré joven y hermosa? —preguntó Lucy—. ¿Por siempre jamás?

—Por siempre jamás. El mismo tiempo que yo te amaré.

—De acuerdo, entonces —accedió Lucy con una risa—. ¡Entrego mi alma a Chemosh!

—No lo lamentarás, amor mío.

Le bajó el corpiño y dejó sus senos al aire, blancos a la luz de la luna. La mujer suspiró y se estremeció mientras atraía la cabeza de él hacia su pecho para que besara la tersa carne. Lleu apretó los labios sobre el pecho izquierdo y la estrechó con fuerza en sus brazos.

—Lleu —dijo Lucy en un tono distinto—. Lleu, me haces daño… ¡Ay!

Soltó un grito penetrante y forcejeó para soltarse, pero Lleu no aflojó el abrazo. El grito de la mujer creció hasta convertirse en un chillido de angustia. Su cuerpo se sacudía y se retorcía. Rhys se incorporó de un salto y corrió hacia la pareja, con Beleño pisándole los talones.

—¡Se está muriendo! —gritó el kender—. ¡La está matando! La luz de su espíritu se apaga.

La joven se estremeció, se puso rígida y después su cuerpo quedó inerte.

Rhys agarró a Lleu, lo apartó de un tirón de la mujer y lo arrojó a un lado. Se arrodilló en el suelo y alzó a la mujer en sus brazos con la esperanza de percibir una chispa de vida.

—Demasiado tarde —dijo fríamente Lleu. Se incorporó, contempló a la mujer muerta con indiferencia, como quien examina un trabajo bien hecho—. Ahora pertenece a Chemosh.

La mujer no respiraba. En sus ojos había una mirada vacía. Rhys tanteó el cuello para encontrar algo de pulso, pero no lo había. En el seno, como grabado a fuego en la carne, estaba la marca de los labios de su hermano.

—Majere —oró el monje—, esta mujer no sabía lo que decía. Ten piedad de ella. ¡Devuélvela a la vida!

Rhys cambió ligeramente de postura, y la cabeza de la mujer se deslizó hacia un lado. El brazo flaccido, apoyado en su rodilla, resbaló y cayó inerte al suelo. Rhys esperó oír la voz del dios.

—¡No castigues a esta mujer inocente por mi causa, señor! —suplicó el monje—. ¡Su muerte es culpa mía! Podría haberla salvado, igual que habría podido salvar a mis hermanos.

No hubo respuesta. El único sonido fue la risa burlona de Lleu.

—¡Zeboim! —gritó Rhys con voz quebrada—. Concede la vida a esta pobre mujer.

Un eco de la risa desdeñosa de su hermano llegó desde las sombras de los árboles.

Rhys soltó el cuerpo de la mujer en el suelo, con delicadeza.

—Su espíritu se ha ido —dijo Beleño—. Lo siento, Rhys. No se puede hacer nada. Me temo que tu hermano tiene razón. Chemosh la tiene.

Poniéndose de pie, el monje encaró a su hermano.

—No quería hacer esto, Lleu, pero no me dejas alternativa. Eres mi prisionero. Voy a llevarte ante las autoridades y se te acusará de asesinato. Quiero que me acompañes sin resistirte. No quiero hacerte daño, pero si es preciso lo haré.

—Iré contigo de buen grado, hermano. —Lleu se encogió de hombros—. Pero me parece que te va a resultar difícil sostener ese cargo de asesinato.

—¿Y eso por qué? —inquirió el monje en tono adusto.

—Porque no ha habido asesinato —contestó una voz detrás de él, seguida de una risita.

Lucy se levantó y corrió hacia Lleu; lo rodeó con los brazos y se apretó contra él. Estaba despeinada y tenía el corpiño desabrochado. Rhys todavía veía la marca —roja y encendida— de los labios de Lleu en su seno, que subía y bajaba con el aliento de la vida. La joven contempló a Rhys con una expresión burlona en los ojos.

—Estoy viva, monje —dijo—. Más que nunca.

—Habías muerto —contestó Rhys, que tenía un nudo en la garganta—. Moriste en mis brazos.

—Tal vez —replicó ella, maliciosamente—. Pero ¿quién te creerá? Nadie. Nadie en todo el ancho mundo.

—¿Quieres que te acompañe al alguacil, hermano? —preguntó Lleu—. Puedo presentarle a otras dos jóvenes que he conocido durante mi estancia en Solace. Mujeres que ahora conocen y abrazan los designios de Chemosh.

Rhys empezaba a entender, aunque esa comprensión era tan espantosa que no le resultaba fácil aceptarla.

—Estás muerto —dijo.

—No, hermano, soy uno de los Predilectos de Chemosh —declaró Lleu. Los dos, Lucy y él, se echaron a reír.

—Intenté explicártelo una vez, Rhys, pero no quisiste escucharme. Ahora puedes verlo por ti mismo. Mira a Lucy. Es hermosa, está en su plenitud, radiante. ¿Te parece que esté muerta? Demuéstraselo, Lucy.

Contoneándose, con los ojos entornados y los labios entreabiertos en un gesto provocativo, la mujer avanzó hacia Rhys.

—Tu hermano está celoso, Lleu. Me quiere para él.

—Es todo tuyo, paloma mía —contestó Lleu—. Que te diviertas…

Lucy siguió avanzando, echada la cabeza hacia atrás, los párpados entornados, los labios entreabiertos.

—¡Mátala! —gritó de repente Beleño.

Rhys retrocedió un paso. No podía apartar la vista de ella, de la mujer que había muerto en sus brazos y que ahora le dirigía una sonrisa acariciadora, incitante.

—Mátalos a los dos, a ella y también a él —urgió el kender.

—Según Lleu, no se los puede matar —dijo el monje—. Además, ya ha habido demasiadas muertes.

Lucy agarró a Rhys por el cuello de la túnica y deslizó las manos por debajo.

—Nunca has yacido con una mujer, ¿verdad, monje? ¿No te gustaría descubrir lo que te has perdido todos estos años? Rhys le apartó las manos ansiosas y la empujó.

—Tienes que intentar matarlos, o volverán a asesinar —insistió Beleño, implacable.

—Un monje de Majere no mata… —susurró Rhys.

—Pero no eres un monje —replicó brutalmente el kender—. Y, aunque lo fueras, no importaría. ¡Ya están muertos!

—De eso no estoy seguro. —Rhys sacudió la cabeza.

—¡Pues claro que sí! ¡Mira los ojos de esa mujer, Rhys! ¡Mírale los ojos!

Rhys miró los ojos de la joven. No vio el vacío, como le había ocurrido con su hermano, sino algo más terrible. Había visto una expresión así con anterioridad e intentó recordar dónde. Entonces le vino a la cabeza: los ojos de un lobo famélico. Empujado por el hambre, desesperado por alimentarse, el ansia de comer había prevalecido sobre todos sus otros instintos, incluso el miedo. Rhys estaba armado con dos antorchas encendidas, y Atta había asestado un mordisco al flanco del lobo, que se había lanzado directamente a la garganta de Rhys…

Vio la verdad de las palabras del kender en los ojos de Lucy. Volvería a asesinar para satisfacer aquella desesperada necesidad. Y otra vez, y otra, y otra…

Rhys levantó el emmide y arremetió con la punta directamente contra la frente de la joven. La cabeza se echó bruscamente hacia atrás y se oyó con absoluta claridad cómo se quebraba el cuello. Se desplomó en el suelo, la cabeza doblada en un ángulo extraño. Rhys se giró rápidamente para hacer frente a su hermano.

Lleu estaba apoyado en un árbol, cruzado de brazos, y observaba todo con una sonrisa.

Rhys aferró el bastón con fuerza y empezó a avanzar hacia su hermano.

—¡Cuidado! ¡A tu espalda! —sonó la voz estridente de Beleño. Rhys se giró y miró de hito en hito, espantado.

Lucy caminaba hacia él, contoneándose, los labios entreabiertos, las manos extendidas.

—Chemosh tendrá tu alma —dijo la mujer con una risa cantarina. La cabeza se inclinaba en un ángulo extraño, por el punto donde se había roto el cuello. Con una sacudida y un quiebro, volvió a colocarlo recto y continuó adelante—. Lo quieras o no.

El monje oyó a su espalda el raposo sonido de la espada de Lleu al deslizarse fuera de la vaina. Rhys hizo frente a Lucy y la mantuvo a raya con el emmide, sin perderla de vista, al tiempo que aguzaba el oído para seguir la pista a los movimientos de Lleu. Beleño farfullaba algo y agitaba las manos como si estuviese lanzando un hechizo. Rhys habría querido que se callara. Percibió un susurro en la hierba, el crujido de las pinochas y la repentina inhalación de Lleu.

Rhys rotó hacia un lado, con un giro del cuerpo. La espada hendió el aire, allí donde estaba él un momento antes.

El impulso de la violenta acometida llevó a Lleu casi hasta la mitad del claro. Rhys golpeó a Lucy en la cara con el emmide. El impacto le destrozó la nariz, que se desparramó por todo el rostro. Un fino hilillo de sangre resbaló de la herida, pero no el chorro que debería haber salido con semejante herida. Ella chilló, más de rabia que de dolor, y trastabilló hacia atrás.

Rhys se desplazó a fin de afrontar a Lleu, justo a tiempo de ver que su hermano corría hacia él con la espada en una mano y un cuchillo en la otra.

El monje golpeó la espada con el bastón y la partió. Dando vueltas al bastón rápidamente, de forma que parecía las aspas de un molino en medio de un vendaval, lo descargó con fuerza en la muñeca de Lleu y oyó el chasquido de huesos. Lleu dejó caer el cuchillo. Rhys recordó claramente que la última vez que había golpeado a su hermano éste había gritado de dolor, pero ahora no lo hizo, ni siquiera pareció notar que la mano no le funcionaba ya.

Desarmado, Lleu saltó sobre su hermano para agarrarlo por el cuello con la mano sana al tiempo que arremetía con la rota como si fuese un garrote.

Descompuesto por el horror, Rhys hizo un quiebro lateral, y Lleu pasó de largo sin rozarlo. Según pasaba, el monje le puso la zancadilla y Lleu se fue de bruces al suelo.

De pie junto a su hermano caído, Rhys arremetió contra la columna vertebral de Lleu con el extremo del emmide, con todas sus fuerzas; el golpe separó las vértebras y cortó la médula espinal.

Rhys se echó hacia atrás, en una postura defensiva, y observó a su hermano.

—¡Mi hechizo místico no ha funcionado! —dijo Beleño, jadeante, mientras corría hacia él—. He lanzado ese conjuro tropecientas veces y siempre detiene a los muertos vivientes. Por lo general los derriba como bolos, pero tu hermano ni siquiera se ha inmutado.

Lleu hizo un gesto de dolor como si se hubiese golpeado un dedo del pie y luego, lentamente, como quien recompone algo fraccionado, empezó a levantarse. Arqueó la espalda y se la frotó.

—Si quieres que te dé mi opinión, Rhys, no puedes hacer nada para matarlos —añadió el kender, falto de aliento—. ¡Éste sería un buen momento para largarse!

El monje no contestó. Estaba mirando fijamente a Lleu.

—¡Ahora! —urgió Beleño mientras le tiraba de la manga.

—Te lo dije antes, Rhys —habló Lleu. Se agarró la mano mutilada por la muñeca y se la colocó en su sitio con un chasquido—. Soy uno de los Predilectos de Chemosh. Tengo su don. Vida eterna…

—También yo soy Predilecta de Chemosh —dijo Lucy, que no parecía darse cuenta de que su nariz era una masa sanguinolenta—. Tengo su don. Vida eterna. Tú puedes tenerlo también, Rhys. Entrégate a Chemosh.

Los dos cadáveres avanzaron hacia él, ardientes los ojos, aunque no de vida sino de una ansia imperiosa de tomar vida.

La bilis le subió a la boca a Rhys y el estómago se le agarrotó. Se dio media vuelta y huyó por el bosque a todo correr, tropezando con las ramas de los árboles, zambulléndose entre la maleza. Se paró para vomitar y después echó a correr otra vez para escapar de la risa burlona que sonaba entre los árboles, del cuerpo de la muchacha en sus brazos, de los cadáveres en la tumba común del monasterio. Corrió sin ver por dónde iba y sin importarle, corrió hasta que se quedó sin fuerzas y se desplomó en el suelo, sacudido por los sollozos y los jadeos. Volvió a vomitar una y otra vez, aun cuando ya no le quedaba nada en el estómago que expulsar, y entonces arrojó sangre. Finalmente, exhausto, rodó sobre sí mismo y se quedó tendido boca arriba, el cuerpo trémulo y agarrotado. Así lo encontró Beleño.

Aunque el kender había recomendado la huida no se esperaba que Rhys siguiera su consejo de una manera tan repentina. Cogido por sorpresa, Beleño reaccionó con lentitud. Los hambrientos ojos de los dos Predilectos de Chemosh, volviéndose hacia él, imprimieron más velocidad al arranque del kender. No veía a Rhys, pero oía cómo se abría paso violentamente por el bosque. Los kenders gozaban de una excelente visión nocturna, mucho mejor que los humanos, y Beleño encontró en seguida a Rhys tirado en el suelo, con los ojos cerrados y fatigosa la respiración.

—No te me vayas a morir ahora —conminó el kender, que se había agachado junto a su amigo.

Puso la mano en la frente del monje y la notó caliente. Su respiración era áspera a causa de tener la garganta en carne viva, pero firme. Beleño se puso a entonar un sonsonete que había aprendido de sus padres, mientras acariciaba el cabello del monje en un gesto tranquilizador, de un modo muy parecido a como habría hecho con Atta.

Rhys suspiró profundamente. Su cuerpo se relajó. Abrió los ojos y, al ver a Beleño inclinado sobre él, esbozó una leve sonrisa.

—¿Cómo te sientes? —preguntó el kender con ansiedad.

—Mucho mejor. —Ya no tenía el estómago revuelto y sentía la lacerada garganta caliente y suave como si hubiese tomado un ponche con miel—. Posees talentos ocultos, al parecer.

—Sólo era un pequeño hechizo de curación que aprendí de mis padres —respondió Beleño con modestia—. A veces viene muy bien, para arreglar huesos rotos y frenar hemorragias y hacer que remita la fiebre. No me permite conseguir nada grandioso, como devolverle la vida a los muertos… —Tragó saliva y se mordió los labios—. Uy, lo siento. No quería decir eso.

—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? —preguntó el monje, que se incorporó con presteza.

—No mucho. Podrías haberme esperado, ¿sabes?

—No sabía lo que hacía —susurró Rhys—. Lo único que pensaba era lo horrible que… —Sacudió la cabeza—. ¿Nos persiguen? Beleño miró hacia atrás.

—No lo sé, supongo que no. No los oigo. ¿Y tú?

—Ojalá —contestó Rhys.

—¿Quieres que nos persigan? ¡Desean matarnos! ¡Entregarnos a Chemosh!

—Sí, lo sé. Pero si nos persiguieran sería porque nos temen. Si no vienen… —Se encogió de hombros—. Es que no les importa lo que pueda ser de nosotros. Eso sí es inquietante.

—Entiendo —contestó Beleño con aire solemn—. Saben que no podemos hacer nada para frenarlos. Y tienen razón. Mi magia no les hace ningún efecto, y eso no me había ocurrido nunca. Bueno, no me ocurría desde que era pequeño y empezaba a practicar. Quizá si tuviésemos una arma sagrada…

—El emmide es una arma bendecida por el dios. Majere me la entregó como regalo de despedida. —Rhys apretó los dedos sobre el bastón. Revivió el momento en que había visto a Atta ir hacia él con el emmide en la boca, y sintió una fugaz calidez en medio de la helada oscuridad—. Aun en el caso de que quien lo maneje no sea un elegido de Majere, el arma sí lo es. Y, como viste, no logró matar a mi hermano, ni siquiera frenarlo un poco. Como dijo Lleu, no teme que le contemos a alguien que es un asesino. ¿Quién iba a creernos?

—Supongo que tienes razón —convino Beleño—. No lo había enfocado de ese modo. Bien, pues, ¿qué hacemos?

—No lo sé. Me es imposible pensar de un modo racional. —Rhys miró alrededor—. No tengo ni idea de dónde estamos ni cómo volver a la posada. ¿Y tú?

—No mucha —reconoció alegremente el kender—. Pero distingo luces en aquella dirección. ¿Tú no?

—No, pero yo no tengo la vista penetrante de un kender. —El monje puso la mano en el hombro del kender—. Ve tú delante, y gracias por la ayuda, amigo.

—De nada. —Beleño daba la impresión de estar desanimado, sin embargo. No parecía el mismo kender vivaz de siempre. Echó a andar, pero no miraba por dónde iba y en seguida metió un pie en un agujero.

—¡Ay! —exclamó mientras se frotaba un tobillo.

—¿Estás bien?

—Sí, supongo que sí.

—¿Qué pasa?

—Hay algo que tengo que decirte, Rhys. —¿Y qué es?

—No te va a gustar —advirtió Beleño.

—¿Y no puedes esperar hasta mañana? —preguntó con un suspiro—. Supongo que sí. Sólo que… Bueno, podría ser importante.

—Entonces, adelante, habla.

—He visto más personas como tu hermano y Lucy. Quiero decir como esas cosas que antes fueron tu hermano y Lucy. Las vi hoy, en Solace. El rostro del kender era un fulgor blanco a la luz de Solinari.

—¿Cuántas? —preguntó el monje, desesperado.

—Dos. Mujeres jóvenes ambas. Y también guapas. Pero muertas. Del todo. —Beleño sacudió la cabeza con tristeza—. Te lo habría dicho antes, sólo que no sabía qué era lo que veía. Hasta que vi a tu hermano en la taberna. Entonces lo supe. Ésas mujeres eran iguales que él, no irradiaban el brillo del espíritu desde su interior y, sin embargo, iban por ahí tan contentas, charlando y riendo…

Rhys recordó a la hija del molinero, que se había encaprichado con Lleu y se había escapado de su casa con él. ¿A cuántas jóvenes más había seducido y asesinado su hermano para luego entregar sus almas a Chemosh? Rhys volvió a ver el hambre espantosa en los ojos de Lucy. ¿A cuántos jóvenes seducirían esas muchachas a su vez? Seducirlos y asesinarlos. Los Predilectos de Chemosh.

«Nadie sabe lo que se traen entre manos porque nadie sabe que están muertos», se dijo para sus adentros al tiempo que la espantosa perfección de la estratagema del dios se abrió paso en su mente.

Rhys sabía la verdad del asunto; pero, como le había dicho al kender, ¿quién iba a creerle? ¿Cómo convencer a nadie? Beleño podía contar lo que veía, pero los de su raza no se distinguían por su rigor a la hora de relatar hechos. Rhys podía detener a Lucy, atarla y llevarla ante los magistrados para que la miraran a los ojos. Podía imaginar su reacción. Lo arrestarían a él y lo encerrarían como a un loco de atar.

La muerte tenía un rostro nuevo y ese rostro era joven y bello; la muerte tenía un cuerpo fuerte e incólume.

Rhys podía gritárselo al mundo.

Nadie le creería.