8

Rhys y Beleño estaban en la celda de Zeboim, discutiendo pacientemente con la diosa, intentando hacerla entrar en razón, cuando de repente, en lo que media de un instante a otro, de una palabra a la siguiente, de un despotrique al sucesivo, Rhys se encontró de pie sobre baldosas desconchadas, en mitad de la fortaleza de un islote, con el eco persistente del rugido del mar bramando dentro de su cabeza. Harta de la discusión, Zeboim le había puesto fin de forma fulminante.

El monje no sabía nada del Alcázar de las Tormentas. Había oído contar cosas sobre él, pero apenas les había prestado atención. No era de los que anhelan vivir aventuras. No se unía a los monjes más jóvenes que disfrutaban escuchando historias de fantasmas al amor del fuego en las noches invernales. Las más de las veces dejaba el agradable calorcillo de la lumbre para ir a caminar solo por las heladas colinas, regocijándose con la fría y resplandeciente belleza de las escarchadas estrellas.

Los cadáveres de esos jóvenes monjes yacían bajo tierra. Sus fantasmas, era de esperar, estarían vagando libres entre esas mismas estrellas. Había partido para resolver el misterio de sus muertes. Ya sabía cómo, pero aún quedaba descubrir el porqué. Su búsqueda lo había conducido allí. Si miraba hacia atrás al camino que había seguido no lo veía a causa de todos los recodos, giros y vericuetos que había tomado.

Si hubiese obedecido a Majere y se hubiera quedado en el monasterio para buscar la perfección de cuerpo y mente, ¿qué estaría haciendo ahora? Sabía bien la respuesta. El día llegaba a su fin. Casi la hora de conducir las ovejas colina abajo. Estaría sentado tan a gusto en la alta hierba, con el cayado apoyado en los brazos y Atta tumbada a su lado, vigilando el rebaño y observándolo a él, a la espera de la orden que la mandaría como una flecha cuesta arriba, entre la hierba.

La escena era bucólica, pero él no se sentía en paz. Su espíritu se encontraba agitado por la duda y el tumulto de las emociones íntimas. Ya no se sentía libre de caminar por la noche bajo las estrellas. En la oscuridad iría a visitar la fosa común y, mientras contemplaba la hierba nueva que empezaba a cubrirla, tendría la sensación de haberles fallado a sus hermanos, a su familia, a la humanidad. Rhys contempló lo que podría haber sido y la imagen desapareció lentamente. Si iba a morir en aquel horrible lugar —como parecía más que probable— su espíritu continuaría hacia la siguiente etapa de su viaje, satisfecho al saber que había hecho lo que debía aunque todo hubiera salido mal.

Un crepúsculo llamativo tintaba el cielo de matices rojos, dorados y púrpuras que daban un toque chillón a los muros grises del Alcázar de las Tormentas. El primer pensamiento incongruente de Rhys fue que la fortaleza no llevaba un nombre apropiado. Ninguna tempestad bramaba sobre el alcázar. El cielo estaba despejado salvo por el tenue jirón blanco de una nube solitaria que se alejaba con rapidez, temerosa de quedar apresada. Ni la más ligera brisa soplaba ni en tierra ni en mar, que rompía en silencio contra los acantilados. Acariciadoras, unas suaves ondas lamían la parte inferior de las rocas aserradas.

Rhys examinó los alrededores y observó largamente, con atención, las formidables torres que se alzaban hacia el cielo chillón, la plaza de armas en que se encontraba, los diversos edificios anexos, esparcidos entre las rocas. Y más allá y alrededor, el mar; un mar que observaba con avidez todos y cada uno de sus movimientos.

Los suyos, únicamente. Al kender no se lo veía por ningún sitio. Rhys suspiró y sacudió la cabeza. Había intentado explicarle a Zeboim que la presencia del kender era esencial en su plan. Creía que la había convencido, al menos de eso, aunque no de lo demás. A lo mejor el kender había salido dando tumbos de las regiones celestiales a otra parte de la isla. A lo mejor…

—¿Beleño? —llamó sin alzar la voz.

Un chillido indignado le respondió. Provenía de la bolsa de cuero que colgaba del cinturón de Rhys y tras un instante de estupefacción y sobresalto, respiró más tranquilo. Zeboim había actuado con su habitual impetuosidad, sin molestarse siquiera en decirle lo que había hecho.

—¡Rhys! ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estoy? ¡Aquí dentro está oscuro como boca de lobo y apesta a queso de cabra! —se quejó Beleño, cuya voz sonaba apagada por la bolsa en la que lo habían acomodado.

—Guarda silencio, amigo mío —ordenó el monje mientras ponía la mano sobre la bolsa con un gesto tranquilizador.

La bolsa se calló obedientemente, aunque Rhys la notaba temblar contra su muslo. Dio una palmadita confortadora.

—Estás dentro de mi bolsa, y la bolsa y yo estamos en el Alcázar de las Tormentas.

La bolsa sufrió una sacudida.

—Beleño, debes quedarte completamente quieto. Nuestras vidas dependen de ello.

—Lo siento, Rhys —dijo el kender con la voz quebrada—. Es que me he sorprendido un poco, nada más. ¡Todo ha sido tan repentino! —La última palabra la pronunció con un chillido.

—Lo sé. —El monje se esforzó por mantener un tono tranquilo—. Tampoco yo esperaba hacer este viaje, pero ya que estamos aquí seguiremos adelante con mi plan como lo hablamos. ¿Podrás hacerlo?

—Sí, Rhys. Perdí el control un momento. Descubrir que uno mide siete centímetros y que lo han metido en un saco que huele a queso de cabra y después enterarse de que vas a visitar a un Caballero de la Muerte puede causar una fuerte impresión, ¿sabes? —El tono de Beleño sonaba áspero.

—Comprendo. —Rhys se alegró de que el kender no viera su sonrisa.

—Pero ya lo he superado —añadió Beleño tras una pausa que hizo para recobrar el resuello—. Puedes contar conmigo.

—Estupendo. —Rhys echó otro vistazo a su alrededor—. No tengo ni idea de dónde estamos o adonde se supone que debemos dirigirnos. Zeboim nos mandó aquí antes de que tuviera oportunidad de preguntarle.

Las torres de la inmensa fortaleza se elevaban desde los acantilados. Toda la construcción daba la impresión de estar excavada en la isla del mismo modo que un escultor esculpe su obra en un bloque de mármol dejando la parte inferior toscamente tallada, mientras que el resto está cuidadosamente trabajado, pulido, labrado. Rhys tenía la extraña sensación de hallarse en lo más alto de una dentada esquirla de la tierra, con el resto del mundo desplomándose todo en derredor. En la falda de la colina siempre se había sentido uno con el universo benevolente. Aquí se sentía solo, aislado y abandonado en un universo al que no le importaba un comino.

Las baldosas de la plaza de armas irradiaban al aire el calor del sol vespertino. El sudor le corría a Rhys por el cuello y por el torso. Pensó que el kender debía de estar asfixiándose, por lo que abrió un poco la bolsa para que le entrara más aire.

—No hables —reiteró—. Y quédate quieto.

Dos enormes torres, que debían de ser los principales edificios de la fortaleza, se alzaban a un lado de la isla. Rhys tendría que cruzar la plaza de armas a lo largo para llegar a ellas. Alzó la vista hacia la miríada de ventanas de las torres y cayó en la cuenta de que el Caballero de la Muerte, Ausric Krell, podía estar observándolo.

Evocó la conversación que había tenido lugar en la celda de la prisión unos instantes antes de que lo mandaran de viaje de forma tan inesperada.

—Majestad, Beleño y yo necesitamos tu ayuda para sobrevivir al encuentro con el Caballero de la Muerte. Me prometiste que me otorgarías tu sagrado poder…

—He cambiado de idea, monje. Lo he pensado mejor. Lo que me pides es demasiado peligroso para mi hijo. Si fracasas, Ariakan seguirá estando en poder de Chemosh. Si sospechara que te he ayudado, tomaría represalias contra mi pobre hijo.

—Señora, sin tu asistencia no podemos emprender…

—¡Bah! Tu plan es todo lo bueno que puede ser, dadas las circunstancias. Tal vez tengas éxito. Si es así, no tienes por qué preocuparte de nada. Si no, morir no te importará. Gracias a tu sacrificio te habrás asegurado una vida eterna tranquila. Majere no podría negarte eso, mientras que mi pobre hijo…

—Majestad…

Había sido en ese momento cuando Zeboim puso punto final a la discusión.

Ahora el monje se hallaba en el Alcázar de las Tormentas obligado a enfrentarse a un Caballero de la Muerte sólo con un cayado por arma, un kender en miniatura como compañero, y sin el auxilio de un dios. Prendida la mirada en las plomizas olas y en el vacío y progresivamente oscuro firmamento, Rhys asió con fuerza el bastón, que había sido el último y afligido regalo de Majere, y elevó una plegaria. No sabía a quién le rezaba, si es que lo hacía a alguien o a algo, tal vez al mar, tal vez al cielo infinito. No pidió hechizos, ni magia sagrada ni poderes divinos. Sería inútil pedirlos. Nadie respondería.

—Dame fuerza —rezó y, sin más, echó a andar hacia la fortaleza para encontrarse con el Caballero de la Muerte.

Sólo había dado unos pocos pasos cuando una sombra cayó sobre él desde atrás. Era una sombra fría como la desesperanza, oscura como el miedo. Tras él oyó el crujido del cuero y el golpeteo metálico de la armadura, así como el sonido de una respiración que no era la de un ser vivo, sino el sonido siseante, rasposo, de un muerto viviente que intentaba evocar qué era respirar. El hedor a putrefacción, a muerte, le inundó las fosas nasales y la boca. Entre la peste y el terror se sintió tan mareado que por un instante creyó que se iba a desmayar.

Apretó más aún el cayado. Su yo espiritual fue hacia la lucha. El miedo era el arma más potente del caballero muerto y Rhys tenía que derrotar el miedo o caería allí mismo. Su espíritu batalló contra el miedo, buscando superar la debilidad inherente a la carne. Fue una lucha corta, brusca. Rhys se había entrenado para ese momento durante todos los días pasados en el monasterio. No podía invocar a Majere para que lo ayudara, pero sí recurrir a las lecciones de Majere. El espíritu se alzó con la victoria. La sensación de mareo pasó. El cosquilleo abrasador en los miembros desapareció, si bien las manos, cerradas sobre el cayado, se le habían quedado dormidas.

Dueño de sí mismo, mantuvo ese dominio y se volvió sin prisa para mirar cara a cara al miedo.

A la vista del Caballero de la Muerte, la resolución de Rhys estuvo a punto de irse abajo. Krell se encontraba cerca de él, imponente. Al mirar las rendijas del yelmo el monje vio la luz maligna de la muerte en vida; una luz tan abrasadora como la del sol pero que sin embargo no alumbraba la oscuridad del ser atrapado dentro de la armadura tinta de sangre. Rhys se armó de valor para mirar al ser que había más allá de la ardiente luz.

No era amedrentador, sino vil y encogido.

Los pequeños ojos rojos de Krell lo observaban.

—Antes de matarte, monje de Mantis, te doy la oportunidad de contarme qué haces en mi isla. Tu explicación puede resultar divertida.

—Te equivocas, señor. No soy monje de Majere. Vine a hablar en nombre de Zeboim, a negociar por el alma de su hijo.

—Pues vistes como un monje —se mofó Krell, desdeñoso.

—Las apariencias engañan. Tú, señor, vistes como un caballero —replicó Rhys.

Krell lo fulminó con la mirada. Tenía la impresión de que lo había insultado, pero no estaba seguro.

—Da igual. Seré yo quien ría el último, monje. Días enteros de risa, siempre y cuando no te me mueras demasiado pronto, como tantos de esos bastardos.

Krell se meció sobre los talones atrás y adelante, con las manos metidas en el cinturón.

—Así que Zeboim quiere negociar, ¿eh? De acuerdo. Éstas son mis condiciones, monje: me entretendrás como hacen todos mis «invitados» jugando al khas conmigo. Si, por casualidad, me ganas, te recompensaré degollándote. —Por si acaso no lo había entendido, agregó—: Una muerte rápida, ¿sabes?

Rhys asintió con la cabeza y mantuvo agarrado con fuerza el cayado. De momento, todo iba bien, tal como lo había planeado.

—Si no me ganas, y te advierto que soy un jugador experto, te daré otra oportunidad. Después de todo no soy un tipo tan malo. Te daré una oportunidad tras otra de vencerme. Jugaremos una partida tras otra tras otra. —Krell hizo un gesto con la mano.

—El tablero está en la biblioteca, una larga caminata, pero al menos tú puedes disfrutar de este inusitado buen tiempo que estamos teniendo. Es posible que quieras echar un último vistazo al ocaso.

Krell rio entre dientes, un sonido espantoso, y su regocijo resonó en la armadura vacía. Salió con pasos ruidosos mientras se frotaba alegremente las manos, disfrutando la partida de antemano. A mitad de camino de la plaza de armas se detuvo y se volvió para mirar a Rhys.

—¿He mencionado que por cada pieza de khas que pierdas, monje, te romperé un hueso? —Rio abiertamente—. Empezaré por los pequeños, los de los dedos de las manos y de los pies. Después te romperé las costillas, de una en una. Luego, quizá, una cervical, una muñeca o un codo. Después seguiré con las piernas: una espinilla, una tibia, la pelvis… La espina dorsal la dejo para el final. Para entonces me estarás suplicando que te mate. ¡Ya te dije que este juego me parecía muy divertido! Voy a colocar el tablero. Y no me hagas esperar. Estoy deseando saber qué me ofrece Zeboim a cambio de su hijo.

El Caballero de la Muerte se alejó y Rhys se quedó inmóvil, siguiéndolo con la mirada.

—¡Oh, Rhys! —gimió Beleño, horrorizado.

—Baja la voz. ¿Qué tal juegas al khas? —inquirió en un susurro.

—No muy bien —contestó el kender con voz temblorosa—. Nos veremos obligados a sacrificar piezas, Rhys. Es el único modo de jugar este juego. Lo siento. Trataré de encontrar en seguida a Ariakan.

—Hazlo lo mejor que puedas, amigo mío —dijo el monje que, aferrando el cayado con fuerza, echó a andar hacia la torre.