Krell se levantó de su asiento cuando Rhys entró en la biblioteca. Con una reverencia que era una parodia de cortés bienvenida, el Caballero de la Muerte acompañó a Rhys hacia las dos sillas situadas cerca de una mesita en la que había colocado el tablero de khas. La estancia estaba helada y su ambiente era opresivo, además de que olía a carne putrefacta. Krell apartó a patadas, impaciente, unos huesos que cubrían el suelo.
—Perdona el desorden. Anteriores jugadores de khas —le comentó a Rhys.
Huesos de piernas, de brazos, de cuellos, dedos de manos y pies, cráneos… Todos quebrados y machacados, algunos por varios sitios. Como por casualidad, Krell pisó unos cuantos, que se desmenuzaron.
Acomodó la pesada armadura que albergaba su espíritu en una de las sillas e indicó a Rhys que se sentara con un nuevo gesto de la mano. El tablero redondo de khas se encontraba entre los dos jugadores; los cuerpos resecos que eran las piezas de khas se situaban en las casillas hexagonales negras, blancas y rojas, dos ejércitos opuestos y enfrentados uno al otro a los extremos del campo de batalla que configuraban las casillas.
Rhys se sentó. Parecía haber perdido el coraje. Su calma habitual había desaparecido y los temblores lo sacudían de tal manera que el cayado se le escapó de las manos sudorosas y cayó al suelo. Trató de quitarse la bolsa de cuero del cinturón y también la dejó caer. Se agachó para recogerla.
—Déjala —gruñó Krell—. Empecemos la partida.
Rhys se enjugó el sudor de la frente con la manga de la túnica. Mientras se hundía en la silla, tembloroso, la rodilla sufrió una sacudida, golpeó el tablero de khas y lo volcó. El tablero cayó de la mesita y las piezas se desparramaron por el suelo en todas direcciones.
—¡Zoquete patoso! —gruñó Krell. El Caballero de la Muerte se agachó para recoger las piezas de khas, o, mejor dicho, una de ellas, que tomó del suelo con premura.
Rhys no puedo verla bien, ya que Krell cerró la mano enguantada sobre ella.
—Recoge las demás, monje —rezongó—. Y si cualquiera de esas piezas se ha estropeado, te romperé dos huesos por cada pieza que pierdas. Date prisa.
Rhys se puso a gatas y empezó a recoger las piezas, algunas de las cuales habían rodado a los extremos de la estancia.
—Hay veintisiete huesos en la mano humana —comentó Krell mientras colocaba las piezas que Rhys iba poniendo encima—. Empiezo por el índice de la mano derecha y voy avanzando. Se te ha pasado por alto un peón, un kender. Está junto al hueco de la lumbre.
Rhys recogió la pieza, un peón kender, y la puso sobre el tablero.
—¿Qué haces, monje? —demandó Krell.
La mano de Rhys se quedó paralizada. Sentía temblar a Beleño debajo de sus dedos.
—Los peones no van ahí —siguió Krell, disgustado—. En esa casilla se pone el roque. El peón va ahí.
—Lo siento —dijo Rhys, que cambió a Beleño a la casilla señalada—. Casi no sé jugar al khas.
Krell sacudió la cabeza.
—Y yo que confiaba en que durarías lo suficiente para que me entretuvieras una semana, como poco. Aun así —añadió alegremente el Caballero de la Muerte—, hay veintiséis huesos en el pie humano. Durarás por lo menos un día o dos. Te toca mover primero.
Rhys volvió a sentarse. Puso el pie sobre el peón kender que había cambiado por Beleño y lo arrastró debajo de su silla.
Luego agarró a Beleño, que estaba muy tieso y muy derecho como el resto de los peones, y lo adelantó una casilla. Entonces dudó. No recordaba si debía avanzar una casilla o dos en el movimiento de apertura. Al parecer Beleño percibió su dilema, ya que dio un ligero tirón y Rhys lo movió otra casilla, tras lo cual se hundió en su silla. Los temblores y los estremecimientos habían sido fingidos, pero el sudor de la frente era real. Volvió a enjugarlo con la manga de la túnica.
Krell adelantó dos casillas a un peón goblin al otro lado del tablero.
—Te toca mover, monje.
Rhys miró el tablero e intentó recordar las clases de khas que Beleño le había impartido la noche anterior. Tenían en mente un plan de juego en el que el objetivo era que Beleño se acercara a los caballeros oscuros lo suficiente para que pudiera descubrir cuál de ellos era Ariakan. Beleño expuso todas las posibles contingencias: qué mover si Krell movía esto; qué otra cosa mover si movía esto otro. Por desgracia, Rhys había resultado ser un mal discípulo.
—¡Tienes que pensar como un guerrero, no como un pastor! —le había dicho el kender en cierto momento, exasperado.
—Pero es que soy un pastor —había contestado el monje, sonriendo.
—Vale, pues deja de pensar como tal. No puedes proteger todas tus piezas, tienes que sacrificar algunas para ganar.
—No tengo que ganar —había argumentado Rhys—. Sólo tengo que aguantar lo suficiente en la partida para que lleves a cabo tu misión.
Con lo que ninguno de los dos había contado era con lo de los huesos rotos.
Rhys puso la mano sobre un peón y echó una ojeada a Beleño. El kender, tieso en su casilla, sacudió levemente la cabeza y Rhys apartó la mano de la pieza.
—¡Ja, monje! —retumbó Krell mientras se echaba hacia adelante en medio del repiqueteo de la armadura—. Has tocado la pieza, tienes que moverla.
Beleño encorvó los hombros. Rhys movió la pieza, y apenas había tenido tiempo de apartar la mano cuando Krell agarró una de sus piezas, la deslizó sobre el tablero y derribó el peón de Rhys. Con gesto triunfal, el caballero apartó el peón a su lado de la mesa.
—Me toca otra vez —dijo.
Se levantó de la silla con los ojillos rojos chispeantes; estaba disfrutando de antemano. Asió la mano de Rhys.
El monje soltó una exclamación ahogada y se estremeció al contacto del Caballero de la Muerte, que abrasó su carne con el odio candente que los muertos condenados sentían hacia los vivos.
A los monjes de Majere se los entrenaba para aguantar el dolor sin quejarse mediante el uso de muchas disciplinas, entre ellas una llamada Fuego Helado. Por medio de la práctica y la meditación constantes, el monje era capaz de dejar de sentir por completo dolores poco importantes, así como reducir los debilitantes a un nivel en el que podía seguir desempeñando su labor. Al «fuego» se lo cubría de hielo; el monje visualizaba la nivea escarcha que cuajaba sobre el dolor, de modo que éste remitía con el frío gélido que entumecía la zona afectada del cuerpo.
Rhys había contado con valerse de esta disciplina para ser capaz de superar el dolor de los huesos rotos, al menos durante un rato. Pero la meditación y la disciplina no podían competir con el tacto del Caballero de la Muerte. En una ocasión Rhys había tropezado con una linterna y se había derramado el aceite inflamable en las piernas desnudas. La piel se ampolló sobre la carne abrasada, y el dolor había sido tan intenso que casi perdió el conocimiento. El roce de Krell era como aceite ardiendo que corriera por sus venas. No puedo evitarlo y gritó de dolor mientras los espasmos le sacudían el cuerpo.
Aferrando el dedo índice de Rhys con su mano derecha, Krell se lo retorció con un experto giro. El dedo se partió por el nudillo y Rhys soltó un gemido. Lo asaltó un repentino calor que le produjo mareo y náuseas.
Krell lo soltó y regresó a su silla.
Rhys se recostó en la silla mientras luchaba para no desmayarse y realizaba las profundas inhalaciones que usaba para aclararse la mente y entrar en estado de Fuego Helado. No era tarea fácil. El dedo roto estaba descolorido y empezaba a hincharse. La carne que Krell había tocado tenía una palidez cadavérica. Rhys se sentía débil e inestable. Las piezas del khas ondeaban ante sus ojos y la habitación se movía.
«Si flaqueas ahora todo está perdido —se dijo, al borde de la inconsciencia—. Ésta actitud es imperdonable. El maestro se sentiría profundamente desilusionado. ¿Es que todos estos años fueron una mentira?».
El monje cerró los ojos y se encontró de nuevo en las colinas, sentado en la hierba mientras las nubes algodonosas se desplazaban por el cielo como un reflejo de las ovejas que pastaban en la ladera. Poco a poco empezó a recuperar el dominio de sí mismo, mientras el espíritu se imponía al cuerpo herido.
Sosteniendo con cuidado el dedo roto, enfocó de nuevo su atención en el tablero de khas. Las lecciones de Beleño volvieron a él, y Rhys levantó la mano —la mano herida— e hizo su movimiento.
—Estoy impresionado, monje —dijo Krell, que lo miraba con reacia admiración—. La mayoría de los humanos se me desmayan y tengo que esperar a que vuelvan en sí.
Rhys apenas oyó lo que decía. El siguiente movimiento haría avanzar a Beleño, pero ello significaba tener que sacrificar otra pieza.
Krell movió pieza e hizo un gesto con la cabeza al monje.
Rhys fingió estudiar la partida, aunque lo que hacía era serenar el espíritu y prepararse para lo que se avecinaba. Puso la mano sobre la pieza de khas y miró de reojo a Beleño.
El kender había palidecido profundamente, de modo que apenas se diferenciaba del resto de los cadáveres consumidos de kenders. Beleño sabía tan bien como Rhys lo que venía a continuación, pero había que hacerlo. Asintió levemente.
Rhys tomó la pieza, la desplazó y la soltó, y sólo tras una breve vacilación apartó la mano de ella. Oyó la risita de placer de Krell, oyó que derribaba una de sus piezas, oyó que se levantaba pesadamente.
La gélida sombra del Caballero de la Muerte se cernió sobre él.
Por un instante Beleño creyó que se iba a desmayar. Había oído perfectamente el chasquido del hueso al romperse y el gemido de dolor de Rhys, lo que le ocasionó una desagradable sensación de calor. Sólo el hecho de imaginarse a sí mismo, una pieza de khas, caer redondo en la casilla negra (movimiento que no aparecía en ningún manual de khas) mantuvo a Beleño de pie. Tembloroso pero firmemente decidido, siguió adelante con su misión.
Beleño era un kender fuera de lo normal en el sentido de que no le gustaba la aventura, cosa que sus padres habían considerado un rasgo deplorable, por lo que habían intentado hacerlo entrar en razón, pero sin éxito. Su padre era de la opinión de que esa falta de verdadero espíritu kender probablemente se debía a que Beleño pasaba todo el tiempo haciendo buenas migas con gente muerta. Algunos de esos muertos contemplaban la vida desde un prisma realmente negativo.
Hasta el momento, esta aventura no había hecho más que confirmar la mala opinión de Beleño.
Desde el principio no le había entusiasmado el plan de Rhys de reducirlo al tamaño de una pieza de khas. Y menos en un mundo lleno de gente alta. Beleño consideraba que ya era suficientemente pequeño. Tampoco le había gustado la idea de depender de Zeboim para que lo encogiera, en primer lugar, y para que lo devolviera a su tamaño, en segundo lugar. Rhys le había asegurado que le haría jurar a Zeboim por lo que quiera que los dioses juraran que lo haría como era debido. Por desgracia, la diosa había lanzado el hechizo al kender antes de que tuvieran oportunidad de concluir esa importante cláusula de las negociaciones. Beleño se encontraba en la celda de la diosa, de pie junto a Rhys, y de lo siguiente que tuvo conciencia fue de que estaba metido en una maloliente bolsa de cuero, sudoroso y acordándose con pesar de que se había saltado el desayuno.
Había querido salir de la bolsa hasta que apareció el Caballero de la Muerte, y entonces sólo deseó introducirse entre las costuras del saco. Suponía que era tan valiente como cualquier kender vivo, pero, según la leyenda, hasta su famoso tío Tas se había asustado de un Caballero de la Muerte.
Después de eso no había tenido tiempo para asustarse. Cuando Rhys tiró el tablero, Beleño sólo dispuso de unos segundos para salir de la bolsa y escabullirse antes de que el Caballero de la Muerte lo viera. Entonces llegó el asunto de tratar de mantenerse rígido e inmóvil mientras Rhys lo recogía —con toda la suavidad posible— y lo ponía sobre el tablero de khas. Con la preocupación y los nervios por todo eso, no había tenido tiempo de sentirse intimidado por el caballero.
Sin embargo, cuando la oleada de actividad hubo pasado, Beleño tuvo una buena perspectiva de Krell ya que no le quedaba más remedio que estar de frente al Caballero de la Muerte, que era tan repulsivo como el kender había imaginado.
Beleño se preguntó si alguien se daría cuenta si cerraba los ojos. Una ojeada disimulada le descubrió que todos los otros kenders del tablero los tenían abiertos de par en par.
«¡Pues claro, son cadáveres! Bastardos afortunados…», masculló para sus adentros.
Krell no parecía ser muy observador, pero cabía la posibilidad de que se diera cuenta, así que no le quedó más remedio que mirar directamente al Caballero de la Muerte. Probablemente Beleño habría sido incapaz de soportar la horrenda visión de no ser porque captó un atisbo del espíritu de Krell. El caballero era grande, feo y aterrador. Su espíritu, en cambio, era pequeño, feo y ansioso. En el apartado de espíritus, Beleño habría podido encargarse de Krell, derribarlo y sentarse en su cabeza. Saber eso hizo que el kender se sintiera muchísimo mejor, y empezaba a pensar que tal vez saliera con vida de esa aventura —algo que realmente no tenía esperanza de conseguir— cuando Krell le rompió el dedo a Rhys, y Beleño había estado a punto de desplomarse.
«Cuanto antes cumplas con tu parte del trabajo, antes podréis salir de aquí Rhys y tú», se exhortó con el propósito de aguantar sin desmayarse.
Tragó saliva, parpadeó para no llorar y procedió a hacer aquello para lo que lo habían mandado allí: descubrir cuál de las piezas de khas contenía el espíritu de lord Ariakan.
Cuando supo que todas las piezas eran cadáveres reducidos, le preocupó que los espíritus lo abrumaran. Por suerte, las almas de los muertos habían partido hacía mucho dejando tras de sí los cuerpos atormentados. Beleño percibió la presencia de un único espíritu, pero estaba tan furioso como veinte juntos.
Normalmente Beleño se habría valido de unas emociones tan intensas como las que sentía irradiar del espíritu a fin de determinar qué pieza era cuál. Por desgracia, la furia que se descargaba sobre el tablero era tan arrolladura que hacía imposible distinguir de cuál provenía. La ira y el deseo de venganza lo impregnaban todo y podrían haber estado saliendo de cualquiera de las piezas.
Zeboim había insistido en que su hijo se hallaba atrapado en uno de los dos caballeros negros, ambos a lomos de un Dragón Azul… porque eso era lo que Krell le había dicho. A Beleño le parecía muy probable que fuera así, aunque no podía descartar la posibilidad de que Krell hubiese mentido. Oteó por encima de las cabezas de los goblins que tenía enfrente y atisbo por detrás del cadáver de un hechicero de la oscuridad para echar un buen vistazo a los dos caballeros y comprobar si notaba algo en ellos que lo ayudara a decidir.
Casi esperaba que uno temblara de indignación o que soltara un furioso resoplido o que pinchara a otra pieza con su lanza…
Nada. Las piezas de los caballeros estaban tan rígidas e inmóviles como… En fin, como cadáveres.
Sólo había una forma de descubrirlo. Se pondría en contacto con el espíritu y le pediría que se mostrara.
Por lo general Beleño hablaba con los espíritus en un tono de voz normal; les gustaba eso, hacía que se sintieran como en casa. Hablar en voz alta quedaba descartado allí. Aunque Krell no parecía muy listo, hasta él sospecharía de una pieza de khas parlanchina. Si no quedaba más remedio, Beleño era capaz de hablar con los espíritus en su propio plano y en una voz semejante a la de ellos, algo que en ocasiones tenía que hacer con los espíritus demasiado tímidos.
Por desgracia, al ser un muerto viviente, Krell existía en los dos planos —mortal y espiritual— y tal vez oyera al kender. Beleño decidió que había que correr ese riesgo. No podía dejar que Rhys aguantara más torturas.
Beleño miró intensamente a Krell y su espíritu. El Caballero de la Muerte parecía estar totalmente inmerso en el juego y en la tortura a Rhys. Y también parecía muy bien adaptado al plano mortal, tanto él como su feo, mezquino y pequeño espíritu.
—Disculpad —dijo el kender en un susurro cortés mientras intentaba no perder de vista a ninguna de las dos piezas de los caballeros ni a Krell—. Busco a lord Ariakan. ¿Podrías darte a conocer, por favor?
Aguardó con expectación, pero nadie respondió a su llamada. Sin embargo la oleada de ira no remitió. Ariakan se encontraba allí, de eso no le cabía duda al kender.
Sencillamente no le hacía caso.
Por el rabillo del ojo Beleño vio la mano herida de Rhys suspendida sobre el tablero. Miró hacia arriba con temor para ver qué pensaba hacer el monje. Habían barajado varias estrategias con la meta de que él avanzara por el tablero hacia las piezas de los caballeros. Se puso en tensión al ver que los dedos bajaban, y después soltó un suspiro de alivio cuando realizaron el movimiento correcto. Beleño volvió a suspirar, y en esta ocasión fue un suspiro más profundo y apenado porque Rhys sacrificaría una pieza con dicho movimiento. Krell le rompería otro hueso. Beleño decidió mostrarse firme.
—Lord Ariakan… —empezó en voz más alta y el tono de quien no admite tonterías.
—Cierra el pico —espetó una voz fría y sepulcral.
—¡Ah, estás ahí! —Beleño dirigió la vista hacia la pieza del caballero negro que se encontraba a su lado del tablero—. Me alegro de encontrarte. Hemos venido a rescatarte, mi amigo y yo. —No podía volverse, pero giró los ojos e hizo un gesto breve y brusco con la cabeza en dirección a Rhys.
La ira se atenuó una pizca. Beleño contaba ahora con toda la atención del espíritu.
—¿Un kender y un monje de Majere han venido a rescatarme de Chemosh? —Ariakan soltó una risa amarga—. ¡Oh, vamos!
—Soy kender, lo admito, pero Rhys ya no es monje de Majere. Bueno, sí lo es, pero no lo es, ya me entiendes. Vale, probablemente no me entiendas, porque ni siquiera yo me entiendo muy bien. Y no fue idea nuestra venir. Nos mandó tu madre.
—¡Mi madre! —resopló Ariakan—. ¡Acabáramos! Ahora tiene sentido.
—Creo que intenta ayudarte —sugirió Beleño.
Ariakan volvió a resoplar.
A su espalda, Beleño oyó el chasquido de otro hueso, el gemido de Rhys y luego, silencio, un silencio tan profundo que el kender temió durante un instante que su amigo hubiera perdido el sentido. Entonces oyó una respiración áspera y vio la mano de Rhys moverse sobre el tablero.
Un hueso quebrado asomaba entre la carne. La sangre goteó en el tablero de khas. El kender tragó saliva con esfuerzo, encogido el corazón por el sufrimiento de su amigo.
—Ahora que sabes que hemos venido a salvarte, milord, nuestro plan es… —empezó Beleño, que procuraba acelerar las cosas todo lo posible.
—Perdéis el tiempo. No pienso irme —replicó ferozmente Ariakan—. No lo haré mientras no le haya arrancado el hígado a ese traidor con mis propias manos y se lo haga comer a trocitos.
—No tiene hígado —manifestó el kender, enfadado—. Ya no. Y quiero decir que es este tipo de actitud negativa lo que te ha mantenido apresado todos estos años. Bien. Éste es el plan. Rhys te comerá —explicó con aire seguro aunque albergaba sus dudas sobre el resultado— y te desplazará hacia su lado del tablero. Yo distraeré a Krell y, mientras, Rhys te meterá en un bolsillo. Escaparemos y te llevaremos sano y salvo con tu divina madre. Lo único que tienes que hacer es…
—No quiero que me rescate nadie —arguyó Ariakan—. Si lo intentáis organizaré un jaleo de mil demonios. Ni siquiera a Krell se le pasará por alto. Me temo que estáis perdiendo el tiempo. Y la vida.
—Sale a su madre, no cabe duda —rezongó Beleño—. Pobre Rhys —añadió mientras se encogía al oír la inhalación vacilante de su amigo—. No aguantará mucho más. ¡Oh, no! ¡Ahí va, a punto de mover la pieza equivocada!
Beleño sacudió violentamente la cabeza y, por suerte, Rhys pilló la advertencia. La mano —ahora utilizaba la izquierda— se desvió de la reina a un roque. Beleño soltó un suspiro profundo y echó una ojeada a Krell.
—Eso debería darle en qué pensar —comentó el kender con satisfacción.
El Caballero de la Muerte parecía impresionado por el movimiento. Se inclinó sobre el tablero y fue a mover una pieza, pero lo pensó mejor. Tamborileando los dedos sobre el brazo tallado del sillón, se echó hacia atrás y estudió atentamente el tablero.
Beleño dirigió un rápido vistazo a Rhys. El monje estaba muy pálido y tenía la cara brillante de sudor. Se sostenía la mano derecha con la izquierda, y su propia sangre le había salpicado la túnica. No hacía ningún ruido, no gemía, pero el dolor debía de ser insoportable. Cada dos por tres le oía hacer una corta e intensa inhalación.
Los kenders eran, por naturaleza, personas despreocupadas, con la filosofía de que lo pasado, pasado está, vive y deja vivir, pon la otra mejilla, nunca juzgues un libro por la cubierta, o a lo hecho pecho. Pero a veces se enfadaban y cualquier habitante de Krynn podría deciros que en el mundo no hay nada tan peligroso como un kender que ha perdido los estribos.
«¿Qué te parece? —se dijo Beleño para sus adentros—. Nosotros arriesgamos la vida para rescatar a este caballero y resulta que el pedazo de burro con armadura no quiere que lo rescaten. Bueno, ¡eso ya lo veremos!».
No hacía falta el habitual «tomar prestado» kender, ni juegos de manos, ni maniobras a hurtadillas, sólo un burdo «agarra y corre». Y no había forma de advertir a Rhys del cambio de planes. Sólo le quedaba esperar que su compañero captara la indirecta, la cual, después de todo, iba a ser más clara que el agua.
Krell alargó la mano para hacer un movimiento. Como había previsto el kender, el Caballero de la Muerte se disponía a coger la pieza del caballero negro, iba a mover a Ariakan.
Beleño agachó la cabeza como había visto hacer a un toro en una feria de ganado, y cargó.